Se autoproclaman
reinas de la noche, la una desde El Mejunje santaclareño y la
otra en los muy citadinos barrios de Diez de Octubre, en La Habana.
Vanessa y Samantha quieren parecer dos mujeronas fatales, emperatrices
del rimel, la uña postiza, el lápiz labial, los altísimos tacones, la
pluma y la lentejuela combinadas. Y así irrumpen indomables en sus predios
escénicos, hoy un tablado rústico, mañana una azotea con sillas, la
semana siguiente un patio ruinoso y discreto.
Hoy, con el apoyo de la cinta grabada en el fondo, se tornan en replicantes
de Sarita Montiel, Rosita Fornés o Mina, mañana le tocará el turno a
Streisand, Massiel, Judy Garland o a cualquier otra diva de femineidad
explícita, hipertrofiada y rutilante. Dietrich es demasiado, con su
acento alemán y su estrafalaria costumbre de vestirse de hombre. Para
vertirse de hombre no vale la pena pasar por demoledoras dietas ni por
rasurados integrales, ni gastar una fortuna en afeites y pelucas. Hace
falta que el modelo sea hembra inequívoca. El travesti se ha naturalizado
en ciertos circuitos de las noches cubanas, incluidas las fiestas particulares,
las calles más céntricas, las guaguas, los taxis y hasta algún que otro
club nocturno sin demasiada fama.
Corren rumores de que en algunos de esos festivos lugares han sido vistos
Almodóvar o Jean Paul Gaultier, y decenas de otras celebridades que,
de incógnito, se suman a la "movida semiclandestina". Pero
los travestis que doblan canciones no se dejan robar el show por ninguna
estrella de verdad que venga a comtemplarlas. Son ellas las vedettes
absolutísimas. Con ese fin, se someten a horas de maquillaje, hasta
acercarse a la imagen de las estrellas preferidas, algunos aferrados
a la patética enajenación de sentirse por unos minutos féminas dominadoras
y triunfantes, otros apelando a la hipnosis colectiva generada por los
magos e ilusionistas, por los verdaderos artistas del transformismo
y el simulacro.
El travestismo en Cuba no solo está relacionado con las fiestas particulares
y los efímeros escenarios. Existe una larga tradición literaria, dancística,
pictórica y recientemente cinematográfica en la cual se esboza el tema
con diferentes niveles de intensidad, desde el folclor al teatro de
vanguardia, desde el cuento y la novela de reducidas tiradas a los programas
más populares de la televisión. Entre múltiples ejemplos a la mano,
recuerdo las puestas de Carlos Díaz y su famoso grupo de teatro El Público,
en las que regularmente aparecen hombres haciendo de mujeres y viceversa
en obras del teatro clásico; así como los humoristas más reconocidos
gracias al travestismo, como La Pía (Ángel García), Margot (Osvaldo
Doimeadiós) y muchos, muchos otros, precedidos todos por aquella Mamacusa
Alambrito, la del alma grande y el cuerpo chiquito. Tales actores entronizaron
en la pequeña pantalla cubana el regusto bufo del travestismo de sesgo
grotesco, el mismo al que recurrían los machazos líderes de grupo en
las fiestas de fin de curso, o los bailadores de comparsa en épocas
de carnaval, disfrazados de monumentales negras lavanderas, esas que
todavía se pueden ver encabezando Los Componedores de Batea, entre otras
comparsas conocidas.
Valga recordar la considerable cantidad de leyendas en las cuales Changó,
el símbolo absoluto de la virilidad, dios de la guerra y del fuego en
el panteón yoruba, se disfraza de mujer con el fin de engañar a alguien,
o de acercarse a una posible conquista sexual. Además, sincretismo mediante,
para que los esclavos pudieran adorarlo en secreto, Changó tomaba la
apariencia de Santa Bárbara, la virgen de la espada, de los rayos y
tormentas, pero al fin y al cabo, mujer. Travestirse en deidad de dudoso
linaje católico fue la única opción de supervivencia para la deidad
africana.
Asegura el escritor cubano Severo Sarduy que "el hombre puede pintar,
inventar o recrear colores y formas sobre la tela, pero es incapaz e
impotente para modificar su propio organismo. El travesti, que llega
a transformarlo radicalmente, y la mariposa, pueden pintarse a sí mismos,
hacer de sus cuerpos el soporte de su obra". Varias obras de Sarduy
(¿De dónde son los catantes?, Cobra) interpretan este profundo disfrazarse
cual obra esencialmente creativa, estrategia de resistencia del marginal,
explosivo y anticonvencional modo de afianzar la diferencia, el estilo
de vida alternativo y la opción sexual diferente.
Si bien la obra del gran teórico y narrador cubano, asentado en Francia,
se destaca por haberse concentrado en los temas del travestismo y la
transexualidad, diferenciándolos y remitiéndolos al antiguo mito del
andrógino, puede hablarse ya de una larga estela de cuentos, novelas
y poemas cubanos cercanos a tales sujetos. Recordar la colindancia temática
de novelas como Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro; la pionera
en el tema homosexual El ángel de Sodoma, de Alfonso Hernández
Catá; Paradiso, de Lezama Lima
y buena parte de la narrativa de Reinaldo Arenas
y de la pudorosa poesía de Emilio Ballagas.
En fechas más recientes, dentro del llamado boom de la literatura gay
cubana de los años 80 y 90, se refuerza el caldo de cultivo para que
el travesti reaparezca, unas veces personaje episódico, otras protagónico,
con su voz, carácter y conflictos bien demarcados, enraizados en el
complejo entramado social. Así, fueron publicados, más o menos por la
misma época, El cazador y Máscaras, de Leonardo Padura;
¿Por qué llora Leslie Caron?, de Roberto Urías; Cuentos frígidos,
de Pedro de Jesús López y El rey de La Habana, de Pedro Juan
Gutiérrez, sin contar el muy popular y premiado El lobo, el bosque
y el hombre nuevo, de Senel Paz, llevado al cine como Fresa y
chocolate y versionado por teatristas en innúmeras ocasiones fuera
y dentro de Cuba. En la conocida narración el personaje de Diego ofrece
una especie de axiología del homosexual cubano donde no falta la caracterización
de las locas de carroza, esas que, añado yo, pudieran metamorfosearse,
dadas las circunstancias, en los travestis más delirantes y consumados.
Y no es solo, por supuesto, un fenómeno circunscrito al ámbito cubano
ni estudiado en exclusiva por los escritores de la Isla. La figura del
travesti es propicia para recrear el mundo del espectáculo, del circo
y el cabaret, entornos caros a la tendencia postmoderna de vincular
lo elitista con la considerada baja cultura, amén de que tan peculiar
personaje se ha convertido en una suerte de signo relativo a los arquetipos
conductuales ubicados más allá de los márgenes, transgresores de los
bordes que limitan lo oficialmente aceptado y celebrado.
Sinónimo típico de otredad y alteridad, coartada para acercarse a lo
exótico y a lo furtivo-decadente, encarnación del espíritu carnavalesco
y permisivo, revestido con todo lo que implique máscara y disfraz, el
travesti se ha enseñoreado también en la literatura latinoamericana
del postboom y en el cine artístico contemporáneo de las últimas tres
décadas. Aparte de la mencionada ¿De dónde son los cantantes?,
dos clásicos como El beso de la mujer araña
(Manuel Puig) y El lugar sin límites
(José Donoso) se concentran en el mundo del travesti ya no como fenómeno
a esconder vergonzantemente, sino cual seres generosos, positivos, capaces
de alentar valores, proposiciones de mejoramiento, sinceridad a raudales,
aunque resulte siempre víctima del desprecio y objeto de burlas y vejaciones
sin fin instrumentadas por heterosexuales machistas y no machistas,
por aquellos homosexuales preocupados en la represión de su apariencia
afeminada, y hasta son pasto del desdén proveniente del reducido ghetto
de transexuales y hermafroditas, que se quieren considerar mujeres y
por tanto rechazan el deseo insaciable de querer parecerse y nunca llegar
a ser.
En cuanto al cine cubano, el tema del travestismo no ha conocido un
realce comparable al de grandes películas recientes de muy diversos
países como la propia versión fílmica de El beso de la mujer araña,
o El juego de la lágrima, Priscilla reina del desierto,
Adiós a mi concubina y La jaula de las locas, pero existen
algunos filmes que se han acercado con prudencia al tema desde el interior
de la Isla. Quizás el más conocido, no el único, sea Las noches de
Constantinopla (2001), de Orlando Rojas, en la cual una familia
intenta vadear los tiempos difíciles del período especial creando un
club nocturno animado por travestis. Aquí, el simulacro, el maquillaje
y la gangarria profusa son adoptados no como confirmación de una opción
sexual, sino a manera de catarsis liberadora, escape a la represión
de la anquilosada matriarca, juego sutil e interesado en confirmar la
individualidad y el desborde hedonista de casi todos los personajes.
Antes de Las noches..., se vieron escasamente, pero existieron
y fueron exhibidos, documentales como Hembra es el alma mía,
de Lizette Vila, centrado de lleno, sin escatologías ni prejuicios,
en ese mundo escénico y volandero del travesti-vedette, o Mariposas
en el andamio, de Luis Felipe Bernaza y Margaret Gilpin, que echaba
por tierra la noción del travesti eternamente despreciado por los "normales"
al elogiar el poder transformador de sus actuaciones entre un grupo
de humildes obreros que los tratan con el mayor respeto. En la muy reciente
Suite Habana, de Fernando Pérez, junto a vendedores de maní,
payasos en tiempo extra y bailarines obligados a la construcción, uno
de los principales personajes reales es un joven mulato, ropero de un
hospital, que en las noches se convierte en divina encarnación del glamour
asistido en el vestuario y los accesorios por su propia esposa.
En su teoría sobre la carnavalización de la cultura, Mijail Bajtín interpretaba
el tópico del mundo al revés como celebración de la llegada de un nuevo
orden que invierte las jerarquías y confunde las apariencias. ¿Será
que el travesti representa, también, el advenimiento de ese nuevo orden?.
Este artículo
fue anteriormente publicado en la revista ALMA MATER.
http://www.almamater.cu
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