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LA religión mexica

ÍNDICE 91  
DOSIER: La religión mexica HIST. DE ARQUEOLOGÍA: El peregrinar la Piedra del Sol
Los mexicas ante el cosmos ARQUEOLOGÍA: El arte rupestre, Guanajuato
El mundo sobrenatural ANTROPOLOGÍA FÍSICA: El cuerpo humano
Los “2 000 dioses” de los mexicas PIEZA: Espina con inscripción de Comalcalco
Ochpaniztli. La fiesta de las siembras MITOS Y CUENTOS: Nuestro Abuelo el fuego
Historia sobre religión mexica DOCUMENTOS: Códice Madrid
La cosmovisión de los nahuas CONCURSO: La sangre y el oro

Los mexicas ante el cosmos
Alfredo López Austin

Para Martha Rosario

La cosmovisión mexica concebía que la realidad divina estaba traslapada en el espacio de las criaturas, se creía en una doble naturaleza del tiempo y del espacio. Por una parte, existía el tiempo-espacio original y ajeno (“anecúmeno”), poblado por seres “sobrenaturales”: los dioses, las fuerzas, los muertos; por la otra, estaba el tiempo-espacio causado, propio (“ecúmeno”), el mundo creado por los dioses y habitado por las criaturas: los hombres, los animales, las plantas, los minerales, los meteoros, los astros.

Por milenios, los mesoamericanos observaron la inconmensurable diversidad del mundo; supieron de la existencia de fuerzas imperceptibles que provocaban los cambios; esperaron la llegada de lo previsible y se previnieron contra lo imprevisto; clasificaron las cosas y descubrieron la regularidad de su reproducción. La fecha 2 acátl (a) indicaba el inicio de un nuevo siglo mexica. Teocalli de la Guerra Sagrada. Centro de México. MNA.
Foto: Marco Antonio Pacheco / Raíces


Quien contempla el cosmos admira su propia proyección. Derecha e izquierda siguen el eje de su cuerpo;el fuego alumbra a la medida de sus ojos; son sus temores los que moldean los hados y sus palpitaciones las que acompasan la música de las estrellas. Quien contempla el cosmos ve proyecciones de sus ancestros, de sus contemporáneos, de su futura descendencia. Quien contempla el cosmos ve su propia, privada, íntima proyección: su obra.

La cosmovisión en la vida cotidiana
Para adentrarnos en el estudio de la cosmovisión de un pueblo es necesario que reflexionemos no sólo en el contenido de dicho sistema de pensamiento, sino en su origen y utilización. Cuando pensamos en su origen, por lo regular damos un valor excesivo a la especulación de los sabios y los iluminados, sin tomar en cuenta que los méritos corresponden a una inmensa multitud de autores anónimos que, día con día, a lo largo de los siglos, van transformando, sin saberlo, la forma de percibir y concebir el mundo.
En efecto, todos construimos la cosmovisión. Lo hacemos constantemente, en los más diversos ámbitos de nuestras acciones y reflexiones. Nuestra colaboración es en buena parte racional; pero, paradójicamente, no somos conscientes de ella. Al externar nuestras ideas, al recibir las de nuestros semejantes, participamos en un proceso milenario de selección, abstracción y sistematización del pensamiento. En cada uno de nuestros diálogos elegimos vías lógicas de comunicación y formulamos, también lógicamente, nuestros juicios, opiniones, propuestas y argumentos. Los diálogos, inmensamente multiplicados en la colectividad, contrastados, depurados por la lógica, se van incrustando en el gran sistema que llamamos cosmovisión, y el producto va cargado de la historia que nos transforma cada día. Esto produce una paradoja más: la cosmovisión, formada en la tradición de siglos y siglos, nunca está completa, nunca está terminada, porque la historia la modifica constantemente. El antiquísimo saber ha de vivir al día. ¿Por qué? Simplemente porque usamos la cosmovisión: de ella derivan las formas de percepción, las guías de acción, las normas de conducta, las estructuras de pensamiento, todo en el juego de la sabiduría de la tradición, de la adaptación al presente y de los proyectos de la vida futura. ¿Quién la posee? Ningún sabio, en ninguna época de la humanidad, ha sido capaz de abarcar el conocimiento de su tiempo. Cada creador-usuario posee un valioso segmento, y todos los segmentos se articulan para formar el gran conjunto de ideas. ¿Significa esto que todos los miembros de una colectividad tienen un segmento absolutamente concordante con los demás? No, y aquí estaríamos ante una tercera paradoja: el conjunto no es sólo un complejo dialécticamente articulado, sino que es precisamente su conformación la que permite el diálogo social total, de la mayor armonía a la mayor discrepancia. La cosmovisión no es sólo una construcción de todos: es la palestra.

La cosmovisión de un pueblo mesoamericano
Es frecuente escuchar que cuando los mexicas se establecieron en el siglo XIV de nuestra era en la cuenca lacustre, su nivel de desarrollo era el de recolectores-cazadores, ajenos a la cultura mesoamericana. La idea de su primitivismo inicial forma parte de un patrón de leyendas de origen, repetido por otros muchos pueblos de la época; pero no corresponde a la realidad histórica. Los mexicas eran un pueblo pobre que buscaba un territorio propicio en el cual establecerse; pero eran mesoamericanos, esto es, cultural y lingüísticamente estaban emparentados con otros pueblos que gozaban de mejor situación en el contexto político que los recibía. Pertenecían, por tanto, a una remota tradición que se había originado milenios atrás con los primeros pueblos agricultores de este territorio; su pensamiento era resultado de una larga transformación de sociedades que, de un estadio de aldeas incipientes, se habían desarrollado hasta constituir estados poderosos. Si bien cada pueblo poseía sus dioses patronos y sus cultos particulares, el panteón, la mitología, el ritual y las creencias sobre el funcionamiento del mundo concordaban en sus elementos nucleares. Por esta razón debemos entender al pueblo mexica, desde mucho antes de la fundación de su capital, Mexico-Tenochtitlan, como un componente más del orden cultural al que habían pertenecido los primeros cultivadores de maíz: los pueblos del Preclásico que perfeccionaron las técnicas agrícolas; los olmecas; los creadores del calendario, de la astronomía y de la escritura; los zapotecos, teotihuacanos y mayas del Clásico; los aguerridos toltecas y, en resumen, muchos otros pueblos que habían participado en la construcción de una muy particular concepción del cosmos. Sin embargo, como todos los demás pueblos mesoamericanos, no fueron meros herederos. Al pertenecer a la tradición milenaria, enriquecieron con su propia historia aquella visión del mundo y llevaron su pensamiento para enfrentarlo o entrelazarlo hasta donde alcanzaron a llegar sus guerreros y sus comerciantes.

La reciprocidad
Si nos fuese necesario señalar la característica más notable de la cosmovisión mexica –y la de sus contemporáneos, la de sus antepasados e incluso la de sus descendientes– tal vez debiéramos mencionar que concebía que la realidad divina estaba traslapada en el espacio de las criaturas. Expliquemos: los mesoamericanos creían en una doble naturaleza del tiempo y del espacio. Por una parte existía el tiempo-espacio original y ajeno, al que podemos denominar “anecúmeno”, poblado por los seres que suelen denominarse “sobrenaturales”: los dioses, las fuerzas, los muertos… Por la otra, el tiempo-espacio causado, propio, el “ecúmeno”, o sea el mundo creado por los dioses y habitado por las criaturas: los hombres, los animales, las plantas, los minerales, los meteoros, los astros. Sin embargo, el ecúmeno no sólo estaba poblado por las criaturas, pues también lo ocupaban los invisibles seres sobrenaturales, y eran ellos los encargados de dinamizar, animar, transformar, deteriorar y destruir todo lo creado. En esta forma, los mesoamericanos explicaban su propio ser y su entorno movidos por entidades imperceptibles, a muchas de las cuales antropomorfizaron. ¿Cómo? Atribuyéndoles características propias de los seres humanos, o sea deificándolas. Los dioses eran concebidos como seres benéficos o maléficos, afables o crueles, indulgentes o vengativos, generosos o avaros; pero, sobre todo, eran tan semejantes al hombre que podían escucharlo, compadecerse de sus ruegos, cambiar de voluntad si se condolían con sus plegarias y ofrendas, y conceder lo pedido a los piadosos. En otras palabras, entre los hombres y los seres invisibles podían establecerse nexos de carácter social, incluso establecerse pactos e intercambios de servicios mediante el diálogo constante entre el aquí-ahora y el allá-entonces.
A la creencia en esta estrecha relación se debe que el mesoamericano explicara su origen como el cumplimiento de una voluntad divina que buscaba un intercambio de prestaciones: los dioses habían creado al hombre y lo habían colocado en un nicho propicio para su existencia, distinguiéndolo de las bestias e imponiéndolo a ellas; pero también lo habían facultado, con la inteligencia, la palabra y las capacidades reproductivas y de trabajo para que cumpliera con sus funciones: debería reconocer a los dioses, adorarlos con sus plegarias, producir lo suficiente para ofrendarles, y reproducirse para garantizar que el reconocimiento y el intercambio se perpetuarían hasta el fin del mundo.
Era una concepción eminentemente agrícola. El agricultor se sentía auxiliado por dioses, fuerzas y muertos en sus cultivos. Las mieses se producían gracias a la permanente y estrecha colaboración entre las criaturas y los sobrenaturales, y por ello la cosecha debía dividirse para entregar las primicias a los seres invisibles. Se correspondía así con justicia a su intervención productiva.

Las sociedades humanas
La historia de los mexicas nos habla de su larga migración, que abarcó de principios del siglo XII a mediados del XIV. Habían partido de un sitio llamado Aztlan con el propósito de encontrar la tierra prometida. Venían divididos en varios calpulli. Estos grupos comprendían un crecido número de familias supuestamente emparentadas por la ascendencia común de un antepasado con características divinas. Como podrá suponerse, el tipo de organización no era exclusivo de los mexicas, pues las fuentes documentales nos hablan de una tradición generalizada entre los pueblos mesoamericanos. Según las noticias que llegan a nuestros días, las poblaciones que ocupaban pueblos y ciudades se dividían en conglomerados que se repartían las tierras necesarias para su sustento. Cada calpulli poseía un espacio denominado calpullalli (tierras del calpulli), mismo que se parcelaba para distribuir en usufructo entre las diversas familias que lo componían. De esta manera, la posesión inalienable de los predios daba origen a una fuerte cohesión de carácter económico entre los miembros del grupo. No era el único factor de unión, pues solía existir entre ellos una liga originada en la comunidad de oficio. Todo se remitía a un origen ancestral: el antepasado divino, llamado calpultéotl (dios del calpulli), los había creado con su propia sustancia, les había dado una profesión, les había prometido una tierra en este mundo y los había guiado milagrosamente hasta encontrarla. Ya establecidos, el dios seguía protegiéndolos y les otorgaba lluvias, fertilidad a sus semillas, salud y poder reproductivo; aunque también vigilaba el cumplimiento de sus obligaciones y castigaba sus transgresiones y su negligencia. Con esta fundamentación religiosa, los calpulli se constituían políticamente alrededor de una jefatura de linaje, dirigida por el teáchcauh (hermano mayor) y por un consejo de ancianos. Cada familia contribuía al sostenimiento del gobierno y del culto internos. La herencia cultural se conservaba gracias a la tendencia endogámica del calpulli.
Los relatos de la migración mexica nos hablan de una división jerárquica de los calpulteteo o dioses de los calpulli. En efecto, cada calpulli cargaba a su propio dios patrono; pero el conjunto de los migrantes se había movilizado por órdenes, bajo la protección y con la promesa hecha por un calpultéotl general. Era éste el dios llamado Huitzilopochtli, Tetzauhtéotl o Mexi.
La jerarquía no es contradictoria. Entre las características de los dioses mesoamericanos se encuentran las posibilidades de fusión y fisión. Así, el dios supremo se dividía en dos personas, el Padre y la Madre de los dioses. Sus hijos representaban sus desdoblamientos, y cada hijo seguía dividiéndose hasta constituir la multitud de divinidades que formaban el panteón. De igual manera, varios dioses podían unirse hasta formar uno de mayor poder, de un modo tal que la individualidad de los dioses era relativa. Podemos considerar, entonces, que la agrupación de numerosos calpulli podía basarse en la creencia de que los diversos calpulteteo se fundían en un calpultéotl general.
La jerarquía de los dioses patronos posee varios niveles. Sobre los protectores de los calpulli estaban los de las ciudades y estados; pero más alto se encontraban los de las etnias, entre ellos Otómitl, el dios de los otomíes; Mixtécatl, el de los mixtecos, y Cuextécatl, el de los huastecos. En este orden ascendente, se llegaba a la concepción de un patrono supremo: toda la humanidad tenía un dios generador, el que había tomado una parte de su propio cuerpo y la había derramado sobre la materia muerta para formar la masa de la primera pareja.
Cada patrono de calpulli centraba los intereses y forma de vida íntima de sus hijos. Templo, tierras, oficio, gobierno, salud, reproducción, lluvia, fertilidad, lengua, cultura, historia y destino giraban en torno a un dios que extendía la red de los nexos comunales. Sin embargo, la vida y la organización de los calpulli se hacían aun más complejas cuando estas unidades se convertían en las piezas de un estado. Los calpullalli adquirían entonces la categoría de demarcaciones o barrios, y cada calpulli debía recibir, alojar y mantener a otro gobernante, el tecuhtli, nombrado desde el centro del poder por el tlatoani (rey). Las facultades del tecuhtli eran diferentes de las del teáchcauh. Éste, como jefe natural del calpulli, tenía a su cargo la vigilancia interna, la distribución equitativa de las tierras, el reparto justo de las obligaciones tributarias, etc. El tecuhtli, en cambio, era juez de causas mayores, capitán de la unidad militar que formaban los hombres del calpulli y recaudador de tributos, con la doble representación del rey ante el calpulli y del calpulli en el palacio. Como podrá suponerse, el calpulli convertido en demarcación estatal, debía contribuir ritual y económicamente al culto público del estado.

El origen del hombre y el de los grupos humanos
Cuando las cosmovisiones plantean que las criaturas han existido sin mutación desde el principio del mundo, es necesario resolver graves contradicciones, entre ellas la antítesis de la unidad y la diversidad de lo creado. La permanencia de las características inmodificables de cada clase o especie permite que las generaciones presentes sustituyan a las que fueron iguales a ellas. Pero, ¿qué sucede cuando estas características esenciales aparecen fragmentadas, diversificadas, sin que pueda negarse que sus variantes sean también esenciales? Veamos el caso de los seres humanos. Se ha dicho que obtuvieron como atributos específicos el lenguaje y la capacidad de trabajo. Sin embargo, ¿qué pasa con las lenguas y los oficios? Según los mitos, unas y otros están distribuidos entre los distintos grupos humanos desde que éstos fueron creados. La esencialidad del lenguaje puede suponerse antitética a la de las lenguas, y lo mismo sucede al contrastar la generalidad del trabajo con la particularidad de los oficios. Estos problemas van unidos al de la unidad y la diversidad del género humano, supuestamente inmutable desde su aparición en el mundo.
La solución de la paradoja se halló en la mitología. Un famoso mito explica el origen de la especie recurriendo a la acción de un dios creador: Quetzalcóatl viajó al Lugar de la Muerte, recogió allí materia ósea, la llevó a Tamoanchan y vertió sobre ella la sangre que extrajo de su propio pene. La mezcla dio origen a la primera pareja humana. Junto a este mito aparecen otros que se refieren a la existencia de los hombres en un lugar donde aguardan la oportunidad de salir a la superficie de la tierra. Este sitio es subterráneo, cavernoso, y se le representa como una montaña que alberga en su seno siete grupos humanos a punto de ser paridos. Su nombre es Chicomóztoc (Lugar de las Siete Cuevas), y se considera el origen de todos los hombres, aunque cada nacimiento tenga que reducirse al número canónico de siete conjuntos. Cada grupo saldrá dirigido por su dios patrono, quien le otorgará las especificidades esenciales. De esta manera se aplica la misma ley que rige a los dioses: un creador se segmenta en varios creadores; una creación se segmenta en varias creaciones. El ser humano, como tal, recibe sus atributos genéricos; el grupo, como tal, recibe sus atributos específicos. Siendo dos los nacimientos, tanto los primeros como los segundos atributos son esenciales.

Lo imperceptible
Vivimos atentos a la sucesión de procesos que transforman nuestra interioridad y nuestro entorno. Respondemos a la perpetua mudanza con la percepción y el acto, cuestionando y respondiendo siempre sobre las causas de lo regular y de lo contingente. Ésta es la condición humana, la que construye tradiciones con la experiencia acumulada.
Por milenios, los mesoamericanos observaron la inconmensurable diversidad del mundo; supieron de la existencia de fuerzas imperceptibles que provocaban los cambios; esperaron la llegada de lo previsible y se previnieron contra lo imprevisto; clasificaron las cosas y descubrieron la regularidad de su reproducción; proyectaron hacia todo el entorno sus hábitos sociales para influir con el gesto y la palabra, y atribuyeron su condición –su temporalidad, su finitud– a lo existente.
La concepción de las fuerzas imperceptibles culminó en la creencia en un trasmundo, fuente de todo dinamismo. Fue un trasmundo de infinitas piezas heterogéneas, con la diversidad suficiente para explicar la del mundo visible, colmado de criaturas. Éstas, arrastradas por cursos reiterados, previsibles, hicieron que los cultivadores de maíz descubrieran, imaginaran o reiteraran el conocimiento de leyes universales, ciclos ciertos, retornos indefectibles creadores de las secuencias del día y la noche, de las lluvias y las secas, de la vida y la muerte, de ortos y ocasos. Pero el mesoamericano también tuvo que tomar en cuenta la ruptura de las regularidades, la aparición del accidente. Y el accidente –la violación de la ley– implicaba la existencia de los transgresores, entes sobrenaturales provistos de una voluntad semejante a la humana.
Los seres antropomorfizados por la atribución de voluntad son sin duda terribles por su capacidad de disponer a capricho del destino de los hombres. Sin embargo, la personificación magnificada los incluyó en la condición social, en las prácticas humanas, y fueron así los invisibles que escuchan, que se ablandan con halagos y dones, que recompensan los esfuerzos de los píos, que acogen bajo su protección a los desvalidos. Heterogéneos los dioses, cada uno de ellos haría valer la particularidad de su ser y dominio, de sus apetencias –necesidades, en última instancia–, y exigiría una vía cultual determinada y un tipo de ofrendas que satisficieran sus deseos.
Fuerzas, leyes, ciclos, dioses grandes y pequeños, poblaron este mundo; pero el mundo se había concebido con el principio y el fin inherentes al ser humano. Más allá del destino acotado del mundo, los dioses habían existido en otro tiempo, en otro espacio, en un allá-entonces que era y sería por siempre su morada.

Allá-entonces
Se intuyó –más allá de la posibilidad humana de precisarlo– un tiempo no marcado por la voluntad de acción: el tiempo del ocio divino. Sin embargo, este tiempo fue la fuente inasible de actividad de dioses –ya múltiples– que abandonaron su reposo para dar principio al tiempo-espacio de las aventuras. Empezaron los mitos.
¿Qué son los mitos? Las referencias al juego de las fuerzas creadoras que interactuaron en el allá-entonces para generar lo mundano. Los procesos fueron descritos en términos humanos. La interacción de los dioses fue comparada con la vasta complejidad de las relaciones sociales, y por ello la imaginación de los mitopoetas produjo relatos de amoríos, lealtades, incontinencias, odios, envidias, venganzas, robos, estupros, guerras, mutilaciones… En pocas palabras, los dioses creadores fueron concebidos como actores de magnas epopeyas que culminaron en los actos de creación.
Hay dos mitos que exponen en términos muy amplios el sentido de los procesos formativos. Uno de ellos cuenta que los dioses vivían con sus padres, Tonacatecuhtli y Tonacacíhuatl, en Tamoanchan o Xúchitl Icacan; pero su apacible existencia concluyó debido a que se atrevieron a cortar flores y ramas de los árboles de aquel vergel. Furiosos el Padre y la Madre por la conducta de sus hijos, los echaron de Tamoanchan, arrojándolos a la superficie de la tierra y al Lugar de la Muerte. Pese a su parecido con la tradición bíblica, la antigüedad americana de este mito está documentada en la iconografía. El segundo relato nos sitúa en Teotihuacan antes del nacimiento del mundo. Los dioses buscaron entre ellos al que pudiera convertirse en Sol. Elegidos dos candidatos, el rico Tecuciztécatl y el pobre Nanahuatzin, los dioses les dijeron que habrían de arrojarse a sendas hogueras. Lo hizo Nanahuatzin y lo secundó Tecuciztécatl. Sus cuerpos se consumieron en las llamas; descendieron ambos al Lugar de la Muerte, y aparecieron posteriormente con enorme fulgor en el horizonte oriental. Nanahuatzin había conquistado la primacía con su arrojo. Los dioses reconocieron su valor y le pidieron que iniciara el curso celeste, necesario para la existencia del mundo; pero el Sol recién nacido se negó a ello, diciendo que no cumpliría su misión hasta que todos los dioses, siguiendo su ejemplo, fuesen sacrificados. El dios Xólotl huyó para escapar del sacrificio; pero su trágico destino se cumplió, y tras la muerte se convirtió en ajolote.
Estos relatos explican el proceso mitológico: el Padre y la Madre determinan crear el mundo y expulsan a sus hijos de Tamoanchan. Los dioses hijos quedan condenados a existir tanto sobre la superficie de la tierra como en las profundidades. Su misión es dar origen a las criaturas a partir de sí mismos. Nanahuatzin, rey del mundo por nacer, muestra el camino: se inmola, penetra al Lugar de la Muerte, adquiere allá una nueva naturaleza y surge como la criatura máxima, el Sol. Los mitos nos muestran que las criaturas son los dioses creadores convertidos en seres mundanos por medio del sacrificio; su transformación los ató al ciclo de la vida y de la muerte. Cada individuo –astro, piedra, vegetal, animal, hombre– es un dios encapsulado en materia pesada, dura, perceptible, deteriorable. Cuando la materia se gasta, el individuo desaparece de la superficie del mundo; pero su esencia divina va al Lugar de la Muerte para esperar allá la oportunidad de brotar de nuevo, una vez más encapsulado, para dar origen a otro individuo. Su esencia –sustancia divina– se conserva así a lo largo de las generaciones.

El movimiento del mundo
Con el primer movimiento del Sol sobre la bóveda celeste se inicia la marcha del mundo. ¿Qué lo mueve? Todo lo existente –incluidos los dioses– está formado por dos sustancias opuestas y complementarias, combinadas en cada ser en diferentes proporciones. Una sustancia es celeste, superior, luminosa, masculina, seca, caliente; la otra pertenece al inframundo, es inferior, oscura, femenina, húmeda y fría. Entre ambas se establece una perpetua lucha que todo lo dinamiza. No poseen fuerzas iguales. Lo luminoso domina a lo oscuro y lo derrota; pero el desgaste del triunfo lo debilita, y permite que lo oscuro se reponga y lo venza.
Los ciclos se repiten indefinidamente en todos los ámbitos mundanos, de tal manera que hacen posible la existencia. Un perfecto equilibrio o una victoria absoluta de una de las fuerzas darían como resultado la destrucción de las criaturas y de su morada. Esta concepción constituye una diferencia fundamental de la tradición mesoamericana frente a otras visiones del cosmos en que la lucha de contrarios implica una existencia imperfecta, preludio del triunfo definitivo de una de las fuerzas. La tradición mesoamericana, realista, fija su atención en la existencia terrenal y considera al mundo un habitáculo apropiado para la existencia de las criaturas.

Continua

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La cosmovisión mexica concebía que la realidad divina estaba traslapada en el espacio de las criaturas, se creía en una doble naturaleza del tiempo y del espacio.



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