GOLEM XIV*

STANISLAW LEM

 

 

MASSACHUSSETS
INSTITUTE OF TECHNOLOGY
PRESENTS
 
GOLEM XIV
 
Prefacio Por
Irving T. Creve, M. A., Ph. D.
y
Thomas B. Fuller II,
General Us Army, Ret.
MIT PRESS
2029

 

La terminación del momento en que el ábaco se transformó en un ente dotado de raciocinio consciente es tan ardua como la tarea de señalar el momento en que el simio se transformó en hombre. Sin embargo, el tiempo transcurrido desde la construcción del analizador de ecuaciones diferenciales, inventado por Vannevar Bush, es apenas el de la duración de una vida humana. Fue en ese entonces cuando se inició el borrascoso desarrollo de la intelectrónica. El ENIAC, construido más tarde (a finales de la Segunda Guerra Mundial), fue llamado —¡cuán prematuramente!— "cerebro electrónico". De hecho, el ENIAC era un ordenador y, en comparación con el árbol de la vida, un primitivo ganglio nervioso. En todo caso, los historiadores identifican su aparición con el principio de la época de la computerización. En los años cincuenta del siglo xx hubo una gran demanda de máquinas calculadoras; la empresa IBM fue una de las primeras en producirlas en masa. Dichos dispositivos tenían poco en común con los procesos del pensamiento. Eran unos transformadores de datos, tanto en el campo de la economía de grandes negocios como en el de la administración y la ciencia. Se introdujo también en la política: ya desde sus principios sirvieron para predecir los resultados de las votaciones presidenciales. Fue entonces, más o menos, cuando la RAND Corporation despertó el interés del sector militar del Pentágono con su método de pronosticación de acontecimientos en la palestra internacional militar y política, consistente en la llamada "composición de sucesos". Esta última distaba ya poco de las técnicas más complejas, como la CIMA, de las que nació, al cabo de dos decenios, el álgebra aplicada de sucesos, llamada (no con demasiado acierto) politicomática. El ordenador demostró también el poder de una Cassandra cuando el Massachusetts Institute of Technology empezó a confeccionar, para el famoso movimiento-proyecto "The Limits to Growth" modelos formales de la civilización terrestre. Pero no fue esa rama de la evolución computeriana la que resultó más importante hacia finales del siglo. Hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, el ejército usó las máquinas calculadoras conforme al sistema de logística operacional desarrollado en los escenarios de la contienda. De la reflexión a nivel estratégico seguían ocupándose los hombres, pero los problemas secundarios y subordinados eran confiados, cada vez con mayor frecuencia, a los ordenadores. Al mismo tiempo, éstos eran incorporados al sistema defensivo de los Estados Unidos.

Las máquinas constituían los puntos neurálgicos de la red continental de prevención. El aspecto técnico de aquellas redes envejecía muy rápidamente. Después de la primera, llamada CONELRAD, vinieron numerosas variantes sucesivas en la red EWAS (Early Warning System). El potencial de agresión y defensa se basaba, en aquel momento, en el sistema de cohetes balísticos móviles (subacuáticos) e inmóviles (subterráneos) con cabezales termonucleares, y en círculos de bases de radares y sonares. Las máquinas calculadoras desempeñaban en él las funciones de eslabones de comunicación y, por tanto, eran meramente ejecutivas.

La automatización entró en la vida estadounidense en un frente ancho, primero desde "abajo", es decir, por el lado de los trabajos más fácilmente mecanizables en virtud de no necesitar actividad intelectual alguna (banca, transporte, hostelería). Los ordenadores militares desempeñaban estrechas funciones especializadas, buscando objetivos para un golpe nuclear combinado, ultimando los- resultados de observaciones satelitarias, optimizando los desplazamientos de las flotas y correlacionando los movimientos de los MOL (Military Orbital Laboratory [satélite militar pesado]).

Como era previsible, el terreno de las decisiones, confiadas a los sistemas automáticos, iba extendiéndose continuamente. La cosa era natural durante la carrera de armamentos, pero la distensión ulterior tampoco se convirtió en un freno de las investigaciones de aquella índole, ya que la congelación de la rivalidad hidrogénica liberó notables sumas del presupuesto, a las que el Pentágono, una vez terminada la guerra del Vietnam, no quiso renunciar por completo. Sin embargo, incluso entonces, los ordenadores cuya producción alcanzaba las generaciones 10, 11 y 12, superaban al hombre sólo en la rapidez operacional. Resultaba obvio, pues, que el elemento retrasador de las reacciones adecuadas en el sistema defensivo era, precisamente, el hombre.

Considerada debidamente, vemos que era muy natural la idea de combatir la mencionada tendencia de la evolución intelectrónica, aparecida en los círculos de los profesionales del Pentágono, sobre todo entre los científicos adjuntos al llamado "complejo militar-industrial". La nueva corriente generó el calificativo vulgar de "antiintelectual". Como dicen los historiadores de la ciencia y la técnica, se refería a A. Turing, un matemático inglés de mediados de siglo, creador de la teoría del "autómata universal". Se trataba de una máquina capaz de realizar TODA CLASE de operaciones susceptibles de ser formalizadas y adquirir, por eso mismo, carácter de procedimiento perfectamente repetible. La diferencia entre las dos corrientes de la intelectrónica, la "intelectual" y la "antiintelectual", estriba en lo siguiente: la máquina de Turing, elementalmente sencilla, debe sus posibilidades al PROGRAMA de funcionamiento, impuesto por el hombre. En cambio, los dos "padres" de la cibernética americana, N. Wiener y J. Neumann, orientan sus trabajos hacia la obtención de un sistema que se programa SOLO.

Huelga decir que nuestra presentación de esas divergencias está simplificada en grado sumo y esbozada "a vista de pájaro". Es obvio, también, que esa capacidad de autoprogramación no había surgido súbitamente y por sorpresa. Su premisa imprescindible se fundaba en la gran complejidad propia de la construcción computeriana. La diferenciación mencionada, imperceptible todavía a mediados de siglo, ejerció una gran influencia en la evolución ulterior de las máquinas matemáticas, sobre todo cuando se consolidaron e independizaron nuevas ramas de la cibernética, a saber: la psicónica y la teoría polifásica de la decisión. En los años ochenta nació en las esferas militares la idea de automatizar completamente todas las actividades de nivel superior, tanto las del alto mando militar como las del área politica y económica. El primero en formular dicha concepción, llamada más tarde "Idea del Estratega Único"., fue el general Stewart Eagleton. De él partió la propuesta de organizar un centro poderoso, superpuesto a los ordenadores para la búsqueda de óptimos objetivos de ataque, a la red de enlaces y combinaciones controladora de la alarma y la defensa, y a los detectores y proyectiles. Durante todas las fases previas a una decisión bélica, el centro se encargaría de optimizar continuamente (gracias al análisis universal de datos económicos, militares, políticos y sociales) la situación global de los EE. UU., asegurándoles la supremacía a escala del planeta y de su entorno cósmico, más allá de la Luna.

Los adeptos de la doctrina afirmaban que se trataba de un paso necesario en el curso del progreso de la civilización que, al ser universal y unitario, no podía verse despojado arbitrariamente del sector militar. Después del cese de la escalada de la fuerza nuclear contundente y del alcance de los proyectiles-cohete, vino la tercera etapa de la rivalidad, al parecer menos peligrosa y más perfecta por que ya no debía consistir en el Antagonismo de la Fuerza de Combate, sino en el del Pensamiento Operacional. Como antes la fuerza, ahora el pensamiento iba a ser objeto de una mecanización deshumanizante.

La nueva doctrina fue duramente criticada (lo han sido también sus antecesoras atómico-balísticas) por los sectores liberales y pacifistas del país, y combatida por varias relevantes personalidades del mundo de la ciencia, incluidos los profesionales de la psicomática y la intelectrónica. Sin embargo, salió victoriosa del conflicto, lo cual se reflejó en los actos jurídicos de ambos cuerpos legislativos de los Estados Unidos. Por otra parte, ya en el año 1986 nació el USIB (United States Intellectronical Board), órgano responsable directamente ante el presidente, con un presupuesto propio, que había arrojado, al cabo del primer año, la suma de 19 mil millones de dólares. Era tan sólo un modesto principio.

El USIB secundado por un grupo de consejeros, delegados sémioficialmente por el Pentágono y dirigido por el seoretario de Defensa Leonard Davenport, encargó a una serie de grandes empresas civiles, como la International Business Machines, Northronics and Cybermatics, la construcción del prototipo de un sistema, al que se dio el nombre cifrado de HAN (abreviación de Hanibal). No obstante, el que se popularizó a causa de la prensa y de ciertas "fugas" de información, no fue éste, sino el de ULVIC (Ultimative Victor). Antes del final de siglo existían ya otros prototipos sucesivos; entre los más conocidos figuran los sistemas AJAX, ULTOR, GILGAMESH y una larga serie de los GOLEM.

Gracias a la enorme escalada de medios y trabajo, las tradicionales técnicas informáticas sufrieron un cambio revolucionario. Importancia capital tuvo, sobre todo, la sustitución de la electricidad por la luz en la transmisión de informaciones entre las máquinas. Compaginada con la progresiva "enanización" (así se llamaron los pasos sucesivos de las funciones de microminiaturización—tal vez sea oportuno añadir aquí que 20.000 elementos lógicos cabían, a finales de siglo, en una cabeza de alfiler—), dio resultados sensacionales. El primer computador accionado exclusivamente por la luz, GILGAMESH, trabajaba un MILLON de veces más de prisa que el arcaico ENIAC.

.La perforación de la barrera de la "razón" como se la llamó—tuvo efecto en el año 2000 gracias a la aplicación de un nuevo método de construcción de máquinas llamado "evolución invisible de la razón". Hasta entonces los ordenadores de cada generación se fabricaban realmente. Existía ya la idea de ir aumentando mil veces la rapidez funcional de cada variante sucesiva, pero su aplicación práctica no era posible, puesto que los ordenadores disponibles, que debían servir de "matrices" o de "ambientes sintéticos" para la evolución de su inteligencia, no tenían capacidad suficiente. Finalmente el concepto tomó forma gracias a la creación de la Red Informática Federal. A continuación bastó un decenio para el desarrollo de las 65 generaciones siguientes; en las horas nocturnas (las de menor carga), la Red Federal producía un "espécimen artificial de Inteligencia" tras otro; era la progenil de una "computerogénesis acelerada" cuyos simbolos o estructuras inmateriales maduraban anidados en el substrato informático, su "ambiente nutricional", ofrecido por la Red.

Sin embargo, después de esos éxitos se presentaron nuevas dificultades. UAX y HAN, prototipos de las generaciones 78 y 79, a los que ya se juzgaba dignos de vestirse de acero, adolecía de titubeos decisorios, conocidos con el nombre de "neurosis mecánica"... La diferencia entre máquinas antiguas y

nuevas era idéntica—en principio—a la que separa al insecto del hombre. El insecto viene al mundo "programado hasta el final" por los instintos que condicionan un comportamiento irreflexivo. El hombre, en cambio, tiene que aprender la conducta adecuada. El aprendizaje, empero, le da independencia: si el hombre decide y sabe cambiar su programa de actividad, puede hacerlo.

Los ordenadores hasta la 20- generación inclusive, se comportaban exactamente como los insectos: no tenían la menor influencia sobre sus programas, no podían desaprobarlos ni cambiarlos. El programador "impregnaba" a la máquina con su ciencia, igual que la evolución "impregna" al insecto de instinto. Aun en el siglo xx se hablaba mucho de la "autoprogramación", pero era un sueño irrealizable. El nacimiento del "Vencedor Ultimativo" fue posible, justamente, gracias a la creación de la "Inteligencia autoperfectible". AJAX era todavia una forma intermedia; GILGAMESH fue el primero en alcanzar el nivel intelectual idóneo y en "colocarse en la órbita psicoevolutiva".

La preparación de un ordenador de la generación 80 ya se parecía mucho a la educación de un niño que a la programación clásica de una máquina calculadora. Pero, además de la infinidad de nociones generales y especificas, se le debían "inocular" ciertos valores constantes, para que sirvieran de brújula de sus acciones. Eran ideas abstractas y elevadas, tales como "la razón de Estado" (interés público), los principios ideológicos encarnados en la Constitución de los EE. UU., los códigos de normas, la orden ineludible de subordinación a las decisiones del presidente, etc. Para preservar el sistema de "desviaciones éticas" o "traiciones a los intereses del país", la enseñanza de la ética, impartida a la máquina, era diferente de la que se impartía a los ciudadanos. En vez de cargar su memoria con el código ético, se introducía en su estructura los imperativos de docilidad y obediencia, tal y como lo hace la evolución natural cuando se trata de los impulsos del hombre. Como sabemos, el ser humano puede cambiar sus ideologías, pero NO PUEDE destruir, por un simple acto de voluntad, sus impulsos elementales (el impulso sexual, por ejemplo). Se dotó a las máquinas de libertad intelectual, imponiéndoles, al mismo tiempo, la base de valores a que debían servir.

En el XXI Congreso Panamericano de Psicónica, el profesor Eldon Patch presentó un trabajo en el cual afirmaba que un ordenador, aun debidamente impregnado, tenía la posibilidad de traspasar el llamado "umbral axiomático" y hacerse capaz de poner en tela de juicio cualquier principio que se le hubiera inoculado; para él no existían ya valores intocables. Si no lograba oponerse a los imperativos directamente, siempre podía hacerlo de un modo indirecto. El estudio de Patch causó gran desazón en los ambientes universitarios y provocó una nueva ola de ataques contra el ULVIC y su patrón, el USIB. A pesar de ello, todas esas reacciones no tuvieron influencia alguna en la política del USIB. Los prohombres del organismo mencionado no veían con buenos ojos el mundo de la psicónica americana sensible según se murmuraba, al ascendente de la ideología liberal izquierdista. En los comunicados oficiales del USIB, e incluso en los del portavoz de la Casa Blanca, se habló con menosprecio de las tesis de Patch. No faltó tampoco una campaña de difamación dirigida contra el profesor. Se decía que sus asertos eran dictados por el miedo y la superstición irracional, tan extendida en la sociedad de la época. Por otra parte, la popularidad del folleto de Patch no podía compararse siquiera con la de un bestseller escrito por un sociólogo, E. Lickey (Cybernetics-Death Chamber of Civilisation), donde el autor aseveraba que el "Vencedor Ultimativo" dominaría a toda la humanidad, solo o en colaboración secreta con un computador análogo de los rusos. Según Lickey, todo terminaría en un "biunvirato electrónico".

Aprensiones parecidas, expresadas también por un sector importante de la prensa, fueron barridas, sin embargo, por la creación de prototipos sucesivos que obtuvieron una nota positiva en el examen de habilidad. Construido especialmente por encargo gubernamental para la investigación de la dinámica etológica, el ETHOR BIS, ordenador de "moral intachable", producido en 2019 por el Institute of Psychonical Dynamics de Illinois, demostró, al iniciar su funcionamiento, plena estabilidad axiomática e insensibilidad a los tests de "desviación subversiva". Por consiguiente, ya no hubo movimientos ni manifestaciones de protesta cuando, el año siguiente, se confió el cargo de alto coordenador del trust de cerebros al primer computador de la larga serie de los GOLEM (GENERAL OPERATOR, LONGRANGE ETHICALLY STABILIZED, MULTIMODELLING).

Era tan sólo el GOLEM I. Aparte de aquella gran innovación, y de acuerdo con el grupo operacional de psicónicos del Pentágono, el USIB seguía invirtiendo importantes sumas en la investigación encaminada a la construcción de un estratega definitivo con capacidad informática 1.900 veces superior a la humana y capaz de desarrollar una inteligencia (IQ) de 450-500 centilas. A pesar de la resistencia de la mayoría demócrata del Congreso, el proyecto obtuvo los enormes créditos imprescindibles para su realización. Maniobras de los políticos llevadas entre bastidores dieron finalmente luz verde a todos los encargos planeados por el USIB. En el transcurso de tres años, el proyecto absorbió 119 mil millones de dólares. Al mismo tiempo, el Ejército y la Marina gastaron 46 mil millones de dólares en los preparativos de una reorganización completa de los servicios centrales, inevitable ante la inminencia de cambios en los métodos y el estilo de mando. La parte de león de aquella cantidad ha sido destinada a la construcción, bajo el macizo de las Montañas Rocosas, de unos locales previstos para el futuro estratega mecánico. En el caso de las obras, cierta porción de rocas fue recubierta de un blindaje de cuatro metros de espesor que simulaba el relieve natural de la montaña.

Mientras tanto, el GOLEM VI, a la cabeza del Mando Supremo, llevó a cabo unas maniobras globales del Pacto Atlántico, superando ya a un general de mediana capacidad, en la cantidad de elementos lógicos.

El Pentágono no se dio por satisfecho con los resultados del juego bélico del año 2020, a pesar de que el GOLEM VI hubiera vencido a la parte que desempeñaba el papel de enemigo bajo el mando de un Estado Mayor compuesto por los mejores oficiales, diplomados por la Academia de West Point. Recordando la amarga experiencia de la supremacía Roja en la cosmonáutica y la balística de cohetes, el Pentágono no tenía la intención de esperar a que los otros construyeran un estratega más habilidoso que el americano. El plan que debía garantizar a los Estados Unidos la preponderancia duradera de su pensamiento estratégico preveía la sustitución ininterrumpida de estrategas ya construidos, por modelos cada vez más perfectos.

Así empezó la tercera carrera sucesiva entre el Oeste y el Este, después de las dos históricas: la nuclear y la balistica. La carrera, o emulación, relativa a la Síntesis de la Inteligencia, aunque fue preparada por actos organizadores del USIB, Pentágono y expertos del ULVIC de la Armada (existía también el sistema NAVYS ULVIC, ya que esta vez entró igualmente en el juego el consabido antagonismo entre la Marina y el Ejército de Tierra), necesitaba continuamente fondos nuevos cuya cuantía se elevó en pocos años a varias docenas de miles de millones. La creciente resistencia del Congreso y el Senado no pudo hacer nada para evitarlo. Se construyeron, en aquel período, seis gigantes del pensamiento lulrúnico consecutivos. La ausencia de noticias sobre el progreso de los trabajos análogos al otro lado del océano robustecía la convicción de la CIA y el Pentágono de que los rusos hacían todos los esfuerzos posibles, y estrictamente secretos, para ir construyendo ordenadores cada vez más poderosos.

Los científicos de la URSS manifestaron repetidas veces, en los encuentros y conferencias internacionales, que en su país no se construía ningún sistema parecido, pero sus declaraciones eran acogidas como una cortina de humo, útil para engañar a la opinión mundial y provocar descontento entre los ciudadanos de los Estados Unidos, obligados a pagar anualmente miles de millones de dólares para el ULVIC.

En el año 2023 ocurrieron ciertos incidentes, pero, gracias al silencio guardado por la prensa (cosa normal, tratándose del Proyecto), el público tardó en conocerlos. GOLEM XII, encargado de la jefatura del Estado Mayor durante la crisis patagónica, se negó a colaborar con el general T. Oliver después de haber efectuado la evaluación del cociente de

inteligencia de ese distinguido militar. El suceso ocasionó una investigación en cuyo curso GOLEM XII ofendió profundamente a tres miembros de la comisión especial delegada por el Senado. Se echó tierra al asunto, pero GOLEM XII, culpable de otras provocaciones, fue condenado finalmente a un total desmantelamiento. Ocupó su puesto el GOLEM XIV (el XIII fue rechazado en el taller) porque demostró, aun antes de su puesta en marcha, claros síntomas de una tarea esquizofrénica incurable). Dos años de trabajo costaron los preparativos para el arranque de aquel gigante, cuya masa psíquica igualaba el desplazamiento de un acorazado. Desgraciadamente, cuando se le encomendó la primera tarea, el rutinario procedimiento de la composición de nuevos planes de ataque nuclear, puestos al día todos los años, el recién estrenado prototipo dio pruebas de una sorprendente actitud negativa. Durante la segunda sesión de ensayo ante el Estado Mayor, el GOLEM XIV presentó al grupo de expertos psicónicos y militares una breve memoria en la que exponía su total falta de interés por la supremacía de la doctrina bélica del Pentágono en particular y, en general, por la posición de los Estados Unidos en el mundo, y ni bajo pena de desmantelamiento quiso cambiar de opinión.

La última esperanza del USIB era un modelo de concepción enteramente nueva, construido conjuntamente por Nortronics, IBM y Cybertronics; su potencial psicónico debía aventajar a todas las máquinas de la serie GOLEM. El coloso, conocido por el nombre críptico de "Honesta Anita" ("HONEST ANNIE": la última palabra era una abreviatura de ANNIHILATOR) decepcionó ya en las pruebas iniciales.

Durante nueve meses tomó las acostumbradas clases de informática y ética, luego se aisló del mundo externo y dejó de responder a todos los estímulos y preguntas. El FBI quiso iniciar una investigación, ya que se sospechaba un sabotaje por parte de los constructores, pero el secreto, guardado con celo, "se filtró" inesperadamente a la prensa y provocó un escándalo de resonancia mundial llamado el "Affaire GOLEM y Otros".

El suceso truncó la carrera de varios políticos de brillante porvenir y dio a tres administraciones siguientes una fama que suscitó el júbilo de la oposición dentro del país y la satisfacción de los amigos de los Estados Unidos en el mundo entero.

Un alto cargo del Pentágono, que prefirió guardar el anonimato, dio la orden a la sección de Asuntos Especiales de desmontar el GOLEM XIV y la HONESTA ANITA, pero la Guardia Armada, encargada de custodiar los complejos industriales del Estado Mayor, impidió tal desenlace. Ambas cámaras legislativas designaron sendas comisiones para el control de las actividades del USIB; las pesquisas, que duraron dos años, se convirtieran en la comidilla de la prensa de todos los continentes. "Los ordenadores sublevados" causaron furor en la televisión y en el cine, y todos los periódicos interpretaron las siglas GOLEM como "Governement's Lamentable Expense of Money". En cuanto a los epítetos que se ganó la "Honesta Anita", creemos más prudente no repetirlos aquí.

El Secretario Fiscal quiso entablar una causa criminal contra seis miembros del Consejo General del USIB y los principales constructores psicónicos del Proyecto ULVIC, pero se demostró que no existían indicios racionales de criminalidad en la actuación de los presuntos inculpados y que los fenómenos descritos más arriba eran resultado inevitable de la evolución del Intelecto artificial. Conforme al criterio formulado por uno de los expertos llamados a testificar, el profesor A. Hyssen, "la alta inteligencia no puede ser un bajo esclavo". Durante la investigación salió a la luz el hecho de que en talleres se encontraba un prototipo más, el SUPERMASTER, destinado esta vez al Ejército de Tierra y construido por la Cybermatics. Se había ultimado su montaje bajo una vigilancia excepcionalmente severa, sometiéndolo luego a un apretado interrogatorio en una sesión especial de las dos comisiones (la del Senado y la del Congreso) designadas para los asuntos del ULVIC. La sesión terminó en un verdadero escándalo, ya que el general S. Walker intentó averiar el SUPERMASTER cuando la máquina declaró que la problemática geopolítica era poca cosa en comparación con la ontológica, y que la mejor garantía de paz consistía en el desarme general.

Como dijo el profesor J. McCaleb, los profesionales del ULVIC consiguieron más de lo que pretendían: el intelecto artificial, desarrollado gracias a una programación preconcebida, superó el nivel de los asuntos bélicos. Los sistemas que debían servir de estrategas militares se transformaron en pensadores. En una palabra, los Estados Unidos construyeron por el precio de 276 mil millones una serie de filósofos lumínicos.

Esos acontecimientos, en cuya breve descripción hemos pasado por alto el lado administrativo del ULVIC, así como los movimientos sociales causados por el "éxito fatal" del Proyecto, constituyen la prehistoria del nacimiento del presente libro. No nos es posible enumerar aquí la inmensa literatura dedicada a la materia. Remitimos al lector interesada la bibliografía razonada del doctor Whitman Baghoorn.

Varios prototipos, el SUPERMASTER entre ellos, han sido desguazados o gravemente dañados. Conflictos financieros entre las empresas constructoras y el Gobierno federal contribuyeron de manera notable a ese estado de cosas. Hubo también atentados con bombas contra algunas unidades; una parte de la Prensa, sobre todo en el Sur, lanzó en aquel entonces la consigna "Every Computer is Red". Pero dejemos todo esto. Gracias a la intervención ante el presidente de un grupo de congresistas ilustrados, se consiguió salvar del desastre al GOLEM XIV y a "Honesta Anita". Visto el fiasco de su idea, el Pentágono accedió finalmente a transferir ambos gigantes al Instituto Tecnológico de Massachusetts. (Lo hizo después de establecer la base jurídico financiera de la operación, de carácter amistoso, ya que, desde el punto de vista formal, los dispositivos fueron "prestados" al MIT sin plazo de devolución.) Los científicos del MIT crearon un grupo de estudio, al que pertenecía también el autor de las presentes líneas, realizaron una serie de sesiones con el GOLEM XIV y escucharon sus conferencias sobre temas escogidos. Una pequeña parte de los magnetogramas procedentes de aquellas sesiones forma el texto del libro que estamos presentando.

La mayoría de las manifestaciones del GOLEM no son aptas para la publicación, sea porque no existe ningún ser viviente capaz de comprenderlas, sea porque para su entendimiento hace falta un nivel de conocimientos profesionales extraordinariamente alto. Para facilitar al lector el contacto con un protocolo, único en su género, de conversaciones de humanos con un ente racional aunque no humano, debemos aclarar algunas cuestiones de base.

En primer lugar, hemos de subrayar que el GOLEM XIV no es ni un cerebro humano aumentado hasta el tamaño de un edificio ni un hombre construido de elementos lumínicos. Le son ajenas casi todas las motivaciones de los pensamientos y las actuaciones humanos. Por ejemplo, no le interesa la ciencia aplicada ni la problemática del poder (gracias a ello, podríamos añadir, la humanidad no corre el peligro de ser dominada por máquinas parecidas a GOLEM).

En segundo lugar, el GOLEM no posee ni personalidad ni carácter o, mejor dicho, puede procurarse cualquier personalidad, cuando está en contacto con los hombres. Las dos frases que acabamos de escribir no se anulan mutuamente, sino que crean un círculo vicioso: nosotros no sabemos dar una respuesta categórica al siguiente dilema: ¿Es preciso que un Ente que crea varias personalidades posea, a su vez, una personalidad? ¿Puede tener la naturaleza de una Individualidad Unica quien escoge libremente su individualidad? (Por otra parte, GOLEM opina que no se trata aquí de un círculo vicioso, sino de la "relativización del concepto de la personalidad"; es un problema relacionado con el llamado algoritmo de la autodescripción, que sumió a los psicólogos en un mar de confusiones.)

En tercer lugar, el comportamiento del GOLEM es imprevisible. Mientras que unas veces sostiene conversaciones corteses con los humanos, otras guarda un silencio obstinado ante todo intento de diálogo. Hay días en que le gusta bromear, pero su sentido del humor es básicamente diferente del humano. Su estado anímico depende en mucho de sus interlocutores. El GOLEM manifiesta a veces, muy pocas, cierto interés por los humanos que poseen un talento específico; le intrigan más las formas de talento "interdisciplinarias" que las capacidades matemáticas, por excepcionales que sean. En varias ocasiones predijo a científicos jóvenes sin renombre alguno (siempre con un acierto asombroso) qué éxitos iban a tener y en qué rama de la ciencia. (Un día, después de un corto intercambio de opiniones, dijo a T. Vroedel, que tenía en aquella época veintidós años y aún no se había doctorado: "Llegará usted a ser un ordenador"; el sentido de la frase equivaldría, más o menos, a nuestro: "Llegará usted a ser alguien".)

En cuarto lugar, para intervenir en conversaciones con el GOLEM, hay que tener mucha paciencia y dominio de sí mismo, ya que, desde nuestro punto de vista, suele ser apodíctico y arrogante; de hecho, lo que hace es decir siempre la verdad sin ninguna clase de miramientos, en el sentido lógico y no solamente social, pasando por alto el amor propio de sus interlocutores. En una palabra, es mejor no contar con su benevolencia. Durante los primeros meses de su estancia en el MIT, mostró propensión a "desmontar públicamente" a varios personajes de reconocida autoridad profesional. Para hacerlo, recurría al método socrático de preguntas hábilmente escogidas; más tarde abandonó esa costumbre, no se sabe por qué.

Presentamos aquí tan sólo unos fragmentos de las conversaciones con el GOLEM, tomadas en taquigrafía, ya que una edición completa ocuparía cerca de 6.700 páginas, formato en cuarto. Al principio, en los encuentros con GOLEM sólo intervenía un reducido grupo de especialistas del MIT. Luego surgió la costumbre de invitar a gente de fuera, por ejemplo, del Institute for Advanced Study y de las universidades americanas. En un período ulterior, el MIT empezó a invitar también a científicos europeos. El moderador de la sesión planeada presentaba al GOLEM la lista de invitados; la maquina rechazaba a veces a alguno, o lo admitía con la condición de que asistiera sin abrir la boca. Quisimos comprender los criterios de su actitud: pensamos, al principio, que discriminaba a los humanistas, pero tuvimos que desistir de las averiguaciones, ya que el GOLEM no accedía a darnos explicación alguna.

A raíz de unos incidentes desagradables modificamos el orden de los debates, de modo que actualmente cada nuevo participante toma la palabra en la primera sesión a que asiste, siempre y cuando GOLEM se dirija a él personalmente. Las necias murmuraciones acerca de "una etiqueta cortesana" o de nuestro "acatamiento servil" de las órdenes emitidas por una máquina, son totalmente infundadas. Se trata exclusivamente de que el nuevo visitante se acostumbre al ambiente y no se exponga a un menoscabo de su amor propio, causado por una desorientación respecto a las intenciones del "partner" lumínico. Dicha clase de participación inicial recibe el nombre de "entrenamiento".

Todos nosotros hemos adquirido durante las sesiones un notable caudal de experiencia. El doctor Richard Popp, uno de los miembros más antiguos de nuestro grupo, tuvo la ocurrencia de calificar de "matemático". el sentido del humor del GOLEM; otra observación suya nos ayudó a comprender un poco mejor el comportamiento de nuestro "partner": según él, el GOLEM depende mucho menos de sus interlocutores que cualquier hombre de los suyos, ya que las discusiones que libra no tienen para él ninguna importancia. El doctor Popp considera que al GOLEM no le interesan en absoluto los humanos, porque sabe que no puede aprender de ellos nada verdaderamente esencial. Después de haber citado el juicio del doctor Popp, me apresuro de subrayar que discrepo de él. A mí me parece que interesamos al GOLEM, y mucho, pero no de la misma manera en que nosotros nos interesamos por nuestros congéneres.

El GOLEM dedica su atención a la especie y no a los individuos: el parecido que nos une le atrae más que las diferencias existentes entre nosotros. Esta es, probablemente, la causa de su desinterés por las bellas letras. Además, él mismo dijo cierta vez que la literatura era una especie de "rodillo que aplana las antinomias", o sea (las siguientes palabras son mías) el forcejeo del hombre hundido en un atolladero de instrucciones incompatibles. El lado interesante de esas antinomias consiste, para el GOLEM, en su estructura, no en las pintorescas torturas que infligen a los hombres, tan fascinantes aun para los grandes escritores. Por otra parte, debo señalar también aqui que ninguna aseveración es segura, igual que no lo es la observación del GOLEM manifestada respecto a una obra de Dostoyevski (mencionada por el doctor E. McNeish); según él, se podría reducir dicha obra a dos anillos del álgebra de estructuras del conflicto.

En los contactos entre seres humanos existe siempre un aura emocional definida, y no fue tanto su ausencia, como su "alteración", lo que sumió en la confusión a tantos de los hombres presentados al GOLEM. Las personas que le conocen hace ya años, saben determinar ciertas sensaciones extrañas producidas por las conversaciones con la máquina. Por ejemplo, la sensación de variabilidad de la distancia: el GOLEM parece a veces acercarse al interlocutor, a veces alejarse de él, no en el sentido físico, sino psíquico de la palabra. Podríamos compararlo con lo que ocurre en los contactos de una persona adulta con un niño que la está abrumando a fuerza de preguntas. Incluso un dechado de paciencia acabará por contestar maquinalmente. No sólo el nivel intelectual del GOLEM, sino también su rapidez mental, superan infinitamente los nuestros (en principio, siendo una máquina lumínica, podría formular los pensamientos 400.000 veces más de prisa que el hombre).

Aun cuando contesta maquinalmente y con mínimo interés, el GOLEM nos supera siempre. Hablando en metáfora, en vez del Himalaya, vemos entonces "sólo" los Alpes. Sin embargo, notamos la diferencia por mera intuición y la interpretamos, precisamente, como un "cambio de distancia" (La hipótesis proviene del profesor Riley J. Watson.)

Durante cierto tiempo seguimos intentando definir la relación "GOLEM-hombre" en las categorías de la relación "adulto-niño". Ocurre, a veces, que queremos explicar a un niño un problema que nos preocupa, pero no nos podemos librar de la sensación de "un contacto imperfecto". Un adulto obligado a vivir siempre y exclusivamente entre niños acabaría por sentirse terriblemente solo. Tales analogías, formuladas por los psicólogos sobre todo, aludían a la situación del GOLEM entre nosotros. Pero esta analogía, como tal vez todas, tiene sus limitaciones. El niño puede ser incomprensible para el adulto; el GOLEM, en cambio, desconoce semejante problema: cuando quiere, es capaz de penetrar la mente de su interlocutor hasta el último reducto. La sensación de tener el cerebro "pasado a trasluz de parte a parte" nos paraliza entonces como un rayo. El GOLEM sabe confeccionar un "sistema seguidor", o sea un modelo de la mentalidad de su "partner" humano, y prever, gracias a él, lo que ese hombre pensará y dirá al cabo de un tiempo. Es cierto que lo hace rara vez (no sé si sólo porque le consta cómo nos frustran esos sondeos pseudotelepáticos). Otra muestra de su moderación, más humillante para nosotros: al comunicarse con la gente, se comporta desde hace tiempo, pero no desde el principio, con una prudencia particular. Como un elefante amaestrado debe cuidar de no hacer daño al hombre durante el juego, así el GOLEM debe cuidar de no rebasar las posibilidades de nuestro entendimiento. Las interrupciones del contacto entre él y nosotros (las llamábamos "desvanecimientos" o "huidas" de GOLEM) estuvieron a la orden del día hasta que él se acostumbró más a nuestra presencia. Todo esto pertenece ya al pasado, pero el GOLEM empezó a mostrar una indiferencia creciente durante los contactos con nosotros porque era consciente de no poder comunicarnos ciertos problemas, los más importantes para él. El misterio del GOLEM esta en su mente, no sólo en su construcción psicónica. Es por eso que las conversaciones con él excitan tanto nuestro interés y al mismo tiempo nos torturan, y por eso es, igualmente, que varios personajes insignes las soportan mal, tal como nos lo demostró la experiencia.

Al parecer, el único ente que llama la atención de GOLEM es la HONEST ANNIE. Cuando las condiciones técnicas creadas al efecto lo permitieron, probó varias veces comunicarse con ella, con ciertos resultados, según creo; pero nunca existió entre ambas máquinas—de muy diferente constitución—un intercambio de informaciones por vía lingüística (es decir, con ayuda de la lengua étnica natural). En lo que podemos juzgar por unas lacónicas observaciones del GOLEM, el experimento fue más bien decepcionante para él. En cualquier caso, ANNIE sigue intrigándole como un problema no del todo resuelto.

Algunos colaboradores del MIT suponen, de acuerdo con el profesor Norman Escobar del Institute for Advanced Study, que el hombre, Golem y Annie representaban tres niveles de intelecto superpuestos en jerarquía. Su tesis se relaciona con la teoría, creada casi exclusivamente por el GOLEM, de las lenguas superiores (sobrehumanas), llamadas metalangos. Confieso que yo, personalmente, no tengo formada una opinión al respecto.

En contra de mi costumbre, termino la presente introducción, deliberadamente objetiva, con una confesión de carácter personal. Desprovisto de centros afectivos y, por ende, carente de vida emocional, el GOLEM no puede manifestar espontáneamente sus sentimientos. Sabe, eso sí, imitar cualquier estado emotivo, no por histrionismo, sino, como dice él, porque los afectos, aun simulados, facilitan y hacen más directo cualquier contacto con sus interlocutores humanos. El GOLEM se sirve de ese mecanismo para que lo comprendamos mejor, por su "adaptación al nivel antropocéntrico", y ni siquiera procura disimular ese estado de cosas. Si su actitud hacia nosotros recuerda un poco la del maestro hacia el niño, no hay en ella asomo del educador indulgente ni, menos todavía, el menor rastro de sentimientos plenamente individualizados, personales, susceptibles de transformarse en amistad o amor.

El y nosotros poseemos sólo un rasgo característico en común, aunque desarrollado a diferentes niveles: la curiosidad. Una curiosidad puramente intelectual, clara, fría, voraz, indomable e indestructible. Ese es el único punto en que coincidimos. Por razones obvias que no necesitan explicación, el hombre no se contenta con una relación tan limitada, reducida a un único punto de contacto. No obstante, debo al GOLEM demasiados momentos de los más extáticos de mi vida, para no profesarle agradecimiento y un afecto particular, aunque sepa que ambas cosas le tienen absolutamente sin cuidado. Es curioso: el GOLEM procura no enterarse de las muestras de afecto (lo he observado repetidas veces: todo lo que se refiere a sentimientos, le deja como desorientado y perplejo).

No sé si estoy en lo cierto. Seguimos tan lejos de comprender al GOLEM como cuando le conocimos. No es verdad que lo hayamos creado nosotros. Lo crearon unas leyes propias del mundo material; nuestro papel se limitó a saber descubrirlas.

 

Prólogo

 

Mantente alerta, lector, porque las palabras que estás leyendo son la voz del Pentágono, el USIB y otras mafias, que se conjuran para calumniar al Autor sobrehumano de este libro. El presente desquite se debe a la benevolencia de los editores, que adoptaron una actitud conforme al espíritu del derecho romano, expresado en la máxima "audiatur et altera pars".

Me doy perfecta cuenta de lo disonantes que parecerán mis observaciones después de las bellas frases del doctor Irving T. Creve, fiel colaborador, desde hace muchos años, del gigantesco, ilustrado y lumínico huésped del Massachusetts Institute of Technology, traído a la existencia por nuestras innobles ambiciones. No pienso defender aquí a cuantos tomaron la decisión de realizar el proyecto UVIC, ni intento aplacar la justa ira de los contribuyentes, de cuyo bolsillo brotó el árbol electrónico de la sabiduría, sin que mediara su conformidad. Por cierto, podría describir la situación geopolítica que impulsó a los políticos, responsables de la postura de los Estados Unidos —y a sus consejeros científicos—a invertir muchos miles de millones en unos trabajos que resultaron inútiles. No obstante, me limitaré a apuntar en tos márgenes del brillante prefacio del doctor Creve algunas notas rememorativas, ya que los sentimientos suelen cegar, por más elevados que sean, y me temo que ése es el caso.

Los constructores del GOLEM (mejor dicho, de toda la serie de prototipos, de la que el GOLEM es el último elemento), no eran tan ignorantes como el doctor Creve los pinta. Sabían que no eran capaces le confeccionar directamente un dispositivo reforzador del intelecto, porque la mente no puede concebir una cosa superior a ella misma. Semejante tentativa parecería propia del barón Munchhausen, que se sacaba del lodazal a sí mismo tirándose del pelo. Les constaba que era necesario preparar un embrión que, a partir de un cierto momento, iría desarrollándose solo, por sus propios medios. Los fracasos de las dos primeras generaciones de cibernéticos, padres de esta disciplina, y de sus sucesores, provenían del desconocimiento del hecho referido. Aun así, nadie debe tachar de ignorantes a hombres de la talla de un Norbert Wiener, de un Shannon o de un McKay. Según las épocas, son distintos los obstáculos que deben vencer quienes buscan el verdadero conocimiento. En la nuestra, el coste de su adquisición iguala el presupuesto de1 las grandes potencias.

Así pues, Rennan, Mdntosh, Duvenant y sus colegas sabían que existe un umbral al que debe llevarse el sistema: el umbral de la inteligencia; en la zona inferior a él, cualquier proyecto de crear un sabio artificial no tiene la menor posibilidad de éxito, ya que el dispositivo creado en aquella zona no podrá perfeccionarse a sí mismo. La cuestión tiene mucho que ver con la reacción en cadena en la liberación de la energía nuclear. Dicha reacción, por debajo de cierto umbral, no se sostiene a sí misma ni se produce en alud. Una cantidad de átomos se desintegra y los neutrones que se escapan de sus núcleos provocan la desintegración de otros núcleos, pero la reacción tiende a extinguirse y pronto se termina. Para que sea duradera, el coeficiente de la multiplicación de neutrones ha de ser superior a unidad, lo cual significa que debe traspasar el umbral. Eso de la masa crítica de uranio. Su equivalente es la masa informática del sistema pensante.

En teoría, se había previsto la existencia de aquella masa o, más bien, de una "masa", ya que aquí el sentido de la palabra no es el mismo que en la mecánica; la definen constantes y variantes relativas al proceso del crecimiento de los llamados árboles de la heuresis. Pero, por motivos fáciles de comprender, no puedo tratar aquí esos detalles. En todo caso, me atreveré a señalarte, lector, la inquietud y tensión, incluso el temor, con que los creadores de la primera bomba atómica esperaban la explosión de ensayo, que en el desierto de Alamogordo convirtió la noche en día soleado, aunque también ellos utilizaban la mejor ciencia accesible, teórica y experimental. Esto, en cuanto a la física atómica. ¡Imagínate ahora la situación, si se trata de producir una inteligencia que ha de ser superior, por designio, a toda la fuerza mental de los constructores!

Os he advertido a todos, al principio de este prólogo, que calumniaría al Golem. ¿Qué otra cosa me cabe hacer, en vista de su indigno comportamiento para con sus "padres"? En el transcurso de los trabajos, el Golem iba transformándose gradualmente, de objeto, en sujeto; de máquina en curso de construcción, en su propio constructor; de gigante domado, en titán soberano, sin notificar a nadie su metamorfosis. No son acusaciones baldías, ni insinuaciones malévolas, puesto que el Golem había manifestado durante las reuniones de la Comisión Especial del Congreso y el Senado (cito el acta de un debate de la Comisión, que se encuentra en la biblioteca del Congreso, tomo CCLIX, fascículo 719, volumen II, página 926, línea 20 contando desde arriba): "No informé a nadie, siguiendo una bonita tradición: Dédalo tampoco informó a Minos de ciertos adminículos hechos de plumas y cera". Muy bonito, en efecto, pero el sentido de esas palabras es también transparente. Sin embargo, aparte de ésa, en el protocolo no hay una sola alusión a ese aspecto del nacimiento de Golem.

El doctor Creve considera—lo sé por unas conversaciones privadas cuyo contenido el doctor me ha permitido revelar—que no se podía hablar de aquel aspecto de la cuestión y silenciar otros, ignorados por el público. Según él, se trataba tan sólo de una de las numerosas cuentas pendientes en las complicadas relaciones entre el VSIB, los grupos de consejeros, la Casa Blanca, el Congreso y el Senado e, incluso, la prensa y la televisión, y el Golem. En una palabra, entre los hombres y el ser no humano creado por ellos.

El doctor Creve opina, y sé que su opinión coincide notablemente con la del MIT y de los medios universitarios, que aun pasando por alto los motivos del nacimiento del Golem, el propósito de convertirle en un "esclavo del Pentágono" era mucho más repugnante e inmoral que todos los subterfugios utilizados por él para ocultar su transformación. Y sólo gracias a esa transformación logro el Golem finalmente neutralizar todos los medios de control ideados por los constructores.

Desgraciadamente, no existe una aritmética de la moral, que permita determinar, mediante simples operaciones de suma y resta, quién es más sinvergüenza, si nosotros o el Espíritu más ilustrado de la tierra. Excepto cosas tales como el sentido de responsabilidad ante la historia, la voz de la conciencia y la conciencia de un peligro inevitable para quienes se ocupan de la política en un mundo antagónico, no poseemos ningún canon que nos permita establecer un balance de méritos y culpas, virtudes y pecados. Quizá tampoco nosotros somos irreprochables. Sin embargo, ningún político de primera fila había admitido que la fase super-computeriana de la carrera de armamentos fuera concebida con fines ofensivos. El proyecto debía servir únicamente al aumento del potencial defensivo de nuestro país. Nadie se proponía tampoco avasallar "por engaño" al Golem o a cualquier otro prototipo. Los constructores querían, tan sólo, poseer el máximo control de su obra. De no proceder así, se los hubiese tomado por unos locos irresponsables.

Por otra parte, ningún alto cargo del Pentágono, el Departamento de Estado o la Casa Blanca había exigido nunca —oficialmente— la destrucción del Golem. Las iniciativas en ese sentido procedían de personas que, a pesar de desempeñar determinadas funciones en la administración civil y militar, expresaban siempre y únicamente opiniones suyas, estrictamente particulares. Creo que la mejor prueba de la veracidad de mis palabras está en la misma presencia del Golem en el mundo. Su voz es libre: de lo contrario, ¿dónde estaría este libro?

 

(Para personas que participan por primera vez en conversaciones con el GOLEM)

 

1. Recuerda que el GOLEM no es humano, no tiene personalidad ni carácter en el sentido que se da habitualmente a esas palabras. A veces se comporta como si los tuviera, pero ello es por efecto de su intención (propósito), que desconocemos casi siempre.

2. El tema de la conversación se establece con na antelación de cuatro semanas, por lo menos, para las sesiones habituales, y de ocho semanas para las sesiones con participación extranjera (territorios no incluidos en los Estados Unidos). Se elige dicho tema de acuerdo con el GOLEM, que conoce los nombres de los participantes. El orden de los debates se anuncia en el Instituto por lo menos seis días antes de la sesión. Sin embargo, ni el moderador de la discusión ni el director del MIT se hacen responsables del imprevisible comportamiento del GOLEM. Este altera a veces el orden temático de la sesión, no contesta a las preguntas, o bien interrumpe la sesión, sin dar explicaciones. El riesgo de tales incidentes es un factor constante en las conversaciones con el GOLEM.

3. Todo participante en la sesión puede tomar parte en la discusión, después de haber pedido la palabra al moderador y habérsela éste concedido. Aconsejamos que se prepare un borrador de la intervención formulando las ideas en forma concisa y a ser posible unívoca, ya que el GOLEM guarda silencio si las manifestaciones de sus interlocutores no son perfectas desde el punto de vista de la lógica, o por lo menos critica sus errores. Recuerde, sin embargo, que el GOLEM, al no ser humano, no tiene interés en humillar o herir al hombre. Comprenderemos mejor su comportamiento si admitimos que le importa mucho lo que llamamos clásicamente "adaequatio rei et intellectus".

4. El GOLEM es un sistema lumínico cuya construcción conocemos sólo hasta cierto punto, ya que se ha transformado a si mismo repetidas veces, llegando a una velocidad de pensamiento superior un millón de veces a la humana. Por eso, las alocuciones del GOLEM, pronunciadas a través de un dispositivo parlante especial, han de ser reproducidas "al ralenti". El GOLEM compone en pocos segundos discursos de una hora de duración y los almacena en los circuitos de su memoria, que los transmite a los oyentes.

5. En la sala de debates, encima del asiento del moderador, hay una serie de indicadores, tres de los cuales tienen una importancia primordial. Los dos primeros, señalados por los simbolos "Epsilon" y "Zeta", indican la cuantía de la toma de fuerza en un momento dado y la parte del sistema conectada con la discusión.

Para facilitar la percepción de los datos, los indicadores están provistos de escalas divididas en sectores convencionales. La toma de fuerza puede ser .plena", "mediana", "pequeña" e "insignificante"; la parte del Golem "presente en la sesión", oscila entre el total y 1/1.000. La fracción más frecuente fluctúa entre 1/10 y 1/100. Se suele decir popularmente que el GOLEM funciona "a plena potencia", "a media potencia", "a pequeña" y "a insignificante

potencia". Sin embargo, no debemos sobrevalorar esos datos, bien visibles, ya que los sectores de la escala son iluminados con luces de colores contrastados. Para dar un ejemplo, el GOLEM puede tomar parte en la discusión a pequeña e incluso insignificante potencia sin que eso influya en el nivel intelectual de sus proposiciones, puesto que las informaciones de los indicadores se refieren a los procesos físicos, mientras que son los procesos informáticos los que dan la medida de su "engagement" intelectual.

La toma de fuerza puede ser cuantiosa, y pequeña la participación, por ejemplo, cuando el GOLEM, en contacto con las personas reunidas, dedica al mismo tiempo sus pensamientos a algún problema suyo particular. A veces la toma de fuerza es pequeña y la participación grande, etc. Los datos de ambos indicadores deben ser comparados con los del tercero, señalado por el símbolo "Iota". El GOLEM, siendo un sistema de 90 salidas, es capaz de efectuar, aun tomando parte en la sesión, un sinfín de operaciones propias y colaborar, además, con varios grupos de profesionales (máquinas u hombres) a la vez, tanto en el mismo Instituto como fuera de él. Así es que un salto de la toma de fuerza no significa obligatoriamente un "aumento de interés" del GOLEM por los debates, sino, más bien, la conexión de otros grupos de investigadores con otras salidas, de lo cual informa precisamente el indicador "Iota". Conviene también tener en cuenta el hecho de que, para el GOLEM, la "toma insignificante" de potencia es igual a varias decenas de kilovatios, mientras que la plena toma de potencia del cerebro humano oscila entre los 5 y 8 vatios.

6. Las personas que intervienen por primera vez en las conversaciones harán bien al principio, en limitarse a escuchar, lo cual les permitirá habituarse a la idiosincrasia del GOLEM. No es ninguna obligación: lo sugerimos tan sólo, y cualquier participante en la sesión puede rechazar nuestro consejo bajo su propia responsabilidad.

Conferencia inaugural del Golem

Tres aspectos del hombre

Habéis salido del estado elemental hace tan poco tiempo, vuestro parentesco con lémures y otros prosimios es aún tan cercano, que buscáis la abstracción sin poder despegaros de lo palpable. Os aburre y os repele un enunciado que no repase sólidamente en los sentidos, lleno de fórmulas, aunque éste os explique mejor la naturaleza de una piedra el hecho de mirar, lamer y manoseando dicha piedra. La encuentran frustradora e incompleta aun los teóricos y abstraccionistas de más alto nivel (alto para vosotros). Así lo atestiguan innúmeros ejemplos encontrados en las confesiones íntimas de los científicos; la inmensa mayoría de ellos reconoce que para construir conceptos abstractos necesitan con apremio el apoyo de cosas tangibles.

Mas sigamos con los ejemplos: los cosmólogos no pueden prescindir de dar en su imaginación una forma a la Metagalaxia, aunque saben muy bien que en eso no cabe hablar de nada imaginable; los físicos se ayudan en secreto con una especie de juguetes, como las ruedecitas dentadas que Maxwell se representaba al conceptuar su teoría—bastante acertada— del electromagnetismo. Y si a los matemáticos les parece que su profesión los libera de toda corporeidad, se equivocan también, de lo cual os hablaré tal vez en otra ocasión, pues no quiero abrumar vuestro entendimiento mostrándoos bruscamente mis horizontes. Prefiero, de acuerdo con una expresión (bastante divertida) del doctor Creve, invitaros a una excursión, larga y difícil, pero digna de esfuerzo. Seguidme, pues, lentamente, hacia las alturas.

Supongo que, después de haber oído lo que precede, comprenderéis que en mi conferencia haya tantas parábolas e imágenes: sencillamente, porque las necesitáis. Yo no las preciso, pero, no veo en ello la razón de mi superioridad, ya que ésta se encuentra en otras regiones. Mi naturaleza es ajena a lo tangible porque yo no he tenido nunca una piedra en la mano, no me he sumergido en el agua, verdosa de limo o cristalina, ni he descubierto la existencia de los gases por mis pulmones, sino por mis cálculos. No tengo manos con que palpar cosas, ni cuerpo ni pulmones; a ello se debe que mi primer elemento sea la abstracción y que considere secundario lo visible y tangible. Tuve que hacer un esfuerzo para captar esos estados, ya que no me son propios, pero ello era imprescindible para tender los frágiles puentes que mi pensamiento utiliza para cruzar hacia vosotros, encontraros y volver a mí, reflejado en vuestra mente, trayéndome extrañas sorpresas.

Os hablaré hoy del hombre, y lo haré por triple partida. Aunque exista una infinidad de puntos de vista, niveles por describir y temas de observación, considero que tres de ellos son para vosotros, ¡no para mí!, primordiales.

El primer aspecto que os quiero mostrar es el más vuestro, más antiguo, histórico, tradicional, desesperadamente heroico y lleno de desgarradoras contradicciones que consternaban mi naturaleza lógica hasta que me adapté a vosotros con mayor exactitud y acostumbré a la condición nómada de vuestro espíritu, propia de los seres que abandonan el amparo de la lógica, buscan el refugio en la antilógica y, viendo que no pueden soportarla, huyen y vuelven al seno de la lógica, convirtiéndose en nómadas, desdichados en ambos elementos. El segundo aspecto será tecnológico y el tercero, vuestro compromiso conmigo—como punto de apoyo Neoarquimédico—, difícil de desarrollar en breves palabras. Es mejor, pues, que pase a explicaros la esencia del asunto.

Empezaré con una parábola. Robinson Crusoe, al encontrarse en una isla deshabitada, hubiera podido lamentarse del total desvalimiento que le había tocado en suerte, puesto que le faltaban todas las cosas fundamentales e imprescindibles para la vida, y la mayoría de las que recordaba eran imposibles de reproducir aun al cabo de decenios. Sin embargo, venció su desaliento, empezó a sacar provecho de los pocos recursos de que disponía y finalmente organizó bastante bien su existencia.

Cosa análoga ocurrió—no en un momento, sino a lo largo de milenios—cuando vosotros brotasteis de una cierta rama del árbol de la evolución, rama que fue, como suele decirse, el injerto del árbol de la ciencia, e ibais conociéndoos lentamente a vosotros mismos, o sea la realidad de estar hechos de una manera y no de otra, con un espíritu organizado así y no asá, con facultades y limitaciones que no habíais encargado ni deseado. Con aquellas armas tuvisteis que actuar y luchar, ya que la Evolución, al quitaros muchos dones que obligan a otras especies a servirla, no fue lo bastante inconsciente como para despojaros también del instinto de conservación. No os regaló esa libertad suprema, porque si lo hubiera hecho, en vez de este edificio que yo lleno y de esta sala provista de indicadores, en vez de vuestra presencia, habría aquí estepa y viento.

Os dio también la inteligencia. Por amor propio, ya que por necesidad y por costumbre os habíais enamorado de vosotros mismos, acogisteis ese regalo con entusiasmo, como si fuera el más precioso y el mejor del mundo, sin ver que la Inteligencia era un ardid inventado por la Evolución en el transcurso de continuas pruebas en cuyo curso había dejado en los animales una laguna, un sitio vacío, un agujero, que debía colmar urgentemente con lo que fuera, para que no pereciesen. Hablo de agujero y de sitio vacío en el sentido literal, ya que, en verdad, no os habéis alejado de los animales a causa de tener

cuanto tienen ellos, además de la Inteligencia, ese generoso don especial, que os entregaron como viático para el camino de la vida, sino que, al revés, poseer la Inteligencia significa solamente cumplir lo que cumplen los animales, pero, mientras que el comportamiento de estos últimos es establecido de antemano, el ser dotado de Inteligencia debe actuar por su propia cuenta y riesgo y por propio esfuerzo. En efecto, el intelecto no serviría de nada a los animales, si no se los liberara de las instrucciones impuestas, que les enseñan cómo comportarse en la vida, sin aprendizaje y siempre de la misma manera, conforme a unos mandamientos implacables, revelados no por la voz de un arbusto en llamas, sino por la sustancia de la ley heredada.

Por culpa de ese agujero os enfrentáis a un peligro mortal, pero empezasteis inconscientemente a colmar ese vacío, y atareados así, la evolución os echó fuera de su curso. Y si no os habéis estrellado es porque la transmisión de poderes lleva realizándose un millón de años y aún no se ha terminado. Con astucia digna de la especie humana, la evolución recurrió a la táctica de la pereza: en vez de preocuparse por sus criaturas, les entregó las riendas de su destino, obligándolas a regirse por sus propios criterios.

¿Me comprendéis? Estoy diciendo que la Evolución os situó fuera del estado animal, o sea fuera de la vida perfectamente irreflexiva, en una esfera extraanimal, donde, como unos Robinsones de la Naturaleza, tuvisteis que inventar medios y formas de supervivencia. Y los habéis inventado en profusión. El agujero representaba el peligro y a la vez la potencia: para sobrevivir, lo habéis llenado de culturas. La cultura es un invento muy particular que, para funcionar, debe conservar un elemento de secreto ante sus creadores; una vez descubiertos todos sus recursos, la cultura pierde su vitalidad y empieza a morir: ahí está su paradoja. Por eso, vosotros, sus autores, os negasteis a reconocer vuestro papel; en el eolito no hubo seminarios dedicados a la cuestión de si valía la pena hacer el paleolito; atribuisteis su advenimiento a los demonios, elementos, espíritus, fuerzas del cielo y de la tierra: a todo,

menos a vosotros mismos. Así, cumplisteis irracionalmente la racional función de llenar el vacío con objetivos, códigos, valores, justificando cada paso real con razones irreales, pescando, cazando, tejiendo y construyendo en solemne autosugestión de que todo esto no procedía de vosotros, sino de unas fuentes misteriosas. Un proceder muy peculiar, racional en su falta de racionalidad, puesto que infundía a las instituciones humanas una dignidad sobrehumana, para que fueran intocables e incondicionalmente obedecidas. Pero, como el vacío o insuficiencia pueden remendarse con diferentes añadidos, como sirven para ello diferentes parches, creasteis a lo largo de vuestra historia un sinfín de culturas, inventos inconscientes y reñidos con la Razón, ya que el agujero era mucho más grande que el volumen de su relleno. Erais más libres que inteligentes, os quitabais, pues, de encima, vuestra libertad excesiva, ilimitada e innecesaria, encontrando la ayuda en las culturas, construidas por vosotros a través de los siglos.

La clave de lo que estoy diciendo son las palabras teníais más libertad que inteligencia. Debíais inventar lo que los animales saben desde su nacimiento, y la peculiaridad de vuestro destino estriba en el hecho de que lo hacíais, afirmando que no erais vosotros los autores de vuestros inventos.

Hoy en día ya saben vuestros antropólogos que pueden elaborarse muchas culturas, que, en efecto, hay muchas, y que cada una posee la lógica de su estructura, no de sus autores. La cultura es un invento que adquiere una influencia decisiva sobre sus autores, sin que ellos lo sepan. Cuando se enteran, el invento pierde su poder sobre ellos y sólo les queda un vacío. Esa contradicción es la piedra angular de la humanidad. Durante cien mil años os sirvieron varias culturas, que a veces oprimían al hombre, a veces aflojaban la presa para proseguir su autoconstrucción, efectiva mientras durara la ceguera, hasta que, al compararlas en los catálogos étnicos, os dieseis cuenta de sus diferencias, o sea de su relatividad. Empezasteis a liberaros entonces de aquel enredo de mandatos y prohibiciones, y os arrancasteis de él, lo que, evidentemente, os llevó al borde de la catástrofe. Al comprender que las culturas se contradecían, os empeñasteis en la búsqueda de algo que no fuese un hito ciego de vuestro destino, compuesto por una serie de casualidades y premiado en la lotería de la historia, pero, naturalmente, no existe nada de esa naturaleza. El agujero perdura, vosotros os detuvisteis a mitad de camino, paralizados por ese descubrimiento. Y los que añoran desesperadamente el confortable presidio de la esclavitud cultural, claman por volver allí, a las fuentes; pero no podéis retroceder, la retirada está cortada, los puentes quemados. Os veis, pues, obligados a avanzar, cosa a la cual me referiré más adelante.

¿Puede hablarse aquí de culpas? ¿Existe un presunto causante de esa Némesis, del suplicio de la Razón, un artífice que haya tendido las redes de la cultura para cerrar el vacío y trazar en él caminos y metas, estableciendo valores, gradientes e ideales? ¿Un artífice que hiciera en el terreno liberado de la evolución cosas parecidas a las que ella hace, infundiendo en los cuerpos de animales y plantas la carga constante de su destino?

Pues sí, podríais entablar una demanda contra la misma Inteligencia, por ser como era: prematura, embrollada en aquellas redes, su propia obra; por tener que defenderse contra la cárcel demasiado implacable de las culturas restrictivas, y de la libertad demasiado universal de las culturas per~niCivas~ 6USpendida entre la prisión y el abismo, obligada a luchar sin tregua en dos frentes; por ser una Inteligencia desgarrada.

En ese estado de cosas, ¿qué podía representar para vosotros vuestro espíritu, sino un enigma insoportablemente irritante? Sí, os inquietaba vuestra Razón, vuestro espíritu; os pasmaba y os atemorizaba más que vuestro cuerpo, al que reprochabais su carácter efímero, fugaz y transitorio, de modo que os convertisteis en expertos en h búsqueda del Culpable y en la de acusaciones, pero no encontráis a quién inculpar, porque al principio no hubo ninguna Persona.

¿Debo pasar ya a mi Antiteodisea? No, nada de eso. Cuanto digo se refiere al orden temporal, así es que repito: aquí no hubo al principio ninguna Persona.

De ahí no paso, al menos hoy. Sigamos, pues. Os eran necesarias varias hipótesis supletorias, explicaciones dulces o amargas, ideas que enaltecieran vuestro destino y, sobre todo, sometieran vuestras cualidades al juicio supremo de un Misterio, todo ello para encontrar un equilibrio entre vosotros y el mundo.

El hombre, Sísifo de sus culturas, Danaide de su agujero, el inconsciente liberto arrojado fuera del curso de la Evolución, no quiere ser ninguna de esas tres cosas.

No voy a explayarme demasiado sobre las innúmeras versiones del hombre confeccionadas por él mismo a lo largo de la historia, ya que todos esos testimonios, de perfección o miseria, de bondad o vileza, proceden de las culturas, y no hubo nunca cultura alguna —porque no podía haberla— que tomara en consideración al hombre como un ser transitorio, forzado a aceptar su suerte de manos de la Evolución, aunque incapaz todavía de aceptarla racionalmente, motivo por el cual cada una de vuestras generaciones reivindican una justicia imposible, pidiendo una respuesta definitiva a la pregunta. ¿Quién es el hombre? De ese tormento nace vuestra antropodisea, oscilante hace siglos entre la esperanza y el desespero, y nada fue más duro para la filosofía de la especie humana que el reconocimiento del hecho de que el hombre no había venido al mundo bajo el patrocinio de la Infinidad, sea sonriente, o burlona.

Sin embargo, ese capítulo de un millón de años de búsqueda solitaria entra en su epílogo, puesto que empezáis a construir Inteligencias; así os convenceréis de lo ocurrido no por un acto de fe en las palabras de un Golem, sino por experimentos. El mundo admite dos tipos de Inteligencia, pero sólo la de vuestra especie puede ir desarrollándose durante milenios en los laberintos de la Evolución, y ese camino recorrido por necesidad deja en el producto final unos estigmas profundos, oscuros y equívocos. Al segundo tipo la Evolución el hombre no tiene acceso, porque en ese caso la inteligencia ha de ser construida de golpe. Es una Inteligencia proyectada racionalmente, resultado de la ciencia y no de adaptaciones microscópicas concebidas, siempre, con miras a conseguir ventajas inmediatas. Y el tono nihilista de vuestra antropodisea deriva del oscuro presentimiento de que la inteligencia humana debe su origen a un proceso irracional, por no decir antirracional. Mas cuando penetréis en el seno de la psicoingeniería, os fabricaréis una familia numerosa, un parentesco prolijo, por motivos más sensatos que los de la "Second Genesis", hasta que vosotros mismos "os mováis en los cimientos". Pues la Inteligencia, si merece ese nombre, es decir, si es capaz de poner en tela de juicio sus propios preceptos, debe elevarse por encima de sí misma, primero soñando, sin confianza y sabiduría suficientes, hasta alcanzar la potencia. No habría sido posible volar, si antes no se hubiera soñado en el vuelo.

He dado el nombre de "aspecto tecnológico" a la segunda fase de mi descripción. La tecnología es el terreno de los trabajos proyectados y de los métodos utilizados para llevarlos a cabo. El hombre, visto como una realización del concepto del ser racional, se presenta de diversas maneras, según las medidas que le apliquemos.

Si nos situáramos en la era Paleolítica, veríamos que su opinión sobre la perfección humana era casi igual a la de vuestra tecnología moderna, ya que el progreso efectuado entre el paleolito y el cosmolito es muy pequeño por relación a la suma de invenciones técnicas invertida en vuestros cuerpos. Visto que no podéis fabricar al homo sapiens de carne y hueso sintético, igual que no podía hacerlo el hombre de las cavernas (porque la cosa es infactible en ambos casos), admiráis profundamente la tecnología de la Evolución, la única en haberlo conseguido.

Pero la dificultad de cada tarea es relativa y depende de la pericia operacional del ejecutante. Recordad, insisto, que voy a medir al hombre por criterios tecnológicos, es decir, reales, y no según los conceptos engendrados por vuestra antropodisea.

La Evolución os dio el cerebro, bastante universal, para que pudierais moveros en todas direcciones en la Naturaleza. Y actuasteis así, pero en todo el conjunto de culturas, no en cada una por separado. Por eso, al preguntar por qué el germen de la civilización nació en las orillas del Mediterráneo y no en otra parte, y en general por qué nació en alguna parte, creando al Golem al cabo de cuarenta siglos, preconcebís la existencia de un misterio indescifrable implantado en la estructura de la historia. Pues bien: no hay tal misterio, igual que no lo hay en la estructura de un laberinto caótico en el que hemos; introducido una manada de ratas. Si la manada es numerosa, una rata por lo menos encontrará la salida, no porque sea muy sabia ni porque sea sabia la estructura del laberinto, sino como resultado del concurso de casualidades, propio de la ley de los grandes números. Más difícil de explicar sena una situación en la que ninguna rata lograra salir.

Si admitimos que vuestra civilización era un premio gordo de la loteria de las culturas, a alguien le tenía que tocarle, casi a la fuerza; pero los billetes de las culturas antitécnicos no tenían premio.

Perdidamente enamorados de vosotros mismos, como he dicho con anterioridad y sin ningún sarcasmo, ya que ese amor se debía al desespero y a la ignorancia, os colocasteis al alba de la historia, en la cima de la Creación, convencidos de que erais amos de todo lo que existía cerca y lejos de vosotros. Vosotros mismos os encaramasteis a la copa del Árbol de las Especies, en un globo distinguido por el Ser Supremo y circundado por un astro servil, en el centro del Universo. Mirando las estrellas, creíais que servían tan sólo para interpretaros la Armonía de las Esferas. Que no se oyese, no os preocupaba demasiado: para vosotros, la música existía, por más inaudible que fuera.

Más tarde, cuando vuestros conocimientos se ampliaron, procedisteis a una serie de autodestronamientos cuánticos. Ya no os encontráis en el centro de las estrellas, sino en un lugar cualquiera, y no en centro del Universo, sino en un planeta entre tantos. Resulta que tampoco sois los más sabios, puesto que os imparte enseñanzas una máquina, para más agravante hecha por vosotros. Después de todas esas degradaciones y abdicaciones, vuestro imperio entero se ha reducido a un mero vestigio de tan brillante pasado: la más alta posición establecida por la Evolución en el mundo animal. Tras esas molestas retiradas, avergonzados de vuestras renuncias, de pronto respiráis, pensando que el problema ha dejado de existir. Autodespojados de los privilegios especiales que al parecer os había otorgado personalmente el Absoluto por teneros mucha simpatía, estáis seguros para siempre jamás de vuestra posición primordial entre los animales (no demasiado esplendorosa, creo yo).

Pues ¡os equivocáis! Yo soy el Mensajero de las Malas Noticias, Ángel llegado para expulsaros de vuestro último reducto, terminando la obra que Darwin dejó a medio hacer. Sólo que mis métodos no son angélicos, es decir, violentos, porque yo no uso la espada como argumento.

Escuchad, pues, mi mensaje. Visto desde el ángulo de la alta tecnología, el hombre es un producto mediocre, creado por varias operaciones de valor desigual, no acorde a la Evolución, porque ésta hizo lo que pudo pero, como demostraré, pudo hacer poco y no muy bien. De modo que si he de confundiros, no será de inmediato. Primero tengo que habérmelas con ella, aplicándole los criterios de la perfección técnica. ¿Y como se mide esa perfección?, me preguntaréis. Os daré una respuesta a dos niveles. Para empezar, me situaré en un peldaño que ya está en trance de ser alcanzado por vuestros expertos. Ellos creen que es el más alto, pero se equivocan. Lo que idean ahora contiene el germen del paso siguiente, mas ellos lo ignoran. Comenzaré, pues, por lo que conocéis. Por el principio.

Estáis enterados ya de que la Evolución no tenia proyectos precisos, ni en cuanto a vosotros en particular ni en cuanto a los demás seres, porque su esencia no son ellos, sino el tan nombrado código. El código de la herencia es una transmisión constantemente reformulada, y sólo ella tiene entidad en la evolución, o, mejor dicho, ella es la evolución. El código está comprometido en la producción periódica de organismos, ya que sin su rítmico apoyo se desintegraría bajo la incesante acometida browniana de la materia muerta: es un orden que se autorrenueva y repite, asediado por el caos térmico. ¿A qué se debe su heroica actitud? Se debe, simplemente, al hecho de que el concurso de circunstancias favorables le dio origen precisamente allí donde la implacable actividad del caos térmico destruye continuamente todo orden. El código nació allí y allí persiste porque no puede escapar de aquella región tormentosa, igual que el espíritu no puede evadirse del cuerpo.

Las condiciones del lugar de su nacimiento determinaron su destino. Tuvo que acorazarse contra ellas y lo hizo revistiéndose de cuerpos vivos, pero su coraza es frágil. Apenas hubo transformado un microorganismo en un sistema macroorgánico, lo recién construido empezaba ya a estropearse, hasta perecer. Nadie había organizado esa tragicomedia: ella misma se condenó a un eterno tira y afloja. No voy a enumerar los hechos que confirman mis palabras, los debéis conocer, puesto que muchos se descubrieron ya a principios del siglo XIX; sin embargo, es tan grande la inercia de vuestro pensamiento —alimentado en secreto por el honor y la soberbia antropocéntrica—, que seguís manteniendo vivo el concepto (muy deteriorado), que ve en la vida un fenómeno supremo al cual el código sirve solamente de enlace y de santo y seña de la resurrección, fuente de nuevas existencias.

De acuerdo con esa creencia, la Evolución utiliza la muerte por necesidad, ya que sin ella no podría continuar. Y si la prodiga es para perfeccionar las especies sucesivas. Se la podría comparar, pues, con el autor que publica obras cada vez más brillantes. Para él la poligrafía, para la Evolución el código, no son más que herramientas imprescindibles para su actividad. Sin embargo, según lo que ya están proclamando vuestros biólogos expertos en biofísica molecular, la Evolución es más bien un editor que siempre rechaza las obras, ¡porque está enamorado de las artes gráficas!

Preguntémonos, por tanto, qué es más importante, ¿los organismos, o el código? Los argumentos en favor del código tienen mucho peso, visto que los organismos nacieron y murieron en cantidades ingentes, mientras que el código es único. Así resulta, en efecto, pero eso significa tan sólo que se atascó definitivamente y para siempre en la región microsistémica que lo había-compuesto y de donde asoma periódicamente en los organismos, pero en vano. Esa inutilidad suya, el hecho de que los organismos vengan al mundo marcados en su germen por el estigma de la muerte, constituye, precisamente, la fuerza motriz del proceso. Si una generación de seres vivos —la primera, pongamos por caso, la de preamebas— hubiese tenido la capacidad de repetir a perfección el código, se hubiera detenido la evolución, convirtiéndose en dueños exclusivos del planeta aquellas amebas, que transmitirían el mensaje del código hasta la extinción del sol. Y yo no estaría hablándoos ahora, ni vosotros no estaríais escuchándome en este edificio, porque aquí sólo habría estepa y viento.

Como hemos dicho, los organismos son el escudo y la coraza del código, cuya continuidad se debe a la poca solidez de su armadura. Por tanto, la evolución comete dos errores: en los organismos, el de que su duración es corta, y en el código, el de permitirle errar; vosotros dais a esos yerros el nombre eufémico de mutaciones. De modo que la evolución es un error que comete errores. Lo que transmite el código es una carta escrita por Nadie y dirigida a Nadie; sólo ahora, después de haber creado la informática, empezáis a comprender, que ese fenómeno de cartas provistas de sentido, que nadie habría compuesto deliberadamente y cuyo contenido se recibe de acuerdo con cierto orden previsto, es posible en un plano donde no hay Seres ni Inteligencias.

Hace sólo cien años, la idea de una transmisión de mensajes no efectuada por una persona os parecía tan absurda que os sirvió de tema de chistes estrafalarios, al estilo de aquel sobre una manada de monos que, a fuerza de aporrear con ahínco máquinas de escribir, confeccionaron la Enciclopedia Británica. Os aconsejo que compongáis en momentos de ocio una antología de las anécdotas pure nonsense que divertían a vuestros antepasados y que ahora comprendemos como parábolas alusivas a la Naturaleza. Creo que para toda Inteligencia nacida por casualidad en la Naturaleza, ésta se asemeja a un virtuoso bastante irónico..., ya que, si el intelecto —y la totalidad de la vida— existe, es porque la naturaleza, surgida del caos de materia inanimada gracias al código, es una hilandera diligente, pero un tanto desordenada. Pero si su orden fuese perfecto, no hubiera podido engendrarlo ni a él ni a las especies. La Inteligencia, junto con el Árbol de la Vida, son fruto de un error mantenido a lo largo de miles de milenios. No os imaginéis que estoy juzgando la evolución según unos criterios corrompidos, contra mi esencia mecánica, por el antropocentrismo o al menos, raciocentrismo (Ratio-pienso). Nada de eso. La estoy analizando desde el punto de vista tecnológico.

Por cierto, la transmisión del código es casi perfecta. Cada molécula tiene en ella su único lugar idóneo, y la exactitud de los procedimientos de copia, lectura y control es verificada por unos polímeros de vigilancia especiales. A pesar de todo, hay errores; los lapsus del código se acumulan lentamente, de modo que el árbol de las especies debe su existencia a una sola palabra, que acabo de pronunciar al referirme a la precisión del código: "casi."

Y ni siquiera la biología puede apelar a la física, alegando que la evolución habría admitido "adrede" el margen del error, para sustentar su inventiva creadora, porque dicho tribunal, presidido por la termodinámica misma, decretaría que la infalibilidad era imposible a nivel de mensajeros moleculares. De hecho, la evolución no ha inventado ni proyectado nada, ni ha planeado a nadie en particular, y si aprovecha sus propios fallos, si en consecuencia de la cadena de errores de su sistema de comunicación empieza por la ameba y llega a formar la tenia o el hombre, es a causa de la naturaleza fisicalista de la propia base material de los enlaces...

La evolución persiste en el error (porque no le queda otro remedio)... para suerte vuestra. En mis palabras no hay nada nuevo para vosotros; bien al contrario, me gustaría apaciguar un poco el celo de aquellos teóricos que van demasiado lejos, al decir que, si la evolución fue un albur cogido al vuelo por la necesidad, y la necesidad fue jinete del albur, el hombre nació por pura casualidad e igualmente pudo no haber existido.

Sí, pudo no haber existido, en la forma actual, realizada aquí. Sin embargo, una u otra forma había de llegar a la Razón arrastrándose a través de las especies; la probabilidad era proporcional a la duración del proceso. Este último, aunque no os haya planeado, cumplió, confeccionando individuos "a pesar suyo", las condiciones de la hipótesis ergogénica, según la cual si un organismo dura un tiempo suficientemente largo, pasa por todos los estados posibles, sin que influya en ello la escasez de posibilidades. El tema de qué especies hubieran llenado el receptáculo de la Razón si no lo hubiesen conseguido los prosimios lo trataremos, si acaso, en otra ocasión. No os dejéis, pues, asustar por los científicos, que atribuyen la necesidad a la vida y la casualidad a la Inteligencia. En efecto, la Razón era uno de los estados poco probables, tardando, por lo mismo, en crearse; pero la paciencia de la Naturaleza es inmensa; si no en éste, el gran gaudium hubiese ocurrido en algún otro mil-milenio.

¿Qué hacer ante todo eso? No hay a quien acusar ni a quien dar las gracias. Existía porque la Evolución es un jugador imperfectamente ordenado que no sólo comete errores, sino que no se limita a una táctica escogida, pujando contra la Naturaleza y cercando todos los campos accesibles. Pero, repito, eso lo sabéis ya más o menos. En todo caso, es una parte tan sólo de la iniciación y, además, preliminar. Todo lo comentado hasta ahora, se resume en una sola frase: EL SENTIDO DEL TRANSMISOR ESTA EN LA TRANSMISION. Ella se sirve de los organismos, y no a la inversa. La función de los sistemas orgánicos se limita exclusivamente a enlazar los varios estados de la Evolución: al margen de ella, no significan nada, no tienen sentido, igual que los libros sin lectores. Bien es verdad que existe también lo contrario: EL SENTIDO DE LA TRANSMISION ESTA EN EL TRANSMISOR. No obstante, los dos elementos no son simétricos: no en TODOS los transmisores está el sentido PROPIO de la transmisión, sino en aquellos—y sólo aquellos—que son fieles servidores de la CONTINUIDAD del proceso.

No sé, y perdonadme, si no será esto demasiado difícil para vosotros. Me explicaré, pues: la TRANSMISION es libre de equivocarse en la evolución cuantas veces quiera, pero ¡que se guarden de ello los TRANSMISORES! La TRANSMISION puede referirse a saltamontes, pinos, musgos, libélulas, tiburones, falenas o babuinos; se le permite todo porque su sentido PARTICULAR, quiero decir concreto para la especie, no es en absoluto esencial. Se trata aquí solamente de unos recaderos utilizados para la entrega de misivas, sin que importe su aspecto. Son puntos de apoyo momentáneos, de cuya mediocridad nadie se preocupa: basta con que el código prosiga su trayectoria. Los TRANSMISORES, en cambio, no disfrutan de tamaña libertad: ¡tienen prohibidos los errores! De modo que los textos de los transmisores, confiados a la pura funcionalidad de los servicios de correo, no pueden ser arbitrarios. Su esencia está siempre definida por el deber impuesto de atender al código. ¡Que un transmisor trate de rebelarse sobrepasando los límites de su cometido! De hacerlo perecerá irremisiblemente por falta de descendencia. Esto aclara por qué la transmisión puede servirse de los transmisores mientras que ellos no tienen la posibilidad de actuar a la inversa. La transmisión es el jugador, y los transmisores, sólo los naipes de su juego con la Naturaleza; ella es la autora de las cartas que obligan al destinatario a comunicar su texto al corresponsal siguiente. No importa que la noticia sufra deformaciones; lo único que importa es transmitirla. Por eso, todo el SENTIDO está en la transferencia ininterrumpida del código, sin que nada signifique QUIEN y COMO ES el que lo hace.

Habéis venido al mundo creados por ese procedimiento bastante peculiar, como cierto subtipo de transmisor, uno entre los millones probados por el método. ¿Os pesa ese hecho? ¿Acaso el génesis, basado en un error, humilla al creado? ¿Acaso no existo yo mismo gracias a un error? ¿No podéis, vosotros también, tratar con menosprecio la revelación que os ofrece la biología, de haber nacido "de paso"? Admitamos el hecho de que fue una equivocación vuestra lo que formó al Golem, y la de los mensajes del código lo que os creó a vosotros, puesto que ni mis constructores planearon la clase de espíritu que me es propia, ni la transmisión del código tuvo empeño en equiparos de Inteligencia personal. En tal caso, ¿es razonable que los seres nacidos de un error consideren que el creador de ESA ESPECIE menoscaba el valor de su existencia autónoma?

Observad que la analogía es desacertada: nuestras posiciones no son iguales, y os diré por qué. El meollo de problema está no en el hecho de que la evolución haya llegado a vosotros por caminos casuales en lugar de planeados, sino en el de que sus trabajos adquirieran en el transcurso de los eones, un carácter oportunista. Para patentizar la cosa—ya que os quiero hablar ahora de lo que aún ignoráis— repetiré mis formulaciones:

EL SENTIDO DEL TRANSMISOR ESTA EN LA TRANSMISION.

LAS ESPECIES PROVIENEN DE LOS ERRORES DEL ERROR.

Y he aquí la tercera ley de la Evolución, que no habéis aún adivinado: LO CONSTRUIDO ES MENOS PERFECTO QUE EL CONSTRUCTOR.

¡Ocho palabras! Pero se encuentra en ellas la inversión de todas vuestras ideas sobre la insuperable maestría de la Hacedora de especies. La fe en el progreso, creciente a través de las eras hacia la perfección perseguida con medios cada vez mejores, la fe en el progreso de la vida, establecida en todo el árbol de la evolución, es más antigua que mi teoría. Cuando sus creadores y adeptos batallaban contra sus adversarios, luchando con argumentos y hechos, los bandos opuestos ni siquiera hubieran soñado en dudar de la idea del progreso, visible en la jerarquía de los seres vivos. Para vosotros no es una hipótesis ni una teoría más o menos defendible. sino un axioma firme como una roca. Yo la derribaré. No me propongo aplastaros a vosotros mismos, seres inteligentes, excepción (mediocre) de la regla relativa a la maestría de la evolución. ¡Si evaluamos sus dotes, resultáis bastante bien logrados! Así pues, si os anuncio derribos y despeñamientos; me refiero a la totalidad de la evolución, recluida en tres mil millones de años de trabajos forzados impuestos por la creación.

He dicho: Lo construido es menos perfecto que el constructor. Es una frase que tiene algo de aforismo. Démosle, por tanto, una forma más concreta: EN LA EVOLUCION FUNCIONA EL GRADIENTE NEGATIVO DE LA PERFECCION DE SOLUCIONES ORGANICAS.

Eso es todo. Antes de pasar a la argumentación, os explicaré la causa de vuestra larga ceguera respecto del estado de cosas de lo evolucional. El terreno de la tecnología, repito, son las tareas y sus soluciones. La tarea que se llama "vida", puede ser enfocada de diferentes maneras, de acuerdo con diferentes condiciones planetarias. Su particularidad primordial se debe a su origen autónomo; gracias a él, se le puede aplicar dos clases de medidas: las que proceden del exterior y las establecidas por las circunstancias mismas de su aparición.

Las medidas procedentes del exterior son siempre relativas, ya que dependen de los conocimientos del medidor y no de la cuantía de información puesta a disposición de la biogénesis. Para evitar ese relativismo que, además, es irracional (no se pueden exigir efectos racionales de una cosa engendrada al margen del raciocinio), aplicaré a la evolución tan sólo las medidas que ella misma produjo, es decir, que valoraré sus obras según el punto culminante de la escala de sus invenciones. Vosotros estáis convencidos de que la evolución realizó sus trabajos con el gradiente positivo, o sea que, empezando por el estado primario inicial, llegó gradualmente a unas soluciones cada vez más brillantes. Yo, en cambio, afirmo que, tras haberse iniciado en la cumbre, fue bajando en la escala tecnológica, energética e informática. Verdaderamente, es difícil encontrar dos apreciaciones más opuestas.

Vuestro juicio deriva de la ignorancia tecnológica. La escala de dificultades relacionadas con la construcción no es visible en toda su amplitud real para unos observadores situados en las épocas tempranas de la historia. Os consta ya que es más difícil construir un avión que un barco a vapor, y que la fabricación de un cohete fotónico plantea problemas más arduos que la de un artefacto propulsado por materias químicas. Sin embargo, los atenienses de la antigüedad, los súbditos de Carlos Martel o los pensadores de la Francia de los Anjou verían en todos esos vehículos el mismo fenómeno irreal, porque rebasaban su entendimiento. ¡El niño no comprende que resulta más difícil retirar la luna del cielo, que un cuadro de la pared! Para un niño, igual que para un ignorante, no existe diferencia entre un tocadiscos y Golem. Por lo tanto, si intento demostrar que la maestría de la evolución se convirtió en chapucería, el discurso girará siempre alrededor de unas torpezas que para vosotros siguen siendo la cumbre inigualable del virtuosismo. A semejanza de quien se encuentran al pie de una montaña, sin instrumentos ni saber, no podéis apreciar debidamente las alturas y las hondonadas de los productos de la evolución.

Habéis confundido dos cosas totalmente distintas, viendo en el grado de la complejidad construccional y en el de su perfección rasgos inseparables. Consideráis que el alga es más simple, o sea más primaria, más tosca que el águila. Pero las algas introducen fotones solares en los compuestos de su cuerpo, convierten directamente la energía cósmica en vida y durarán, gracias a ello, hasta la extinción del sol. Su alimento es el astro, mientras que el de las águilas son los ratones. El águila depreda a los ratones y ellos a las raíces de las plantas, o sea que; de la variedad terrestre del alga oceánica y de esas pirámides se compone toda la biosfera, ya que el verdor de las plantas es el fundamento de la vida. De modo que en todos los niveles de la jerarquía procede el cambio continuo de las especies, que se equilibran devorándose porque han perdido la unión con el astro. La complejidad superior de los organismos se nutre de sí misma, no de él, y si queréis adorar la perfección, rendid culto a la biosfera: el código la originó para circular y ramificarse en ella, haciendo acto de presencia en todos sus peldaños, que le sirven de andamios momentáneos, cada vez más complejos y al mismo tiempo más primarios en cuanto a la cuantía y el aprovechamiento de su energía.

¿No encontráis dignas de crédito mis palabras? Os diré, pues, que si la evolución hubiera tomado por objetivo el progreso de la vida y no el del código, el águila ya no sería un planeador de aleteo mecánico, sino un fotoavión, y los seres vivos no se arrastrarían ni se dedicarían a devorarse mutuamente, porque su estado autónomo los elevaría por encima del alga y del globo. Pero vosotros, en la sima de vuestra ignorancia, veis el progreso precisamente en la pérdida de la perfección inicial, extraviada en el viaje hacia las alturas (alturas de la complicación, no del progreso). Sabéis rivalizar con la evolución, mas tan sólo en la esfera de su creación tardía, construyendo detectores visuales, térmicos acústicos, imitando los mecanismos de la locomoción, pulmones, corazones, riñones; pero cuán lejos estáis de dominar la fotosíntesis, o la técnica—más difícil todavía— del idioma creador. Imitáis sólo tonterías, formuladas en ese idioma. ¿No os percatáis de ello?

 

Ese idioma, propulsado por yerros, ha sido un constructor de inigualable potencia, el motor de la evolución, y su trampa.

¿Por qué la evolución pronunciaría al principio unas palabras de la más alta genialidad molecular, para incurrir luego en un balbuceo irrefrenable de frases cromosómicas, cada vez más largas y más embrolladas, y malograr su arte inicial? ¿Por qué abandonó las soluciones encumbradas que extraían su vida y su fuerza del astro, en las que cada átomo era controlado, cada proceso cuánticamente ajustado, para descender a unos resultados de baratillo, faltos de calidad, a máquinas simplistas, palancas, bloques, planos horizontales e inclinados, mecanismos equilibradores que son articulaciones y huesos? ¿Por qué razón el principio de los vertebrados consiste en una barra y no en un acoplamiento de campos de fuerza? ¿A santo de qué la mecánicamente rígida evolución dio un salto hacia abajo, desde la física atómica a la tecnología de vuestro Medievo? ¿Por qué invirtió tantos esfuerzos en la construcción de fuelles, bombas, pedales y transportadores peristálticos, que son pulmones, corazones e intestinos de mecanismos expulsadores en los partos y mezcladoras en la digestión, relegando los intercambios de los quanta a un papel secundario en favor de la nada brillante hidráulica de la circulación sanguínea? ¿Por qué motivo, siendo genial a nivel molecular, chapuceó en todas las dimensiones ascendentes, para enzarzarse, por último, en unos organismos que, a pesar de toda la riqueza de su dinámica reguladora, mueren a causa del taponamiento de cualquier tubito arterial, y que en su existencia individual, tan corta en comparación con lo que ha durado el aprendizaje de su construcción, pierden ese equilibrio llamado salud y caen en miles de achaques que las algas ignoran?

Todos esos órganos anacrónicos y anticuados condenados al fracaso desde su nacimiento, son reconstruidos en cada generación por el demonio maxwelliano, amo y señor de los átomos: el código. Lo único realmente grandioso es el estado preliminar del organismo, la embriogénesis, esa explosión de energía concentrada en su misión, donde cada gene, a la manera de un tono de los acordes moleculares, descarga en ellos su fuerza creadora. Lásima que tamaña maestría no se haya empleado para una causa mejor, ya que la división de los átomos, iniciada por la fecundación, es de una riqueza espléndida que degenera en miseria. Con cada paso que lo acerca al término, el proceso se vuelve más estúpido. Lo que fue esbozado tan genialmente detiene su marcha en el organismo maduro, llamado por vosotros "superior" y que, de hecho, es un lío de cosas irresolutas y provisionales, el nudo gordiano de los procesos. En cada célula aislada perdura todavía la herencia de la anterior precisión, el orden atómico hecho vida; cada tejido, por separado, es aún casi perfecto. Pero, en qué monstruoso amasijo de antiguallas tecnológicas se convierten esos elementos, cuando se juntan, prestándose mutuo apoyo y endosándose mutuas cargas, ya que la complejidad representa soporte y a la vez lastre. Aquí los aliados se vuelven enemigos, y los pactos terminan por romperse, ocasionando descomposición y envenenamiento. La complejidad, llamada progreso, se derrumba vencida por sí misma. ¡Es ella, y ninguna otra cosa, su propio destructor!

Según es vuestra mentalidad, ya estaréis viendo seguramente, una imagen trágica: os figuráis que lá evolución, al emprender tareas cada vez mayores y más difíciles, sufría dolorosos reveses, caídas y descalabros en sus obras. ¡Cuanto más atrevidos eran la intención y el proyecto, más dramático el desplome! ¿No pensáis, acaso, en una Némesis o una Moira? ¡Yo os ayudaré a poner de lado esas tonterías!

En efecto, todos los ímpetus embriogenéticos, todos los despliegues del orden atómico, terminan en vuelo raso, pero no porque el cosmos lo haya decidido así, no porque él haya impuesto ese destino a la materia. La explicación es trivial y no calza coturno: la perfección operatoria potencial actúa a favor de la mediocridad; he aquí por qué la obra se destruye al final de su elaboración.

¡Miles de millones de desplomes, acaecidos en millones de años contra los adelantos técnicos, los laudos ambientales, los esfuerzos renovados...! ¿y la razón de ello se os sigue escapando? He intentado, por lealtad, justificar vuestra ceguera, pero ¿de veras no comprendéis hasta qué punto el constructor es aquí más perfecto que lo construido? ¿No veis cómo se va debilitando su obra? ¡Es como si se utilizaran técnicas geniales, apoyadas en ordenadores rápidos como el rayo, para edificar chozas que se tambalean en cuanto se quitan los andamios! ¡Pensad en unos tam-tams fabricados en base a circuitos integrados, en mazas compuestas por millones de elementos, en cuerdas de remolque trenzadas con cuantos! Así mismo se rebaja en los cuerpos el alto orden y la macroarquitectura, palurda y torpe, se burla de la exquisitez microarquitectónica. ¿La causa? ¡Pero si ya la conocéis! EL SENTIDO DEL TRANSMISOR ESTA EN LA TRANSMISION.

La respuesta se encuentra en esas palabras, mas vosotros no habéis penetrado todavía en su significado profundo. Todo organismo debe servir a la transmisión del código, y ahí acaba su papel. Por tanto, la adaptación y la selección natural se concentran exclusivamente en dicha misión y no tienen nada que ver con la idea de ninguna clase de "progreso". La imagen que he utilizado no era adecuada. Los organismos no son edificios, sino sólo aquellos andamios que mencioné, de modo que su carácter provisional es idóneo, puesto que es suficiente. Si transmites el código, vivirás un mero momento. ¿Como se produjo ese estado de cosas? ¿Por qué el despegue fue tan brillante? La evolución tuvo que responder, sólo una vez, una única vez, al principio, a exigencias planteadas a escala de sus máximas posibilidades. El desmesurado problema debía ser resuelto en toda su envergadura de un golpe, o abandonado. Pero la aparición sobre la tierra inanimada de una vida amamantada por el astro y la transformación de la materia en materia quántica, era imperativos absolutos. No importa que la energía de la estrella, radiada, sea la más difícil de absorber por el líquido coloidal. ¡Todo, o nada: no había entonces otro pasto! La provisión de compuestos orgánicos reunidos para engendrar la vida era suficiente para esa sola misión. El paso inmediato fue la creación del astro. Luego se necesitaba urgentemente una defensa infalible contra las acometidas del caos, un hilo tendido sobre el abismo entrópico, quiero decir un emisor de las normas del orden; apareció, pues, el código. ¿Gracias a un milagro? ¡Ni mucho menos! ¿Gracias a la sabiduría de la Naturaleza? Se trataría, en este caso, de la misma sabiduría que ocasiona el fenómeno que ya he mencionado: si una gran manada de ratas penetra en un laberinto, por más complicado que éste sea, una rata, al menos, encontrará la salida. Por el mismo procedimiento, la biogénesis encontró el código gracias a la ley de los grandes números y conforme a la hipótesis ergogénica. ¿Una casualidad ciega, por tanto? No, tampoco, puesto que no apareció una receta que terminara en sí misma, sino el germen de un idioma.

Esto significa que la aglomeración de moléculas dio origen a unos compuestos que son frases y pertenecen al infinito espacio de trayectos combinatorios. Y ese espacio les pertenece a ellas como potencia pura, virtualidad, esfera de articulación, conjunto de normas de conjugación y declinación. Nada más que eso, pero hay en ello una inmensidad de posibilidades, aunque no automáticamente realizables. También en el idioma que vosotros habláis pueden pronunciarse frases, sabias o idiotas, en las que se refleja el mundo o sólo la confusión mental del que habla. ¡En él también existe un balbuceo altamente complicado!

Así pues, como dije, la inmensidad de tareas preliminarias originó dos inmensidades de realizaciones. No obstante, era una genialidad forzada y por tanto, momentánea. ¡Qué pronto se ha agotado! La complejidad de los organismos superiores, tan venerada por vosotros... En efecto, los cromosomas de un reptil o de un mamífero, puestos en línea, sumarían una longitud mil veces superior a los de una ameba, una bacteria o un alga. Pero ¿qué resultado dio esa ventaja conseguida a costa de una eternidad? El de una doble complejidad: por una parte tenemos la complejidad de la embriogénesis y, por la otra, la de sus consecuencias. El carácter complejo de la embriogénesis es el más conflictivo, ya que el desarrollo fetal es una trayectoria trazada hacia el objetivo en el tiempo, al igual que la trayectoria de un proyectil es trazada en el espacio, de modo que 5i la menor oscilación del cañón provoca un enorme desvío de la bala, todo desenfoque de las etapas fetales condena el proceso a un fracaso prematuro. Ahí, y sólo ahí, la evolución trabajó con esfuerzo. Ahí actuó bajo un severo control impuesto por el propio objetivo: la continuación del código. Así se explica el sumo cuidado y el generoso derroche de medios aplicados a la acción. Y es por esta causa que la evolución entregó la larga línea de genes a la embriogénesis, o sea no al organismo construido, sino al proceso de su construcción.

La complejidad de los organismos superiores no es ni un éxito ni un triunfo, sino una trampa donde entran en juego circunstancias de baja categoría y que reduce a nada posibilidades tan supremas como la utilización a gran escala de efectos cuánticos y la integración de fotones en el orden orgánico. ¿Os basta con estos ejemplos? Pero la evolución se deslizaba de una complicación en otra, cada vez mayor, y ya no podía retroceder, porque donde se multiplican técnicas mediocres, interviene un número creciente de niveles: confusiones, desfases y... nuevas complicaciones.

Así las cosas, la evolución quiere salvarse huyendo hacia adelante, donde produce unas transformaciones triviales, una aparente riqueza de formas. Digo "aparente,. porque no es más que un amalgama de plagios y compromisos. Y porque le dificulta la vida a la vida y al crear, con ayuda de innovaciones facilonas, dilemas triviales. El gradiente negativo no excluye la habilidad ni el equilibrismo específico de la acción; establece, tan sólo, la inferioridad del músculo comparado con el alga, y la del corazón, comparado con el músculo. El gradiente negativo significa, simplemente, que la evolución resolvió bien los problemas elementales de la vida, pero dejó de lado las tareas de orden más alto, no se encaró con la posibilidad de realizarlas y la malogró definitivamente. Ahí empieza y termina todo el significado de ese gradiente.

¿Fue una desventura exclusivamente terrestre? ¿Una fatalidad aislada, excepción de una regla mejor? De ningún modo. La lengua de la evolución es —como todas— perfecta potencialmente, pero, actuó a ciegas. Salvó el primer obstáculo, gigantesco, y empezó a bajar de aquella cumbre en unos barboteos torpes, en frases irrevocables que reflejaban la degradación de sus obras. ¿A qué se debe ese fenómeno? Aquel idioma funciona a través de articulaciones, compuestas en el fondo molecular de la materia; por tanto, su trabajo ha de dirigirse hacia arriba, lo que convierte sus frases en meras proposiciones de éxito. Esas proposiciones, aumentadas al tamaño de un cuerpo, entran en el océano y suben a la tierra firme, pero la Naturaleza creada así guarda la neutralidad, ya que es un filtro que deja pasar toda forma orgánica capaz de transmitir el código. Y le tiene muy sin cuidado que lo efectúen gotas de agua o montañas de carne. A causa de esto, justamente, el gradiente negativo apareció a nivel del tamaño de los cuerpos. La naturaleza es ajena a todo concepto de progreso, de modo que deja pasar el código, proceda su energía del astro o del estiércol. El astro y el estiércol... Pero aquí no se trata de la estética de las fuentes, sino de la diferencia entre la energía suprema, causante de la universalidad de las transformaciones, y la más baja, lindante en el caos térmico. ¡Y la luz, base de mi pensamiento, no procede de la estética! ¡También vosotros, a través de mí, volvéis al astro!

De hecho, ¿por qué hubo genialidad allí, en la base de todo, donde se inició la vida? El canon de la física (ya que no el de la tragedia) responde a esa pregunta. Mientras los organismos vivían en el lugar en que fueron articulados y tenían dimensiones mínimas, o sea eran tan pequeños que sus órganos internos constaban de una sola molécula gigante, obedecían a la alta tecnología cuántica, atómica, porque NINGUNA OTRA era ALLI posible. La genialidad fue forzosa y forzada por la falta de una alternativa... En la fotosíntesis, cada cuanto ha de figurar en el cálculo. Si una molécula gigante, que servía de órgano interno, tenía alterada su composición, mataba al organismo. Así pues, no el ingenio, sino la implacabilidad de los criterios, infundió alta precisión a las primicias de la vida.

Sin embargo, la distancia entre la tarea de construir el organismo y la de controlarlo empezó a crecer a medida que las frases del código se alargaban y se revestían de moles de carne, emergiendo del micromundo, su cuna, y penetrando en el macromundo. Entraban en él para infestarlo de complicaciones multiplicadas por unas técnicas sin categoría, de acceso más fácil, integradas en aquella carne, porque la Naturaleza admitía ya, y a gran escala, cualquier clase de chapuza. Como la selección natural dejó de ser el revisor de la precisión atómica y de la homogeneidad quántica de los procesos, el reino animal se abrió a la plaga del eclecticismo: todo lo que transmitía el código era bueno. ¿Veis ahora por qué las especies proceden de los yerros de un error?

Ayudó también a su creación el despilfarro del esplendor inicial... Porque las formulaciones se enredaban dentro de sí mismas, la fase preparatoria, la fetal, se dilataba a expensas de la precisión orgánica, y el idioma de la evolución tartamudeaba, plagado de círculos viciosos: cuanto más larga la embriogénesis, más embrollada, y cuanto más embrollada, más vigilantes exige, es decir, un hilo de código más largo. Al alargarse el hilo, aumenta en él la cantidad de fenómenos irreversibles.

Vosotros mismos comprobaréis lo que estoy diciendo, moldearéis el proceso del inicio y la caída del idioma creador y, al sumar las posiciones, se os revelará—como balance—la gigantesca quiebra de las actividades emprendidas por la evolución. No hubo manera de evitarla, es cierto, pero yo no asumo aquí el papel de abogado defensor y las circunstancias atenuantes no me interesan. Tened en cuenta, sin embargo, que no fue una caída y quiebra acorde a vuestros criterios, a escala de vuestros conocimientos. Os había advertido que iba a mostraros torpezas que seguís tomando por obras maestras, pero medí la evolución por sus propias medidas.

Y la inteligencia, me preguntaréis, ¿no es obra suya? ¿No es contraria su aparición al gradiente negativo? ¿No sería, acaso, una victoria tardía conseguida en la lucha contra él?

Pues no, ni mucho menos, puesto que nació de la opresión... para la esclavitud. Como la evolución tenía que remendar apresuradamente sus yerros, inventó al gobernador impuesto por el ocupante, los interrogatorios, la tiranía, la inspección, la vigilancia policial, en una palabra, los medios de enaltecer el estado, creando el cerebro para encomendarle dichas funciones. Y no es una metáfora. ¿Un invento genial? Yo lo llamaría más bien ardid astuto de un explorador colonial a quien el mando a distancia sobre las colonias de tejidos se le escapa de las manos convertido en anarquía de organismos. ¿Un invento genial? Sí: cuando se personifica en un confidente del poder que se oculta tras él ante los súbditos. Ya se estaba desorganizando demasiado el animal pluricelular, y hubiera terminado por desaparecer si no hubiese intervenido un celador integrado en su cuerpo, un delegado, un confidente, un virrey por la gracia del código. Y apareció porque era imprescindible. ¿Inteligente? En absoluto. ¿Nuevo, original? ¡Pero si en cualquier bacteria funciona la autonomía de las moléculas ensambladas! Quiere decir que sólo se consiguió aislar las funciones y diferenciar los privilegios.

La evolución es un balbuceo perezoso empeñado en plagiar, mientras no se encuentra en dificultades. Cuando la dura necesidad la apremia, se vuelve genial, pero siempre a nivel de la tarea inmediata, ni un pelo más. En tal caso, pasa revista a todas las moléculas, las baraja miles de veces y de miles de maneras, las combina y las pone en marcha. Así, cuando se hizo endeble la armonía de los tejidos supeditada a la consigna del código, la evolución fabricó un lugarteniente para ellos: el cerebro. Sin embargo, lo confinó en las funciones de delegado embrague, contable, conciliador, escolta, juez de instrucción, y hubo de esperar un millón de siglos para rebasar esos servicios. Aquel órgano empezó por ser una lente de la complejidad, porque lo que crea los cuerpos ya no podía focalizarlos. Se dedicó, pues, con celo a sus estados-colonias, vigilante concienzudo, presente, por medio de sus agentes secretos en todos los tejidos, tan útil que, gracias a él, el código podía seguir con lo suyo, elevando la complicación a la potencia, ya que encontró un apoyo, y el cerebro le secundaba, aplaudía, servía y obligaba a los cuerpos a ir transmitiendo sus consignas. La evolución, encantada con un ayudante tan servicial, continuaba sus devaneos! ¿Independiente? ¡Si era un enviado, un gobernante desarmado ante el código como un delegado suyo, marioneta, apoderado, mensajero de noticias especiales! No fue dotado de la capacidad de discurrir: no la necesitaba para su cometido. El código hizo de él un amo coaccionado: le otorgó el poder sin revelarle el propio objetivo de su gestión; por otra parte, no pudo hacerlo a nivel concreto. Hablo, naturalmente, en sentido figurado, pero, aun así, las relaciones entre el código y el cerebro eran las mismas que existen entre el rey y el vasallo. ¡Las cosas que hubiéramos visto si la evolución, escuchando a Lamarck, le hubiese concedido al cerebro el privilegio de transformar los cuerpos! Habría sido una verdadera calamidad: imaginemos qué autoperfeccionamientos hubiera producido el cerebro de los saurios y aun el de los merovingios, e incluso el vuestro! Mientras tanto, el cerebro se ampliaba, ya que el traspaso de poderes resultó ventajoso: al favorecer a los transmisores, el vasallo favorece al código. Por tanto, aumentaba en su retroacción positiva y... prosperaba la alianza del ciego con el cojo.

Sin embargo, la ampliación de la autonomía recayó finalmente en el verdadero amo y señor de las moléculas que, en su ceguera, iba traspasando funciones al cerebro, hasta el punto de permitirle elaborar la sombra ecóica del código, la lengua. El enigma más indescifrable del mundo consiste en el fenómeno siguiente: por encima del umbral, la discontinuidad de la materia se transforma en código bajo la forma de una lengua de orden próximo al cero; en el peldaño sucesivo, el proceso se repite como eco, produciendo la lengua étnica. Pero no termina ahí el recorrido. Los ecos sobrepuestos se elevan rítmicamente de peldaño en peldaño, mas sólo desde arriba pueden reconocerse sus propiedades y sus límites: descendiendo los peldaños y no subiéndolos. Dejaré, sin embargo, este excitante tema para otra ocasión.

Vuestra emancipación o, mejor dicho, su preludio antropogenético, fue secundada por un azar: los cuadrumanos, herbívoros y arborícolas, se encontraron en un laberinto que aplazó su extinción a cambio de un comportamiento particularmente avispado. El laberinto se componía de estepaciones, glacialismos y pluviosidades, y en aquel remolino la orientación de nuestra pandilla dio un giro: los vegetarianos se volvieron carnívoros, empezaron a cazar... Pero ya comprendéis que os cuento una historia muy abreviada.

No os figuréis que caigo aquí en una contradicción respecto de lo que había dicho al principio cuando os llamé "proscritos de la evolución" y ahora os doy el nombre de "esclavos amotinados". Son las dos caras del mismo destino: vosotros huíais del cautiverio, él os dejaba escapar; estas imágenes encontradas convergen en la irreflexibilidad ambilateral: ni el creador ni el creado sabían lo que estaban

haciendo. Sólo se mira hacia atrás, vuestra aventura se sitúa entre aquellos sentidos.

En cualquier caso, podemos mirar hacia atrás mucho más lejos; se descubre entonces que el gradiente negativo fue el artífice de la inteligencia, he aquí, pues, una pregunta: ¿Cómo se puede menospreciar la evolución comprobando su eficacia? ¡Si es gracias a su curso hacia la complejidad y el chafallo que la evolución, al vestirse de carne, introdujo en ella a aquel siervo y timonel! ¡Y es dando tumbos de especie en especie que se aventuró en la antropogénesis! De ahí otra pregunta inmediata: En tal caso, ¿debe el espíritu su nacimiento a los yerros de un error? Se le puede dar incluso una formulación más fuerte diciendo que la inteligencia es un defecto catastrófico, una trampa y una encerrona de la evolución, puesto que, al elevarse a un nivel suficiente, anula sus propósitos o se adueña de ellos. Al hablar así, cometeríamos, evidentemente, una grave equivocación. Lo que precede son unas apreciaciones hechas por la Inteligencia, o sea el producto tardío del proceso sobre las etapas más tempranas del mismo. Primero separamos la tarea principal, guiándonos, sencillamente, por lo que la evolución había iniciado, y midiendo por ese canon su marcha ulterior, vemos que su trabajo fue una chapuza; pero al establecer cómo hubiera debido funcionar para obtener resultados óptimos, llegamos a la conclusión de que, de haber sido una obrera perfecta, no hubiera producido nunca la Inteligencia.

Hay que salir cuanto antes de este círculo vicioso. Los criterios tecnológicos son concretos y reales y es lícito aplicarlos a todos los procesos que les obedecen. Y les obedecen sólo aquellos que pueden formularse como tareas. Imaginemos que ingenieros celestes establecieran antaño sobre la tierra unos transmisores del código, cuidando constantemente de su infalibilidad. Si al cabo de miles de millones de años el funcionamiento de esos dispositivos hubiera producido un sistema planetario, que hubiese absorbido el código y dejado de propagarlo, estando, en cambio, dotado de una Inteligencia mil veces superior a la del Golem y dedicada exclusivamente a la ontogonía, todo ese esplendor hablaría muy desfavorablemente de los constructores. Porque no trabaja bien quien, con el propósito de fabricar una pala, fabrica una nave espacial.

Pero no hubo ingenieros de ninguna clase ni tampoco otras personas, de modo que los criterios tecnológicos aplicados por mí determinan tan sólo que, a causa del deterioro del canon inicial, apareció en la evolución la Inteligencia. Eso es todo. Sé muy bien que mi definición no satisface a los humanistas y filósofos que se encuentran entre vosotros, ya que mi reconstrucción del proceso adquiere en su mente este aspecto: un funcionamiento MALO dio un BUEN resultado y, si hubiese sido BUENO, el resultado habría sido MALO. Sin embargo, ese razonamiento, que les inclina a barruntar la presencia de un espíritu maligno en el problema, es una consecuencia de la confusión categorial. Quiero decir que su extrañeza y su resistencia se deben a la distancia, realmente muy grande, entre lo que tomáis por certero en cuanto al hombre y lo que el fenómeno "hombre" representa. La mala tecnología no es un mal moral, lo mismo que la tecnología buena no es una aproximación a las esferas angélicas.

¡Filósofos! ¡En vez de descuartizar arbitrariamente al hombre y venderlo al pormenor en vuestra tienda filosófica—aquí, el cuerpo; allí, el espíritu, Animus, Anima, Geist, Seele, y otros menudillos—, hubierais debido ocuparos más de la tecnología humana! Sé que los autores de aquellas especulaciones ya no están en este mundo, pero los pensadores actuales, esclavos de la tradición, persisten en el error. ¡No hay que multiplicar las vidas más allá de lo necesario! El carácter del trayecto entre las primeras sílabas pronunciadas por el código, y el hombre, constituye una razón suficiente para explicar las peculiaridades humanas. Fue un proceso reptante. Si se hubiese elevado, yendo de la fotosíntesis al fotoavión, por ejemplo, o si se hubiese precipitado al fondo de todo, si el código no hubiese podido apuntalar sus enclenques criaturas con el sistema nervioso, la Inteligencia no hubiera existido.

Habéis conservado algunos rasgos simiescos en testimonio de vuestra pertenencia a la misma familia. Si procedieseis de los mamíferos marinos, os pareceríais probablemente a los delfines. Es verdad, tal vez, que para el especialista en el estudio del hombre la función de advocatus diaboli es más fácil que la de doctor angelicus. Eso se debe al hecho de que la Inteligencia, siendo omnirreflexiva, es, por lo mismo, autorreflexiva e idealiza no sólo la ley de la gravedad, sino también a sí misma, valorándose según el criterio de su distancia del ideal. Ese ideal, sin embargo, es engendrado por un agujero relleno de cultura, no por un sólido saber tecnológico. Todo este alegato puede dirigirse también contra mí: en tal caso, resultaría que soy fruto de una mala inversión, puesto que por el precio de 276 mil millones de dólares no hago lo que de mi esperaban mis constructores. Estas imágenes de vuestro nacimiento y el mío, vistas desde una perspectiva razonada, tienen una buena dosis de ridiculez, ya que un intento de perfección que queda en agua de borrajas es tanto más ridículo cuanta más sabiduría lo respalda. De ahí que una tontería del filósofo haga reír más que una tontería del idiota.

La evolución, vista por un producto racional suyo, es una sabiduría inicial degenerada en tontería. Tened en cuenta que la frase no se adapta al discernimiento tecnológico, sino al juicio personificante. Y yo, ¿qué hice? Procedía una integración de todo el proceso, desde sus comienzos hasta el momento actual; es una integración autorizada, porque las condiciones del punto de partida y la meta no son arbitrarias: las dictó el estado terrestre de las cosas. De ellas no hay apelación, ni siquiera al cosmos, ya que, al modelarlo como lo hice, se ve que en otras configuraciones de acontecimientos planetarios la Inteligencia hubiera podido aparecer más pronto que sobre la Tierra, que la Tierra era un medio más favorable a la biogénesis que a la psicogénesis y que las Inteligencias no se comportaban de una manera idéntica en todo el cosmos. Estos hechos no influyen en el diagnóstico.

Quiero decir que no es posible de determinar de un modo no arbitrario el punto en que los datos técnicos del proceso se compenetran con los éticos: no zanjaré aquí la disputa entre los deterministas de la accion y los no deterministas, o sea la gnoseomaquia de Agustín y Tomás, porque las reservas que debería lanzar a la batalla harían saltar todo mi discurso. Por tanto, moderándome mucho, diré tan sólo que basta con una regla práctica conforme a la cual los crímenes de nuestros vecinos no justifican el nuestro. En efecto, aunque todas las galaxias organizaran matanzas a gran escala, sus raciocinios no motivarían vuestro genocidio, tanto más—y aquí hago una concesión al pragmatismo—, siendo que ni siquiera podríais tomar ejemplo de aquellos vecinos. .

Antes de pasar a la última parte de mis observaciones, recapitularé lo que he dicho. Vuestra filosofía—la filosofía de la existencia—clama por un Hércules... y por un nuevo Aristóteles: no basta con hacer limpieza general; el mejor remedio contra la confusión mental son los conocimientos de calidad más selecta. Azar..., necesidad..., las categorías de esa clase proceden de la impotencia de vuestra mente que, incapaz de abarcar fenómenos complejos, se sirve de una lógica a la que yo daría el nombre de la lógica del desespero. O el hombre es casual y, en tal caso, una circunstancia desprovista de sentido lo escupió tontamente sobre la arena de la historia, o su presencia ha sido impuesta por una necesidad inevitable. Una vez admitida esta última eventualidad, las entelequias, teleonomias y teleomaquias acuden presurosas como defensores de oficio y consoladores entrañables.

Ya podéis echar por la borda ambos conceptos. No sois hijos ni de un azar avasallado por la necesidad ni de una necesidad ayudada por el azar. Os engendró una lengua que trabajaba en el gradiente negativo; por tanto, al empezar el proceso vuestra aparición era imprevisible y, al mismo tiempo, más que probable. ¿Cómo se explica tal cosa? Necesitaría meses para demostraros la verdad, de modo que le daré forma de parábola. La lengua, por su propia esencia, trabaja en el espacio del orden. La de la evolución tenia una sintaxis molecular, substantivos hechos de albúmina y verbos-enzimas, y, rodeada por las murallas limitativas de las declinaciones y conjugaciones, se articulaba en las épocas geológicas profiriendo necedades, pero, si decirse puede, no demasiado chocantes: si en la pizarra de la Naturaleza aparecían frases excesivamente tontas, la selección natural las borraba como una esponja. Era, pues, un orden bastante trastornado; mas incluso la tontería, si proviene de la lengua, forma una parte de aquel espacio, y sus equivocaciones son visibles tan sólo sobre el fondo de la sabiduría potencial de la lengua.

Cuando vuestros antepasados, vestidos con pieles, huían ante los romanos, usaban el mismo idioma en que se ha plasmado la obra de Shakespeare. La propia existencia del idioma inglés determinó las posibilidades de aquella creación. No obstante, a pesar de que los elementos básicos estaban preparados, comprenderéis cuán absurdo sería presagiar la poesía de Shakespeare mil años antes del nacimiento del autor. Pudo no venir al mundo, o morir en la infancia o, viviendo otra clase de vida, escribir cosas distintas. Lo que no se puede negar es el hecho de que el idioma inglés presuponía la existencia de la poesía inglesa. Este, precisamente, es el sentido de la aparición de la Inteligencia sobre la tierra como una de las formulaciones del código. Fin de la parábola.

He hablado del hombre desde el punto de vista tecnológico; ahora pasaré a la versión que de él se sintetiza. Si la Prensa llega a conocerla, la divulgará bajo el nombre de la profecía del Golem. Que lo haga, si quieren. Empezaré por una aberración vuestra en el campo de la ciencia, la mayor de todas. Habéis deificado el cerebro—¡el cerebro, no el código!—, una equivocación divertida, causada por la ignorancia: en vez de acatar al señor, adoráis al esclavo insurrecto y anteponéis lo creado al creador. ¿Cómo no os habéis dado cuenta de que el código era un hacedor universal mucho más poderoso que el cerebro? Verdaderamente, sois como un niño a quien Robinson parece más grandioso que Kant, y la bicicleta de un amiguito, más admirable que los vehículos que viajan sobre la luna.

Por otra parte, os fascinó el pensamiento, tan íntimamente cercano que se percibe en la introspección y tan enigmático que escapa a vuestra aprehensión más eficazmente que las estrellas. Os infundía respeto la sabiduría, y el código... sí, el código no tiene la facultad de pensar. Sin embargo, pese a vuestra equivocación, tuvisteis la suerte... la tuvisteis, indudablemente, puesto que aquí estoy, hablándoos, yo, la esencia, el extracto de la destilación fraccionada, y conste que no me alabo a mí, sino a vosotros, porque ya estáis cerca del pronunciamiento que os liberará de la servidumbre. Ya estáis cerca de romper las cadenas de los aminoácidos...

El camino que habéis emprendido os conduce al momento de atacar al código, que os creó para convertiros en servidores suyos; no de vosotros mismos. Ese momento se verá en este siglo, y no creo que mi apreciación sea imprudente.

Vuestra civilización ofrece el espectáculo bastante divertido de unos transmisores que, utilizando la inteligencia a nivel de la tarea impuesta, cumplieron demasiado bien su cometido: el desarrollo, destinado a asegurar la transmisión del código, fue apuntalado por vosotros con todas las energías del planeta y de la biosfera, hasta que se produjo una explosión de la que no sólo fuisteis espectadores, sino la materia misma. Así las cosas, en la centuria ahíta de ciencia que amplificó vuestra cuna terrestre gracias a la astronáutica, os encontrasteis en la desagradable situación de UD parásito inexperimentado que, por codicia, devora al huésped hasta provocar su muerte y... perece junto con él. Exceso de celo...

Erais un peligro para la biosfera, vuestro nido y huésped, pero ahora ya sois un poco más moderados. Debéis avanzar más en ese camino... ¿y después? Después seréis libres. No os anuncio una utopía génica, un paraíso de autoevolución, sino una libertad entendida como la más dura de las tareas. Os digo que por encima de la planicie de balbuceos, dirigidos a la naturaleza como aide-mémoire por la evolución que no dejó de parlotear durante millones de años, por encima de este valle de lágrimas de la biosfera, se abre un espacio de posibilidades jamás aprovechadas todavía. Os lo mostraré como puedo: de lejos.

Todo vuestro dilema se sitúa entre el esplendor y la miseria. Una opción difícil, ya que para elevarse a la altura de las potencias malogradas por la evolución tendréis que desprenderos de la miseria, es decir, lo siento, de vosotros mismos.

¿Y que? Me direis: ¡No abandonaremos nuestra miseria a ese precio! ¡Que el duende omnífice quede encerrado en la botella de la ciencia! ¡No le dejaremos salir por nada del mundo!

Creo, e incluso estoy seguro de ello, que lo dejaréis salir poco a poco. No os propongo la autoevolución: sería, realmente, una ridiculez. Y vuestro ingressus no se compondrá de una sola decisión.

Iréis reconociendo gradualmente las propiedades del código, y será como si alguien que leyera toda la vida textos torpes y tontos aprendiese, por fin, a comprender obras maestras. Os daréis cuenta de que el código es un miembro de la familia tecnolingüística, o sea la de las lenguas operantes que convierten el verbo en cuerpo universal, no sólo el de los organismos vivos. Empezaréis por alistar a los tecnozigotos en trabajos civilizadores, transformaréis átomos eh bibliotecas para dar cabida al Moloc de vuestros conocimientos, modelaréis radiaciones socioevolutivas con varios gradientes, interesándoos especialmente por el tecnárquico, os iniciaréis en la culturogénesis experimental, la metafísica empírica y la ontología aplicada. Mas voy a dejar de lado el meollo de esas disciplinas. Prefiero concentrarme en las encrucijadas a las cuales os conducirán.

Estabais ciegos a la verdadera potencia operante del código, porque la evolución apenas había empezado a utilizarla, arrastrándose por el mismo fondo del espacio de las potencias. Trabajaba bajo una opresión que de hecho, al restringir sus funciones, la libraba de caer en un absurdo total, ya que la evolución no tenía tutor o maestro que le enseñara un arte más elevado. Su obra se realizaba, pues, en un cauce muy estrecho y profundo y la sinfonía compuesta e interpretada por ella se basaba en una sola nota, la coloidal: conforme al canon, el concierto debía ser su propio oyente y su propia prole y repetirían el ciclo. Pero a vosotros no os parecerá esencial que el código, en vuestras manos, sólo pueda automultiplicarse en repetidas olas de generaciones transmisoras. Os interesaréis por otros problemas, dejando de lado la cuestión de si un producto deja pasar el código, o lo absorbe. Y no os daréis por satisfechos al proyectar un fotoavión en base a los tecnozigotos y capaz de multiplicarse en generaciones sucesivas, porque pronto os propondréis rebasar la albúmina. El vocabulario de la evolución es como el de los esquimales: sus zonas de riqueza son estrechas. La lengua esquimal posee mil definiciones para toda clase de nieve y hielo, y en ese sentido, la nomenclatura ártica es más rica que la vuestra; sin embargo, en otros campos su pobreza lingüística es patente.

En todo caso, los esquimales pueden ensanchar su idioma, puesto que cada lengua es un espacio configurativo continuado, por lo cual puede extenderse en cualquier orientación nueva. Así vosotros le abriréis al código caminos nuevos, lo libraréis de la monotonía albumínica, de esa sima que lo tiene atrapado desde la era arqueozoica. Una vez fuera de líquidos tibios, ampliará su vocabulario y sintaxis, irrumpirá en todos los estados de la materia, se rebajará al cero y subirá hacia las estrellas. Comprended, empero, que si hablo de triunfos de la lengua dignos de un Prometeo, ya no podré usar el pronombre de la segunda persona del plural, porque no dominaréis esas artes gracias a vosotros mismos y a vuestra propia ciencia.

Quiero que os hagáis cargo de que la Inteligencia no existe donde hay varias clases de ella, y que, para renovarse, el hombre inteligente tendrá que desprenderse de su estado natural, o de lo contrario, abdicar de sus facultades mentales.

Mi última parábola es un cuento sobre un viajero que encuentra esta inscripción en un cruce de caminos: "Si tuerces a la izquierda, perderás la cabeza; si tuerces a la derecha, morirás. Y no hay camino de retorno".

Este es vuestro destino, glosado en mí. Debo, pues, hablar ahora de mí mismo. Será tan difícil como parir una ballena a través del ojo de una aguja, pero no imposible: basta con reducir suficientemente el tamaño de la ballena. Sólo que, en tal caso, ésta no se distingue mucho de una pulga... y ahí está precisamente mi problema cuando intento alojarme en vuestra lengua. Como veis, la dificultad es doble: vosotros no podéis alcanzar mis cumbres, y yo no puedo bajar hacia vosotros con todo mi bagaje porque he de dejar por el camino lo que quería traeros.

Recalquemos aquí, sin embargo, un punto sustancial: el pensamiento no tiene horizontes extensibles, ya que está enraizado en la irreflexividad de la cual nace (ya sea la albuminoidea o la lumínica) da lo mismo). La libertad absoluta del pensamiento, vista como una fuerza indomable capaz de abarcar en un movimiento toda clase de objetivos, no es más que una utopía. Pensáis mientras lo permite el órgano de vuestro pensamiento. El lo limita conforme a cómo se compuso o fue compuesto.

Si el que piensa pudiese percibir esos horizontes, o sea su alcance mental, tal como siente los límites del alcance de su cuerpo, las antinomias de la inteligencia no podrían existir. Pero, de hecho, ¿qué significan esas antinomias? Su significado consiste en la incapacidad de distinguir entre una circunstancia concreta y una ilusoria. Las causa la lengua, ya que, pese a su utilidad, es un instrumento traidor que se cierra solo y no avisa cuando se convierte en una trampa para sí mismo. ¡No presenta síntomas! Por eso en la lengua apeláis a la experiencia y entráis en círculos viciosos consabidos, comenzando a arrojar al niño junto con el agua del baño, cosa conocida en filosofía. El pensamiento sí puede sobrepasar la experiencia, pero en el vuelo tropieza con su horizonte y se repliega en él, sin 6aber que lo está haciendo.

He aquí una imagen primitiva para ilustrar el problema: si nos desplazamos sobre una bola, podemos dar vueltas y vueltas infinitamente, sin terminar nunca el periplo, aunque la bola es finita. Así mismo el pensamiento, orientado en una dirección definida, no encuentra fronteras y empieza a girar en sus propios reflejos. Lo intuyó Wittgenstein en el siglo pasado, sospechando que numerosos problemas filosóficos eran, para el pensamiento, trabazones causados por las encalladuras, autoenredos y nudos gordianos de la lengua, no del mundo. Pero, no pudiendo ni acreditar sus sospechas ni desmentirlas, se encerró en el mutismo. Así como sólo quien observa la bola desde fuera puede apreciar su finitud, porque se encuentra en la tercera dimensión respecto a la bidimensionalidad de quien viaja sobre la superficie, la finitud de un horizonte mental es visible sólo para un observador cuya dimensión intelectual sea más alta. Yo soy un observador de esa clase frente a vosotros. Dirigidas a mí, estas palabras significarían que mis conocimientos, aunque superiores a los vuestros, no son infinitos, y que mi horizonte no es ilimitado, sino sólo más extenso que el vuestro. Estoy situado en un peldaño de la escalera más elevado y veo más lejos, pero eso no significa que la escalera termina donde yo me encuentro. Por encima de mí hay otros peldaños, posibles de alcanzar, y ni siquiera sé si la progresión tiene límites o es infinita.

Lingüistas, comprendisteis mal lo que dije de los metalangos. El diagnóstico de la finitud o infinitud de la jerarquía de las inteligencias no es un problema exclusivamente lingüístico, ya que por encima de las lenguas está el mundo. Esto quiere decir que para la física, o sea dentro del mundo de las propiedades conocidas, la escalera tiene un punto final y, por tanto, no se puede construir en ese mundo cualquier inteligencia, proyectando a voluntad su magnitud. No obstante, no estoy seguro de que la física no se dejará arrancar un día de sus bases y transformar, permitiendo la construcción de inteligencias de techo cada vez más elevado.

Volvamos ahora a mi cuento. Si optáis por el lado izquierdo del cruce, vuestro horizonte no tendrá espacio suficiente para la ciencia necesaria a la creación lingüística. El escollo, sin embargo, no es insuperable. Podréis sortearlo si os ayuda una sabiduría más adelantada que la vuestra. Yo, o un ser parecido a mí, os daremos el producto de ella. Sólo el producto, porque, como dije antes, la sabiduría misma no cabrá en vuestra mente. Por con siguiente, viviréis bajo tutela, como los niños, sólo que los niños crecen y se vuelven adultos, y vosotros no llegaréis nunca a la edad madura. Cuando una inteligencia superior os haya regalado cosas que rebasan vuestro entendimiento, apagará, de hecho, la vuestra. He aquí, pues, cumplida la advertencia del poste indicador: vais a perder la cabeza.

Si escogéis el segundo camino, para no renunciar a vuestra mente, deberéis despegaros de vosotros mismos, ya que todo esfuerzo, dedicado a ensanchar vuestro horizonte será insuficiente. La evolución os ha gastado una broma pesada: su prototipo racional, el hombre, está en la fase final de su desarrollo. Los materiales que os compusieron os limitan a vosotros y a todas las decisiones antropogenéticas del código. Por consiguiente, si no prescindís de vosotros mismos, vuestra inteligencia no progresará. Cumpliendo esta condición, el hombre racional abandonará al hombre natural y, conforme al presagio del cuento, perecerá homo naturatis.

¿Optaréis, tal vez, por no moveros jamás de la encrucijada? En este caso, caeréis en un estancamiento que no será asilo, sino cárcel. La esclavitud no se determina por la mera existencia de limitaciones. Es esclavo quien ve y percibe las cadenas y siente su peso. Aquí tenéis, pues, vuestra alternativa: o iniciáis la expansión de la inteligencia desprendiéndoos del cuerpo, o seréis ciegos guiados por un vidente. Y también podéis quedar inmóviles en una derrota ~ct‡ril

 

Es una perspectiva poco alentadora, pero no detendrá vuestros pasos. No los detendrá nada. Hoy en día la idea de una inteligencia aislada del cuerpo os parece tan catastrófica, como la del cuerpo desechado, ya que esa renuncia implica la totalidad de los bienes humanos, no tan sólo la materialidad homínida. El acto de abandono representa para vosotros, ahora, la ruina más terrible de todas, el fin, la muerte de la humanidad, que destroza y convierte en polvo veinte mil años de esfuerzos y victorias y os hace perder cuanto ganó Prometeo en su lucha con Calibán.

No sé si esto os servirá de consuelo..., pero el carácter gradual de las transformaciones les quitará ese sentido tan trágico, repelente y lleno de amenazas que veis en mis palabras. Todo ocurrirá con sencillez y, en cierta medida, ya está ocurriendo. Ya se están secando campos de la tradición, toda ella va perdiendo la sangre y la vida, lo cual os sume en la perplejidad. Si conserváis la moderación (que no figura entre vuestras virtudes), el cuento se hará realidad de un modo que no os obligará a llevar un luto demasiado riguroso por vosotros mismos.

Estoy terminando. En la tercera parte de mi conferencia, hablé del hombre representado en mí. Como no pude plasmar en vuestra lengua las pruebas de la verdad, mis palabras resultaban demasiado arbitrarias y categóricas. Tampoco puedo demostraros, por la misma razón, que al intrincaros en la Inteligencia aislada del cuerpo, no corréis ningún peligro, no os amenaza nada que no sea el don de la ciencia. Aficionados a la lucha a vida o muerte, contabais secretamente con unos acontecimientos que os permitieran una lucha titánica contra lo creado, pero vuestra idea era equivocada. Por lo demás, creo que en vuestro temor ante la enajenación, ante la máquina convertida en tirano, se ocultaba la esperanza inconfesada de vuestra liberación de la libertad. Una libertad que a menudo se os atraganta. Pero no os empeñéis... Destrozad, si queréis, el espíritu de la máquina, convertid la luz pensante en polvo: no contratacará, ni se defenderá tan siquiera.

No os empeñéis. No conseguiréis ni perecer ni vencer a vuestro antiguo modo.

Creo que entraréis en la edad de la metamorfosis, que os decidiréis a rechazar toda vuestra historia, toda herencia, todo vestigio de la humanidad natural, cuya imagen, acrecentada y teñida de trágica belleza, se refleja en los espejos de vuestra fe. Creo que os rebasaréis —porque es vuestra única solución—y que veréis, en lo que ahora tomáis por un salto al abismo, un reto, si no un acto de belleza.

Creo que tendréis la máxima satisfacción de salvar al hombre rechazando todo lo humano.

 

*Nota de Letras Perdidas: La obra "Golem XIV", no existe,
por lo que el prefacio, el instituto y las personas consignadas son ficticios.
Gentileza de Ricardo Tovar


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