EDITORIAL Migrantes: nada que celebrar
El Día internacional de los migrantes pasó, ayer, casi desapercibido por la humanidad, pese a la importancia dual de ese sector en la economía mundial: por un lado, como soporte fundamental de la producción en las naciones de acogida, y por el otro, como fuente de divisas para los países de origen, caracterizados por la pobreza y la falta de oportunidades para la realización personal.
Este año, los migrantes de todo el orbe han carecido de razones para celebrar el establecimiento de aquella fecha en su honor. Más bien, 2006 ha sido un año fatídico, tanto por el racismo practicado en contra de ellos en naciones con economías desarrolladas, como por las odiseas vividas al quedar atrapados en medio del fuego de países enfrentados, como sucedió en el Líbano, o los constantes naufragios –con alta pérdida de vidas humanas– de frágiles embarcaciones repletas de africanos en busca de trabajo en Europa.
Los migrantes son protagonistas de la triste ironía de ser engranajes imprescindibles en la vida de países ricos, y sufrir, a la vez, acoso, persecución y explotación por parte de autoridades y de sectores empresariales. En muchos casos, reciben trato degradante de gobiernos e instituciones que pregonan el respeto por los derechos humanos.
La protección y la promoción de los derechos de los migrantes es una materia sin eco en el mundo capitalista, cuya vida se contrae a un simple juego de inversión y beneficios, y sólo les interesa obtener más ganancias con menos costos.
En esa ecuación despiadada no cuenta el ser humano, porque respetar sus derechos y el cumplimiento de obligaciones mínimas en salud, educación, techo, seguridad social y paga decorosa implica costos reflejados en los márgenes de utilidad.
Por esa circunstancia, los países de destino de los migrantes los tratan como objetos, no como sujetos, y rehúyen cualquier compromiso reivindicativo, como lo prueba la negativa a ratificar la Convención de los Derechos de los Trabajadores Emigrantes, 16 años después de haber sido aprobada por las Naciones Unidas.
Aunque todas las potencias económicas siguen el mismo patrón represivo contra los migrantes, Estados Unidos es el país que más muestras ha dado de intolerancia.
Absorto como está en la contemplación de sus pasadas glorias, se resiste a aprender la lección propinada por la historia a naciones ubicadas, en su tiempo, en la hegemonía política del orbe, y reducidas hoy, por efecto de aquel acto de justicia universal, a simples espectadores del paso del tiempo.
El drama de la separación familiar parece no afectar en lo más mínimo la sensibilidad de las autoridades represoras de los migrantes, como para agregar a ese drama la detención aparatosa y la cárcel, cual si se tratara de los peores criminales. La represión parece ser el único norte de aquellas hordas, sin importarles la política exterior de sus gobiernos.
Por eso manejan dos discursos: el de las promesas falsas a los gobiernos ilusionados con la posibilidad de un mejor trato para sus ciudadanos, y la del garrote, que golpea de manera artera e inmisericorde.
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