Necesitamos una Solución Política, No Militar

por Tariq Ali

En un viaje que hace unos años realicé a Pakistán estuve hablando con un ex-general acerca de los grupos islamistas de la región. Le pregunté por qué esta gente, que durante la Guerra Fría había aceptado de buen grado los fondos y las armas de los EE.UU., se había vuelto de la noche a la mañana violentamente anti-norteamericana. Me explicó que no eran los únicos. Muchos oficiales pakistaníes, que desde 1951 habían servido fielmente a los EE.UU., se sentían humillados por la indiferencia de Washington.

"Pakistán es el condón que los Americanos necesitaron para entrar en Afganistán," dijo. "Ya hemos cumplido nuestra misión y ellos creen que ya pueden echarnos al retrete."

El viejo condón está siendo reciclado, pero ¿funcionará? La nueva "coalición contra el terrorismo" precisa de los servicios del ejército pakistaní, pero el general Musharraf tendrá que ser sumamente cuidadoso. Un apoyo demasiado explícito a Washington puede provocar una guerra civil en Pakistán y dividir al ejército. Muchas cosas han cambiado en las últimas dos décadas, pero las ironías de la historia continúan multiplicándose.

En el mismo Pakistán, el islamismo ha cogido fuerza por el patrocinio del estado, no por apoyo popular. El ascendiente de que goza el fundamentalismo religioso es el legado de la dictadura militar previa del general Zia-ul-Haq, quién recibió un sólido apoyo de Washington y Londres durante sus 11 años de dictadura.

Fue durante su gobierno (de 1997 a 1989) cuando se creó una red de "madrasas" (escuelas-internado religiosas) financiadas por el régimen saudí.

A los chicos que atendían estas escuelas, y que luego fueron mandados a Afganistán a pelear como mujaidines, se les enseñó a no tener ningún género de dudas. La única verdad era la verdad divina. Cualquiera que se rebelara contra el imán se rebelaba contra Alá. Las madrasas sólo tenían un objetivo: la producción de fanáticos sin raíces, en nombre de un sombrío islamismo cosmopolita. Se les enseñaba a leer asociando la letra J a "jihad," la T a "tope"(cañón), la K a Kalasnikov y la KH con "khoon" (sangre).

Las 2.500 madrasas produjeron una cosecha de 225.000 fanáticos dispuestos a matar y a morir por su fe si se lo pedían sus líderes religiosos. Desplegados a lo largo de la frontera por el ejército pakistaní, fueron lanzados contra otros musulmanes que según les decían no eran verdaderos musulmanes. El credo talibán es una variante ultrasectaria, inspirada en la secta Wahabi que gobierna en Arabia Saudita. Los clérigos sunitas de al-Azhar en el Cairo, y los teólogos shiitas de Qom, denunciaron la severidad de los mulahs afganos como una deshonra al Profeta.

Los talibanes, sin embargo, no hubieran podido capturar Kabul por sí mismos con sólo el extremismo religioso. Fueron armados y dirigidos por "voluntarios" del ejército pakistaní. Si Islamabad decidiera "cortarles la corriente", los talibanes podrían ser desalojados del poder, aunque no sin problemas. Incluso ahora mismo, el ex-Secretario de Estado norteamericano Zbigniev Brezinski se mantiene recalcitrante: "¿Qué era más importante desde el punto de vista de la historia?," pregunta con algo más que un toque de irritación, "¿los talibanes o la caída del imperio soviético? ¿Unos cuantos musulmanes agitados o la liberación de Europa Central al final de la Guerra Fría?"

Si las reglas de Hollywood precisan de una corta y estridente guerra contra el nuevo enemigo, alguien debería aconsejar al César americano que no insista en las legiones pakistaníes. Las consecuencias serían calamitosas: una guerra civil brutal y viciosa que crearía más amargura y estimularía más actos de terrorismo individual. Islamabad hará todo lo posible por evitar una expedición militar hacia Afganistán. Téngase en cuenta que en Kabul, en Bagram y en otras bases hay pilotos, soldados y oficiales pakistaníes. ¿Qué órdenes recibirán esta vez, y a quién obedecerán? Es mucho más probable que bin Laden sea sacrificado en aras de los intereses de la causa suprema, y que su cuerpo, vivo o muerto, sea entregado a sus antiguos jefes de Washington. ¿Pero será esto suficiente?

La única solución real es política y requiere eliminar las causas que crean el descontento. Es la desesperación la que alimenta el fanatismo y esta desesperación es el resultado de las políticas de Washington en Oriente Medio y en otras partes del mundo. La casuística ortodoxa entre los factotum leales, los columnistas y cortesanos del régimen de Washington queda simbolizada por el Asesor Personal para Asuntos Exteriores de Tony Blair, el ex-diplomático Robert Cooper, quien, con bastante candidez, escribe: "Tenemos que irnos acostumbrando a la idea de los dobles estándares." La máxima subyacente en este ejercicio de cinismo es: castigaremos los crímenes de nuestros enemigos y premiaremos los de nuestros amigos. ¿No es ésto preferible a una impunidad universal? La respuesta es sencilla: este tipo de "castigo" no reduce la criminalidad sino que la engendra en aquellos que la manejan. Las guerras del Golfo y de los Balcanes son ejemplos "de libro" del cheque en blanco moral que supone el vigilantismo selectivo. Israel puede desafiar las resoluciones de Naciones Unidas con impunidad, India puede tiranizar Cachemira, Rusia puede destrozar Grozny, pero es Irak quien tiene que ser castigado, y son los palestinos los que deben continuar sufriendo.

Cooper continúa: "Aviso a los estados post-modernos: acepten que las intervenciones que tuvieron lugar en la época pre-moderna son verdades de la vida. Puede que estas intervenciones no resuelvan los problemas, pero pueden salvaros la conciencia. Y no son la peor medicina para ésto." Que alguien intente explicarles esto a los supervivientes de Nueva York y Washington.

Los EE.UU. se están azotando en un frenesí. Sus ideólogos hablan de ataque a la "civilización," pero qué civilización es ésta que piensa en términos de sangre y venganza. Durante más de sesenta años, los EE.UU. han derribado a líderes y gobiernos democráticos, han bombardeado en tres continentes, han utilizado bombas nucleares contra civiles japoneses, pero nunca experimentaron lo que se siente cuando tus ciudades son atacadas. Ahora lo saben. A las víctimas de los ataques y a sus familiares podemos ofrecerles nuestra más profunda simpatía, al igual que hacemos con la gente que el gobierno de EE.UU. ha convertido en víctimas. Pero aceptar que, por alguna razón, una vida americana es más importante que la de un yugoeslavo, un rwandés, un vietnamita, un coreano, un japonés o un palestino... resulta del todo inadmisible.

Traducido por Marcel Coderch