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Los
mexicas ante el cosmos
Alfredo López
Austin
Para Martha Rosario
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La
cosmovisión mexica concebía que
la realidad divina estaba traslapada en el espacio
de las criaturas, se creía en una doble
naturaleza del tiempo y del espacio. Por una parte,
existía el tiempo-espacio original y ajeno
(“anecúmeno”), poblado por
seres “sobrenaturales”: los dioses,
las fuerzas, los muertos; por la otra, estaba
el tiempo-espacio causado, propio (“ecúmeno”),
el mundo creado por los dioses y habitado por
las criaturas: los hombres, los animales, las
plantas, los minerales, los meteoros, los astros.
Por milenios, los mesoamericanos
observaron la inconmensurable diversidad del mundo;
supieron de la existencia de fuerzas imperceptibles
que provocaban los cambios; esperaron la llegada
de lo previsible y se previnieron contra lo imprevisto;
clasificaron las cosas y descubrieron la regularidad
de su reproducción. La fecha 2 acátl
(a) indicaba el inicio de un nuevo siglo mexica.
Teocalli de la Guerra Sagrada. Centro de México.
MNA.
Foto: Marco Antonio Pacheco
/ Raíces |
Quien
contempla el cosmos admira su propia proyección.
Derecha e izquierda siguen el eje de su cuerpo;el fuego
alumbra a la medida de sus ojos; son sus temores los
que moldean los hados y sus palpitaciones las que acompasan
la música de las estrellas. Quien contempla el
cosmos ve proyecciones de sus ancestros, de sus contemporáneos,
de su futura descendencia. Quien contempla el cosmos
ve su propia, privada, íntima proyección:
su obra.
La
cosmovisión en la vida cotidiana
Para adentrarnos en el estudio de la cosmovisión
de un pueblo es necesario que reflexionemos no sólo
en el contenido de dicho sistema de pensamiento, sino
en su origen y utilización. Cuando pensamos en
su origen, por lo regular damos un valor excesivo a
la especulación de los sabios y los iluminados,
sin tomar en cuenta que los méritos corresponden
a una inmensa multitud de autores anónimos que,
día con día, a lo largo de los siglos,
van transformando, sin saberlo, la forma de percibir
y concebir el mundo.
En efecto, todos construimos la cosmovisión.
Lo hacemos constantemente, en los más diversos
ámbitos de nuestras acciones y reflexiones. Nuestra
colaboración es en buena parte racional; pero,
paradójicamente, no somos conscientes de ella.
Al externar nuestras ideas, al recibir las de nuestros
semejantes, participamos en un proceso milenario de
selección, abstracción y sistematización
del pensamiento. En cada uno de nuestros diálogos
elegimos vías lógicas de comunicación
y formulamos, también lógicamente, nuestros
juicios, opiniones, propuestas y argumentos. Los diálogos,
inmensamente multiplicados en la colectividad, contrastados,
depurados por la lógica, se van incrustando en
el gran sistema que llamamos cosmovisión, y el
producto va cargado de la historia que nos transforma
cada día. Esto produce una paradoja más:
la cosmovisión, formada en la tradición
de siglos y siglos, nunca está completa, nunca
está terminada, porque la historia la modifica
constantemente. El antiquísimo saber ha de vivir
al día. ¿Por qué? Simplemente porque
usamos la cosmovisión: de ella derivan las formas
de percepción, las guías de acción,
las normas de conducta, las estructuras de pensamiento,
todo en el juego de la sabiduría de la tradición,
de la adaptación al presente y de los proyectos
de la vida futura. ¿Quién la posee? Ningún
sabio, en ninguna época de la humanidad, ha sido
capaz de abarcar el conocimiento de su tiempo. Cada
creador-usuario posee un valioso segmento, y todos los
segmentos se articulan para formar el gran conjunto
de ideas. ¿Significa esto que todos los miembros
de una colectividad tienen un segmento absolutamente
concordante con los demás? No, y aquí
estaríamos ante una tercera paradoja: el conjunto
no es sólo un complejo dialécticamente
articulado, sino que es precisamente su conformación
la que permite el diálogo social total, de la
mayor armonía a la mayor discrepancia. La cosmovisión
no es sólo una construcción de todos:
es la palestra.
La
cosmovisión de un pueblo mesoamericano
Es frecuente escuchar que cuando los mexicas se establecieron
en el siglo XIV de nuestra era en la cuenca lacustre,
su nivel de desarrollo era el de recolectores-cazadores,
ajenos a la cultura mesoamericana. La idea de su primitivismo
inicial forma parte de un patrón de leyendas
de origen, repetido por otros muchos pueblos de la época;
pero no corresponde a la realidad histórica.
Los mexicas eran un pueblo pobre que buscaba un territorio
propicio en el cual establecerse; pero eran mesoamericanos,
esto es, cultural y lingüísticamente estaban
emparentados con otros pueblos que gozaban de mejor
situación en el contexto político que
los recibía. Pertenecían, por tanto, a
una remota tradición que se había originado
milenios atrás con los primeros pueblos agricultores
de este territorio; su pensamiento era resultado de
una larga transformación de sociedades que, de
un estadio de aldeas incipientes, se habían desarrollado
hasta constituir estados poderosos. Si bien cada pueblo
poseía sus dioses patronos y sus cultos particulares,
el panteón, la mitología, el ritual y
las creencias sobre el funcionamiento del mundo concordaban
en sus elementos nucleares. Por esta razón debemos
entender al pueblo mexica, desde mucho antes de la fundación
de su capital, Mexico-Tenochtitlan, como un componente
más del orden cultural al que habían pertenecido
los primeros cultivadores de maíz: los pueblos
del Preclásico que perfeccionaron las técnicas
agrícolas; los olmecas; los creadores del calendario,
de la astronomía y de la escritura; los zapotecos,
teotihuacanos y mayas del Clásico; los aguerridos
toltecas y, en resumen, muchos otros pueblos que habían
participado en la construcción de una muy particular
concepción del cosmos. Sin embargo, como todos
los demás pueblos mesoamericanos, no fueron meros
herederos. Al pertenecer a la tradición milenaria,
enriquecieron con su propia historia aquella visión
del mundo y llevaron su pensamiento para enfrentarlo
o entrelazarlo hasta donde alcanzaron a llegar sus guerreros
y sus comerciantes.
La
reciprocidad
Si nos fuese necesario señalar la característica
más notable de la cosmovisión mexica –y
la de sus contemporáneos, la de sus antepasados
e incluso la de sus descendientes– tal vez debiéramos
mencionar que concebía que la realidad divina
estaba traslapada en el espacio de las criaturas. Expliquemos:
los mesoamericanos creían en una doble naturaleza
del tiempo y del espacio. Por una parte existía
el tiempo-espacio original y ajeno, al que podemos denominar
“anecúmeno”, poblado por los seres
que suelen denominarse “sobrenaturales”:
los dioses, las fuerzas, los muertos… Por la otra,
el tiempo-espacio causado, propio, el “ecúmeno”,
o sea el mundo creado por los dioses y habitado por
las criaturas: los hombres, los animales, las plantas,
los minerales, los meteoros, los astros. Sin embargo,
el ecúmeno no sólo estaba poblado por
las criaturas, pues también lo ocupaban los invisibles
seres sobrenaturales, y eran ellos los encargados de
dinamizar, animar, transformar, deteriorar y destruir
todo lo creado. En esta forma, los mesoamericanos explicaban
su propio ser y su entorno movidos por entidades imperceptibles,
a muchas de las cuales antropomorfizaron. ¿Cómo?
Atribuyéndoles características propias
de los seres humanos, o sea deificándolas. Los
dioses eran concebidos como seres benéficos o
maléficos, afables o crueles, indulgentes o vengativos,
generosos o avaros; pero, sobre todo, eran tan semejantes
al hombre que podían escucharlo, compadecerse
de sus ruegos, cambiar de voluntad si se condolían
con sus plegarias y ofrendas, y conceder lo pedido a
los piadosos. En otras palabras, entre los hombres y
los seres invisibles podían establecerse nexos
de carácter social, incluso establecerse pactos
e intercambios de servicios mediante el diálogo
constante entre el aquí-ahora y el allá-entonces.
A la creencia en esta estrecha relación se debe
que el mesoamericano explicara su origen como el cumplimiento
de una voluntad divina que buscaba un intercambio de
prestaciones: los dioses habían creado al hombre
y lo habían colocado en un nicho propicio para
su existencia, distinguiéndolo de las bestias
e imponiéndolo a ellas; pero también lo
habían facultado, con la inteligencia, la palabra
y las capacidades reproductivas y de trabajo para que
cumpliera con sus funciones: debería reconocer
a los dioses, adorarlos con sus plegarias, producir
lo suficiente para ofrendarles, y reproducirse para
garantizar que el reconocimiento y el intercambio se
perpetuarían hasta el fin del mundo.
Era una concepción eminentemente agrícola.
El agricultor se sentía auxiliado por dioses,
fuerzas y muertos en sus cultivos. Las mieses se producían
gracias a la permanente y estrecha colaboración
entre las criaturas y los sobrenaturales, y por ello
la cosecha debía dividirse para entregar las
primicias a los seres invisibles. Se correspondía
así con justicia a su intervención productiva.
Las
sociedades humanas
La historia de los mexicas nos habla de su larga migración,
que abarcó de principios del siglo XII a mediados
del XIV. Habían partido de un sitio llamado Aztlan
con el propósito de encontrar la tierra prometida.
Venían divididos en varios calpulli.
Estos grupos comprendían un crecido número
de familias supuestamente emparentadas por la ascendencia
común de un antepasado con características
divinas. Como podrá suponerse, el tipo de organización
no era exclusivo de los mexicas, pues las fuentes documentales
nos hablan de una tradición generalizada entre
los pueblos mesoamericanos. Según las noticias
que llegan a nuestros días, las poblaciones que
ocupaban pueblos y ciudades se dividían en conglomerados
que se repartían las tierras necesarias para
su sustento. Cada calpulli poseía un
espacio denominado calpullalli (tierras del
calpulli), mismo que se parcelaba para distribuir
en usufructo entre las diversas familias que lo componían.
De esta manera, la posesión inalienable de los
predios daba origen a una fuerte cohesión de
carácter económico entre los miembros
del grupo. No era el único factor de unión,
pues solía existir entre ellos una liga originada
en la comunidad de oficio. Todo se remitía a
un origen ancestral: el antepasado divino, llamado calpultéotl
(dios del calpulli), los había creado
con su propia sustancia, les había dado una profesión,
les había prometido una tierra en este mundo
y los había guiado milagrosamente hasta encontrarla.
Ya establecidos, el dios seguía protegiéndolos
y les otorgaba lluvias, fertilidad a sus semillas, salud
y poder reproductivo; aunque también vigilaba
el cumplimiento de sus obligaciones y castigaba sus
transgresiones y su negligencia. Con esta fundamentación
religiosa, los calpulli se constituían
políticamente alrededor de una jefatura de linaje,
dirigida por el teáchcauh (hermano mayor) y por
un consejo de ancianos. Cada familia contribuía
al sostenimiento del gobierno y del culto internos.
La herencia cultural se conservaba gracias a la tendencia
endogámica del calpulli.
Los relatos de la migración mexica nos hablan
de una división jerárquica de los calpulteteo
o dioses de los calpulli. En efecto, cada calpulli
cargaba a su propio dios patrono; pero el conjunto de
los migrantes se había movilizado por órdenes,
bajo la protección y con la promesa hecha por
un calpultéotl general. Era éste el dios
llamado Huitzilopochtli, Tetzauhtéotl o Mexi.
La jerarquía no es contradictoria. Entre las
características de los dioses mesoamericanos
se encuentran las posibilidades de fusión y fisión.
Así, el dios supremo se dividía en dos
personas, el Padre y la Madre de los dioses. Sus hijos
representaban sus desdoblamientos, y cada hijo seguía
dividiéndose hasta constituir la multitud de
divinidades que formaban el panteón. De igual
manera, varios dioses podían unirse hasta formar
uno de mayor poder, de un modo tal que la individualidad
de los dioses era relativa. Podemos considerar, entonces,
que la agrupación de numerosos calpulli
podía basarse en la creencia de que los diversos
calpulteteo se fundían en un calpultéotl
general.
La jerarquía de los dioses patronos posee varios
niveles. Sobre los protectores de los calpulli
estaban los de las ciudades y estados; pero más
alto se encontraban los de las etnias, entre ellos Otómitl,
el dios de los otomíes; Mixtécatl, el
de los mixtecos, y Cuextécatl, el de los huastecos.
En este orden ascendente, se llegaba a la concepción
de un patrono supremo: toda la humanidad tenía
un dios generador, el que había tomado una parte
de su propio cuerpo y la había derramado sobre
la materia muerta para formar la masa de la primera
pareja.
Cada patrono de calpulli centraba los intereses
y forma de vida íntima de sus hijos. Templo,
tierras, oficio, gobierno, salud, reproducción,
lluvia, fertilidad, lengua, cultura, historia y destino
giraban en torno a un dios que extendía la red
de los nexos comunales. Sin embargo, la vida y la organización
de los calpulli se hacían aun más
complejas cuando estas unidades se convertían
en las piezas de un estado. Los calpullalli
adquirían entonces la categoría de demarcaciones
o barrios, y cada calpulli debía recibir,
alojar y mantener a otro gobernante, el tecuhtli, nombrado
desde el centro del poder por el tlatoani (rey). Las
facultades del tecuhtli eran diferentes de las del teáchcauh.
Éste, como jefe natural del calpulli,
tenía a su cargo la vigilancia interna, la distribución
equitativa de las tierras, el reparto justo de las obligaciones
tributarias, etc. El tecuhtli, en cambio, era juez de
causas mayores, capitán de la unidad militar
que formaban los hombres del calpulli y recaudador
de tributos, con la doble representación del
rey ante el calpulli y del calpulli en el palacio.
Como podrá suponerse, el calpulli convertido
en demarcación estatal, debía contribuir
ritual y económicamente al culto público
del estado.
El
origen del hombre y el de los grupos humanos
Cuando las cosmovisiones plantean que las criaturas
han existido sin mutación desde el principio
del mundo, es necesario resolver graves contradicciones,
entre ellas la antítesis de la unidad y la diversidad
de lo creado. La permanencia de las características
inmodificables de cada clase o especie permite que las
generaciones presentes sustituyan a las que fueron iguales
a ellas. Pero, ¿qué sucede cuando estas
características esenciales aparecen fragmentadas,
diversificadas, sin que pueda negarse que sus variantes
sean también esenciales? Veamos el caso de los
seres humanos. Se ha dicho que obtuvieron como atributos
específicos el lenguaje y la capacidad de trabajo.
Sin embargo, ¿qué pasa con las lenguas
y los oficios? Según los mitos, unas y otros
están distribuidos entre los distintos grupos
humanos desde que éstos fueron creados. La esencialidad
del lenguaje puede suponerse antitética a la
de las lenguas, y lo mismo sucede al contrastar la generalidad
del trabajo con la particularidad de los oficios. Estos
problemas van unidos al de la unidad y la diversidad
del género humano, supuestamente inmutable desde
su aparición en el mundo.
La solución de la paradoja se halló en
la mitología. Un famoso mito explica el origen
de la especie recurriendo a la acción de un dios
creador: Quetzalcóatl viajó al Lugar de
la Muerte, recogió allí materia ósea,
la llevó a Tamoanchan y vertió sobre ella
la sangre que extrajo de su propio pene. La mezcla dio
origen a la primera pareja humana. Junto a este mito
aparecen otros que se refieren a la existencia de los
hombres en un lugar donde aguardan la oportunidad de
salir a la superficie de la tierra. Este sitio es subterráneo,
cavernoso, y se le representa como una montaña
que alberga en su seno siete grupos humanos a punto
de ser paridos. Su nombre es Chicomóztoc (Lugar
de las Siete Cuevas), y se considera el origen de todos
los hombres, aunque cada nacimiento tenga que reducirse
al número canónico de siete conjuntos.
Cada grupo saldrá dirigido por su dios patrono,
quien le otorgará las especificidades esenciales.
De esta manera se aplica la misma ley que rige a los
dioses: un creador se segmenta en varios creadores;
una creación se segmenta en varias creaciones.
El ser humano, como tal, recibe sus atributos genéricos;
el grupo, como tal, recibe sus atributos específicos.
Siendo dos los nacimientos, tanto los primeros como
los segundos atributos son esenciales.
Lo
imperceptible
Vivimos atentos a la sucesión de procesos que
transforman nuestra interioridad y nuestro entorno.
Respondemos a la perpetua mudanza con la percepción
y el acto, cuestionando y respondiendo siempre sobre
las causas de lo regular y de lo contingente. Ésta
es la condición humana, la que construye tradiciones
con la experiencia acumulada.
Por milenios, los mesoamericanos observaron la inconmensurable
diversidad del mundo; supieron de la existencia de fuerzas
imperceptibles que provocaban los cambios; esperaron
la llegada de lo previsible y se previnieron contra
lo imprevisto; clasificaron las cosas y descubrieron
la regularidad de su reproducción; proyectaron
hacia todo el entorno sus hábitos sociales para
influir con el gesto y la palabra, y atribuyeron su
condición –su temporalidad, su finitud–
a lo existente.
La concepción de las fuerzas imperceptibles culminó
en la creencia en un trasmundo, fuente de todo dinamismo.
Fue un trasmundo de infinitas piezas heterogéneas,
con la diversidad suficiente para explicar la del mundo
visible, colmado de criaturas. Éstas, arrastradas
por cursos reiterados, previsibles, hicieron que los
cultivadores de maíz descubrieran, imaginaran
o reiteraran el conocimiento de leyes universales, ciclos
ciertos, retornos indefectibles creadores de las secuencias
del día y la noche, de las lluvias y las secas,
de la vida y la muerte, de ortos y ocasos. Pero el mesoamericano
también tuvo que tomar en cuenta la ruptura de
las regularidades, la aparición del accidente.
Y el accidente –la violación de la ley–
implicaba la existencia de los transgresores, entes
sobrenaturales provistos de una voluntad semejante a
la humana.
Los seres antropomorfizados por la atribución
de voluntad son sin duda terribles por su capacidad
de disponer a capricho del destino de los hombres. Sin
embargo, la personificación magnificada los incluyó
en la condición social, en las prácticas
humanas, y fueron así los invisibles que escuchan,
que se ablandan con halagos y dones, que recompensan
los esfuerzos de los píos, que acogen bajo su
protección a los desvalidos. Heterogéneos
los dioses, cada uno de ellos haría valer la
particularidad de su ser y dominio, de sus apetencias
–necesidades, en última instancia–,
y exigiría una vía cultual determinada
y un tipo de ofrendas que satisficieran sus deseos.
Fuerzas, leyes, ciclos, dioses grandes y pequeños,
poblaron este mundo; pero el mundo se había concebido
con el principio y el fin inherentes al ser humano.
Más allá del destino acotado del mundo,
los dioses habían existido en otro tiempo, en
otro espacio, en un allá-entonces que era y sería
por siempre su morada.
Allá-entonces
Se intuyó –más allá de la
posibilidad humana de precisarlo– un tiempo no
marcado por la voluntad de acción: el tiempo
del ocio divino. Sin embargo, este tiempo fue la fuente
inasible de actividad de dioses –ya múltiples–
que abandonaron su reposo para dar principio al tiempo-espacio
de las aventuras. Empezaron los mitos.
¿Qué son los mitos? Las referencias al
juego de las fuerzas creadoras que interactuaron en
el allá-entonces para generar lo mundano. Los
procesos fueron descritos en términos humanos.
La interacción de los dioses fue comparada con
la vasta complejidad de las relaciones sociales, y por
ello la imaginación de los mitopoetas produjo
relatos de amoríos, lealtades, incontinencias,
odios, envidias, venganzas, robos, estupros, guerras,
mutilaciones… En pocas palabras, los dioses creadores
fueron concebidos como actores de magnas epopeyas que
culminaron en los actos de creación.
Hay dos mitos que exponen en términos muy amplios
el sentido de los procesos formativos. Uno de ellos
cuenta que los dioses vivían con sus padres,
Tonacatecuhtli y Tonacacíhuatl, en Tamoanchan
o Xúchitl Icacan; pero su apacible existencia
concluyó debido a que se atrevieron a cortar
flores y ramas de los árboles de aquel vergel.
Furiosos el Padre y la Madre por la conducta de sus
hijos, los echaron de Tamoanchan, arrojándolos
a la superficie de la tierra y al Lugar de la Muerte.
Pese a su parecido con la tradición bíblica,
la antigüedad americana de este mito está
documentada en la iconografía. El segundo relato
nos sitúa en Teotihuacan antes del nacimiento
del mundo. Los dioses buscaron entre ellos al que pudiera
convertirse en Sol. Elegidos dos candidatos, el rico
Tecuciztécatl y el pobre Nanahuatzin, los dioses
les dijeron que habrían de arrojarse a sendas
hogueras. Lo hizo Nanahuatzin y lo secundó Tecuciztécatl.
Sus cuerpos se consumieron en las llamas; descendieron
ambos al Lugar de la Muerte, y aparecieron posteriormente
con enorme fulgor en el horizonte oriental. Nanahuatzin
había conquistado la primacía con su arrojo.
Los dioses reconocieron su valor y le pidieron que iniciara
el curso celeste, necesario para la existencia del mundo;
pero el Sol recién nacido se negó a ello,
diciendo que no cumpliría su misión hasta
que todos los dioses, siguiendo su ejemplo, fuesen sacrificados.
El dios Xólotl huyó para escapar del sacrificio;
pero su trágico destino se cumplió, y
tras la muerte se convirtió en ajolote.
Estos relatos explican el proceso mitológico:
el Padre y la Madre determinan crear el mundo y expulsan
a sus hijos de Tamoanchan. Los dioses hijos quedan condenados
a existir tanto sobre la superficie de la tierra como
en las profundidades. Su misión es dar origen
a las criaturas a partir de sí mismos. Nanahuatzin,
rey del mundo por nacer, muestra el camino: se inmola,
penetra al Lugar de la Muerte, adquiere allá
una nueva naturaleza y surge como la criatura máxima,
el Sol. Los mitos nos muestran que las criaturas son
los dioses creadores convertidos en seres mundanos por
medio del sacrificio; su transformación los ató
al ciclo de la vida y de la muerte. Cada individuo –astro,
piedra, vegetal, animal, hombre– es un dios encapsulado
en materia pesada, dura, perceptible, deteriorable.
Cuando la materia se gasta, el individuo desaparece
de la superficie del mundo; pero su esencia divina va
al Lugar de la Muerte para esperar allá la oportunidad
de brotar de nuevo, una vez más encapsulado,
para dar origen a otro individuo. Su esencia –sustancia
divina– se conserva así a lo largo de las
generaciones.
El
movimiento del mundo
Con el primer movimiento del Sol sobre la bóveda
celeste se inicia la marcha del mundo. ¿Qué
lo mueve? Todo lo existente –incluidos los dioses–
está formado por dos sustancias opuestas y complementarias,
combinadas en cada ser en diferentes proporciones. Una
sustancia es celeste, superior, luminosa, masculina,
seca, caliente; la otra pertenece al inframundo, es
inferior, oscura, femenina, húmeda y fría.
Entre ambas se establece una perpetua lucha que todo
lo dinamiza. No poseen fuerzas iguales. Lo luminoso
domina a lo oscuro y lo derrota; pero el desgaste del
triunfo lo debilita, y permite que lo oscuro se reponga
y lo venza.
Los ciclos se repiten indefinidamente en todos los ámbitos
mundanos, de tal manera que hacen posible la existencia.
Un perfecto equilibrio o una victoria absoluta de una
de las fuerzas darían como resultado la destrucción
de las criaturas y de su morada. Esta concepción
constituye una diferencia fundamental de la tradición
mesoamericana frente a otras visiones del cosmos en
que la lucha de contrarios implica una existencia imperfecta,
preludio del triunfo definitivo de una de las fuerzas.
La tradición mesoamericana, realista, fija su
atención en la existencia terrenal y considera
al mundo un habitáculo apropiado para la existencia
de las criaturas.
Continua
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Alfredo López Austin
La cosmovisión mexica
concebía que la realidad divina estaba traslapada
en el espacio de las criaturas, se creía en una
doble naturaleza del tiempo y del espacio.
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