lunes 30 de agosto de 2004

0

aristóteles españa: dawson

0 comentarios

Este poeta fue encapsulado en una remota isla de la Patagonia durante la brutal represión del tirano Pinochet. Tenía por ese entonces solo 17 años y era una verdadera amenaza para el acorazado ejército chileno. Esa isla se llama Dawson, debiera llamarse Isla Vergüenza, Isla Ignominia, Isla Puta. El poeta se sigue llamando Aristóteles España, una figura mítica de la poesía chilena. Inmaculada Decepción presenta una pequeña selección de su libro; Dawson.

LLEGADA

Bajamos de la barcaza con las manos en alto
a una playa triste y desconocida.
la primavera cerraba sus puertas,
el viento nocturno sacudió de pronto mi cabeza rapada
el silencio
esa larga fila de Confinados
que subía a los camiones de la Armada Nacional
marchando
cerca de las doce de la noche del once de septiembre
de mil novecientos setenta y tres en Isla Dawson.
Viajamos
por un camino pantanoso que me pareció
una larga carretera con destino a la muerte.
Un camino con piedras y soldados.
El ruido del motor es una carcajada,
mi abrigo café tiene barro y bencina:
nos rodean
bajamos del camión
uno dos tres kilómetros
cerca
del
mar
y
de
la
nada,
¿Qué será de Chile a esta hora?
¿Veremos el sol mañana?
Se escuchan voces de mando y entramos a un callejón
esquizofrénico que nos lleva al Campo de Concentración,
se encienden focos amarillos a nuestro paso,
las ventanas de la vida se abren y se cierran.

CAMINOS

Nos llevan a cortar leña por los bosques,
de sol a sol,
custodiados por patrullas
que apuntan directamente a la cabeza.
ordenan cantar y correr,
agujerean nuestra sensibilidad,
quieren destruirnos como guijarros
bajo la nieve,
humillarnos,
Mientras entonamos en alta voz:

"Bajo la linterna, frente a mi cuartel,
sé que tú me esperas mi dulce amada bien".

Y el viento invade los parques de mis sombras,
desordena los faroles, las plantas escarchadas.
Me acuerdo de Rosita en la última navidad,
o con su uniforme de colegiala y sus cuadernos.
(A lo mejor nunca leerá este poema).
Hay olor a nubes enterradas,
nos golpean,
mientras una rata camina entre la hierba.

"Si es que llega un parte y debo yo marchar
sin saber querida si podré regresar".

Sólo vemos galerías pintadas de insomnio,
postes amontonados,
manos que sangran,
en el trayecto al Campo de Detenidos,
y fusiles,
y mitades,
encerrados en un laberinto de crueldad y miseria
en el paralelo 53 sur de este mundo.

Y NO ERAN PERROS

Anoche al acostarme
escuché ladridos
en algún lugar del Campamento.
Y NO ERAN PERROS.

COMPAÑEROS

Compañeros, tenemos que buscar una razón
más poderosa que el Partido,
un cauce, un islote, un diminuto ventisquero
que sirva al menos como punto de inicio
y empezar a caminar hacia el reencuentro,
que será una casa -me imagino- amplia,
como los patios de mi pueblo natal,
lleno de grandes ventanales
para que entre libremente el aire
y escuchemos a los árboles del pensamiento;
ese día que -pienso- no está lejano,
llegará como un potro salvaje y se posará
sobre los muslos desnudos de nuestras reflexiones.


0

REINAS; ERAN LA DE ANTES

0 comentarios

Brunita primera, Reina de Natales sintetizó la vida en su bella expresión.- Su reinado fue de amor y de franca alegría

En el transcurso de la semana que acaba de desaparecer del calendario, Puerto Natales mantuvo hinchado su pecho viril que palpitó jubiloso, lleno de espumosa emoción y de bellas esperanzas. Viejos y jóvenes vivieron días de regocijo y cerraron los ojos tolerantes para mantener vívida la farsa de las Fiestas de la Primavera. El júbilo fue general. Corrió coquetón por la ancha calle Eberhard y se introdujo zigzagueando por las callejas estrechas de la población obrera.
Una Reina grande y pequeña, suave y poderosa, sintetizó la vida en su más bella expresión. Apagó el lamento común de los días rutinarios y encendió la llama del amor iluminando los espacios y colmando su reino de sutiles y embriagadoras esperanzas.

LA JOVEN SOBERANA

Brunita Mattioni, que tiene apenas catorce primaveras, reinó con el nombre de Brunita Primera. Osvaldo Wegmann, poeta y periodista, tuvo la envidiable suerte de poner en sus sienes la corona real, después de haberle cantado un hondo y emocionado poema, cuyas estrofas fueron fielmente arrancadas de las virtudes de la joven soberana.
La elección de la bella Brunita no pudo ser más acertada. Es una chica encantadora, que luce permanentemente una dulce sonrisa en sus labios y un fulgor juvenil en sus ojos pícaros.
Cuando un día, poco después de su triunfo eleccionario tuvimos la suerte de estrechar su mano, suave como la piel del musgo, nos dijo con su integridad juvenil:
-"¡Que lindo es ser Reina!"
-"¿Por qué?"
-"Porque una puede mandar y es escuchada. Y yo ya tengo mi programa trazado; ordenaré a todos mis súbditos que olviden sus aflicciones y que entreguen sus corazones a un júbilo general".
Avida de felicidad, Brunita Primera logró sus deseos. Su reinado fue de amor, de luz y de alegría, y fue compartido de cerca por una primorosa Corte de Honor que integraron las siguientes señoritas; Olga de Saleh, Herminia Negrete, Lila Saleh, Celia Subiabre, Dita Sobrazo, Hortensia Gómez, Olga Díaz, Otilia Velásquez, Estela Fernández y Ocadia Montenegro.

DON FERNANDO GALINDO REINO EN BROMA

Don Fernando Galindo, ex boxeador campeón de los "gallos", actual propietario de la Pastelería "La Preferida" y, en consecuencia, colega del democrático y popular don Juan Yutronic, reinó en broma tratando de emparejar su acción a la de Brunita Primera.
A pesar de lo seriote que parece, fue un Rey de los Feos que puso hilaridad en el ambiente, concienzudamente asesorado por un Ministerio de jóvenes antipitucos, talleros y gritones.

NOTICIAS GRAFICAS, 1945

martes 24 de agosto de 2004

0

una imagen; no hay palabras...

0 comentarios

lunes 23 de agosto de 2004

0

NAUFRAGIOS EN EL FIN DEL MUNDO

0 comentarios

Con posterioridad al descubrimiento del Estrecho de Magallanes en Octubre de 1520 por Hernando de Magallanes, se sucedieron durante los siglos XVI al XVIII una serie de expediciones de osados e intrépidos navegantes, tanto españoles como ingleses, holandeses y franceses, impulsados los unos por el afán de descubrir y guardar seguro el ansiado paso a las Indias, a la vez que, tomar posesión de aquellas tierras descubiertas y, los otros , empeñados en desafiar el poder Español en el Pacífico.
Se estima que, durante el transcurso de estos tres siglos, pocas regiones del globo pueden exhibir en la historia de sus descubrimientos tal cantidad de expediciones, las cuales a su vez dieron origen a una apreciable cantidad de naufragios.
Las figuras de Drake, Sarmiento de Gamboa, Bouganville, Dumont d'Urville, Malaspina, James Cook, Fitz Roy y Parker King, entre otros, dejaron tras sí, indelebles huellas de sus singladuras por el Estrecho de Magallanes.

Si bien es cierto que, en la extensa obra "Naufragios Ocurridos en las Costas de Chile" de Francisco Vidal Gormaz, se mencionan casi todos los naufragios acaecidos y registrados como tales, a la luz de hallazgos denunciados por otros navegantes de restos de naves existentes en lugares no mencionados por este autor, es posible presumir que la cantidad de buques hundidos en estas regiones sea mayor a lo registrado.
Tal situación ocurre si consideramos aquellos casos de buques empeñados en faenas balleneras o loberas o, sencillamente, en otras actividades furtivas protagonizadas por marinos, a quienes no les era de interés o rehuían el registro de zarpes y recaladas.
El incremento y la necesidad del comercio entre Europa y las noveles repúblicas sudamericanas, en el siglo XIX, coincide con la aplicación del vapor a la navegación.
Así, en Octubre de 1840, la recientemente creada Pacific Steam Navigation Company, PSNC, marca el inicio de la navegación a vapor por el Estrecho de Magallanes, con sus dos vapores gemelos propulsados a ruedas, el "Chile", y el "Perú".
En años posteriores, la compañía alemana Kosmos y la compañía francesa Compagnie Maritime Du Pacifique, destinan sus vapores hacia las costas de Chile vía Estrecho de Magallanes.
Pero, tanto los navíos de ruedas o paletas, como los propulsados por hélice, se ven enfrentados a un problema común: el enorme consumo de carbón de sus calderas, el cual, en casos como el del vapor BRITANNIA, primer paquebote a ruedas de Cunard Line, su máquina consumía 38 toneladas de carbón por día.
Tal situación induce a los constructores navales a mantener el aparejo clásico de vela, es decir, el bauprés y los palos trinquete mayor y mesana, asegurando, por un lado, los largos cruceros a través de los océanos, y por otro, la posibilidad de disponer de un recurso de emergencia ante fallas de las máquinas, como ocurre en la situación desesperada que le toca vivir al vapor "MATAURA" en viaje de Nueva Zelandia a Inglaterra vía Cabo de Hornos en 1898, cuyo Capitán logra salvar pasaje y carga, tras sufrir la rotura de sus máquinas en medio de una furiosa tormenta, varando el buque en una abrigada ensenada en la región Nor Occidental de la Isla Desolación.
A estos vapores o "steamers" de propulsión mixta, corresponde la mayoría de los restos náufragos localizados y explorados por el autor de esta síntesis, entre los cuales podemos mencionar los vapores alemanes "DENDERAH" y "ARTESIA", el francés "ATLANTIQUE" y los ingleses "CORDILLERA", "CANTON", "SANTIAGO" y "MATAURA".
"El Magallanes", periódico local fundado a comienzos de 1894, publica la noticia, detalles y pormenores del naufragio del vapor francés "ATLANTIQUE", perdido frente a la Isla Magdalena el 29 de abril de 1894.

FUENTE : SR. FRANCISCO AYARZA




domingo 22 de agosto de 2004

0

Ramón Díaz Eterovic: LA ULTIMA AVENTURA

0 comentarios
A Hugo Vera Parra,
esta historia que me contó
su padre y que más tarde imaginé.


El pueblo ha cambiado. Sólo el mar que lo rodea sigue igual. Se han construido nuevas casas, algunas de sus calles lucen pavimentadas y con semáforos en sus esquinas; existen dos o tres buenos hoteles que acogen a los turistas y viajar hacia las ciudades vecinas ya no es tan difícil. También la gente ha cambiado. Otros niños juegan en las calles y de aquella época pocas son las personas que reconozco cuando pasan frente a mi ventana. Seguramente ellas ni recuerdan la última aventura del loco Nogueras, que fue como la llamaron en las crónicas del entonces único diario del pueblo. El lugar que habito tiene una ventana desde la cual diviso el mar. Mis días transcurren sin sobresaltos; desde la mañana, y hasta que el sol se esconde tras las montañas nevadas, observo las olas que incansables cumplen su cotidiano rito de adioses y regresos, recordándome con su ir y venir que un día el mar fue mi ilusión y mi desgracia. Ha transcurrido mucho tiempo desde las conversaciones con el gringo Dollenz y con Valcarce, cuando aún la idea del gringo no pasaba de ser una humorada que dejaba caer sobre la mesa del bar, junto a las piezas de dominó y las botellas de cerveza que cada tarde bebíamos, sin otro afán que acortar las horas que se repetían al ritmo del viento que limpiaba las calles de Puerto Natales, pueblo patagónico al que había llegado por el azar de un empleo y la necesidad de recibir una paga que, en su mayor parte, iba a dar a las arcas del dueño del bar "La Esperanza". Las cervezas, los partidos de fútbol que terminaban con el infaltable asado de cordero, los diarios que de tarde en tarde llegaban al pueblo y nos permitían saber lo que sucedía en Santiago o Buenos Aires; alguna película mexicana en el Cine "Libertad" y la oportunidad de hojear una revista de chistes picarescos y mujeres desnudas, a solas, cuando el cuerpo imponía un descanso después de una noche de farra. Esas eran las únicas entretenciones que teníamos para espantar el tedio. Lo demás era soñar que la vida podía ser diferente, gracias a un golpe de la suerte o a la decisión de huir del pueblo, embarcado como polizón en alguno de los barcos que llegaban al puerto a buscar la carne y la lana de oveja procesada en el frigorífico ubicado a seis kilómetros del pueblo.

Valcarce era el más joven de los tres y el único que había nacido en Puerto Natales. Nunca había salido del pueblo. Su vida se resumía entre las calles polvorientas y la casa que compartía con su padre, de quien había heredado el oficio de pescador, la habilidad para los juegos de naipes y cierta actitud displicente para ir barajando el acontecer de los días sin otra ambición que un plato de comida y respirar. Cuando la pesca estaba floja, trabajaba en la carga de los barcos, pintaba casas o ejercía de ayudante en las faenas de esquila. Moreno, alto y de ojos vivaces, disfrutaba de la vida con la misma aparente alegría de los cisnes de cuello negro que nadaban cerca de la playa. Me gustaba su compañía y a veces, cuando nos reconocíamos asqueados de la rutina del bar, tomábamos uno de los botes de su padre y salíamos a remar por la bahía hasta que la fatiga nos indicaba que era tiempo de regresar.

Dollenz, el gringo, era el de más edad, y en la época de estos recuerdos bordeaba los treinta años. En su juventud había destacado como jugador de baloncesto en campeonatos estudiantiles. Pero eso era parte de su pasado, porque a pesar de su porte atlético, la curva pronunciada de su espalda delataba su ocupación de empleado administrativo en el Frigorífico Bories. Era soltero y vivía en una pensión donde le daban de comer y lavaban su ropa. En los días que recibía el pago de su sueldo, dejaba de lado la cerveza y pedía interminables copas de whisky que, a la hora de la embriaguez, lo hacían añorar a una mujer llamada Laura, de la que no daba más referencias que su nombre y su residencia en Santiago, a donde el gringo Dollenz, según aseguraba en medio de la borrachera, regresaría con los bolsillos rebosantes de dinero. A la mañana siguiente su deseo se esfumaba con la brisa que llegaba del mar o en el mismo instante que salía de la pensión rumbo a la oficina, donde pasaba las horas contabilizando los ingresos y egresos del frigorífico.

En cuanto a mí, no hay mucho que decir. Recién había cumplido mis veinticinco años y estaba empleado en una tienda de ultramarinos. Vivía solo, deseaba trabajar un par de años en el pueblo y luego partir hacia otro lugar, antes que la costumbre o un enamoramiento súbito me hiciera echar raíces. Mas, de todo eso ha pasado mucho tiempo, y ahora, quince años más tarde, sólo aguardo que pasen los días, con la única entretención de mirar el mar que, como ya dije, alguna vez fue mi ilusión y mi desgracia.

Al principio nos reímos del gringo. No pensábamos que estuviera hablando en serio. Su idea parecía tan descabellada que sólo podíamos pensar en ella cuando la cerveza había hecho efecto en nuestros ánimos, y cualquier cosa que se dijera alrededor de la mesa era motivo de risa y entusiasmo.
-¡Es una locura! En un par de horas todo el pueblo estaría enterado- dijo Valcarce y yo me sumé a su sentencia con una carcajada que rompió la quietud del bar. Dollenz se limitó a mover la cabeza, como si el pescador y yo hubiéramos sido dos energúmenos incapaces de entender la seriedad de su idea.

Tal vez el asunto debió quedar en la broma y entre las paredes del bar, asumiéndose que una cosa era los sueños y otra nuestra realidad de hombres condenados a seguir por la vida sin mayores sobresaltos, habituados a las rutinas del pueblo, a nuestros trabajos y a las horas que marcaba el viejo reloj de pedestal instalado en una esquina del bar, junto a la salamandra que entibiaba el ambiente y un deteriorado afiche de cigarrillos. Sin embargo no fue así. Dollenz dejó pasar una o dos semanas, y una tarde, después de oírme maldecir la vida que llevábamos en el pueblo, insistió.
-En el frigorífico se guarda el dinero para el pago del sueldo mensual de los obreros -dijo, lentamente, como mascando sus palabras-. Dinero, mucho dinero. Una vez al mes, y durante todo un fin de semana, el dinero permanece en la caja fuerte instalada en la oficina del jefe administrativo.
-El dinero es de los obreros -dijo Valcarce.
-Es el dinero del frigorífico -rectificó Dollenz, mientras pasaba el dorso de su mano derecha por sus labios humedecidos por la cerveza-. Los obreros no van a perder nada.
-¿Cuál es el plan? -pregunté, más por curiosidad que por real interés.
Los ojos del gringo brillaron de entusiasmo. Extendió unos de sus brazos para palmotearme en las espaldas.
-Conozco la clave de la caja fuerte y sé como entrar a la oficina donde la guardan. Sacamos el dinero, Valcarce hace como que sale de pesca y lo lleva a esconder lejos del pueblo. Esperamos tres o cuatro meses, tal vez medio año, y luego repartimos el botín en tres partes iguales y cada cual hace lo que le venga en ganas con el dinero.
-Una cosa es hacer bromas y otra, muy distinta, robar -dijo Valcarce-. Yo no tengo pasta de ladrón y además, tengo amigos que trabajan en el frigorífico y no me gustaría hacerles una mala jugada.
-Nunca ha pasado nada igual en el pueblo y cuando cometamos el robo, los carabineros del retén no van a saber a qué santo recurrir. No saben hacer otra cosa que apalear huelguistas y encerrar borrachos en el calabozo.
-La idea tiene sentido -dije al tiempo que miraba el mar por la ventana del boliche.
-No cuenten conmigo -dijo Valcarce-. No quiero pasar el resto de mi vida en un calabozo ni quiero que mi padre tenga una razón para avergonzarse de su hijo.
-Los tres o ninguno -sentenció Dollenz-. Y si no es así, aquí nadie ha dicho nada.

No volvió a mencionar el asunto por algunas semanas. Valcarce y yo evitamos tocar el tema, tal vez para no provocar discusiones o porque en esos días el principal tema de conversación fueron los cincuenta millones de pesos que ganó un vecino en el juego de la Lotería. Valcarce seguía yendo al mar en busca de peces, Dollenz tras de su escritorio y yo en la tienda, distraído, dejando que mis miradas surcaran las olas que veía crecer en el horizonte mientras pensaba en las posibilidades de éxito que podía tener el plan.
-¿Es mucho el dinero que guardan en el frigorífico?-preguntó inesperadamente Valcarce, una tarde en la que estábamos reunidos en el bar.
-Mucho es poco decir- respondió Dollenz, indiferente, como queriendo demostrar que el plan era algo que tenía olvidado o al que ya no le otorgaba el mismo entusiasmo de la primera vez.
-¿Y nadie lo cuida?
-Hay un guardia por las noches. Un viejo que suele quedarse dormido antes de la medianoche. El jefe administrativo del frigorífico lo sabe y no le importa. Nunca piensa en un robo importante, porque las posibilidades de huir del pueblo son pocas y complicadas.
-Y entonces, ¿cómo lo haríamos?
-¿Tengo cara de ladrón, Valcarce?
-No.
-¿Y Nogueras?
-Tampoco- respondió Valcarce, al tiempo que me miraba como intentando descubrir algún rasgo especial en mi rostro.
-En el pueblo nos conocen y nos tienen confianza. La idea es cometer el robo en la temporada de turismo, cuando el pueblo esté lleno de extraños de los cuales los carabineros podrán sospechar.
-¡Piensas en todo! -dijo Valcarce, con entusiasmo.
-Pero sigue siendo un asunto de tres - respondió Dollenz y enseguida llamó al mozo de "La Esperanza" para que nos sirviera otra ronda de cervezas.
Valcarce bajó la mirada.
-¿Y tú Nogueras, qué dices?-preguntó Dollenz.
-La idea me seduce- respondí, aunque en mi interior dudaba de mi capacidad para participar en el plan del gringo y esperaba que con el paso de los días quedara en el baúl de las ideas muertas.
-No podría vivir en una celda, sin el viento ni el mar a mí alrededor- dijo Valcarce.
-Los tres o ninguno -agregó Dollenz repitiendo su sentencia de días pasados-. Y si no es así, aquí no se ha dicho nada.

Y no dijo nada hasta la noche en que Valcarce volvió a plantear el tema con una pregunta que pareció helar aún más las cervezas que bebíamos.
-¿Cuál sería la fecha más apropiada para el robo? -preguntó.
-Para qué pensar en cosas que nunca sé harán-respondió el gringo, evasivo.
-He decidido entrar en tu juego, Dollenz.
-¿Por qué ahora, después de tantos meses?
Valcarce movió los hombros, como si con ello hubiera podido despertar una respuesta adecuada dentro de sus pensamientos.
-Es bueno hacer algo que rompa con la monotonía del pueblo -dijo, finalmente-. La pesca y sus miserias me tienen aburrido. Quiero conocer otros lugares y buscar un nuevo horizonte para mis días.
-¿Y tú qué dices?- me preguntó Dollenz.
-A nadie le vienen mal unos pesos extra en la billetera.

Dollenz dijo que el robo sería el fin de semana siguiente a la Navidad. Para entonces, los ánimos estaban más relajados y habría arribado al pueblo la primera oleada de turistas. Mientras llegaba el día convenido, Valcarce debía encontrar un sitio adecuado para esconder el dinero. Dollenz se preocuparía de reestudiar las rutinas del frigorífico y, si la ocasión se presentaba, ensayar la apertura de la caja de fondos. Lo demás era seguir con nuestras ocupaciones habituales, mantener las citas en el bar y no comentar con nadie la idea del robo. Al día siguiente, que era domingo y yo no tenía que trabajar en la tienda, acompañé a Valcarce a la mar, y antes que él desplegara las redes de pesca, nos dedicamos a estudiar los rincones más resguardados de la costa hasta que dimos con uno al que sólo se podía llegar en bote y estaba lo suficientemente aislado como para esconder el botín.
-No menciones el robo mientras estemos en el mar -me advirtió Valcarce-. Mi padre dice que el mar castiga a los que lo usan con malos fines.
-Eso no es más que un cuento de pescadores supersticiosos-respondí, esbozando una sonrisa-. El mar es sólo una gran pileta que a veces se agita más de lo conveniente.
-El mar tiene oídos y un corazón rencoroso, Nogueras. Es lo único a lo que temo -dijo Valcarce y quedó con la mirada fija en el horizonte, como esperando que de un momento a otro emergiera la rabia desatada de una ola-. Preferiría que el dinero lo guardáramos en otra parte.
-Mejor lejos del pueblo, para no tener la tentación de gastarlo. Dollenz dice que la prisa ha traicionado a muchos ladrones impacientes.

Pasados los festejos de la Navidad llegó el momento de llevar el plan a la práctica. Era una noche de sábado. Para no despertar sospechas nos reunimos en el bar, y entre una y otra copa acordamos la forma en que nos iríamos retirando y el punto donde nos encontraríamos para dar rienda suelta a nuestro sueño más oculto. Poco antes de la medianoche, y pese a que había bebido menos que en otras oportunidades, el gringo Dollenz, con pasos intencionadamente retorcidos, abandonó el bar dejando a sus espaldas una estela de bromas por su aparente ebriedad. Encendí un cigarrillo y cuando terminé de fumarlo seguí el camino de Dollenz, con una pequeña detención frente a la barra del bar que me permitió comentar a uno de los mozos que me sentía cansado y con ganas de llegar pronto a la cama. Desde la puerta grité un último adiós a Valcarce y salí tras las huellas de la noche, sintiendo en mi rostro los latigazos del viento que se deslizaba por las calles del pueblo. No vi un alma en el recorrido que hice para llegar hasta donde esperaba Dollenz, oculto junto a un árbol.
-Va a salir todo bien, Nogueras -me dijo, y enseguida se refugió en un silencio reconcentrado que pareció durar una eternidad.
-Valcarce se demora más de la cuenta- agregó minutos más tarde-. ¿Se habrá arrepentido?
-¿Quieres que vaya a buscarlo?-pregunté con la esperanza de acortar la espera y olvidar las dudas que comenzaban a deteriorar mi ánimo. Dollenz pensó su respuesta, pero antes que llegara a decir algo, vimos aparecer una sombra tambaleante que se aproximaba a nuestro encuentro. El viento parecía haber aumentado de intensidad y a nuestro alrededor, como un aullido tenebroso, se escuchaba el silbido que provocaba al chocar en los techos de zinc de las casas. Saqué un cigarrillo desde mi chaqueta. Dollenz me lo arrebató de los labios y lo arrojó al suelo.
-¡Vas a llamar la atención de los vecinos!- reclamó, nervioso.
-De noche y con el viento que hay, dudo que los vecinos se enteren de lo que pasa en la calle.
-Nunca se sabe, Nogueras. Nunca se sabe.
Valcarce llegó junto a nosotros. Su respiración era agitada e intuí que eso tenía relación con su demora en el bar o con el miedo que debíamos vencer para seguir adelante con lo propuesto.
-La caja fuerte nos espera- dijo Dollenz y se puso en marcha.

Seguimos sus pasos y después de una media hora de esforzada marcha llegamos hasta la entrada del frigorífico. El lugar parecía en calma y en el cielo, algunas nubes oscuras ocultaban la cara festiva de la luna. Avanzamos por un sendero de ripio y nos detuvimos frente a la enorme construcción de ladrillos donde funcionaba la administración del establecimiento. De su interior brotaba una leve luz amarilla. Sentí una súbita inquietud, pero Dollenz, adivinando mis pensamientos, dijo que la luz provenía de la pieza que ocupaba el guardia y se dispuso a entrar. Valcarce y yo nos quedamos en las sombras esperando las instrucciones de Dollenz. Fue en ese instante cuando pensé que no siempre las cosas resultan como uno espera, y mis aprehensiones se confirmaron minutos más tarde, cuando al ingresar a la oficina contable vi al guardia tirado en el suelo. Dollenz le había atado las manos tras la espalda y el hombre mostraba en su rostro las amoratadas huellas de unos golpes. Me detuve un instante junto al guardia y observé su respiración entrecortada. Valcarce llegó a mi lado y sonrió como si estuviera observando un espectáculo circense o algo parecido.
-Se ve mal. Parece que el gringo se puso nervioso y se le pasó la mano- comentó Valcarce.
No alcancé a decir nada. El grito de Dollenz llegó desde una sala interior del frigorífico y sin pensarlo dos veces, caminamos a su encuentro. Estaba de pie, junto a una caja fuerte que le llegaba a la altura de la cintura. Cuando nos vio llegar soltó una maldición y dio un suave puntapié a la caja.
-No puedo abrirla -dijo-. El jefe administrativo debió cambiar la combinación.
-Podríamos forzarla -dije.
-¿Con el abrelatas que guardo en mi escritorio? -preguntó Dollenz, irónico-. Necesitamos herramientas y una buena cantidad de tiempo.
-¡El robo se fue a la mierda! -exclamó Valcarce.
-Aún nos queda otra opción -dijo Dollenz-. Llevemos la caja hasta el bote y la trasladamos hasta el escondite previsto. Después, en dos o tres semanas más, vemos la forma de abrirla.
-¿Y cómo la movemos? -preguntó Valcarce-. Debe pesar sus buenos doscientos kilos.
-En el patio hay una carretilla que se usa para el traslado de bultos y cajas pesadas- agregó Dollenz.

Siempre he pensado que fue un milagro que nadie nos descubriera esa noche. Demoramos más de media hora en subir la caja fuerte sobre la carretilla y enseguida la atamos con la soga que Dollenz encontró en las bodegas del frigorífico. Luego, procurando que la caja mantuviera su equilibrio, salimos a la calle y comenzamos a avanzar lentamente hacia el mar que, a cuatro o cinco cuadras de distancia, rugía como una bestia malhumorada. A cada paso que dábamos la caja amenazaba con irse a un costado u otro. Valcarce conducía la carretilla. Dollenz y yo ayudábamos a mantener la caja en su sitio. A una cuadra del muelle, Valcarce metió la carretilla en un bache de la calle y la caja fue a dar encima de una charca. Durante unos segundos estuvimos alertas a los ruidos que podían llegar desde las casas vecinas. Pero, nadie nos escuchó o a nadie llamó la atención las sombras de nuestros cuerpos ni de la caja fuerte que después de un gran esfuerzo conseguimos volver a poner encima de la carretilla. El murmullo de las olas nos alentó a llegar hasta la orilla del mar y luego avanzar hacia el rincón rocoso donde esperaba el bote de Valcarce. No fue fácil, pero al final de una ruda lucha contra los vaivenes del bote, el viento y nuestros temores, logramos subir la caja en la embarcación. Los alrededores estaban oscuros y al mirar hacia el pueblo sólo se reconocían dos o tres luces que emergían del interior de algunas casas.
-¿Y ahora qué?- pregunté.
-¡A navegar! A navegar lo más rápido posible hasta llegar al escondite- respondió Dollenz.
-De noche y contra el viento es una locura- dijo Valcarce.
-¿Tienen otra idea mejor? -preguntó Dollenz y como si su interrogante hubiera sido una orden, los tres subimos al bote.

Dollenz se acomodó al medio de la nave, junto a la caja fuerte. Valcarce lo hizo en la popa para maniobrar el timón del motor, y yo me acurruqué en la proa, sintiendo los golpes del viento en la espalda. Luego, a una orden de Dollenz, Valcarce hizo andar el motor y raudamente comenzamos a alejarnos del pueblo. En medio del mar, rodeado por la noche y el temporal, el bote semejaba una hoja de papel arrojada al cauce rabioso de un río. Una y otra vez enfrentaba las olas, hundía su proa en el agua y volvía a situarse sobre las olas, victorioso hasta el siguiente embate. Al cabo de una hora noté que era poco lo que habíamos logrado avanzar, como si una mano gigantesca nos hubiera mantenido sujetos a la costa. El bote se movía de un lado a otro, Dollenz se abrazaba a la caja y con ello se mantenía intacta la esperanza de terminar con éxito nuestro viaje.
-Es cosa de aguantar unas horas-dijo Valcarce-. La navegación será más fácil cuando amanezca y calme el viento.

Sin embargo, llegó la mañana y el temporal no amainó. En el horizonte sólo veíamos las olas que crecían y avanzaban, indiferentes al precario equilibrio de nuestra embarcación que era barrida por la furia del mar. El frío nos calaba los huesos. El agua se deslizaba por nuestros rostros, y sólo el saber que ya no podíamos volver atrás nos mantenía fiel a un horizonte que no podíamos ver, pero intuíamos al final de cada ola. En algún momento, Valcarce propuso regresar a tierra y Dollenz le dijo que eso no lo haría jamás, porque había salido de Puerto Natales para intentar otra vida y prefería morir entre las olas antes de enfrentar a la gente del pueblo. Valcarce no insistió y durante el resto del día se limitó a guiar la lancha. Al anochecer la situación seguía igual y casi no hablábamos entre nosotros. La sed y el hambre nos reprochaban la improvisación de nuestro plan. Valcarce lucía a cada rato más preocupado y Dollenz parecía ausente, como si sólo su cuerpo fuera dentro de la embarcación y sus pensamientos vagaran en medio de otro paisaje, más cálido y prometedor que el que nos envolvía.
-El maldito temporal no puede ser eterno -gritó Valcarce, y sus palabras llegaron a mi lado como el eco de un reclamo inútil.

Después el mar se cansó de jugar con nosotros y supe que el futuro era una frágil línea sobre el agua. Dollenz encendió un cigarrillo, pero apenas alcanzó a darle una calada antes de que una ráfaga de viento se lo arrebatara de los labios. El gringo maldijo en silencio y se abrazó a la caja fuerte, como si de ella hubiera podido brotar la tibieza que necesitaba para calentar sus huesos. Quise hacerle una pregunta que lo obligara a darme alguna palabra de aliento, pero comprendí que en ese instante el único diálogo posible era con el viento que parecía empeñado en castigarnos por nuestras faltas. Pensé que una vez recibida la parte del botín que me correspondía, viajaría lejos, a un sitio donde los recuerdos se hicieran borrosos. También pensé en la furia del mar y en lo que había dicho Valcarce sobre el corazón del mar. Me reí para mis adentros y me dije que la tormenta que nos asediaba era sólo una cosa de la mala suerte y que pronto, con la llegada del amanecer, los hechos de las últimas horas no me parecerían tan disparatados. Una maldición de Valcarce me sacó de mis pensamientos. Lo vi golpear el motor con una de sus manos y supuse que algo andaba mal. De pronto cesó el ruido del motor y junto con eso tuve la impresión de que el mar acentuaba su ira. Pregunté a Valcarce por lo que sucedía, y mis palabras fueron arrastradas por el viento.

En este punto la memoria me traiciona. Desde mi ventana miro el mar. Recuerdo y miro el mar. Pienso que hay situaciones que son absurdas, como vivir acumulando esperanzas para un momento determinado y que cuando éste llega tiene la fragilidad de un segundo, de una bocanada de humo frente al viento. Pensar en la caja fuerte, en el plan del gringo y en el mar como una gran puerta de escape nos mantuvo ilusionados durante muchas semanas. Dio un sentido a nuestras vidas y nos hizo olvidar que hasta el instante en que Dollenz nos metió la idea en la cabeza no éramos otra cosa que tres borrachines de un pueblo insignificante. Por eso no me importó que el viento se llevara mis palabras y pensé que el botín que transportábamos era nuestra posibilidad de tocar el cielo con las manos. Era preciso mantener la esperanza y confiar en el éxito del plan. Sin embargo, más tarde, cuando la desesperación se confundía con cada ola que nos azotaba, ocurrió lo inesperado. Todo fue tan breve y rápido que aún hoy me sorprendo de que aquello perdure en mis recuerdos. Valcarce se puso de pie y cuando intentaba tomar los remos que yacían en el fondo del bote, perdió equilibrio y su cuerpo fue a dar al mar, acompañado de un grito que fue tragado por la noche. La embarcación se meció peligrosamente. Miré al gringo Dollenz y lo vi estático, aferrado a la caja fuerte, sin saber que hacer. El bote se inclinó hacia un costado y como un animal herido que se resiste a seguir en pie, la caja de fondos se ladeó y lentamente, como si hubiera comprendido que en su interior anidaban nuestros sueños, cayó al mar. La caja flotó unos segundos, los suficientes para que Dollenz la viera alejarse y en un gesto tan inútil como suicida, se lanzara al agua tras de ella. El gringo braceó desesperadamente. Lo vi hundirse en una ola, y enseguida lo perdí de vista para siempre.

Al caer la caja al mar el bote comenzó a moverse de un lado a otro, y en mi desesperación sólo atiné a aferrarme a uno de sus maderos. Sentí venir las olas y como en mi infancia, intenté decir una oración. Una enorme masa de agua se dejó caer sobre el bote y lo último que sentí fue el dolor de mi cabeza al golpearse contra el agua. Después debí perder la conciencia y sólo desperté algunas horas más tarde. El mar se había calmado y mi rostro era picoteado por los rayos del sol. Sin remos, con su motor averiado y sin más carga que mi cuerpo, el bote navegaba al arbitrio de las olas. Quise gritar y no pude. Recosté la cabeza sobre mis brazos y, resignado, me dormí. Tres días más tarde me rescató una lancha de la Armada que andaba en misión de patrullaje. Los marinos me dieron de comer y me condujeron hasta el hospital del pueblo.

Al principio, nadie me relacionó con el robo, pero ciertas palabras que gritaba en mi delirio me delataron. Cuando desperté, junto a mi cama en el hospital, había un policía de guardia. Por él me enteré que el vecindario se había alborotado con la noticia del robo, que el guardia del frigorífico había muerto, y que tal cual lo imaginara el gringo Dollenz, durante varios días se había pensado que los responsables eran algunos de los turistas que visitaban el pueblo. Lo demás hace mucho tiempo que dejó de tener importancia. Los cuerpos de Dollenz y Valcarce nunca fueron encontrados y sobre la caja fuerte extraviada comenzaron a tejerse una serie de leyendas. Que habíamos alcanzado a dejarla en una isla, que nunca la sacamos del pueblo, que unos buzos centolleros la habían rescatado del fondo del mar. Fábulas, simples fábulas que durante algunos meses sirvieron para animar las conversaciones en los bares y las páginas del diario local. La verdad es que confesé mi participación en el robo antes que nadie me apremiara con sus preguntas. El resto, ya lo dije, es mirar el horizonte y pensar que alguna vez soñé tocar el cielo con las manos.



sábado 21 de agosto de 2004

0

¡QUE VIVA LA REINA!

0 comentarios
Natales tuvo reina de lujo: Felicia I

Esta es la vera efigie de la soberana natalina Srta. Felicia Burgos Callallan quien durante su reinado hizo derroche de sana alegría, haciendo vivir gratos momentos a los súbditos de sus encantos.
Felicia I posee los atractivos naturales que la hicieron merecer la corona y el cetro real, tiene 17 años, es amante de los deportes, de preferencia le encanta la equitación, le gusta el baile y con delirio la poesía.
Arribó a Puerto Natales en el mes de Julio del año pasado, después de haber permanecido 5 años en el norte, encontrándose de regreso en su pueblo natal.
Quiere a su país sobre todas las cosas, el que conoce de Arica a Magallanes. Felicia I tiene pololo, se llama R. O., y es un correcto empleado de la Caja Nacional de Ahorros.-

NOTICIAS GRAFICAS, 1947.
0

y uno pensaba que lo había visto todo...

0 comentarios

Piromaníaco de Pecket Harbour escribió al Coronel Perón y le habla de inventos: "El Detector de Ruidos"

El 20 de Diciembre ingresó a la Cárcel de esta ciudad (Punta Arenas) el ciudadano Mateo Marín Bristilo por el delito de haber prendido fuego a una casa de Pecket Harbour. Antes de haber reducido a cenizas el bien raíz, el mencionado joven residía en Miraflores, desde donde enviaba cartas a las autoridades y personas representativas, haciéndoles las más serias sugerencias sobre tópicos de interés universal.

UNA CARTA AL CORONEL PERON

Ahora ha llegado a nuestras manos una carta en la que Marín Bristilo se dirige al Coronel Perón y le da a conocer una serie de inventos de los cuales dice, es autor.
En obsequio a las personas que disponen de tiempo para leer asuntos de interés universal, consignamos a continuación el documento, en algunos de sus acápites:

Río Gallegos, Noviembre de 1944.
Secretario del Trabajo y Previsión Social,
Don Juan Domingo Perón.
BUENOS AIRES.
Excelentísimo Señor Ministro:
Por la presente me tomo la libertad y me permito al mismo tiempo, poner en conocimiento de S. E., por si puede interesarle, que, después de varios ensayos y de dos largos años de experimentos he descubierto una especie de DETECTOR DE RUIDOS, que yo lo llamo, "Aparato Mágico", pues dicho aparato atrae cualquier sonido o ruido, ya sean de aviones, vehículos motorizados, etc.
Todos los experimentos los he llevado a cabo solo y en el estricto secreto, y estimo que este invento una vez perfeccionado por técnicos y patentado puede prestar valiosísimos servicios a la Nación, pues según mis cálculos puede localizar ruidos a la distancia de 85 a 100 kilómetros.
También he descubierto que por medio de un rollo eléctrico en contacto con 25 piezas que no menciono su nombre, y un altoparlante de largo alcance, en contacto en miniatura de atracción, me enciende una luz y toca una campanilla de alarma, con el fono al oído se escucha claramente todo, mientras tanto se encienden automáticamente 25 o más ampolletas pudiéndose localizar maniobras militares, despliegues de tropas a larga distancia, etc. La brújula marca la dirección y la distancia.
No puedo por el momento ser más explícito en detalles, pues todo está calculado en mapas y planos explicativos, cuyos experimentos me han dado excelentes resultados en estos dos años de ensayos científicos en el arme del "Aparato Mágico".
En caso de interesarle a Vuestra Excelencia, puedo hacer los ensayos delante de técnicos y patentar el invento, ya que yo, dado mi falta de medios económicos, no me permiten seguir adelante en los ensayos, y para mayor abundamiento me encuentro cesante.
Y para no hacer esta carta tan larga Excelentísimo Señor, pongo punto final aquí, en la seguridad, dado el fin patriótico que persigo, se servirá Ud. Contestarme a la Gobernación del Territorio, pues, al no ser atendido, me vería obligado por las circunstancias, de vender mi invento a otro país, lo que yo lamentaría más que ningún otro.
Quedo entonces, esperando su pronta respuesta y me suscribo de S. Excelentísima como S. S.
(Fdo): MATEO MARIN BRISTILO.

NOTICIAS GRAFICAS, Punta Arenas 22 de Febrero de 1945.

viernes 20 de agosto de 2004

0

aristóteles españa: recuerdos de la era del chancho

0 comentarios

Regresé del exilio de Buenos Aires en 1989. Quería volver a la Patagonia a pesar de que estaba radicado hace años en Santiago y del lar quedaban sólo las imágenes; los pequeños ecos de la lluvia temprana, la nieve con sus enormes agujeros que sólo traía dolor en las manos y en los poemas de aquel entonces.
Después de permanecer unos días en Punta Arenas, en casa de mi madre, me embarqué en Buses Fernández a Puerto Natales. Quería reencontrarme con ese lugar donde vivieron mis tíos Oscar e Inés; donde escribí mis primeros poemas cuando fui candidato a la Federación de Estudiantes Secundarios de Magallanes en 1972. Tenía grabado en mi memoria la vieja habitación del Hotel El Natalino, lugar de alojamiento, en cuyo bar conversé con Aurelio Rozas, los hermanos Carlos y Oscar Bustamante, Abel Paillamán, dirigentes del Partido Socialista de Ultima Esperanza.
Años adolescentes, de ideales profundos, de poesía sobre todo. Recuerdo haber leído en ese Hotel los poemas de Nazim Hikmet, Evaristo Carriego, Leopoldo Lugones. Escribí poemas sobre la bahía de esa austral ciudad y una larga égloga llena de la atmósfera de Salicio como homenaje a los trabajadores de los frigoríficos y a las luchas sindicales. Lo primero que me impresionó en ese primer viaje fue que Puerto Natales era una reproducción exacta del mundo chilote, donde yo había nacido quince años antes. Sus calles y construcciones eran las mismas, aunque con otros nombres. Era Chonchi, Curaco de Vélez, Quemchi, Castro, reproducidos en sus pequeñas vastedades como decía el poeta Rolando Cárdenas. Y desde aquel entonces siempre estuve ligado a sus quehaceres culturales, políticos, humanos.
Pero volvamos a 1989. Yo preparaba un libro de entrevistas titulado "El sur de la memoria", que daba cuenta de las personas que habían sufrido la represión militar, hombres y mujeres anónimas en muchos casos, pero cuya fuerza debía ser transmitida a las nuevas generaciones. Por aquel entonces estaban de moda las entrevistas a los ministros de Salvador Allende, ex embajadores, empresarios. Mi apuesta fue otra: rescatar a los seres olvidados en el sur del mundo que habían pasado peripecias; que debieron vivir como vecinos de sus torturadores y en muchos casos con parientes que estuvieron en el otro bando.
Al bajar del bus me encaminé a la calle Libertad 200, el hogar del poeta Hugo Vera Miranda, a quien había conocido en Buenos Aires un par de años antes. Nos abrazamos, hicimos recuerdos de Capital Federal, de nuestros hermanos escritores; de inmediato nos dio una sed enorme por lo que nos trasladamos a los lugares más disímiles que un bohemio pueda siquiera imaginar. Restaurantes con nombres de peces, boites con frases en inglés, letreros luminosos, zaguanes donde había que dar brincos para no pisar a los contertulios que dormían la siesta en el piso. Le conté a Hugo de estos proyectos y él ayudó a facilitar contactos desplazándonos en su mítico auto rojo en compañía de despampanantes damiselas vestidas de negro, con escotes cinematográficos, ante la ira de un envidioso escriba local y de bancarios que nos observaban perplejos de sus mesas en los restaurantes de la ciudad. Permanecí una semana sin ver la luz del día. Por las noches ingresábamos con Hugo Vera a los vericuetos citadinos de Natales, mientras el mundo giraba alrededor de un sol que no alcanzábamos a descifrar en esos recónditos parajes. Hice entrevistas, visitamos el bar del viejo hotel "El Natalino", fui a ver mi familia chilota, empezamos a escribir esos relatos - entrevistas, a entender el exilio como una sombra en la memoria; a preparar el regreso a Buenos Aires; y a guardar esos recodos de la ciudad natalina donde más tarde volvería para escribir en el viento.

jueves 19 de agosto de 2004

0

CRUCES EN EL SUR

0 comentarios
Amigos curiosos me han preguntado a menudo con qué motivo fue erigida esa gran cruz, que se levanta en el cerro del mismo nombre, la cual se divisa claramente desde la calle Waldo Seguel, con los brazos abiertos, como bendiciendo a la ciudad. Cuando la conocí, siendo muy niño, era de madera. Después de larga ausencia encontré que había sido reemplazada por una de metal.
La primera cruz, llegué a saber, fue plantada allí en 1882, hace cien años justos por orden del padre Rafael Eyzaguirre, al clausurarse la Misión Predicadora de la colonia de Punta Arenas. En un tiempo fue arrancada de su sitial por manos irrespetuosas de los incrédulos, pero fue repuesta por el padre Mayorino Borgatello y bendecida por el Obispo monseñor Arturo Jara Márquez, como símbolo de un pueblo creyente y próspero.
No es la primera cruz de estas dimensiones que se plantó en cimas australes. Hernando de Magallanes comenzó esta práctica en 1520. Después de haberlo hecho en San Julián, Santa Cruz y en cabo Vírgenes, en la actual Patagonia argentina. Clavó la primera cruz en el Estrecho, al sur de la península de Brunswick, en el puerto de las Sardinas, donde el capellán fray Pedro de Valderrama rezó la primera misa en Chile.
Don Francisco Campos Menéndez, estudioso de la historia y geografía de nuestra región, se ha tomado el trabajo de investigar cuántas cruces cimeras se han plantado en el extremo austral americano y su interesante estudio se ha publicado recientemente en Buenos Aires en un librito.
Recuerda que después del viaje de Magallanes alrededor del mundo, que finalizó Juan Sebastián Elcano, al mando de la nave "Victoria", España envió al Estrecho una nueva expedición, al mando de fray García Jofré de Loaiza, que tuvo desastrosos resultados. La nave de Elcano, la "Sanct Spiritus" naufragó a la entrada del estrecho en 1525. Con maderos del naufragio fue construída una gigantesca cruz, que avistaron durante largos años los navegantes que le sucedieron.
"Durante las expediciones poco fructuosas de Francisco Camargo, -dice don Francisco Campos- protegido del Obispo de Plasencia, y la de Francisco de Ulloa, enviada al Pacífico por Pedro de Valdivia, presumiblemente también se pusieron cruces".
El Gran Adelantado Pedro Sarmiento de Gamboa, en su primer viaje al estrecho, plantó ocho cruces, como la de Ancón Susana, bahía San Gregorio, otra en memoria de su piloto Antón Pablos, en cabo San Antonio de Padua, la actual Punta Arenas, y enarboló cruces también en la ciudad Nombre de Jesús y ciudad del Rey Felipe.
El francés Luis Antonio Bougainville y el español Antonio de Córdova escalaron la Montaña de la Cruz, al sur del estrecho. El cirujano de la goleta "Beagle", Dr. Bione, en 1829, encontró sendos documentos dentro de botellas selladas; el de Córdova es de enero de 1789.
Al finalizar el siglo Monseñor José Fagnano mandó a levantar una cruz en el asilo del Buen Pastor, en cabo Valentín, isla Dawson y otra de esbeltas proporciones en Puerto Harris, en la misma isla. En esa época monseñor Fagnano fundó la misión de Nuestra Señora de la Candelaria, al norte de la desembocadura del Río Grande, en Tierra del Fuego argentina. Aún hoy día se divisa una gran cruz de mármol, sobre un alcor, a espaldas de la misión.
El señor Campos no se olvida de los símbolos cristianos que levantaron los misioneros protestantes, sobre todo los anglicanos del siglo pasado. La primera cruz estuvo en Wulaia, isla Navarino, frente al canal Murray, colocada por el rey Richard Mathews; otra en Puerto Español, cerca del Estrecho Le Maire, levantada por el capitán Allen Gardiner; en Ushuaia, por Thomas Bridges; Tekenika, islas Bayley y Hoste, del archipiélago del Cabo de Hornos, Río Douglas, sudeste de Navarino, por el rey John Williams.

El año 1937 don Carlos Menéndez Behety donó los terrenos de Barranco Amarillo, donde se levantó otra gran cruz, que bendijo el Obispo de la época, monseñor Arturo Jara Márquez, conmemorando el cincuentenario de la llegada de los salesianos.
El explorador Alberto M. De Agostini S.B.D., que escaló las altas cumbres de montañas famosas en la Patagonia Meridional, dejó arriba diminutas cruces, testimonios de fe cristiana, en San Lorenzo, Fitz Roy, Paine, Olivia, Italia y Sarmiento.
En Última Esperanza tienen una gran cruz cimera en la cumbre del Cerro Dorotea, instalada allí hace algunos años, por los padres salesianos y católicos de Puerto Natales.
Francisco Campos destaca la gran cruz que se instaló en la Antártida, en bahía Paraíso, frente a la cual rezó misa en 1955 el Obispo Diocesano monseñor Vladimiro Boric c., acto del cual fui testigo, durante la Novena Expedición Antártica. Recuerdo que mientras por los parlantes se propalaba la música sacra, acudían curiosos los pingüinos, atraídos por la bella melodía.
Finalmente hay que destacar la Cruz del Cabo Froward o la Cruz de los Mares. Se colocó dos veces. La primera el 21 de diciembre de 1913, siendo Gobernador Eclesiástico el padre Luis Salaberry. Pronto la derribaron los temporales. Una década más tarde fue reconstruída en el mismo promontorio, pero de triple tamaño, de cemento armado y sólidos cimientos, a 365 metros sobre el nivel del mar. La nueva se inauguró con motivo del IX Congreso Eucarístico Nacional de 1944. Permaneció erguida más de una década, para admiración de los viajeros, que la utilizaban para situar sus naves.
Hasta que un día no la vieron más. El impetuoso viento magallánico la abatió como a la anterior.
Don Francisco Campos en su monografía sugiere la erección de una tercera cruz.

La Prensa Austral, 29 de abril de 1982.

martes 17 de agosto de 2004

0

DEL TIEMPO DE MI ABUELA

0 comentarios
288.000 dientes atiende un solo profesional en el vecino pueblo de natales

Sigue siendo Natales la estrangulada población de 8.000 habitantes, el paraíso de los problemas especialmente de orden sanitario. Hasta hace poco tiempo, las guaguas tenían que nacer por su cuenta y riesgo porque la única matrona del pueblo se hallaba ausente. No había cirujano, y en tal evento aviones de la FACH volaban de vez en vez bajo el límpido cielo de Ultima Esperanza, para dejar caer en paracaídas a un médico con el bisturí en la mano y pronto a escarbar las vísceras del pacienzudo paciente natalino. El agua es obtenida con procedimientos de la edad media; carece de vitaminas y por tal motivo descascara la dentadura de los natalinos, a la vez que enturbia sus esclerótidas con amarillos mensajes del hígado. El Gobernador, el Alcalde y el Jefe Sanitario se "rompen todo", como el tango, para boicotear estos problemas, pero el maná no cae del cielo en esa sufrida y desdichada población.

LOS 288.000 DIENTES DESAMPARADOS

Paciencia musulmana tiene el Dr. Nuñez, dentista oficial y particular de los natalinos, a los que atiende en la Caja del Seguro, Carabineros o en su casa. Pero tiene dos manos nada más para trajinar las 8.000 bocas natalinas y controlar las 288.000 piezas dentales, de las que pronto no va a quedar ni la dieciseisava parte si no se soluciona esta anormalidad.
En estas circunstancias, el intranquilo Dr. Nuñez tiene que buscar el camino más rápido para despachar a sus pacientes; la extracción, porque si se va a poner a hacer apicaptomías, regularización de los rebordes o alveologingivactomías, no tendría tiempo ni para atender a la mitad de una persona por día. Y el resultado inevitable es que los natalinos antes de llegar a los veinte años de edad tienen que mascar con las encías y mantenerse a leche y papas molidas.

Noticias Gráficas de Magallanes, 1946

domingo 15 de agosto de 2004

0

chiloé en natales

0 comentarios

EL AUSTRAL, Natales, 1º de marzo 1944.

Llegó goleta de Chiloé

Esta mañana fondeó en el puerto la goleta "Otilia" Nº 303, embarcación de 17 toneladas, propiedad del señor Silvestre Bustamante y que zarpó hace sesenta días del puerto de Castro.
La "Otilia" viene capitaneada por el viejo lobo de mar don Leonardo Antipani, quién salió de Natales a buscarla, formando su tripulación con los marineros; Roberto Martinez, Coney Guerrero, Roberto Melechuchún y Jacinto Millalonco.
Al bajar al puerto conversamos con el capitán quién nos manifestó que su viaje duró sesenta días a causa de los fuertes vientos en contra que obstaculizaron su viaje. En varias ocasiones estuvo imposibilitado de navegar, como le ocurrió a la entrada del Golfo de Penas en el pequeño barco y corrieron diversas aventuras en el curso de su ruta por los canales del sur.
La "Otilia" hará ahora el tráfico por los canales dedicada al transporte de ciprés.

El Austral, Natales, 29 de agosto de 1944.

Comentarios

Por C.M.

Hace poco tiempo atrás se dio comienzo en Punta Arenas a una extraña campaña, contraria a la apertura del Istmo de Ofqui. El Intendente de la Provincia, Gobernador Marítimo, Capitanes de Alta Mar y otros, se manifestaron decididos opositores a la terminación de esta obra en la que se llevan invertido varios millones de pesos. Alegaron razones de orden técnico, para oponerse a abrir ese paso que significaría una ruta más corta y segura entre Chiloé y Magallanes. Pese a todo, estas opiniones no convencen a muchos y es así como otro diario ha rebatido tal campaña y se ha mostrado acérrimo a la apertura. En el mismo sentido se ha pronunciado editorialmente "El Mercurio", decano de la prensa chilena.
Nosotros estimamos que la apertura de Ofqui, si no es tan beneficiosa para la provincia de Magallanes, lo será para Aysen, y si técnicos capacitados acordaron iniciar la obra, no estimamos que sea acertado llegar, y porque sí suspenderla. Estamos con los que hacen campaña para nuestro progreso. Y si la apertura del Istmo de Ofqui es garantía de progreso, seguridad y rapidez, que se abra. Al menos si trafican las goletas, tendremos seguridad de que cada mes o mes y medio recibiremos comnicaciones del Norte, y no sucederá lo que en la actualidad, que hace más de dos meses no hemos visto vapor del Norte en el Puerto.

EL AUSTRAL, Natales, Abril 23 de 1946.

El domingo quedó formado el "Centro Hijos de Chiloé"

El domingo 21 de Abril se reunieron en el local de la Cámara de Comercio los señores Galvarino Andrade, Juan Bautista Díaz Low, Cirilo Pérez Miranda, Abraham Bustamante Saldivia, Pedro Andrade, José Miranda Cárcamo, Bruno Bórquez, José del T. Ulloa Muñoz, Antonio Garay Vásquez, Augusto Oyarzún Bórquez, Octavio Díaz
Low, José del Cármen Oyarzo, Juan R. Aguila, Rómulo Alvarez G., José Lindor Aguila, Manuel Contreras, Bernardino Pérez, Juan Ojeda Barría, Paulino Gómez, Tomás Pérez, Luis Bórquez, Antonio Avendaño, José Díaz, Samuel Cárdenas, Alfredo Velásquez, Daniel Aros, Antonio Bórquez Pérez, con el fin de formar en Puerto Natales una institución formada únicamente por personas nacidas en la Provincia de Chiloé.
La directiva que por un primer periodo de administración rejirá los destinos del centro, recayeron los cargos en las siguientes personas:
Presidente, señor Tomás Pérez, Vicepresidente señor Bautista Díaz L., Secretario señor José Ulloa M., pro Secretario señor Augusto Oyarzún Bórquez, Tesorero señor Cirilo Pérez Miranda, pro Tesorero señor Bernardino Pérez, Directores señores Paulino Gómez, Rodolfo Bórquez, Juan Ojeda Barría, Pedro Andrade y Octavio Díaz Low y Secretario de Prensa el señor Augusto Oyarzún Bórquez.
Constituído el Directorio se puso en tabla el punto: nombre de la institución. Después de distintas indicaciones al respecto se acordó por unanimidad que la institución lleve por nombre "Centro Hijos de Chiloé".
Se hace un llamado al público a todos los coterráneos para ingresar al centro, para hacer más factible y efectiva la gran obra de beneficio personal como colectivo que piensan desarrollar desde ésta institución los hijos de Chiloé, que forman más del ochenta por ciento del total de la población del Departamento de Ultima Esperanz

EL AUSTRAL, Puerto Natales, septiembre 13 de 1946

El 18 de septiembre será inaugurado
el Centro "Hijos de Chiloé"

Dirigentes del Centro Cultural "Hijos de Chiloé", de reciente fundación, nos han informado que la institución será oficialmente inaugurada el próximo 18 del presente, como un homenaje a la Independencia Nacional cuyo 136 aniversario se celebrará en dicho día.
Con tal motivo el directorio del Centro "Hijos de Chiloé" ofrecerá en el sitio de la Imprenta "El Austral", frente a la plaza Arturo Prat, un gran curanto al estilo chilote. A este acto que se efectuará a las 17 horas, estarán invitadas las autoridades, socios y caracterizados vecinos.
Entre los naturales del archipiélago reina gran interés por asistir a esta fiesta propia de su tierra, que gracias a la actividad de los dirigentes de la institución, dará mayor colorido a los festejos conmemorativos del aniversario patrio.

EL AUSTRAL, 1 de Agosto de 1950.

Los "Chilotes" formaron su centro
Agrupará a todos los hijos de Chiloé. El centro recientemente formado lo preside don Darío Subiabre.

En los amplios salones de la Sociedad de Socorros Mutuos "Ultima Esperanza" se verificó el sábado 23 de Julio una interesante reunión en la cual participaron gran número de Hijos de Chiloé.
Después de una serie de consideraciones se llegó a la conclusión de que era necesidad ir a la construcción de un centro que albergue en su seno a todos los chilotes de nuestra ciudad.
Muchos oradores argumentaron que gran porcentaje de habitantes de nuestro pueblo eran de Chiloé, por cuyo motivo se imponía la obligación de aglutinar a los hijos de esta tierra en una fuerte organización ,tanto para velar por los intereses de los integrantes de la colectividad cuanto por trabajar por el progreso de la ciudad y de la región como lo han hecho hasta ahora desde las más variadas actividades.
En esta oportunidad se rindió un cálido homenaje a la memoria de los chilotes ilustres que han participado en la vida pública de nuestro país. aBundaron los nombres y los conceptos para dejar establecido la determinante actuación de los descendientes de Chiloé en la vida nacional.
Siendo aproximadamente las 22 horas, los participantes en esta reunión se constituyeron en sesión para formar la directiva provisoria que resultó integrada por las siguientes personas en los cargos que se indican.
Presidente: señor Darío Subiabre
Vicepresidente: señor Ramón Barrientos
Secretario: señor Teófilo Miranda
Tesorero: señor Bernardino Pérez
Directores: señor Ciro Pérez, Arístides Vera, emetrio Pérez y Lisandro González.
Una vez constituída la directiva, se acordó incorporar como socios activos a los señores Carlos Sandoval y Hernán Arce. Por indicación de unsocio se guardó un minuto de silencio como un homenaje a la memoria del que fuera don Ramón Alarcón fallecido en esta ciudad y se estimó necesario enviar a la familia un mensaje de condolencia juntamente con una corona.
Se levantó la sesión a las 12 de la noche, después de haber acordado una sesión de directorio el domingo 30 a las 14 horas.

EL AUSTRAL, 18 de Agosto de 1950.

Nueva reunión celebrará el domingo el Centro "Hijos de Chiloé"

Como lo habíamos anunciado, el domingo último, efectuó una reunión el Centro "Hijos de Chiloé".
En esta ocasión la antigua y actual directiva estudiaron detenidamente las posibilidades de poner en marcha la institución en el más corto tiempo.
Se acordó un plan de acción con miras a conseguir los objetivos que la institución se ha marcado.
Se estimó necesario llamar a los socios a una asamblea general el domingo próximo a las 10 horas con el objeto de elegir la directiva definitiva y de estudiar un programa de celebración de las fiestas patrias. A esta asamblea asistirán delegaciones de las estancias Castillo y Guido donde hay un crecido número de chilotes.
En la actualidad el Centro "Hijos de Chiloé" cuenta con varios cientos de socios y se estima que todos los descendientes de esa tierra se agruparán alrededor de su centro, pues, se han recibido numerosas adhesiones verbalmente y por escrito.

EL AUSTRAL, 22 de Septiembre de 1950.

La comida de los Hijos de Chiloé

Adhiriéndose a las festividades patrias, el Centro Cultural "Hijos de Chiloé" ofreció una comida de camaradería en el local de la Cámara de Comercio, el día 18 de septiembre, concurriendo más de un centenar de personas.
Durante el transcurso de la comida hablaron el presidente del centro, señor Ramón Barrientos, el secretario señor Teófilo Miranda, los señores Arístides Vera, Francisco Mansilla, Zoilo Alvarez, el Alcalde señor Castro y el mayor señor Zavala.
Todos los oradores reconocieron el alto porcentaje de hijos de la provincia de Chiloé que alberga nuestro pueblo, quienes al radicarse en ésta han contribuído al engrandecimiento y progreso de esta apartado rincón de la patria, que cobijados ahora en un centro cultural, constituirá, sin duda alguna, en una de las más poderosas instituciones locales.
Terminaron rindiendo homenaje a aquellos hombres que por ser Hijos de Chiloé dieron gloria y prestigio al país en el campo intelectual, político, en el comercio y la banca.
Finalizó esta simpática reunión de camaradería con un animado baile que se caracterizó por las costumbres chilotas que añoraban otros tiempos.

EL AUSTRAL, 21 DE NOVIEMBRE DE 1950.

Centro cultural "Hijos de Chiloé"

La directiva de este centro nos pide poner en conocimiento de sus numerosos asociados y simpatizantes que ultimamente se han estado realizando activas gestiones para encarar económicamente el propósito de todos: tener un local propio. Entre las muchas medidas que se han tomado en este sentido existe el acuerdo de ralizar un beneficio consistente en un asado al palo y bailes los días sábado 2 y domingo 3 de diciembre en los salones de la Sociedad de Socorros Mutuos "Ultima Esperanza". Las entradas estarán a disposición de las personas que la soliciten en la administración de dicha sociedad.
La directiva del entro "Hijos de Chiloé" recomienda la asistencia de sus socios como una obligación, ya que la aspiración de una casa propia para los chilotes debe convertirse lo antes posible en una hermosa realidad.

EL AUSTRAL, 28 DE NOVIEMBRE DE 1950.

Un llamado a los chilotes

Coterráneos, el sábado y domingo de la presente semana habrá en los amplios salones de la Sociedad de Socorros Mutuos "Ultima Esperanza", un acto de beneficio para acumular fondos con el objeto de adquirir nuestra casa.
Esta vieja aspiración de los chilotes residentes en esta región, debe convertirse en una realidad lo antes posible.
Coterráneos nuestra divisa es "casa propia para el Centro Hijos de Chiloé". No hay que olvidar que cualquier aporte es valioso y que el esfuerzo de todos coronará el éxito de nuestra empresa.

Recopilación de Jorge Díaz Bustamante

sábado 14 de agosto de 2004

0

Juan Pablo Riveros: El frío no es otra cosa que el silencio de Dios

0 comentarios
Por Alejandra Zúñiga Sepúlveda

Aunque el currículum de Juan Pablo Riveros dice que es economista, al presentarse se define, ante todo como poeta. En las manos sostiene orgullosa la cuidada edición de su tercera obra: "El Libro del Frío", que toma como punto de partida el diario del almirante Richard E. Byrd, "Alone".
Riveros nació en Punta Arenas en 1945. Su niñez transcurrió en isla Picton, de donde evoca su primer contacto con la nieve y la naturaleza: "tenía tres años, e iba a caballo con mi madre a visitar a unos amigos. Yo estaba cubierto con una manta… de pronto me asomé y vi el paisaje nevado, un árbol y un zorro. Ahí tuve el primer choque con la hermosura vasta e imponente de la naturaleza".
Según su autor, "El Libro del Frío" se instala en las desolaciones implacables de la antártica y cuenta las etapas del solitario viaje de Byrd. Aclara que "lo que hice con el libro de Byrd fue un trabajo de destilación, de alambiques, completando informes que él no tuvo tiempo de terminar, recurriendo al privilegio de haber sido algo a sí como un copo de hielo en algún lugar siempre oculto de su refugio. Me entumí con su frío, y con el mío, me deleité con sus comidas, me maravillé con su música, me ensimismé con un universo espantosamente hermoso".

Explorando el frío

Tras su infancia en isla Picton, cursó sus estudios en el Liceo San José de Punta Arenas. Luego de estudiar en la Universidad de Concepción, volvió a la ciudad entre 1978 y 1980. Se había separado de su primera esposa y pasaba por una experiencia muy profunda, de búsqueda y reflexión.
De esos años, recuerda un invierno extremadamente frío y en el que nevó mucho "yo leía mucho a Rimbaud y a raíz de eso nació mi primer libro "Nimia", poemas en prosa. Un día en la Biblioteca Municipal pedí un libro sobre la nieve y me encontré con "Alone" del explorador norteamericano Richard E. Byrd, en que relata su experiencia en la noche polar de 1934". Riveros explica que " contrató mucha gente y llevó 600 toneladas de víveres e implementos. Su idea era probar que las leyes que rigen el clima del planeta se definen en la Antártica. Instaló un campamento, "Little América", y luego de meditar quién era el elegido para partir a una base aislada a 200 kilómetros, donde se harían las mediciones, decidió que iría él mismo".
Si bien en 1980 Riveros se encontró con "Alone" por primera vez, noi terminaría de leerlo hasta 1984, cuando lo compró en un puesto de libros en la calle. En ese entonces escribía "La Tierra sin Fuegos", su segundo libro, canto épico que habla de la extinción de los yámanas, selknam y onas.

En memoria de Remigio Sapunar Marín

Tras su estada en Punta Arenas, Riveros se trasladó a Concepción donde instaló una librería en la que trabajó durante ocho años, renegando de su profesión de economista. En 1988 nacen los primeros borradores del "Libro del Frío", ese mismo año cerró la librería y se trasladó a Arica, para reinsertarse en el mundo académico a través de la Universidad de Tarapacá. Sobre su experiencia en el norte del país, declara que "Arica es donde peor lo he pasado en toda mi vida. La gente es fría, impersonal y envidiosa, por lo menos en el ambiente donde me moví. Lo bueno fue que me puse a escribir fuertemente y conocí a Remigio Sapunar Marín, a quien está dedicado este libro, que es el primer poemario que se ha escrito sobre la Antártida".
La personalidad de Sapunar, también magallánico, impactó fuertemente en Juan Pablo Riveros. "Fue un gran hombre, un tipo como pocos, de profunda vocación de médico, de los que pensaba en todo menos en cobrar la cuenta. El me incentivó a estudiar un doctorado a la Universidad de Chile. Murió de un infarto fulminante en 1993. Realizó una importante labor en beneficio de los más necesitados. Hoy en Arica un Consultorio de Salud lleva su nombre. Siento que al publicar este libro, de alguna manera, cumplí con él", añade.
Riveros define su obra como "poesía trascendente" y se declara "muy conocido en ciertos ambientes y desconocido en el pavoneo literario nacional. No estoy en la vitrina y no quiero estar. Hace poco fui a un encuentro literario den Valdivia, y se me acercó mucha gente porque creían que había muerto. Incluso una alemana me agradeció haber escrito "La Tierra sin Fuegos", y me contó que lo está traduciendo.
-¿Qué influencias reconoce en su obra?
-"Pertenezco a la línea de César Vallejo, poeta peruano. Algunos dicen que este libro sigue la tendencia de Vicente Huidobro, por la luminosidad y el vuelo. Objetivamente, este libro es una gran volada, diametralmente opuesto a "La Tierra sin Fuegos".
-¿Qué simboliza el frío?
-"Incomunicación, soledad, olvido, frío espiritual que genera el hombre. En este caso, el frío no es otra cosa que el silencio de Dios".
-¿A quién está dirigido el libro?
-"Como dice Teillier, uno le escribe a sus amigos, que son como cuatro o cinco. Si otras personas lo leen y sintonizan, macanudo".
-¿Irá a Punta Arenas a presentarlo?
-"Si me invitan, feliz. Piense que acá uno no sólo tiene que investigar, escribir el libro y editarlo, sino además publicarlo. Lo que sí puedo decir es que estará pronto en las librerías de allá".
Juan Pablo Riveros tiene cuatro hijos y un nieto que lleva su nombre pero no conoce, porque vive en Puerto Natales. Trabaja como profesor del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile y confiesa que muy seguido, vuelve en sueños a la isla Picton.


1

Una raza se extingue en los Canales del Sur

1 comentarios

CUANDO los vapores de las líneas de navegación de Magallanes al Norte viajan por los canales Sarmiento, Inocentes, Wide y Messier, hasta salir al Golfo de Penas, frente a las islas de Guayaneco, entre el paralelo 48 y el 53 de latitud Sur, se encuentran a menudo con los últimos representantes de las tribus de alacalufes. Son indios que vagan en canoas, pequeños de estatura, tienen ojos oblícuos y facciones mongólicas, pómulos salientes y dientes fuertes y marfileños. Es difícil encontrar ancianos entre ellos, porque no llegan a una edad avanzada.
Cuando Juan de Ladrillero, el célebre piloto español, fue a tomar posesión del Estrecho de Magallanes en nombre del Rey de España (1557), se encontró con estos indios, y en los relatos de su viaje hizo escuetas descripciones de los aborígenes. En un estudio etnográfico que realizó, los clasificó en cuatro tipos: alikhoolip, pecheray, huemul y chonos. Convivió con ellos y estudió a fondo sus costumbres y dialecto.
El orígen etnológico del nombre no se ha esclarecido con exactitud. Fitz Roy, el célebre navegante inglés que realizó estudios hidrográficos en los canales del sur chileno (1826-36), los llamó alikhoolip, que proviene de una palabra pronunciada a menudo por ellos y que sería la invocación de una divinidad. Sin embargo, sabemos que estos indios no tendrían ideas religiosas y damos más crédito a la otra suposición, que dice que la etimología proviene del dialecto alacalufe: aliculip, que significa "indios en canoa".
Los alikhoolip y huemul están totalmente extinguidos. Sólo quedan algunos individuos de los pecheray y chonos, a los que se denomina alacalufes. Según estudios realizados por el explorador De Agostini, tienen éstos los mismos caracteres étnicos y el mismo dialecto con breves diferencias.
Los indios alacalufes han dado motivo de preocupación a muchos etnógrafos, por cuanto les es imposible aseverar de donde proviene esta raza. Sus facciones mongólicas hace suponer esta ascendencia, pero no se explica cómo hayan llegado a esta parte austral del continente. Además, son atrasadísimos y al contrario de otras tribus indias, no tienen idea religiosa alguna.
Una gran intuición los guía por los canales y las islas que conocen profundamente. Sus observaciones meteorológicas son casi siempre exactas, y adivinan con mucha anticipación el tiempo. Son hábiles marinos traficando en sus débiles canoas primitivas por la peligrosa región de los canales. Para contar se valen de escasos números. Pero tienen idea de orientación. Tal es así que designan los vientos con los nombres de los cuatro puntos cardinales, o sea: acúlator, viento Norte; aculahia, viento Sur; sectíser, viento Este, y acatícser viento Oeste.
Los alacalufes se alimentan con choros, carne de ballenas que llegan a morir a las playas y pájaros que cazan con gran habilidad. Como no disponen de medios es difícil que pesquen. Las últimas tribus viven en contacto con los civilizados. Los cazadores de nutrias le dan armas y municiones como así mismo víveres, a cambio de las pieles, lo que da motivo a una inícua explotación.
Los tripulantes de los vapores, a menudo les dan ropa y provisiones. Por eso, los barcos siempre los sorprenden en las rutas de los canales, donde ellos los esperan. La vista del buque es saludada a gritos: ¡imássi!, como ellos llaman al vapor.
Los últimos descendientes de las tribus alacalufes se extinguen entre el laberinto de los canales australes.
Nosotros los hemos visto abordo, miserables en sus canoas; las mujeres harapientas con sus hijos desnudos. Sin embargo, ríen las indias mientras los críos lloran. Es el llanto de una raza que se va extinguiendo entre los bosques y las islas autrales. Porque hace tres siglos los alacalufes eran siete mil y hoy son apenas 130 seres infelices que en el laberinto inextricable siguen viviendo su existencia nómade, aventurera y primitiva

Osvaldo Wegmann

viernes 13 de agosto de 2004

3

BARCOS HUNDIDOS

3 comentarios

Tengo un amigo hombre rana, con quien suelo conversar sobre las maravillas del mundo submarino. El me cuenta sus experiencias con el maestro Francisco Ayarza, quien le está enseñando a un grupo de jóvenes los secretos de esta apasionante práctica, que tiene sus bemoles. El nadador que se lance a las profundidades, sin los conocimientos precisos, corre evidentes riesgos. Pero quien haya asimilado las lecciones y haya pasado las difíciles pruebas, puede descender a grandes profundidades, con las debidas precauciones, y recorrer los enormes espacios submarinos, en busca de la emoción de lo desconocido. A veces siento deseos de imitarlos, pero mi edad y el estado de mi salud me han hecho prudente. Prefiero conformarme con bucear bajo las aguas tibias de la piscina del Club "Almirante Señoret".
Mi amigo hombre-rana me sorprendió en días pasados con una noticia y con un obsequio. Me contó que acompañó a Francisco Ayarza y sus boys a una excursión a San Isidro, a buscar los restos naúfragos del vapor "Cordillera", varado en unas restingas el 20 de septiembre de 1884, o sea hace 98 años. Lo curioso es que dieron pronto con los restos de la nave, que se había desplazado algo al sur, hacia bahía Aguila y pudieron revisar el casco, seriamente afectado por la acción del tiempo. Mi amigo extrajo una extraña botella, que encontró tendida en la arena del fondo. La parte inferior estaba intacta y la superior cubierta por una materia dura, blanquizca, como la de una concha de cholga. La botella ocupa ahora un sitio en mi biblioteca, junto a otras curiosidades, traídas desde mares distintos y lejanos, ya sea del Antártico, de Ceylán, del Caribe, de Del Norte.
Francisco Vidal Gormaz en su libro sobre "Naufragios en las costas de Chile", habla del "Cordillera" y dice:
"Vapor de la Compañía Inglesa de Navegación por Vapor por el Pacífico (P.S.N.C.) procedente de Liverpool y destino a Valparaíso con pasajeros y un cargamento surtido, su capitán Mr. F.L. Gruchy. Este buque hizo su viaje sin novedad hasta Punta Arenas de Magallanes, de donde salió a las 7 h. 30 m. Del día 20 de septiembre de 1884, para encallar cuatro horas más tarde en la restinga que destaca el cabo San Isidro.
El "Cordillera" varó de firme para no flotar más: pero salvaron los pasajeros y tripulantes y asimismo la carga. De los pasajeros, unos se dirigieron a Valparaíso en el vapor alemán "Uarda" y el resto a Punta Arenas por el "Neko" de la Compañía Kosmos.
"La causa del siniestro tuvo por origen un rumbo muy cerrado, dado al "Cordillera", y tal vez la acción de la corriente y un exceso de confianza del capitán Gruchy.
"No nos ha sido posible consultar el juicio sobre las causas emitidas por la Corte Naval Inglesa, con motivo de este naufragio".
Don Francisco Vidal Gormaz tuvo la paciencia y constancia necesarias para reunir en un volumen de 899 páginas, la descripción de todos los naufragios ocurridos en las costas de Chile desde 1520 hasta 1900. Comienza con la pérdida de la nao "Santiago", de la expedición de Hrenando de Magallanes, hundida frente al río Santa Cruz, hoy día Argentina, basado posiblemente en que en la época colonial toda la Patagonia dependía del gobierno de Chile. Esta situación quedó aclarada en 1881, con un tratado de límites, cuyo texto es bueno que se conozca bien a ambos lados de la frontera.
El segundo buque, que naufragó en mar chileno actual, fue el "Sancti Spiritus", de la expedició de García Jofré de Loaiza, en 1526, al mando de Juan Sebastián Elcano. Se ahogaron nueve hombres, salvándose el resto de la tripulación, que fue rescatada por las naves que la acompañaban.
Pero esta es una historia muy larga

Osvaldo Wegmann

La Prensa Austral, 3 de febrero de 1983
0

curiosidades de la patagonia

0 comentarios


Los indios de Tierra del Fuego usaban anzuelos de piedras para la pesca

En las islas más australes habían lavaderos de platino

Cuando un campesino se pierde en la pampa, generalmente se orienta por la dirección que tienen los pastos a causa del viento reinante

Para efectuar la castración de los corderitos en algunas estancias, lo hacían los trabajadores utilizando los dientes

En la Patagonia, durante el verano, está claro hasta las once de la noche

Todos los carbones de la región datan de la época terciaria

Los vacunos son miedosos de la nieve

Los ovejeros que sienten balar un "chulengo" (guanaquito) esperan una desgracia

Los cazadores de liebres prefieren las noches oscuras y con vientos; así las encandilan mejor y no sienten tan fácilmente los ruidos

Las ovejas pueden vivir más de un mes bajo la nieve. Se comen la lana unas a otras. Para encontrarlas es fácil, porque el calor de los cuerpos abre hoyos en la escarcha

Los arreadores de los piños, cuando tienen que dormir a campo abierto, jamás lo hacen dando los pies al viento

En Tierra del Fuego hay un lugar denominado El Páramo, donde antiguamente los mineros sacaban el oro por kilos

Los coruros, pequeños roedores del campo, al hacer sus cuevas producen un ruido semejante al golpear dos maderos entre sí

jueves 12 de agosto de 2004

0

POEMAS DE PAVEL OYARZUN

0 comentarios
Rimbaud

No hay descanso para el insigne en la búsqueda frenética:
el oro del Sol.

Arden las arenas de África al paso de este hombre.
Fe y blasfemia al mismo tiempo,
y casi no hay tiempo,
ni agua,
ni piernas para la marcha ( la pierna derecha en ruinas:
espantad las moscas;
el zumbido de la muerte).
Dios se ahoga en su boca: escupe sangre.

No hay descanso. Va tras el oro del Sol,
para apagar su sed de luz,
poseído por la santa fiebre,
bajo terribles dolores,
alucinado

- El horizonte que le divide los ojos en dos hemisferios
es una marca de nacimiento-

No hay paz para su alma, con los pies en la tierra,
o arrojado al piélago que llama desde lejos,
en los arrecifes - voz hundida de arenales -
acantilados,
piedras y ultratumba.

Partir es delirio; llegar es abismo.
Dos caras de la moneda. De todas las monedas del aire
- oxígeno arduo para el que avanza en el yermo-

No hay destino digno, y por lo tanto verídico
sobre la faz del día.

No hay dónde quedarse en este mundo
sin entregar el corazón a la parálisis.


Sólo queda el camino,
caminar.

Quietud es lepra.

La ruta de este hombre es temible.
Es trabajo de bestias en la cantera del tiempo.
Es guerra a cuchillo con el presente.

Entonces,
movimiento perpetuo.
La marcha y el insomnio.
Arder en la realidad del cielo.

- Emprendió viaje en dirección del Sol, como Icaro,
pero no ha caído-




Los pasos ciegos

En memoria de César Vallejo.

Caminar con pena durante horas,
tragando mucho aire envilecido y doliente
al mismo tiempo.

Caminar con rumbo ciego.

Caminar y caminar durante horas enteras,
con una pena de médula y de osamenta.
Dar miles de pasos tristes en el paseo.
Caminar por inercia.
Caminar en círculos.
Caminar en línea recta.
Volver sobre los pasos.

Salir a las bocacalles.
Entrar a los bandejones.
Detenerse en las esquinas.
Girar sobre los talones entristecidos.
Seguir la marcha hasta el cansancio.

Caminar para matar el tiempo del llanto.
Caminar ensombrecido hasta los huesos.
Caminar de rumiante y de siniestro.
Caminar de luto y de asesino.

Caminar,
Caminar con pena durante horas,
en solitario,
sin Dios ni ley.



Esenín

En las inmensas llanuras de Rusia,
La aldea de Constantinovo podría no haber existido.
Ser un punto imaginario realmente.
O la sombra de un caballo muerto sobre la nieve.
Un abismo de hielo.
Una alucinación en la ventisca.
Un espejismo labrado por el dolor los mujiks.

Pero allí nació Esenín. Serguei Esenín.
Allí la crianza única de su canto de soberano granuja
en los
trigales.
Todas las aguas del río Oka pasaron por el cauce de sus ojos.
Todas las canciones de su pueblo
dieron frutos en el árbol de su boca.
Todo el licor de la "Rus" maduró en la copa de sus manos.
Allí creció su corazón de ave migratoria.

Un día dejó su aldea
( dejó al niño que fue, mirando tras el ventanuco rústico
de
la isba).
Marchó a las temibles ciudades.
Anduvo entre muros.
En calles lisa y llanamente tristes.
Hizo rodar la manzana de su infancia
a los pies de las multitudes,
bajo el alumbrado público,
Cruzó la noche de orilla a orilla.
Probó mujeres y vinos: apagó la sed de otro tiempo
Allí, entre la muchedumbre, habló del reino de la infancia.
La secreta canción del viento en las espigas:
El lento paso del día aguas abajo;
los abedules, los espíritus del pantano, los animales.

Marchó con el pueblo. Se envolvió en las consignas
a todo pulmón,
en las horas de la revuelta: había señales en las alturas,
y en plena calle. El mar de los hombres:
La revolución.
El asalto al cielo por un instante.

- El más amado de los poetas bajo el sol de Rusia -

De una ciudad a otra, sin embargo,
Esenín bajaba los ojos de mujik sin tierra,
ante las avenidas y callejones a la vista
-a años luz del niño pescando en el río-

Y fue un desalmado de sí mismo.
Un nudo ciego para su vida.
Caía como fruto amargo en Moscú,
San Petersburgo, Berlín, París, Nueva York,
Leningrado
( caían las hojas en el árbol de la memoria).

Dio con su propia sangre, finalmente,
en un cuarto de hotel

Despedida de este mundo y saludo,
con el sombrero en alto, al mismo tiempo.
Abrazó a la muerte como a una muchacha en un baile.

Lo espera el camino a Constantinovo desde entonces




0

Ramón Díaz Eterovic: LOS DIAS CONTADOS

0 comentarios

-¡Ya es hora de matar a Osorio! - sentenció tío Arnoldo, dejando sobre la mesa la navaja de cacha ahuesada que portaba como amuleto a considerar a momento de tentar fortuna o meditar una decisión importante. La familia se encontraba reunida en el comedor esperando a que mi madre sirviera los ñoquis que preparaba los domingos. Sus ñoquis con salsa de tomates y ciruelas eran una suerte de rito familiar que ella iniciaba a primera hora de la mañana, cuando después del desayuno y de dar de comer a los perros se ponía a mondar las papas cosechadas con anticipación en la huerta familiar. Después, mientras mi padre y tío Arnoldo oían su programa favorito de música mexicana, ponía las papas a cocer hasta que estimaba que estaban blandas y las convertía en un cremoso puré que mezclaba con harina, media docena de huevos y sal. En ese punto de la preparación solía llamar a mis hermanas para que le ayudara a moldear los ñoquis que, una vez embadurnados de harina, iban a dar al ollón donde hervía el agua mezclado con algunas gotas de aceite. Los ñoquis de mi madre eran un rito y la mesa de los domingos el momento en que se conversaba de bodas y bautizos, compras de animales y de los escasos éxitos escolares de los hijos.
-¡Ya es hora de matar a Osorio! -insistió mi tío y noté que su rostro adquiría un tono púrpura, como si hablar en voz alta le hubiera provocado un esfuerzo desmedido. Tío Arnoldo era alto y gordo, usaba patillas unidas a sus mostachos negros y al costado derecho de la cara tenía una cicatriz que nunca dejaba de atemorizarme. El tío contaba que la cicatriz era producto de una riña en la isla Tierra del Fuego, a donde había ido a trabajar en su juventud, como ayudante de esquilador en las faenas que cada verano atraía a muchos hombres hacia las estancias patagónicas. Por el honor de una mujer, aclaraba cuando alguien le pedía recordar el incidente, y enseguida, con su vozarrón de barítono recitaba unos versos de Evaristo Carriego con los que sin duda se identificaba: "El barrio le admira, Cultor del coraje, conquistó, a la larga, renombre de osado". Mi padre, al que nunca hizo gracia que su hermana regalona se casara con un mastodonte de pocas luces, sonreía al escucharlo y entre broma y broma, reducía la hazaña a una riña de curados irrelevante y sin el honor de ninguna mujer en juego.
-¿No podríamos esperar un poco más? -preguntó mi padre, más por contradecir a mi tío que por convencimiento en sus palabras. El tío Arnoldo hizo una mueca despectiva y mi padre me miró de reojo. Sabía que el asunto me inquietaba y que era preferible tratarlo en otro momento, lejos de mis oídos y de mis sentimientos.
-Hemos cambiado de fecha en dos oportunidades. ¿Qué le pasa cuñado? -preguntó el tío Arnoldo-. ¿Perdió las agallas?
-Solo aguardo a que llegue una fecha significativa.
-Su madre, que además es mi santa suegra, cumple noventa años. ¿No le parece una fecha adecuada?
-Había pensado comprar cholgas, tacas, castradina y un trozo de cerdo -retrucó mi padre, sin despegar la vista de mi rostro-. A mi viejita le gustaría comer un curanto, con sus correspondientes milcaos y chapaleles. No olvide que es chilota.
-Dudo que la señora se fije en detalles. Cumplir noventa años es una gracia que no la hace cualquiera.
-Tiene razón, cuñado. Nos estamos ahogando en un vaso de agua -concedió mi padre al ver que mi madre se acercaba con la primera fuente de ñoquis.
-Lucen como perlas, hermana -comentó tío Arnoldo a mi madre, acomodando su plato sobre la mesa, junto al pocillo de queso rallado y la panera.

2
-Cuesta reconocerlo, pero respecto a Osorio tu tío tiene razón. Hay ciertas cosas a las que no se les puede quitar el bulto -dijo mi padre, mientras encendía uno de sus apestosos cigarros de tabaco negro que compraba en la tienda del griego Vretakos y que mi madre le permitía fumar los días domingo para acompañar la copa de aguardiente que bebía después del almuerzo.
-Cuando mataron a Galindo dijiste que esa sería la última vez. Que ya no estabas en edad para tanto esfuerzo y que la sangre tiene un límite.
-Es cierto que dije eso, pero uno propone y Dios dispone -exclamó mi padre y luego de beber un sorbo de licor, agregó-: Cuando seas grande entenderás lo que te digo.
-Estoy harto con todas las cosas que deberé entender cuando grande -grité-. Tal vez entonces sepa porqué no puedo portar una navaja como el tío Arnoldo o leer las revistas de monas piluchas que él guarda en su velador.
-A tus mayores no se les levanta la voz -retrucó mi padre, al tiempo que mordisqueaba su cigarro.
-¡Qué genio! El pibe salió alegador. Va para abogado o político chamullero -comentó tío Arnoldo, esbozando una sonrisa que amplió hacia los costados su mostacho.
-¿Por qué no podemos ser como las demás familias? -pregunté en voz baja.
-Todos los vecinos del barrio mantienen la misma tradición.
-No todos -insistí-. Los Pérez recurren a la carnicería del barrio y los Velarde van a un restaurante.
-Son familias de recursos y pueden darse algunos gustos.
-Es sólo una vez al año.
-Basta -bramó mi padre-. No voy a perder mi tiempo discutiendo con un chiquilín de diez años. Hay tradiciones familiares que no pueden pasar por alto.
-Once. El próximo mes cumplo once años.
-El próximo mes. Hasta entonces, solo tienes diez. Ahora, anda a buscar los naipes. Tu tío Arnoldo y yo vamos a jugar una partida de truco.
Por unos segundos hice oídos sordos a las palabras de mi padre y me mantuve en mi lugar, inmóvil como cuando jugaba a las estatuas con mis hermanas y resistía, imperturbablemente serio, a sus morisquetas.
-Me parece que te di una orden -insitió mi padre, a punto de perder la paciencia.
-Recuerda que Osorio y el niño son amigos -terció mi madre que hasta entonces había seguido en silencio la conversación-: Osorio lo recibe al regreso del colegio y juegan en el patio cuando hace buen día.
-Todos en nuestra familia conocemos el destino de Osorio -respondió mi padre, alzando la voz con autoridad.
-Sí, pero no olvides que Osorio llegó a esta casa después de lo ocurrido al niño Andrés.
La mención del niño Andrés puso una larga pausa de silencio en el comedor familiar. Andrés iba a ser mi hermano menor, pero por esas cosas que a mi edad aún no entendía había muerto a las horas de nacer dejando su nombre como un referente cada vez más difuso en la vida de nuestra familia.
-Trae los naipes -ordenó mi padre, mirándome a los ojos. También él se había puesto triste. Me puse de pie y fui a buscar los naipes que mi padre guardaba en la alacena de la cocina, junto al paquete de yerba mate y el gotario que usaba para aceitar su escopeta.
-Osorio tiene los días contados -oí decir a mi tío Arnoldo, antes de abandonar la habitación. En ese momento quise ser Sandokan y partir a mi tío en dos con su cimitarra justiciera.

3
Lo mataron un día de sol radiante. Desde la ventana de la cocina observé los preparativos del tío Arnoldo y mi padre. Ambos parecían vestidos para una ocasión especial. Pantalones de diablo fuerte, camisa blanca, chaleco negro sin mangas, cuchillos anidados a un costado del cinturón. Bebieron una copa de vino tinto y luego caminaron hacia la salida del patio, cabizbajos, concentrados en los pormenores de la ceremonia sangrienta a la que se sentían obligados. Pensé en seguir sus pasos pero me arrepentí de inmediato. Decidí huir y sin pensarlo dos veces, tomé mi honda y salí corriendo en dirección a la playa, distante a cinco o seis cuadras de la casa. El mar estaba calmo y a lo lejos se divisaban las siluetas de tres barcos que surcaban el Estrecho de Magallanes. Por un instante me imaginé embarcado en uno de ellos, alejándome de la costa y mis padres. Pasé gran parte de la mañana sentado sobre un montículo de arena, observando el ir y venir de las olas, creyendo ver el silencioso rostro de Osorio entre las nubes. Después me entretuve tirando piedras al agua mientras pensaba en esas cosas misteriosas que según mi padre entendería en el futuro. Pensé entonces que lo peor de la muerte no era que uno se fuera a un lugar oscuro como tanto temía mi abuela, sino quedarse solo, sin ver más a la gente que uno amaba.
Estaba decidido a huir de la casa pero no sabía a ciencia cierta que camino tomar. No conocía a nadie más allá de mi pueblo y en los bolsillos portaba dos o tres monedas miserables que a lo más podían servir para comprar una marraqueta o un cucurucho de turrón. Recordé a Osorio y pensé que a esa hora su suerte estaba echada. Su sangre mancharía el suelo del galpón donde mi padre y el tío Arnoldo le habrían hecho la encerrona. Decidí que no derramaría ni una lágrima cuando ellos murieran. Tampoco el día que la abuela dejara de tener miedo.
Seguí sentado sobre la arena hasta que divisé a la pandilla del basural. Eran cinco muchachos de aspecto sucio que empleaban sus días en recorrer el sector de la playa donde llegaban a dar gran parte de los deshechos del pueblo. De la mañana a la tarde recogían botellas, cartones, zapatos viejos, cualquier cosa que pudiera tener algún valor. Mi padre no me dejaba juntarme con ellos, pero igual a veces me sumaba a sus correrías y les ayudaba en la recolección. Decidí castigar a mi padre y corrí al encuentro de los muchachos. Durante un par de horas reunimos una gran ruma de botellas vacías y luego de encontrar cuatro viejos neumáticos de auto decidimos amarrar unas tablas a ellos y hacer una balsa que nos llevara lejos de la playa. A la hora de probar la embarcación me ofrecí de voluntario. Fui el primero en subirme a la balsa y el primero en hundirme hasta el cuello, mientras mis compañeros de aventuras permanecían en la playa, como alegres espectadores de una comedia de equivocaciones. A duras penas logré alcanzar la orilla. La arena se pegó a mis ropas mojadas y al igual que un pollo recién salido del cascarón quedé en medio de la pandilla. Tuve ganas de salir corriendo y regresar a mi casa. Tenía frío y al poco rato comenzaron a cansarme las burlas. Sin embargo mi aspecto no estaba para aparecer por la casa, como si nada hubiera pasado. Decidí esperar a que secaran mis ropas y los muchachos, apiadados de mi mala suerte, optaron por recoger ramas secas y encender una fogata que nos iluminó hasta que las primeras sombras de la noche se recostaron sobre las olas en calma. Después me dejaron solo, y sin ánimo para dormir al amparo de algún matorral, emprendí el regreso a mi hogar. Mis ropas estaban fétidas y a medida que me aproximaba a la casa fui preparando el ánimo para recibir el reto de mis padres. Pensé que el fruto de la venganza era pobre, y un poco por mí mismo y otro poco por Osorio, solté unos lagrimones.
Mi padre y tío Arnoldo bebían una botella de vino en un rincón del patio. Parecían agotados y a la luz de la lámpara a parafina que los iluminaba, creí reconocer en sus botas algunas gruesas gotas de sangre. Pregunté a mi madre por Osorio y ella miró hacia el cielo, como si en ese momento mi amigo pudiera estar colgando de alguna estrella.
-¡Jesús, María y José! -exclamó observando mi aspecto-. ¿Dónde estuviste metido todo el día? ¿Se te olvidó que tienes casa?
-Con los muchachos del basural -dije con algo de rabia.
-Que no te oiga tu padre -agregó antes de tomarme de una manga y conducirme hasta el baño para someterme a una prolongada friega.
Al cabo de unos minutos lucía limpio, con la raya del peinado en su lugar de siempre y una camisa que olía a recién planchada. Cuando salí del baño sentí que toda la casa estaba invadida por un generoso aroma a pan horneado. Caminé hacia el patio y a la distancia, sin querer acercarme, observé al tío Arnoldo y a mi padre.
-¿Pasó la rabia? -preguntó el tío, al tiempo que descorchaba una nueva botella de vino.
-¿Dónde está Osorio? ¿Qué hicieron con él? -pregunté a voz en cuello.
-Murió en su ley -respondió mi padre.
-No dijo ni pío -agregó el tío Arnoldo-. Mañana sabrás de él.

4
Ataviada con su mejor vestido y una corona de flores sobre sus cabellos, mi abuela se acomodó en una silla ubicada lejos de la fogata del asado. Me acerqué a su lado, besé sus mejillas arrugadas y me senté a sus pies, como un perro faldero necesitado de cariño. Mi tío Arnoldo descorchó una botella y luego de aprobar la calidad del vino comenzó a preparar el cordero que, colgado de la rama de un árbol, mostraba su generoso costillar y sus abultadas paletas. Dividió el cordero en dos mitades con una sierra y lo saló, lentamente, en una suerte de caricia amorosa que fue hurgando en la geografía grasosa del animal. Terminada esta operación ensartó al animal en dos asadones y con la ayuda de mi padre, lo montó sobre cuatro horquillas. El fuego crepitaba suave y al poco rato empezaron a caer goterones de grasa desde la carne.
-Tiempo, mucho tiempo -sentenció el tío Arnoldo-. Un asado de cordero al palo requiere de tres a cuatro horas de cocción. Hay que dejar que el fuego haga su negocio para que la carne quede tierna y desgrasada. ¿O no, cuñado?
-Tiempo y chimichurrí -dijo mi padre, mientras revolvía la cazuela que contenía una mezcla de aceite, vinagre, algo de vino tinto, ajo picado, orégano, sal y unas cucharadas de ají en salsa.
-Y una garrafa de vino para los cocineros -agregó el tío, al tiempo que soltaba una carcajada que estremeció sus gordas y enrojecidas mejillas.
-Además de paciencia para ir dando vueltas al cordero, una y otra vez, hasta que se cocine parejito.
-Se aprecia que tiene experiencia en estos trotes, cuñado.
-Aprendí con mi abuelo -agregó mi padre y mientras se acercaba al fuego para chicotear chimichurri sobre el cordero con una rama de yerba buena.

Un fuerte aroma a carne asada y humo invadió el patio. Mientras los cocineros vigilaban el asado, mi madre preparaba las ensaladas de lechuga y tomate que harían compañía a la carne y a las papas cocidas. Pensé en acercarme al fuego, pero recordé que seguía enojado y me mantuve en mi sitio, pendiente de la respiración agitada de la abuela y de sus observaciones respecto a la elaboración del asado. Luego, a mediodía, comenzaron a llegar los invitados. Mi padrino, un par de vecinos con sus esposas, tres niños de mi edad a los que decidí ignorar, dos amigas de la abuela que se sentaron a su lado y un desconocido que supuse sería amigo o compañero de trabajo de mi tío. Mi padre destapó una garrafa de tinto y los hombres se reunieron junto al fuego, a celebrar las bondades del vino y recordar otros asados que al correr de sus palabras adquirieron las características de verdaderas hazañas homéricas.
-Mansilla sabe tocar guitarra y más tarde nos puede interpretar alguna pieza -dijo mi tío indicando al desconocido y a una guitarra que alguien había dejado junto a la mesa de las ensaladas. El aludido era bajo de porte y sus piernas arqueadas delataban su pasado de amansador de caballos.
-Queda comprometido -acotó mi padre, alcanzándole a Mansilla una nueva copa de vino.

5
Entrada la noche, cuando junto al fogón solo quedaban el tío Arnoldo y Mansilla, mi padre se acercó a mi lado y compartió por un instante el espectáculo de las brazas rojas que hacían más suave la oscuridad. Acarició mi cabellera y buscó en el cielo las estrellas que muchas noches atrás me había enseñado a identificar. Las tres Marías y la Cruz del Sur. Despedía un fuerte olor a humo y en sus ojos tenía un brillo festivo, producto del vino y de la satisfacción por el resultado del asado. Los invitados se habían ido contentos después de compartir el mate y las tortillas al rescoldo amasadas por mi madre. Del cordero sobrevivía un pequeño trozo de pierna que era observado con interés y miedo al mismo tiempo por los dos gatos de la casa. Había sobrado vino y una botella de aguardiente de Chillán traída por mi padrino. La noche estaba calma, reconcentrada en el ojo rojo de la fogata que se negaba a extinguirse.
-¿Cómo estaba el asado? -preguntó, amistoso.
-No lo probé -respondí con un extraño sentimiento de tristeza en el pecho.
-Mal hecho. La carne estaba tierna, como mantequilla.
-Comí tortilla con mermelada de ruibarbo.
-Aún queda un trozo de carne en el fuego -agregó mi padre, al tiempo que abría su cortapluma con la intención de cortar una tajada.
-No quiero, no podría llevármela a la boca.
-Tonteras -dijo mi padre y luego de llenar una copa de vino, agregó-: Estas cansado y tienes sueño. Mañana verás las cosas de otra manera.
-Seré más grande -dije con tono irónico.
-Tal vez. Dicen que los niños crecen durante el sueño.
Miré a mi padre mientras llevaba la copa a sus labios.
-¿Sufrió mucho antes de morir? -pregunté.
-Nada. Tu tío Arnoldo tiene experiencia en esos asuntos.
-¿Él lo mató?
-Él, yo, da lo mismo. Esas cosas carecen de importancia.
-No para mí.
-Lo importante fue la fiesta -agregó mi padre sin detenerse a considerar mis palabras-. La familia, la alegría de los invitados, la felicidad de tu abuela que tuvo su fiesta de cumpleaños como Dios manda. En una de esas es su última celebración y más adelante recordaremos este día con gran cariño.
-Hubiera preferido que Osorio siguiera vivo.
-¡Osorio! ¿No podían ponerle un nombre que no fuera de cristiano?
-Idea del tío Arnoldo. Cuando lo trajo a casa dijo que le recordaba a un compañero de faenas.
-Cuando yo tenía tu edad me regalaron tres patos. Pequeños, amarillos, preciosos. Caminaban en fila india, uno detrás del otro y nunca se separaban. Les puse nombre y con la ayuda de mi abuelo les hice una especie de pileta para que chapotearan. Crecieron y cambiaron de plumaje. Se pusieron feos. Igual que nosotros, los humanos, que vamos quedando gordos, calvos y desdentados. Pero igual los quería y ellos me seguían a todas partes. Una mañana, el día antes de mi cumpleaños, salí al patio a buscarlos como hacia siempre y no los encontré. Mi padre los había llevado donde un vecino que sabía faenar patos. Los volví a ver cuando los sacaron del horno para llevarlos a la mesa del festejo. Sentí una rabia infinita.
-¿Lloraste?
-Por supuesto, las lágrimas también ayudan a crecer -dijo mi padre, y luego de rellenar su copa de vino y dejarla entre mis manos, añadió-. Ya va siendo tiempo que aprendas a paladear un buen trago de vino.
Probé el vino. Me supo amargo pero igual lo bebí hasta descubrir el fondo de la copa.
-El próximo verano iré de nuevo a las faenas de esquila y te traeré el cordero más gordo y bonito que encuentre.
-Será bueno tener otro cordero en la casa -dije, sintiendo que el vino comenzaba a calentar mis mejillas.
-Servirá para el nuevo cumpleaños o el funeral de la abuela.
-Pero no jugaré con él ni le pondré nombre alguno.
-¡Estás creciendo, hijo! ¡Brindo por eso! -exclamó mi padre y luego de llenar su copa, agregó-: ¿No quieres probar el asado? El condenado quedó muy sabroso.


Ultimos Post

 

Copyright 2008 All Rights Reserved Milodon City Cha Cha Cha by Brian Gardner Converted into Blogger Template by Bloganol dot com Free Blogger Templates