Martin Heidegger
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LA PALABRA

Martin Heidegger
Versión castellana de Yves Zimmermann, en HEIDEGGER, M., De camino al habla, Ediciones del Serbal, Barcelona, 21990

 Martin Heidegger

 

Pensemos, desde este lugar y por un instante, acerca de lo que pregunta Hölderlin en su elegía Pan y Vino (estrofa VI):

 

¿Por qué son silencio también ellos. los antiguos sagrados teatros?
¿Por qué, pues, no se alegra la consagrada danza?

 

A la sede donde antaño los Dioses hacían su aparición le es retenida la palabra; la palabra tal como ya fue una vez palabra. ¿Cómo fue entonces? En el decir mismo tenía lugar la aproximación del Dios. El decir era en sí un dejar aparecer de aquello que entreveían los dicientes. pues ellos mismos habían sido contemplados con anterioridad por la mirada de eso entrevisto. Esta mirada conducía a los dicientes y a los oyentes a la in-finita intimidad de la contienda entre los hombres y los dioses. Mas, en esta contienda rige lo que se halla aún por encima de los dioses y los hombres; como dice Antígona:

 

g‹r moi Zeçw °n, õ xhræzaw t‹de.                                                      (v. 450)

No fue. pues. Zeus quien me dio el mensaje
(sino Otra cosa. aquella rectora usanza).

g‹r ti nèn ge xŽxy¡w, Žllƒ ŽeÛ pote                                                    (v. 476/7)
taèta, xoédeÜw oåden ¤z otouƒf‹nh.                                                     (v. 456/7)

No desde hoy ni desde ayer sino desde siempre y siempre.
Asciende (Aufgehet) (
ò nñmow: la usanza rectora. Brauch) y
nadie ha alzado la mirada hacia la sede desde donde
accedió a la luz.

 

Una palabra poética de este rango. cuyo decir retornó al silencio hace tiempo. es enigmática. ¿Es lícito atreverse a una reflexión que se proponga pensar este enigma? Nos atrevemos ya bastante si, para comenzar, nos dejamos decir el enigma de la palabra por medio de la poesía misma; ahora, en un poema con el título:

 

La Palabra

Sueño o prodigio de la lejanía
Al borde de mi país traía 

Esperando a que la Norna antigua
En su fuente el nombre hallara -

Después denso y fuerte lo pude asir
Ahora florece y por la región reluce...

Un día llegué de viaje feliz
Con joya delicada y rica

Buscó largamente e hízome saber:
«Sobre el profundo fondo nada así descansa».

Entonces de mi mano se escapó
Y nunca el tesoro mi país ganó...

Así aprendí triste la renuncia:
Ninguna cosa sea donde falta la palabra.

 

Stefan George (1868-1933)El poema apareció por vez primera en la 11.ª y 12.ª entrega de los Blätter für die Kunst del año 1919. Más tarde (1928), Stefan George lo incluyó en el último volumen publicado por él y que lleva por título El Nuevo Reino. El poema está estructurado en base a siete estrofas de dos versos. La estrofa final no solamente cierra el poema, lo abre a la par. Esto lo evidencia ya el hecho de que el último verso dice propiamente lo que indica el título: La palabra. El verso final dice:

 

Ninguna cosa sea donde falta la palabra.

 

Surge la tentación de convertir el verso final en un enunciado del contenido. Ninguna cosa es donde falta la palabra. Allí donde falta algo hay una carencia, un quitar. Quitarle algo a algo significa retirarle, hacerle carecer de algo. Carece de significa: le falta. Allí donde falta la palabra ninguna cosa es. Solamente la palabra disponible concede ser a la cosa.

¿Qué es la palabra para ser capaz de esto?

¿Qué es la cosa que necesita de la palabra para ser?

¿Qué significa aquí ser, que aparece como un don otorgado a la cosa a partir de la palabra?

Preguntas sobre preguntas que, sin embargo, no suscitan inicialmente nuestra reflexión a partir de una sola audición y lectura del poema. Por lo pronto. nos encantan las primeras seis estrofas, pues narran extrañas experiencias veladas del poeta. La estrofa final, en cambio, habla de manera más apremiante. Nos obliga a la inquietud de la reflexión. Sólo a partir del verso final entendemos, según el título. lo que el poema tiene de contenido poético: la palabra.

¿Hay para el poeta algo más excitante y peligroso que la relación con la palabra? Difícilmente. ¿Está esta relación inicialmente establecida por el poeta o necesita la palabra - desde ella y para ella - del decir poético, de tal modo que el poeta deviene el que puede ser sólo por esta necesidad? Esto y más da que pensar y nos suma en la reflexión. Con todo. dudamos en asentir a semejante reflexión. Porque se apoya meramente en un único verso de todo el poema. Y. por si fuera poco. hemos además transformado este verso en una declaración. Evidentemente esta intervención no fue arbitraria. Más bien nos vimos casi obligados a esta transformación desde el momento en que observamos que el primer verso de la última estrofa acaba en dos puntos. Éstos suscitan la expectación de que después se enuncie algo. Tal es el caso de la quinta estrofa. Al final de su primer verso figuran también dos puntos:

 

Buscó largamente e hízome saber:
«Sobre el profundo fondo nada así descansa»

 

Los dos puntos abren algo. Lo que les sigue habla gramaticalmente en indicativo: « Sobre el profundo fondo... » . Por añadidura, lo que dice la antigua Norna está puesto entre comillas.

Distinto es el caso de la estrofa final. También el primer verso termina en dos puntos. Pero lo que sigue a continuación no habla en indicativo y no está puesto entre comillas. ¿En qué reside la diferencia entre la quinta y la séptima estrofa? En la quinta estrofa la antigua Norna hace saber algo. Dar a saber es una forma de declaración, es una revelación. En cambio, el tono de la séptima estrofa se centra en la palabra «renuncia».

Renunciar, verzichten, no es un declarar, pero tal vez no deje de ser un decir. Verzichten está vinculado al verbo verzeihen, perdonar. Zeihen, acusar, y zichten son la misma palabra que zeigen, mostrar, el deÛxnumi griego y el latín dicere. Zeihen, zeigen quieren decir: dejar ver, hacer aparecer. Ahora bien, esto: el dejar-ver-mostrando, es el sentido de la antigua palabra alemana sagan, decir. Acusar a alguien significa: decirle a alguien algo a la cara. En la renuncia gobierna pues un decir. ¿Por qué? Renunciar significa: desistir de una reivindicación; negarse así algo. Puesto que la renuncia es una modalidad del decir, puede, en lo escrito, ser indicada por dos puntos. De esta forma, lo que les sigue no necesita ser una declaración. Los dos puntos después de la palabra «renuncia» no abren nada en el sentido de una declaración o una constatación: en cambio. abren la renuncia como decir. La abren para aquello a lo que ella se compromete. ¿A qué se compromete? Presumiblemente a lo que renuncia la renuncia.

 

Así aprendí triste la renuncia:
Ninguna cosa sea donde falta la palabra.

 

¿Pero cómo? ¿Renuncia el poeta al hecho de que ninguna cosa sea donde falta la palabra? De ningún modo. El poeta está tan lejos de renunciar a ello que. al contrario. asiente a lo que es dicho.

Por tanto. aquello hacia lo cual los dos puntos abren la renuncia no puede decir de aquello a lo que renuncia el poeta. Más bien debe decir aquello a lo que el poeta se compromete. Pero renunciar significa incuestionablemente negarse algo. En consecuencia, el verso final debe, pese a todo. decir aquello que el poeta se niega a sí. Sí y no.

¿Cómo debemos pensar esto? La estrofa final nos vuelve cada vez más pensativos y requiere que la escuchemos más claramente y en su totalidad, en el sentido de que la estrofa entera, a la vez que lo concluye, abre el poema.

 

Así aprendí triste la renuncia:
Ninguna cosa sea donde falta la palabra.

 

El poeta ha aprendido la renuncia. Aprender quiere decir: devenir sabedor (Wissend werden). Sabedor. en latín, es qui vidit, uno que ha visto algo, que lo ha tomado en su visión y que nunca más lo pierde de vista. Aprender significa: llegar a tal visión. Ello implica que la alcancemos. es decir. en camino, a través de un recorrido. Aprender significa: doblegarse a la experiencia del recorrido (Er-rahren).

¿Por qué recorridos alcanza el poeta su renuncia? ¿A través de qué país llevan las sendas al caminante? ¿Cómo ha hecho el poeta la experiencia de la renuncia? La estrofa final nos los indica.

 

Así aprendí triste la renuncia:

 

¿Cómo? Así como lo dicen las seis estrofas precedentes. Aquí el poeta habla de su país; de sus recorridos. La cuarta estrofa comienza:

 

Un día llegué de viaje feliz

 

«Un día» es empleado aquí en el sentido antiguo de: «una vez». Aquí se designa una ocasión destacada. una experiencia única. Así, el decir de esta vez se inicia no sólo con «un día» abrupto sino que, al mismo tiempo, se diferencia claramente de recorridos anteriores, ya que la estrofa precedente cierra su último verso con puntos suspensivos. Otro tanto sucede con el último verso de la sexta estrofa. De este modo, las seis estrofas que configuran un todo respecto a la séptima y última estrofa, están articuladas por elocuentes signos en dos veces tres estrofas, en dos tríadas.

Los recorridos del poeta. de los que habla la primera tríada, son de otra clase que el único y singular recorrido al que está dedicada por entero la segunda tríada. Para seguir con nuestro pensamiento los recorridos del poeta, particularmente el recorrido único que le conduce a conocer la renuncia, debemos pensar con anterioridad el paisaje en el que ocurre la experiencia del poeta.

Dos veces,, en el segundo verso de la primera estrofa y en el segundo verso de la sexta estrofa, esto es, al comienzo y al final, respectivamente, de ambas tríadas, dice el poeta: « mi país». Suyo es el país en tanto que ámbito asegurado de su poesía. Lo que su poesía requiere son nombres. ¿Nombres para qué?

El primer verso del poema da la respuesta:

 

Sueño o prodigio de la lejanía

 

Nombres para lo que es traído al poeta desde la lejanía como algo sorprendente o algo que lo visita en sueños. Para él son ambos, con toda certeza, los que verdaderamente le conciernen, lo que es - que, sin embargo, no puede guardar para sí, sino que quiere representar. Para ello necesita los nombres. Éstos son palabras por las que lo ya existente y lo así considerado se hace tan tangible y denso que en lo sucesivo resplandece y florece y reina en todo el país como la belleza. Los nombres son palabras que representan. Presentan lo que ya es a la representación. Por el poder de la representación (Darstellung) los nombres atestiguan su decisiva soberanía sobre las cosas. Es la exigencia misma de los nombres la que lleva al poeta a poetizar. Para alcanzarlos debe llegar, primero, por sus recorridos al lugar donde su exigencia encuentra el requerido cumplimiento. Ello tiene lugar en el borde de su país. El borde rodea, retiene, limita y delimita la segura permanencia del poeta. En el borde del país poético - ¿acaso sería el propio borde? - se halla el manantial, la fuente desde cuyo adentro la antigua Norna, divinidad del destino, asciende los nombres. Con ellos la divinidad entrega al poeta aquellas palabras que él, confiado y seguro de sí mismo, espera sean la representación de lo que considera ser lo existente. La exigencia del poeta. la que apela a la soberanía de su decir, se cumple. El florecimiento y el resplandor de su poesía vienen a ser presencia. El poeta está tan seguro de su palabra como señor es de ella. La última estrofa de la primera tríada comienza con un decisivo «Después... »

 

Después denso y fuerte lo pude asir
Ahora florece y por la región reluce...

 

Observemos con atención el cambio de tiempo de los verbos en el segundo verso de esta estrofa comparada con la primera. Hablan en presente. La soberanía del estado poético es completa. Ha llegado a su término y es perfecta. Ninguna incertidumbre, ninguna duda perturba la seguridad propia del poeta.

Hasta que, una vez, otra experiencia muy distinta lo alcanza. Ésta viene expresada en la segunda tríada que ha sido construida en exacta correspondencia con la primera. Nos lo indica lo siguiente: las últimas estrofas de ambas tríadas comienzan, la una con un «Después», la otra con un «Entonces». Al «Después» le precede, al final de la segunda estrofa. un guión. Asimismo, el «Entonces» es precedido por unos signos: las comillas de la quinta estrofa.

En este recorrido único y singular el poeta no lleva ya «Sueño o prodigio de la lejanía» al borde de su país. Llega; después de feliz viaje; con una joya a la fuente de la Norna. El origen de la joya permanece oscuro. El poeta la lleva simplemente en la mano. Y lo que está en la mano no es ni algo soñado ni algo lejano. Pero la extraña y preciosa joya es a la vez. «rica v delicada». Por este motivo la divinidad del destino debe buscar largamente el nombre de la joya y despide finalmente al poeta haciéndole saber:

 

«Sobre el profundo fondo nada así descansa»

 

Los nombres que resguarda la fuente se entienden como algo durmiente que sólo necesita ser despertado para encontrar su uso como aquello que representa a las cosas. Los nombres y las palabras son como un patrimonio estable; destinado a las cosas y coordenado con ellas y que les es atribuido posteriormente para su representación. Pero esta fuente; de la que el decir poético había; hasta ahora, obtenido las palabras, o sea los nombres que representan lo que es, ya no dispensa nada más.

¿Qué experiencia acaece al poeta? ¿Sólo ésta que, con la joya en la mano, el nombre no le llega? ¿Sólo aquella donde la joya debe ahora prescindir de nombre pero que, por lo demás, puede permanecer en la mano del poeta? No. Algo distinto, algo inquietante sucede. Con todo, no es inquietante ni la ausencia del nombre ni la desaparición de la joya. Es inquietante que con la ausencia de la palabra desaparece la joya. Así, es la palabra, y sólo ella, la que mantiene la joya en su presencia; más, que la busca y la trae y en ella la resguarda. De pronto la palabra revela otro, más alto reino. No es ya meramente un asir que confiere nombre a lo presente ya representado; no es solamente un medio de representación de lo que está ante nosotros. Al contrario: es sólo la palabra la que otorga la venida en presencia, es decir, el ser, aquello en que algo puede aparecer como ente.

Este reino distinto de la palabra se hace ver súbitamente ante el poeta. Al mismo tiempo. sin embargo, la palabra que así reina, se halla ausente. Por esto se escapa la joya. Pero no se desintegra de ningún modo en la nada. Permanece como un tesoro si bien nunca podrá el poeta resguardarlo en su país.

 

Entonces de mi mano se escapó
Y nunca el tesoro mi país ganó...

 

¿Podemos extremarnos hasta el punto de suponer que ahora ha sido puesto un término a los recorridos del poeta a la fuente de la Norna? Es de presumir que sí. Porque con esta experiencia nueva el poeta ha entrevisto - aunque de modo velado - un distinto reino de la palabra. ¿Adónde lleva esta experiencia al poeta y a su anterior poesía? El poeta debe abandonar la exigencia de que; con toda seguridad y a demanda suya, le sea dado el nombre para lo que él ha puesto como verdaderamente existente (Seiendes). Debe prescindir de este poner y de aquella exigencia. El poeta debe renunciar a tener bajo su dominio la palabra en tanto que nombre representativo de lo que es puesto como ente. Renunciar en tanto negarse a sí es un decir que se dice a sí:

 

Ninguna cosa sea donde falta la palabra.

 

Mientras atendíamos, al esclarecer las primeras seis estrofas del poema, al recorrido que da a conocer la renuncia al poeta, se nos ha clarificado al mismo tiempo algo la propia renuncia. Algo solamente; pues muchos aspectos del poema permanecen aún oscuros, sobre todo el de la joya a la que se niega el nombre. Por esto mismo no puede el poeta decir lo que es la joya. Aún menos derecho tenemos nosotros de arriesgar una suposición, a menos que el propio poema nos dé un indicio. Nos lo da. Lo percibimos si escuchamos con una actitud pensativa suficiente. Satisfacemos esta exigencia si nos ponemos a pensar hacia algo que nos induce ahora a la mayor reflexión.

Haber entrevisto la experiencia del poeta con la palabra, esto es, haber entrevisto el aprendizaje de la renuncia, nos apremia a esta pregunta: ¿Por qué, una vez aprendida la renuncia, no pudo el poeta renunciar al decir? ¿Por qué dice precisamente la renuncia? ¿Por qué escribe incluso un poema titulado La Palabra? Respuesta: Porque esta renuncia es una verdadera renuncia y no un mero rechazo del decir y no un mero enmudecer. Como negación a sí misma la renuncia sigue siendo un decir. Preserva así la relación con la palabra. Pero al haberse dejado entrever la palabra en otro reino superior, la relación con ella también debe sufrir una transformación. El decir alcanza a otra articulación. a otro m¡low, a otro tono. Que la renuncia del poeta haya sido vivida en este sentido lo atestigua el propio poema que dice la renuncia cantándola. Porque este poema es un canto. Pertenece a la última parte del último volumen de poemas publicados por Stefan George. Esta última parte lleva por título El Canto y comienza con este preámbulo:

 

Sea lo que pienso y sea lo que reúno
El mismo rostro lleva todo lo que aún amo.

 

Pensante, reuniente, amante, así es el decir: un quieto exuberante inclinarse, una jubilosa veneración, un rendir homenaje, cantar alabanzas: laudare. Laudes es el nombre latino para los cantos. Recitar cantos significa: cantar. Cantar es el recogimiento del decir en el canto. Si ignoramos el alto sentido del canto en tanto que decir, se convierte en mera sonorización posterior de lo que es dicho y escrito.

Con El Canto, con los últimos poemas reunidos bajo este título, el poeta se aleja definitivamente de su anterior círculo propio. ¿Adónde se aleja? A la renuncia que él ha aprendido. El aprendizaje fue una experiencia repentina que tuvo en aquel instante cuando el muy distinto reino de la palabra lo fulminó con su mirada y sacudió la seguridad propia de su anterior decir. Lo imprevisible, el pavor lo fulminó con su mirada: que solamente la palabra deja la cosa ser como cosa.

A partir de entonces debe el poeta corresponder a este misterio de la palabra apenas presentido, a este secreto que sólo es posible adivinar meditativamente. Esto únicamente se puede lograr si la palabra poética resuena en el sonido del canto. Podemos oír este sonido con particular claridad en otro canto, publicado sin título por primera vez en la última parte del último volumen de poesías (El Nuevo Reino, pág. 137):

 

En la más honda quietud
De un día lleno de sentido
Estalla fulminante una mirada
Que sin presentido pavor
Estremece el alma asegurada 

Así como en las alturas
El sólido tronco
Orgulloso inmóvil se alza
Y todavía tardía una tormenta
Al suelo lo inclina:

 

Así como el mar 
Con grito estridente 
Con embate salvaje 
Una vez más se arroja 
En la concha largamente abandonada.

 

El ritmo de este canto es tan maravilloso como evidente. Basta para señalarlo con una indicación. Ritmo, ƒrusmow, no quiere decir fluvio o flujo, sino juntura (Fügung). El ritmo es lo que reposa, lo que junta y dispone la puesta en camino (Be-wegung) de la danza v del canto y que de este modo los deja reposar en sí mismos. El ritmo concede el reposo. En el canto que hemos oído, la juntura se deja ver si atendemos a una junta que en las tres estrofas, bajo tres figuras, viene a cantar a nuestro encuentro: alma asegurada y mirada fulminante, tronco y tormenta, mar y concha.

Pero lo singular en este canto es un signo, el único que el poeta señala, con la excepción del punto final. Más singular aún es el lugar donde lo ha situado. Son los dos puntos al final del último verso de la segunda estrofa. Este signo, en este lugar, es tanto más sorprendente cuanto que las dos estrofas, la segunda y tercera, ambas relacionadas a la primera, comienzan con un «Así como... »

 

Así como en las alturas
El sólido tronco

y:

Así como el mar
Con grito estridente

 

Ambas estrofas parecen sucederse en relación de igualdad. Pero no es así. Los dos puntos al final de la segunda estrofa remiten la última estrofa propiamente a la primera, incluyendo a la segunda en este movimiento remitente. La primera estrofa se refiere al poeta perturbado en su certidumbre. De todos modos, el «sin presentido pavor» no lo aniquila. Pero lo inclina hacia el suelo, como la tormenta al tronco, para que pueda estar abierto a lo que canta la tercera estrofa que, a su vez, se inicia en los dos puntos. Una vez más la voz inescrutable del mar se arroja en el fondo del oído del poeta que se llama «concha largamente abandonada», pues hasta aquí el poeta había estado sin recibir el puro obsequio del reino de la palabra. En su lugar, los nombres regateados a la Norna nutrieron la certidumbre de su proclamación señorial.

La renuncia aprendida no es la mera despedida de una pretensión sino la transformación del decir que se torna eco casi inaudible - murmullo en forma de canto - de un Decir (Sage) indecible. Ahora deberíamos estar mejor situados para meditar tras de la última estrofa, para que ella misma hable y de tal modo que el poema entero se recoja en ella. Si esto pudiera lograrse, aunque sólo fuera en mínima parte, nos sería entonces posible - en momentos propicios - oír más claramente el título del poema La Palabra y percibir como la estrofa final no sólo concluye el poema, no sólo lo revela, sino que oculta a la vez el secreto de la palabra.

 

Así aprendí triste la renuncia:
Ninguna cosa sea donde falta la palabra.

 

La estrofa final dice de la palabra en forma de la renuncia. Esta última constituye en sí misma un decir, a saber: el negar a sí el pretender a algo. Entendida así, la renuncia guarda un carácter negativo: «Ninguna cosa...» es decir, no una cosa: «falta la palabra», o sea, no está disponible. Según la norma, la doble negación da una afirmación. La renuncia dice: que una cosa sea solamente donde se concede la palabra. La renuncia habla afirmativamente. La mera despedida no sólo no abarca la naturaleza de la renuncia, ni siquiera la contiene. La renuncia tiene un lado negativo, pero también uno positivo. Con todo, hablar aquí de «lados» es una falacia. Porque sitúa lo negativo y lo positivo en mutua igualdad; disimula, de este modo, el decir que rige propiamente en la renuncia. Esto es lo que, ante todo, importa que pensemos. Pero más aún. Es preciso pensar a qué renuncia se refiere la última estrofa. Esta renuncia es de una clase única pues no se refiere a una posesión cualquiera. En cuanto negar a sí, o sea, como un decir, la renuncia concierne a la palabra misma. La renuncia lleva la relación con la palabra a la puesta-en-camino hacia aquello que concierne a cualquier decir en tanto que decir. Presentimos que en este negar a sí la relación con la palabra adquiere casi una «intimidad desmesurada». Lo enigmático de la estrofa final se despliega por encima de nosotros, sobrepasándonos. Pero no quisiéramos resolverlo; al contrario, sólo quisiéramos leerlo, recoger nuestro pensamiento en torno a ello.

Pensamos, primero, la renuncia como negar-se-algo. Gramaticalmente. «se» está en dativo y se refiere al poeta. Lo que el poeta se niega a sí está en acusativo. Es la pretensión del poeta a la soberanía representacional de la palabra. Entretanto, otra característica de la renuncia ha salido a la luz. La renuncia asienta al reino superior de la palabra, aquel que únicamente deja ser una cosa como cosa. La palabra «en-cosa» la cosa en cosa (Das Wort be-dingt das Ding zum Ding). Quisiéramos denominar este reino con la palabra die Bedingnis. Esta antigua palabra ha desaparecido del uso lingüístico. Goethe todavía la conoce. En este contexto, sin embargo. Bedingnis dice algo distinto a Bedingung, condición, que Goethe todavía entiende como Bedingnis. La condición es el fundamento existente para algo que es. La condición da el fundamento v funda. Satisface al principio de razón (Satz vom Grund). Pero la palabra no da el fundamento (be-gründen) de la cosa. La palabra deja que la cosa esté en presencia como cosa. Este dejar recibe ahora el nombre de Bedingnis, «en-cosamiento». El poeta no explica lo que es. Pero el poeta se dice, esto es, dice su decir a este secreto de la palabra. En este decir-se-a, el que renuncia se niega aquel pretender antes reivindicado. El negar-se ha cambiado su sentido. El «se» ya no está en dativo sino en acusativo v el pretender ya no está en acusativo sino en dativo. En la transformación del sentido gramatical de «negar-se el pretender» a «negarse al pretender» se oculta la transformación del propio poeta. Se ha dejado llevar a sí mismo, esto es, a su decir todavía posible en el futuro, ante el secreto de la palabra, ante el «en-cosamiento» de la cosa en la palabra.

Sin embargo, incluso en el cambio del significado del negarse prevalece todavía el carácter negativo de la renuncia. Entre tanto se ha esclarecido cada vez más que la renuncia del poeta no es en absoluto un decir-no, sino que es un decir-sí. Negar-se, en apariencia una despedida y un retraimiento, es, en verdad, un no-negarse: al secreto de la palabra. El no-negarse sólo puede hablar de una forma, la que dice: que «sea». De ahora en adelante que la palabra sea: el «en-cosamiento» (die Bedingnis) de la cosa. Este «sea» deja ser lo que es y cómo es propiamente la relación entre palabra y cosa: ninguna cosa es sin la palabra. Este «es», la renuncia se lo dice a ella misma en el «que sea». Por esto no es necesaria ninguna transformación retroactiva del último verso en declaración para con ello hacer aparecer el «es». El «sea» nos hace más puramente presente el «es» porque está velado.

 

Ninguna cosa sea donde falta la palabra.

 

En este no-negarse la renuncia se dice a sí misma en tanto que decir que se debe enteramente al secreto de la palabra. La renuncia, al no-negar-se, es un deber-se. Ahí reside la renuncia. Así es deber y es agradecimiento. La renuncia no es ni mera despedida ni tampoco es pérdida.

Pero ¿por qué canta el poeta en tono triste?

 

Así aprendí triste la renuncia:

 

¿Es la renuncia la que le entristece? ¿O se apoderó de él la tristeza solamente en el aprendizaje de la renuncia? En este caso la tristeza que antes pesaba sobre su ánimo podría haberse desvanecido desde el momento en que se ha comprometido con la renuncia, entendida como gratitud, pues el deber-se en tanto que gratitud recibe su tono fundamental de la alegría. Podemos oír este tono de alegría desde otro canto. También este poema carece de título. Pero contiene un signo tan singular y extraño que debemos oírlo a partir del íntimo parentesco con el canto La palabra (El Nuevo Reino, pág. 125). Dice:

 

¿Qué audaz ligero paso
Anda por el reino más propio
Del jardín de hadas de la ancestra?

¿Qué invocación envía
El sonador con clarín plateado
A la durmiente espesura del Decir?

¿Qué secreto aliento
De la recién desvanecida melancolía
Se insinúa por el alma?

 

Stefan George tiene por costumbre escribir todas las palabras en letras minúsculas, exceptuando aquellas que inician las líneas de los versos. Pero en este poema hay una palabra singular que comienza con mayúscula, casi en el centro del mismo, al final de la segunda estrofa. La palabra es: die Sage, el Decir. El poeta podía haber elegido esta palabra por título, como una velada alusión dando a entender que el Decir, en tanto que fábula del jardín de hadas, podía desvelar la procedencia de la palabra.

La primera estrofa canta el paso, como recorrido a través del ámbito del Decir. La segunda estrofa canta la invocación que despierta el Decir. La tercera estrofa canta el aliento, cuya brisa se insinúa por el alma. Paso, (es decir, camino), invocación y aliento vibran en torno al reino de la palabra. El secreto de la palabra no sólo ha despertado el alma antes segura de ella misma, sino que la ha liberado de la melancolía que amenazaba con derribarla. Así ha desaparecido la tristeza de la relación entre el poeta y la palabra. La tristeza concernía solamente al aprendizaje de la renuncia. Todo esto sería cierto si la tristeza fuera meramente lo contrario de la alegría: si melancolía y tristeza fueran la misma cosa.

Pero, cuanto mayor es la alegría, tanto más pura es la tristeza que duerme en ella. Cuanto más profunda la tristeza, tanto más invocadora la alegría que descansa en su seno. Tristeza y alegría - el mutuo juego de interrelación entre tristeza y alegría las lleva la una a la otra. El juego mismo que templa la una a la otra, dejando que lo lejano esté cerca y lo cercano lejos, es el dolor. Por ello la mayor alegría y la más profunda tristeza son ambas, a su modo, dolorosas. Pero el dolor toca de tal modo el ánimo de los mortales que éste obtiene del dolor su peso de gravedad. Tal gravedad retiene a los mortales en medio de toda vacilación en la calma de su esencia. El término que corresponde al dolor. el ánimo que de él recibe su tono poniéndose al unísono con él, es la melancolía. Puede apesadumbrar el ánimo pero puede también perder su pesadez e insinuar su «secreto aliento» por el alma: conferirle la joya que la vestirá para la preciosa relación con la palabra y que la ampara en este hábito.

Estas. Presumiblemente, son las cosas que medita la tercera estrofa del último poema que hemos escuchado. Por el secreto aliento de la recién desvanecida melancolía sopla la tristeza a través de la propia renuncia; pues la tristeza pertenece a la renuncia por poco que pensemos la renuncia a partir de su peso más específico. Es decir: el no negar-se al secreto de la palabra; al hecho de que ella sea el «en-cosamiento» (Bedingnis) de la cosa.

En tanto que secreto permanece lo lejano: en tanto que secreto conocido, lo lejano es cercano. Llevar a término la lejanía de semejante proximidad es el no-negar-se al secreto de la palabra. No hay palabra para este secreto, o sea, para el decir que pudiera llevar la esencia del habla - al habla.

El tesoro que el país del poeta no ganará nunca es la palabra para la esencia del habla. El reino y la perduración de la palabra súbitamente entrevisto. su ser «esenciante» (Wesendes) quisiera alcanzarse a sí mismo en palabra. Pero la palabra para la esencia de la palabra no es concedida.

¿Y. si únicamente esto, la palabra para la palabra y su ser «esenciante» fuera la joya que, pese a estar cercana al poeta porque la lleva en la mano, aún se escapa pero que, en tanto que lo escapado y nunca ganado, permanece como lo más lejano en la más próxima proximidad? Desde esta proximidad la joya le es misteriosamente familiar al poeta, pues de lo contrario no podría cantarla como «rica y delicada».

Rico significa: capaz de conceder: capaz de ofrecer; capaz de dejar alcanzar y dejar llegar. Pero la riqueza esencial de la palabra reside en el decir, o sea. en el mostrar: él lleva la cosa, en tanto que cosa, al resplandor.

Delicado significa, de acuerdo con el antiguo verbo zarton. lo mismo que: familiar, regocijante, cuidadoso. Cuidar es un ofrecer y un liberar (Be-freien). pero sin voluntariedad ni fuerza. sin adicción y sin dominación.

La joya rica y delicada es el “esenciar” (verbal) de la palabra que, en tanto que diciente, nos pone invisiblemente, y aun en lo no hablado, en presencia de la cosa en tanto que tal cosa.

En la medida en que la renuncia asintió al secreto de la palabra, el poeta guarda memoria de la joya por la renuncia. De este modo la joya deviene aquello que el poeta. en tanto que diciente, venera y dignifica por encima de todo. La joya deviene así. propiamente dicho, lo que es digno de pensar para el poeta.

En efecto, ¿puede haber algo más digno para este diciente que la esencia de la palabra que se cubre con un velo: la palabra crítica para la palabra?

Si escuchamos el poema como canto al unísono con cantos emparentados, entonces nos dejamos decir por el poeta y con él lo que es lo digno para ser pensado del estado poético.

Dejarse decir lo que es digno de pensar se llama - pensar.

Al escuchar el poema, pensamos tras de la poesía. De este modo es: la poesía y el pensamiento.

Lo que a primera vista parece un título para un tema - poesía y pensamiento - se revela corno la inscripción inmemorial del destino humano. La inscripción señala que poesía v pensamiento se pertenecen mutuamente. Su encuentro es de procedencia lejana. Si regresamos a ella pensativamente, llegamos frente a lo que es digno de pensar desde tiempo inmemorial y acerca de lo cual nunca se cansará uno de pensar. Es la misma cuestión digna de pensar que fulminó súbitamente al poeta y a la cual él no se negó, diciendo:

 

Ninguna cosa sea donde falta la palabra.

 

El reino de la palabra fulgura como el «en-cosar» de la cosa en cosa. Comienza a lucir la palabra como el recogimiento que lleva lo presente a presencia.

La palabra más antigua para el reino de la palabra pensado así, para decir, se llama Lñgow: die Sage, que, mostrando deja aparecer lo existente en su es.

La misma palabra Lñgow, el nombre para el decir, lo es a la vez para ser, o sea. para la presencia de lo que es presente. Decir y ser, palabra y cosa, se pertenecen mutuamente la una a la otra de una manera velada aún, escasamente meditada e imposible de abarcar por ningún pensamiento.

Todo decir esencial es retorno para prestar oído a esta mutua pertenencia velada de decir y ser, palabra y cosa. Ambos, poesía y pensamiento, son un decir eminente en la medida en que ambos permanecen librados al secreto de la palabra como a lo que les es lo más digno de pensar: así y desde siempre. permanecen juntados en el parentesco del uno y del otro.

Para poder seguir y anticiparse adecuadamente con el pen­samiento a esto, lo que es digno de ser pensado en tanto que se confía a la poesía, abandonamos ahora todo lo dicho al olvido. Escuchamos el poema. Nos tornamos aún más pensativos ante la posibilidad de que, cuanto más sencillo es el canto del poema, tanto más puede errar nuestra escucha.

Martin Heidegger

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