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    Cortes de los antiguos Reinos de León y de Castilla
     introducción escrita y publicada ... por Manuel Colmeiro
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Capítulo XXIII

Reinado de Don Felipe y Doña Juana

Cortes de Toro de 1505. -Cortes de Valladolid de 1506. -Cortes de Burgos del mismo año. -Cortes de Madrid de 1510. -Cortes de Burgos de 1511, 1512 y 1515.

     Apenas la esclarecida Reina bajó al sepulcro, se alzaron pendones en todas las ciudades y villas de Castilla y León por Doña Juana, que se hallaba en Flandes con el Archiduque, su marido.
     Mientras los nuevos Reyes trataban de su venida, gobernaba y administraba ambos reinos D. Fernando el Católico en virtud de la cláusula testamentaria de que ya dimos noticia, y del pleno consentimiento de las Cortes.
Cortes de Toro de 1505.      En efecto, convino a la política del Rey Católico convocarlas, y se celebraron en Toro por Enero de 1505. Juntos los procuradores juraron recibir por Reyes a D. Felipe y Doña Juana: a esta como «Reina verdadera y legítima sucesora y señora natural propietaria destos reinos y señoríos», y a aquel, «como a su legítimo marido», y le dieron «la obediencia, e reverencia, e subjeción, e vasallaje que como súbditos e naturales vasallos les deben e son obligados a les dar y prestar»(750).
     Asimismo acordaron los procuradores recibir por gobernador y administrador de Castilla y León al Rey Católico, y aun le rogaron que admitiese el cargo y no los desamparase. Recordaron el testamento de la Reina Católica, hablaron de la enfermedad y pasión de Doña Juana, que la incapacitaba para gobernar, y dijeron que sólo al padre le pertenecía y era debida la legítima cura y administración de estos reinos y señoríos conforme al dicho testamento y a las leyes, fueros y antiguas costumbres de España.
     Bien claro se ve que las Cortes convocadas por el Rey Católico respondían a su intención de alzarse con el gobierno de Castilla en perjuicio del Rey consorte. Llevada la cuestión por términos de derecho civil, como es natural tratándose de reinos patrimoniales, la cura y administración de los estados y señoríos de Doña Juana pertenecían, antes que al padre, al marido. El testamento de la Reina Católica se desviaba en esta parte del derecho común, acogiéndose a la ley de Partida, que no previó el caso de perder el seso una reina propietaria durante el matrimonio(751).
     La cláusula del testamento de la Reina Católica encomendando la gobernación del reino al Rey Católico, si Doña Juana «no quisiere o no pudiere entender en ella», aunque confirmada con el voto de las Cortes de Toro de 1505, no tuvo efecto. Otras Cortes pensaron de distinto modo, repitiéndose el caso de no ser cumplida la última voluntad del monarca, sino en cuanto no se opone a las leyes y costumbres de Castilla.
     Hay ordenamiento de estas de Toro, en el cual se contienen las ochenta y tres leyes hechas en las anteriores de 1502, y hasta entonces no publicadas por la ausencia del Rey y la enfermedad y muerte de la Reina. Los procuradores suplicaron la publicación inmediata, considerando que estaban con mucha diligencia vistas y acordadas, y que su ejecución importaba en extremo a la buena administración de la justicia.
Cortes de Salamanca y Valladolid de 1506.      A pesar del testamento de Isabel la Católica y del acuerdo tomado en las Cortes de Toro de 1505, no desistió el Archiduque de su pretensión al gobierno de Castilla como marido de Doña Juana. Asentose por fin una concordia en Salamanca el 24 de Noviembre de dicho año, cuyos principales capítulos eran que D. Felipe y Doña Juana fuesen jurados por Reyes; por Gobernador y Administrador de los reinos D. Fernando, y por Príncipe y sucesor en los de Castilla, León y Granada su nieto el Infante D. Carlos. Cuidó el Rey Católico de convocar las Cortes para dar mayor firmeza a lo pactado: se abrieron el 5 de Febrero en la misma ciudad, y volvieron a reunirse el 9 de Julio en Valladolid adonde se trasladaron.
     En este intervalo desembarcan los nuevos Reyes en la Coruña el 26 de Abril, según la opinión generalmente recibida. A su paso por Galicia, León y Castilla va ganando D. Felipe el Hermoso la voluntad de los grandes; y confiado en que seguirían su partido en caso de rompimiento con el Rey Católico, muda de parecer y renace la discordia. Todos los ánimos están suspensos de los tratos y de las vistas del Rey y el Archiduque, primero en Remesal y después en Renedo.
     No se concluyó nada a satisfacción del suegro y del yerno, y entonces, viéndose solo D. Fernando, o casi solo, pues pocos de la nobleza le permanecieron fieles, se retiró a sus estados de Aragón, dejando el campo libre a su rival.
     Lo que hicieron las Cortes desde el 5 de Febrero hasta el 9 de Julio no consta por documentos que nos sean conocidos, ni lo refieren las historias. Sábese que los procuradores juntos en Salamanca estuvieron en Cacabelos, en Villafranca y en Benavente, antes de posar en Valladolid. A Villafranca llegó D. Fernando, y por Benavente pasó D. Felipe. Si no engañan las apariencias, los procuradores esperaban ser llamados a confirmar el resultado de aquella espinosa negociación, en la cual intervinieron los grandes y privados de ambos monarcas sin participación alguna de las Cortes por vía de autoridad o de consejo.
     A las de Salamanca y Valladolid de 1506 concurrieron los de diez y ocho ciudades y villas, una más de las que según Pulgar acostumbraban enviarlos, y los enviaron a las Cortes de Toledo de 1480. Esta diferencia procedía de haber obtenido voto la ciudad de Granada como cabeza de un nuevo reino incorporado en la corona de Castilla en 1492.
     Dos son los procuradores de cada ciudad o villa cuyos nombres se expresan. Delos treinta y seis procuradores allí presentes, varios llevan apellidos ilustres, ocho usan el título de Don, uno es comendador y otro jurado; es decir, que en vez de enviar los concejos por procuradores a hombres buenos o ciudadanos, como fue costumbre en la edad media, daban sus poderes a hidalgos y caballeros, nobleza de segundo orden que alteraba la esencia de la representación popular.
     Los documentos relativos a las Cortes que poseemos no indican la presencia de los grandes y prelados, aunque tomaron una parte muy activa en el manejo de los negocios públicos, sobre todo en las altas cuestiones de gobierno que entonces se suscitaron. Una razón poderosa obliga a tener por cierta la presencia de los tres brazos o estados del reino, y es que en aquella ocasión fueron jurados los Reyes y el Príncipe D. Carlos.
     En efecto, los procuradores recibieron por Reyes y señores de estos reinos y señoríos a D. Felipe y Doña Juana, y les prestaron, «la obediencia, e reverencia, e súplica, e vasallaje que como súbditos e naturales vasallos les deben e son obligados a les dar e prestar», y lo prometieron bajo juramento, so pena de ser habidos por perjuros, infames y fementidos, si no lo cumpliesen, y de caer en caso de traición y menos valer si faltasen a la fidelidad.
     A mayor abundamiento y para mayor firmeza, hicieron los procuradores como caballeros e hijosdalgo, pleito homenaje en manos de Don García Laso de la Vega, Comendador mayor de León, según fuero y costumbre de España, acto solemne equivalente a la confirmación de la fe jurada.
     Asimismo recibieron por heredero y legítimo sucesor de los reinos de Castilla, León y Granada, para después de los días de Doña Juana, al hijo primogénito D. Carlos con iguales fórmulas e igual pleito homenaje.
     Dos circunstancias se advierten en la doble jura de los Reyes y del Príncipe dignas de observarse. Son las fórmulas del juramento tan duras y premiosas, que los procuradores parecen, más que requeridos, amenazados. La ceremonia del pleito homenaje no era nueva; pero exigirlo a los procuradores «como caballeros e como hijosdalgo», es un signo cierto de la decadencia del estado llano como cuerpo político, y del concejo como institución popular. De lejos se iban allegando los combustibles que produjeron el terrible incendio conocido en la historia con el nombre de la guerra de las comunidades.
     En Valladolid concedieron las Cortes a los Reyes cien cuentos pagados en dos años para la guerra de los Moros de Berbería. La derrama de esta suma (añade Mariana) se tuvo por grave a causa del hambre, que se padecía en Castilla(752).
     Otro negocio más dificultoso ocurrió al tiempo que estaban las Cortes reunidas en Valladolid. Hemos referido la contienda entre los Reyes Don Fernando D. Felipe sobre regir y gobernar los reinos, y su desenlace. Don Felipe vino a Castilla con grandes deseos de mandar y ser obedecido: su ambición provocó grave discordia entre marido y mujer, pretendiendo la Reina y sus parientes que mandase y firmase juntamente con el Rey, como lo habían hecho Doña Isabel y D. Fernando de gloriosa memoria. Don Felipe y sus privados, entre los cuales se contaban algunos flamencos, dieron el consejo que la Reina no mandase, ni firmase, ni entendiese, en la gobernación del Estado, sino el Rey solo, aunque los reinos pertenecían a Doña Juana y eran de su patrimonio, prevaleciendo el parecer de los cortesanos contra la opinión de los que no se atrevieron a defender la suya por no decaer de la gracia del monarca(753).
     A esta ofensa se agregó otra no menor, y fue prohibir D. Felipe a Doña Juana que viese a su padre, aunque viniese a la corte; cosas ambas que causaron pesadumbre a la Reina.
     El poco amor que D. Felipe tenía a su mujer, y el deseo de mandar sin compañía, le sugirieron el mal pensamiento de encerrarla, so pretexto de su enfermedad, en una fortaleza, y escogió el castillo de Murientes. Negoció esto con los grandes, que se rindieron a su voluntad; pero lo contradijo el Almirante de Castilla, y se dispuso a resistirlo. «Habló con los procuradores de Cortes (escribe el P. Mariana); díjoles que no viniesen en cosa tan fea, que era gran deslealtad tratallo. Ellos le ofrecieron que lo harían así y seguirían su consejo, si algún grande les asistiese. Entonces el Almirante les hizo pleito homenaje de estar con ellos a todo lo que sucediese por aquella querella. Con esto lo contradijeron la mayor parte, y sólo juraron lo que en las Cortes de Toro, es a saber: a Doña Juana por Reina propietaria de aquellos reinos: por Rey al Archiduque como a su legítimo marido, y por Príncipe y sucesor en aquella corona después de los días de su madre, a D. Carlos, su hijo(754).
     Resulta, según el P. Mariana, que en las Cortes de Salamanca y Valladolid de 1506 se hizo la indigna proposición de encerrar en una fortaleza a Doña Juana; que los procuradores fueron bastante débiles para no oponerse a la voluntad del Rey, salvo si algún grande les asistiese; que confiados en la asistencia del Almirante se opuso la mayor parte, y que bastó la sombra de las Cortes para proteger a la Reina y dejarla vivir en libertad.
     Obsérvase la novedad que el Rey dio a los procuradores por presidente al mismo D. García Laso de la Vega, en cuyas manos hicieron el pleito homenaje de que hemos dado noticia; por letrado al licenciado Fernando Tello, y al licenciado Luis de Polanco por asistente. Estos tres ministros reales con un secretario componían lo que hoy llamamos la mesa.
     Desde las Cortes de Madrid de 1419 es muy frecuente la asistencia de los doctores del Consejo con los grandes, prelados y caballeros, y fue práctica muy seguida no responder los Reyes a las peticiones de los procuradores, sino después de haber oído el parecer de unos y otros. En lo demás entendían los procuradores por sí solos, y si era necesario tratar algo con el Rey, se dirigían a él de palabra o por escrito sin medianeros forzosos, o diputaban persona de su agrado que llevase la voz de todos, como así se hizo en las Cortes de Toledo de 1406.
     La novedad introducida en estas de Salamanca y Valladolid de 1506 tuvo más importancia que una variación en el ceremonial de las Cortes; lo primero, porque se aflojaron los vínculos que acercaban el Rey a su pueblo y el pueblo a su Rey, y lo segundo, porque la presencia de los tres oficiales de la Corona cohibía la libertad de los procuradores. Andando el tiempo presidió las Cortes, en nombre del Rey, el presidente o gobernador del Consejo de Castilla asistido de los de la Cámara, lo cual preparó la peligrosa intervención del monarca en el examen de los poderes.
     Empieza el cuaderno suplicando los procuradores que el príncipe Don Carlos, a quien acababan de jurar por heredero, viniese y fuese criado en estos reinos, para que conociese «la condición y manera dellos»; petición discreta y oportuna, acogida con frialdad y nunca satisfecha. Por haberla desoído, vino Carlos V a España como Rey extranjero, rodeado de ministros flamencos, ignorante de las leyes y costumbres de la nación y de su idioma; y de error en error levantó contra sí la opinión hasta provocar la guerra de las comunidades.
     También suplicaron al Rey D. Felipe, que le pluguiese hacer audiencia pública un día cada semana para proveer de remedio en las cosas de la justicia; que los alcaldes y merinos de los adelantamientos de Castilla y León no conociesen de pleitos contra el tenor y forma de las leyes; que prohibiese a los vecinos y moradores de las ciudades, villas y lugares del reino presentar demandas ni querellas en primera instancia a las Audiencias, a las Chancillerías o al Consejo; que no se diesen cartas de sobreseimiento, y que de dos en dos años enviasen los Reyes visitadores a los tribunales y juzgados para informarse de cómo se administraba la justicia.
     Pidieron además los procuradores que los corregidores, sus oficiales y los escribanos del número hiciesen cada año residencia; que no les fuesen prorogados los cargos sin hacerla, y que los oficiales de asistentes y corregidores no tuviesen ninguna relación de parentesco con los grandes y prelados cuyas tierras confinasen con las ciudades y villas en donde servían, «porque serían sospechosos en las cabsas de los términos, pastos e jurisdicciones.»
     En orden a los oficios públicos reclamaron la observancia de las leyes que prohibían hacer mercedes expectativas de alcaldías, alguacilazgos, merindades, regimientos, veinticuatrías, juraderías y escribanías; que no se acrecentasen, antes se redujesen al número antiguo; que así estos oficios como los del Consejo, oidores, alcaldías de Corte, corregimientos, etc., no se proveyesen sino en naturales de estos reinos; que los cargos concejiles no se diesen sino a los moradores de las ciudades, villas y lugares en que radicaban; que fuesen restituidos a los regidores, alcaldes, merinos, alguaciles, etc., los salarios, derechos y preeminencias que gozaban de tiempo inmemorial y recientemente les habían sido quitados, y que estos oficiales no pudiesen vivir con grandes, prelados, caballeros, mayordomos, órdenes ni personas del regimiento.
     Asimismo solicitaron que los Reyes mandasen devolver a las ciudades, villas y lugares, las villas, lugares, fortalezas, vasallos, términos, jurisdicciones y otros cualesquiera derechos y rentas que les hubiesen sido tomadas por cartas, mercedes o provisiones, y que los pleitos sobre estas restituciones pudiesen ser llevados a las Reales Audiencias o al Consejo en cualquier estado que tuvieren.
     Renovaron los procuradores las peticiones para que no se proveyesen los beneficios eclesiásticos en extranjeros, ni se les habilitase para obtenerlos, otorgándoles cartas de naturaleza, ni se diesen a los cortesanos posadas por premia, de suerte que «cada uno fuese libre de su casa e hacienda»; ni se sacasen del reino pan, ganados, mulas, caballos ni otras cosas vedadas, y sobre todo mantenimientos.
     En cambio solicitaron la revocación de la pragmática que prohibía andar en mula, y lo que es más notable, que se alzase la tasa del pan, porque de ponerle precio se había seguido mayor daño que provecho, pues «muchos dejan la labor por el bajo prescio», y con la libertad «parescerá mucha provisión e mayor abundancia de pan, porque los labradores e otras personas que lo solían labrar, pornán mayor deligencia en la labor, e habrá más pan, e con la mayor abundancia cesará la carestía dello.»
     Por nobleza de la caballería y provisión de armas estaban exentos de alcabala los oficiales de armeros, lanceros, espaderos, freneros, silleros, guarnicioneros, herradores y otros menestrales. Suprimida la franqueza, las armas y demás cosas tocantes a la caballería se vendieron más caras; por lo cual pidieron los procuradores que fuese restablecida, al tenor de lo ordenado en antiguas leyes y autorizado por la costumbre y uso inmemorial.
     Representaron los procuradores contra el abuso de enviar los contadores mayores jueces comisarios a todos los arrendadores y recaudadores que los pedían, cuyos jueces procedían con extremado rigor, emplazando a los labradores, agraviándolos y destruyéndolos, por lo cual suplicaron que no se diesen semejantes comisiones, «pues hay (decían) corregidores e jueces ordinarios ante quien pueden ser demandados, e farán justicia.»
     La Santa Hermandad, tan floreciente en vida de Isabel la Católica, iba decayendo a juicio de los procuradores. Quejáronse de que los concejos elegían para alcaldes de la Hermandad personas de baja condición y estado, siendo un oficio tan grave por su jurisdicción criminal, y de que estos alcaldes se entremetían en muchas cosas que no eran de su competencia, terminando por pedir que los corregidores conociesen de los agravios que hacían, y les tomasen residencia al fin de cada año.
     Las leyes ordenadas por la Reina Católica y no publicadas hasta después de su muerte, ofrecían la duda si deberían ser guardadas y cumplidas desde el día de su publicación, o aplicarse de igual modo «a los casos ante dellas acaescidos.» Aunque la respuesta era llana, los procuradores presentaron una petición en forma de consulta, y obtuvieron la declaración deseada.
     La mayor parte de las peticiones contenidas en este cuaderno, y sobre todo las relativas a la administración de la justicia y a la reforma de varios abusos, fueron bien acogidas y otorgadas, debiendo añadir en alabanza del Rey, que, sin embargo de ser extranjero y de haber flamencos en la corte que gozaban de su privanza, no puso el menor reparo en conceder que así los oficios públicos como los beneficios eclesiásticos se diesen a los naturales.
     Mantuvo las leyes antiguas respecto a la saca de las cosas vedadas en cuanto al pan y a los caballos, y no acudió a levantar la tasa del pan, porque esto (dijo) «ha menester mucha deliberación.»
     Mandó guardar las leyes de la Hermandad, resistiendo que los corregidores conociesen de las querellas contra sus alcaldes, de cuyas sentencias se apelaba a los de Corte. Consideró el Rey que esta superior jurisdicción contribuía a mantener el prestigio de la Santa Hermandad.
     Nótase cierta sequedad en las respuestas a las peticiones de los procuradores, tales como que se haga así se hará; fórmulas concisas que no fueron usadas antes de ahora. Los Reyes de León y Castilla no se desdeñaban de razonar las respuestas, y solían añadir algunas frases corteses; por ejemplo, decides bien, os lo tengo en merced.
     Hay otra circunstancia que no debe pasar inadvertida. Los procuradores presentan sus peticiones al Rey y a la Reina, según se ve por el tratamiento de Vuestras Altezas, y quien responde es el Rey solo, Su Alteza. ¿No será esto una protesta tácita de D. Felipe contra la intervención de Doña Juana en la gobernación del Estado? ¿No será el cumplimiento de su deseo de reinar sin compañía, que puso de manifiesto el plan frustrado de encerrar a la Reina en el castillo de Mucientes? La enfermedad de Doña Juana no era obstáculo para asociar su nombre a todos los actos de soberanía.
     Tres peticiones de suma gravedad presentaron los procuradores, de que todavía no dimos cuenta. Dijeron que pues se hallaba establecido que no se hiciesen ni revocasen leyes sino en Cortes, suplicaban, «que agora e de aquí adelante se guarde e faga así; e quando leys se ovieren de hacer, manden (Sus Altezas) llamar sus reynos e procuradores dellos, porque para las tales leys serán dellos muy más enteramente informados, y vuestros reinos justa e derechamente proveídos; e porque fuera desta orden se han fecho muchas premáticas de que estos vuestros reinos se sienten por agraviados, manden que aquéllas sean revistas, e provean, e remedien los agravios que las tales premáticas contienen.»
     No era tan regular ni tan grande la participación de las Cortes en el ejercicio de la potestad legislativa, según los ordenamientos que han llegado a nuestra noticia.
     Ni las Cortes de León de 1188 y 1208, ni las de Briviesca de 1387, ni las de Valladolid de 1442 establecieron el principio que los Reyes no pudiesen hacer leyes sin la voluntad del reino. Limitaron esta facultad, pero subsistió el derecho constituido por Alfonso X y Alfonso XI con aprobación de las mismas Cortes(755).
     Abusaron los Reyes de su poder y revocaron muchas leyes hechas en Cortes no debiendo. No fueron los Católicos quienes menos pragmáticas publicaron, a las cuales aluden los procuradores en su petición. En fin, D. Felipe respondió que «cuando fuere necesario lo mandaría proveer de manera que se diese cuenta dello»; respuesta vaga equivalente a una negativa.
     Así como la primera de las tres peticiones era la fiel expresión del celo discreto de los procuradores, así la segunda y tercera obedecían al impulso de pasiones poco nobles y generosas.
     Partiendo del supuesto que por algunas leyes y uso inmemorial había diez y ocho ciudades y villas con voto en Cortes y no más, representaron los procuradores al Rey que se seguiría notorio agravio de hacer merced de igual voto a otras, y que de acrecentarlos nacería confusión.
     La razón encubierta de todo era que las diez y ocho ciudades y villas no querían que se comunicase a las demás su privilegio por no disminuir su valor, no reparando que la extensión del voto daba fuerza a las instituciones populares.
     Por último, suplicaron los procuradores que pues algunos morían viniendo a la corte, o estando en ella, o después de volver a sus casas, y dejaban oficios públicos vacantes, porque eran regidores, veinticuatros, jurados o escribanos de concejo, que el Rey mandase hacer merced de dichos oficios a los hijos o nietos del procurador finado, y si no los tuviere, al que dejare por heredero, en premio de haber muerto en servicio del Rey; a cuya petición respondió D. Felipe otorgando por aquella vez la gracia solicitada con tanto ahínco.
     No vieron los procuradores que pedir mercedes al Rey valía tanto como ofrecer el cuello al yugo de la autoridad y renunciar al derecho de resistirla. La gratitud de los procuradores era un freno de su libertad; y una asamblea popular que no la tiene, desciende de su altura, y se coloca al nivel de un mero consejo sin vida propia.
     Así terminaron las Cortes empezadas en Salamanca y continuadas en Valladolid el año 1506, las únicas que se reunieron en el breve reinado de D. Felipe y Doña Juana.
     Tan grandes alborotos se movieron en Castilla con la muerte inesperada del Rey D. Felipe I, que faltó poco para encender una guerra civil muy porfiada y sangrienta. Los grandes, mirando a sus particulares intereses más que al sosiego público, atizaban el fuego de la discordia. «El que más podía más tomaba, e cada uno era rey de su tierra»(756). No había gobierno, ni facilidad de establecerlo. La enfermedad de la Reina, agravada con la muerte de su marido, la incapacitaba para ocuparse en los negocios del Estado. El Príncipe D. Carlos era niño y criado fuera de España: el Rey Católico estaba ausente, y aunque ofrecía volver, no se daba prisa, pues quería ser rogado.
     Para mantener la paz vinieron los grandes a una concordia, y juraron obedecer a seis de ellos, reconociendo por superior al Cardenal Jiménez de Cisneros, Arzobispo de Toledo.
     Prevaleció la opinión favorable al Rey Católico, y entre tanto juntar Cortes para nombrar gobernadores; pero no fue posible reducir a la Reina a que firmase las cartas convocatorias. El Arzobispo de Toledo, el Condestable y el Almirante acordaron que las convocasen los del Consejo para Burgos, como lo hicieron, contra el parecer del Duque de Alba, obstinado en que a nadie sino al Rey pertenecía el llamamiento.
     Tendría razón, si fuesen los tiempos tranquilos; mas cuando todo estaba lleno de confusión, y el incendio amenazaba propagarse de los grandes a los pueblos, únicamente las Cortes podían sofocar la llama.
     Ni era tampoco un acto tan ilegal, como parecía al Duque de Alba, expedir el Consejo aquella convocatoria, dada la notoria incapacidad de la Reina, pues entre las cosas que los del Consejo podían librar por sí, según ordenamiento de D. Juan I en las Cortes de Briviesca de 1387, enumeró «las cartas de llamamiento para guerra, o para Cortes, o para otras cosas que cumplieren a su servicio.»
     En resolución, el Consejo llamó a Cortes, que debían celebrarse en Burgos, en Diciembre de 1506. Acudieron pocos procuradores, porque no llevaban las cartas la firma de la Reina, y a los que se le acercaron antes de su salida de la ciudad, les dijo que se fuesen a sus posadas, y no entendiesen en nada perteneciente a las Cortes sin su mandado(757).
Cortes de Madrid de 1510.      Después de esto celebró el Rey Católico Cortes en Madrid el año 1510, de las cuales hacen poca mención los historiadores. Sin embargo escribe Mariana que el mismo Rey pretendía hallarse en las Cortes que tenía aplazadas para la villa de Madrid, y acudir a la conquista de África, donde publicaba quería pasar en persona para reparar el daño que recibió en los Gelves(758). Colmenares dice que por estos días celebró el Rey Cortes en Madrid a los Castellanos(759); y el licenciado Jerónimo de Quintana añade: «También por los años de 1509 ó 10, después de las Cortes que hizo en Monzón el Rey Católico en que pidió le sirviese el reino de Aragón para la guerra de África, dio la vuelta para Castilla por hallarse presente a las que había mandado juntar en Madrid para el mismo efecto»(760).
     Ampliando más estas noticias Martínez Marina asegura que estas Cortes se celebraron en la iglesia del Monasterio de San Jerónimo, y que en ellas fue el Rey Católico reconocido y declarado gobernador de los reinos de Castilla, administrador de la Reina Doña Juana y tutor del Príncipe D. Carlos, su nieto, por los representantes de la nación que allí se habían juntado el año de 1510(761). Por desgracia el autor no apoya su narración en ningún documento.
     Lo que hay de cierto es que el Rey Católico celebró Cortes en Monzón a los Aragoneses que le sirvieron con 500.000 escudos para la guerra de África, y fue un servicio muy grande (dice Mariana) considerado el tiempo y la libertad de aquellas provincias(762).
     Estando en Monzón el 2 de Julio despachó sus cartas convocatorias de Cortes a los Castellanos, las cuales debían reunirse en Madrid el 8 de Agosto, con el objeto de jurar de nuevo al Príncipe D. Carlos, según la concordia asentada con D. Felipe, «para mayor seguridad y firmeza de la subcesión»(763). No es mucho aventurar que también habría pedido que le otorgasen algún servicio cuantioso para dar calor a la campaña de África, adonde quería pasar en persona.
     Con esto se desvanece la conjetura de Martínez Marina que atribuye la reunión de las Cortes de Madrid de 1510 a murmuraciones, quejas y protestas que se levantaron contra el Rey Católico por los grandes descontentos y atrevidos hasta el punto de negarle el título o razón para gobernar, pues no constaba que tuviese poder de la Reina, ni había sido nombrado por las Cortes; y de ahí que las hubiese convocado para afirmar su vacilante autoridad. Los últimos nublados se disiparon en 1508 ó 1509. En 1510 estaba el Rey Católico bien arraigado en la posesión del gobierno de Castilla.
Cortes de Burgos de 1511.      De las Cortes de Burgos de 1511 no hallamos noticia sino en Ortiz de Zúñiga, y tan breve, que no satisface al menos curioso. «El Rey (dice) llamado de graves casos, partió de aquí (de Sevilla) a 21 de Julio a celebrar Cortes en la ciudad de Burgos, en que se hallaron por Sevilla Fernán Ruiz Cabeza de Vaca, veinticuatro, y Gutierre Tello, jurado»(764).
     A estas Cortes se referían los procuradores de las celebradas en Valladolid en 1518, obstinados en no jurar por Rey a D. Carlos, mientras no jurase los capítulos ordenados en ellas por todo el reino, entre los cuales era uno que el reino estuviese encabezado por cierto precio y tiempo, hasta que se pudiese admitir puja(765).
     Ardía la guerra en Italia. El Emperador Maximiliano I, Luis XII, Rey de Francia, el Papa Julio II y los Venecianos, todos estaban en armas. Los Franceses tomaron la ciudad de Bolonia y los estados de la Iglesia corrían peligro. El Rey Católico, a quien tanto importaban las cosas de Italia por su reino de Nápoles, se declaró por el Papa, y alzando la mano de la conquista de África, vino de Sevilla a Madrid para observar más de cerca lo que pasaba al otro lado de los Alpes.
Cortes de Burgos de 1512.      En Burgos se hallaba el 16 de Febrero de 1512, en donde celebró Cortes generales con el objeto de «socorrer al Santo Padre y otras cosas cumplideras al servicio de Dios», es decir, para que los reinos de Castilla le acudiesen con dinero a fin de levantar gente y llevar la que tenía en África al nuevo campo de batalla. En efecto, otorgaron 150 cuentos de mrs. y 4 más para salario de los procuradores, según consta por el cuaderno de las Cortes siguientes.
     De estas de Burgos de 1512 hay un breve cuaderno de peticiones, en el cual se restablecen las fórmulas acostumbradas antes de las concluidas en Valladolid el año 1506.
     Los capítulos concernientes a la administración de la justicia contienen que el Reyno mandase suspender los pleitos que varias ciudades y villas tenían con algunos grandes, sino que aquéllas pudiesen seguir libremente su derecho; que se corrigiesen ciertos abusos tolerados a los escribanos de las Chancillerías; que la Audiencia de Granada fuese trasladada a Ciudad-Real para mayor comodidad de las provincias de Toledo, Extremadura, Cuenca y otras comarcas lejanas, y que se tomase residencia cada dos años a los corregidores. Las respuestas fueron poco decisivas, excepto en cuanto a los escribanos de las Chancillerías y a los corregidores, Acerca de éstos ordenó el Rey que no se la pidiesen otros corregidores sino letrados, otorgando la petición.
     Suplicaron los procuradores que fuesen restituidos a la Corona los vasallos de la misma que estaban en poder de algunos grandes, y que los lugares de las ciudades y villas realengas no se pudiesen dar en encomienda a ningún gran señor ni prelado, pues por esta causa se habían perdido el señorío y la jurisdicción real sobre muchos, y seguido otros inconvenientes.
     Ambas peticiones eran justas; mas el Rey Católico, obrando con cautela, respondió con palabras oscuras, para que, no se ofendiese la nobleza.
     En lo tocante a la Iglesia renovaron los procuradores la petición contra la provisión de beneficios en extranjeros, y reclamaron además que se atajase el abuso que solían cometer algunos cabildos catedrales al suprimir prebendas, para aumentar las rentas de los prebendados a quienes no alcanzaba la reforma. También suplicaron que la iglesia colegial de Orihuela fuese reincorporada y restituida a la diócesis de Cartagena, pues de esta división, acordada por el Papa, recibía mucho perjuicio la Corona real y la ciudad de Murcia grave daño.
     Quejáronse de que las iglesias, monasterios, hospitales y cofradías adquirían tantos juros y tanto aumentaban sus posesiones y rentas, «que quasi no hallan los clérigos en que vivir sino en sus casas y rentas, e como ellos siempre compran e las dotan, si no se pone remedio, en poco tiempo todos los heredamientos e rentas serán suyas.»
     De los jueces eclesiásticos y de los delegados, conservadores y escribanos apostólicos dijeron que había gran desorden en llevar dineros, y denunciaron «las grandes opresiones y agravios», que los comisarios, tesoreros y predicadores de la Cruzada hacían en las ciudades, villas y lugares del reino.
     Fatigaban a los moradores con amenazas, penas y censuras; los detenían en las iglesias uno, dos o tres días para oír los sermones, y les impedían salir a ganar los jornales necesarios a su propio sustento y al de sus familias asistiendo a sus labores y oficios; compelían bajo censura a la presentación de los testamentos, cobraban derechos y juzgaban de la validez de las mandas, sin tomar en cuenta la opinión de los teólogos juristas; pedían derechos del dinero gastado por las cofradías en comidas y por los pueblos en corridas de toros, aunque hubiesen hecho la costa los cofrades o los vecinos, y no obedecían las provisiones del Consejo refrenando estos y otros excesos.
     En cuanto a las cosas más graves, ofreció el Rey suplicar al Papa que pusiese el remedio conveniente, y para el de las leves dio comisión al obispo de Palencia.
     Suplicaron también que no se diesen oficios públicos de ciudades, villas y lugares sino a los naturales y casados en ellas, que a los procuradores que tuviesen regimientos, escribanías u otros cargos concejiles se les otorgase licencia para renunciarlos en sus hijos, nietos, yernos u otros parientes, y a los que no los tuviesen, les hiciese el Rey merced de cartas expectativas de los primeros que vacasen en los pueblos de su vecindad. No concedió el Rey la primera, y respondió a la segunda parte «que esto nunca se hizo, salvo en Cortes donde hay juramento de Rey o Príncipe», aludiendo, sin duda, a otra petición igual favorablemente acogida por D. Felipe en las concluidas en Valladolid el año 1506.
     Asimismo renovaron sus quejas contra los abusos que cometían los alcaldes de la Hermandad, y los agravios de los arrendadores de las alcabalas y tercias reales.
     Acordaron los procuradores pedir exención de posadas en favor de las ciudades y villas con voto en Cortes, excepto para la Casa Real, el Consejo y los oficiales, pagándolas como en las otras partes se hacía; a lo cual respondió el Rey discretamente que «esto sería contra la costumbre antigua y general, y no sería cosa razonable facer diferencia entre las cibdades e villas destos reinos.»
     Reclamaron contra el desorden de los precios en los oficios manuales que habían subido a causa de la carestía del pan y se conservaban altos no obstante los buenos temporales, y contra la saca de las carnes y corambres por la misma razón; expusieron la necesidad que había de labran moneda de vellón, y denunciaron los abusos de los comisarios nombrados para componer las cuestiones relativas a la usura.
     Ordenó el Rey Católico que se hiciesen ordenanzas reduciendo a tasa las obras de manos y se enviasen al Consejo; que en cuanto a la saca de las cosas vedadas se guardase la ley de unión y hermandad con el reino de Aragón hecha en las Cortes de Toledo en 1480; que se labrasen hasta tres cuentos y medio de moneda menuda, y que los comisarios de las usuras tenían facultad para componer a los que de su voluntad se allanaren, y se les mandaría que se abstuviesen de agraviar a nadie y de hacer extorsiones.
     A la petición para que el Rey mandase confirmar los privilegios y ordenanzas de las ciudades y las villas, respondió «que los muestren.» A la oposición de los procuradores, informados de que algunas pedían tener voz y voto en Cortes, dijo que estaba resuelto a conservar «la orden y costumbre antigua, porque era muy buena y no entendía en la quebrantar»; y al ruego para que mandase ver y proveer así los capítulos generales como los particulares dados en estas Cortes, contestó con visos de enojo «que así se hace.»
     La tenaz resistencia de las diez y ocho ciudades y villas que gozaban del privilegio de representar los reinos de Castilla a toda nueva concesión de voto en Cortes; la injusta pretensión de que fuesen exentas de dar posadas; la más injusta todavía y menos disculpable de que se relajase en favor de los procuradores la observancia de las leyes dictadas para reprimir los abusos demasiado frecuentes en la provisión de los oficios públicos; la mala costumbre de solicitar mercedes del Rey acabada la procuración, y la práctica de responder tarde o no responder; los capítulos acordados en las Cortes, todo arguye la decadencia de las antiguas libertades de Castilla en los primeros años del siglo XVI. Ya en el XV, reinando D. Juan II y D. Enrique IV, empezaron a declinar; pero cobraron vida y fuerza bajo el cetro de los Reyes Católicos en las Cortes de Madrigal de 1476 y Toledo de 1480. Fueron aquellos los últimos resplandores de la institución que rodeó la monarquía durante la edad media. Lo que resta de la historia de nuestras Cortes no pasa de pálidos reflejos.
     No se entienda por eso que dejan de ser importantes, pues unas ofrecen novedad, otras presentan a distinta luz las cosas pasadas, y todas dejan entrever las transformaciones de la sociedad y del gobierno en el período de la concentración del poder supremo para levantar grandes monarquías sobre las ruinas del sistema feudal.
Cortes de Burgos de 1515.      Entre las más curiosas que se celebraron por este tiempo descuellan las de Burgos de 1515, convocadas por la Reina Doña Juana, o el Rey Católico en su nombre, para el 1.º de Junio, y no reunidas hasta el 8.
     No hace mención el cuaderno de grandes ni prelados. Su ausencia pasó inadvertida; y sin embargo, nada hubiera contribuido tanto al arraigo de las seculares instituciones de Castilla como la constante representación en las Cortes de los tres estados del reino: el clero, la nobleza y las ciudades.
     El Rey dirige la voz a los «honrados caballeros, procuradores de las cibdades e villas de estos reynos.» Las que tienen voto son diez y ocho, las mismas que fueron presentes en Valladolid el año 1506.
     De los treinta y seis procuradores que se nombran, cinco usan el título de Don, uno es comendador, otro jurado y seis son hombres de letras, a saber, un bachiller, cuatro licenciados y un doctor. Esta nueva clase denota cierto movimiento intelectual que iba cambiando la faz de los concejos, debido al impulso de los Reyes Católicos, tan solícitos en proteger las Universidades, premiar a los sabios y atraerlos a su corte. Por otra parte, el ejemplo que dieron al escoger y preferir a los letrados para consejeros y ministros de su autoridad, los facilitaba penetrar en todas las esferas del gobierno.
     Hubo dos presidentes en estas Cortes, D. Juan de Fonseca, Obispo de Burgos y D. Fernando de Vega, Comendador mayor de Castilla, asistidos de un letrado y un escribano.
     El Obispo de Burgos, que parece ser el primero de los presidentes, mandó a los procuradores presentar sus poderes y los entregaron al secretario y al escribano de las Cortes. Al día siguiente, 9 de Junio, requirió la mesa a los procuradores para que, según costumbre, «prestasen juramento de guardar secreto en todo lo que se platicase tocante a las dichas Cortes»: juraron y se dieron por bastantes los poderes.
     Acto continuo el escribano leyó un razonamiento del Rey Católico en el cual dio cuenta de la guerra que hizo el de Francia como príncipe cristiano en defensa de los estados de la Iglesia, de la tregua ajustada, del próximo rompimiento de las hostilidades, de las prevenciones necesarias y del servicio que esperaba para los gastos de la empresa.
     Respondió por todos un procurador de Burgos, y acordaron servir a la Reina con 150 cuentos de mrs. y 4 más para salario de procuradores, «lo mismo que en las últimas Cortes de Burgos» de 1512. Acordaron además los procuradores la forma del repartimiento, y pusieron por condición que «si cesaba la guerra, cesase también el servicio, y no se hiciese renta ordinaria.»
     En 7 de Julio, estando juntos en Cortes los presidentes, letrados y procuradores, dijo el Rey Católico que Su Santidad había desposeído a don Juan de Labrit y a su mujer doña Catalina del reino de Navarra por haber ayudado al Rey de Francia a perseguir con armas y con cisma a la Iglesia, y que lo había proveído en él para que fuese suyo y pudiera disponer de dicho reino en vida y en muerte a su voluntad. Haciendo uso de este derecho, añadió que lo daba para después de sus días a su hija doña Juana, y lo incorporaba por siempre jamás en la Corona Real de Castilla, León y Granada.
     Los procuradores allí presentes agradecieron al Rey Católico la merced que hacía a la Reina y a sus sucesores, y en nombre de los reinos la aceptaron. Al referido suceso alude Galíndez de Carvajal, cuando escribe que en Burgos «se incorporó el reino de Navarra por Cortes en la Corona Real de Castilla y León»(766).
     Causó extrañeza la incorporación del reino de Navarra en el de Castilla con preferencia al de Aragón al cual había estado en otro tiempo unido, y del que Fernando el Católico era propietario. Mariana, discurriendo sobre el caso, observa que el Rey tuvo consideración a que los navarros no se valiesen de las libertades de los aragoneses, que siempre fueron muy odiosas a los Reyes; además que las fuerzas de Castilla para mantener aquel estado eran mayores, y en la conquista en gente, en dinero y capitanes sirvió mucho más(767).
     No desperdiciaron los historiadores franceses la ocasión que les ofrecía la conquista del reino de Navarra y su incorporación en la corona de Castilla, para acusar de perfidia a Fernando el Católico, y de impostores a los historiadores españoles que le defienden.
     Aseguró el Rey en las Cortes que el Papa había desposeído a don Juan de Labrit y a su mujer doña Catalina del reino de Navarra, y que lo había proveído en él para que fuese suyo y de sus sucesores, y dijo la verdad, pues así consta de la bula de Julio II, expedida en 18 de Febrero de 1512.
     Negaron los críticos de la nación vecina, y todavía niegan o no quieren confesar la existencia de semejante bula contra el testimonio de Pedro Mártir de Anglería, Nebrija, Mariana, Sandoval, y sobre todo de Zurita, que dio cumplida noticia de dicho documento en varios lugares de su Historia del Rey Católico(768). Desde los últimos años del siglo pasado la bula es de todos los historiadores de España bien conocida(769).
     Las palabras del Rey Católico en las Cortes de Burgos de 1515 concuerdan con las de Julio II excomulgando a los Reyes de Navarra Juan y Catalina por herejes y cismáticos, despojándolos de sus estados, títulos, honores y dignidades, y concediéndolos en virtud de autoridad apostólica a quien se los tomase, para que los gozase perpetuamente y pudiese trasmitirlos a sus herederos y sucesores.
     Replicarán los escritores franceses que admitida la existencia de la bula, no por eso se lava la mancha de la usurpación, porque el Papa no puede quitar reinos a unos para darlos a otros; pero esto es aplicar a un acto consumado en el siglo XVI las reglas del derecho público que empezaron a regir en tiempos más cercanos a nosotros.
     En suma, Fernando el Católico tuvo por legítima la privación del reino de Navarra decretada por el Papa Julio II contra D. Juan de Labrit y doña Catalina su mujer, porque, «perseguían a la Iglesia con armas e con cisma», y los procuradores de Cortes, en las de Burgos de 1515, recibieron la merced que hacía la Reina doña Juana y sus sucesores en la corona de Castilla con gratitud y sin escrúpulo de conciencia.
     Solicitaron los procuradores varias reformas en la administración de la justicia, y reprodujeron algunas peticiones presentadas en las Cortes anteriores. Repugnaban la dilación de los pleitos por cédulas de suspensión, y suplicaron la declaración de ciertas leyes relativas a las apelaciones en negocios de menor cuantía, a las recusaciones en materia civil y criminal y a las querellas de oficio faltando parte.
     Pretendieron reducir al número ordinario los receptores de las Audiencias, poner regla en la cobranza de las penas de Cámara, limitar la libertad de enviar pesquisidores y someter a juicio de residencia a los asistentes, lo mismo que a los corregidores y a los alcaldes de la Hermandad, cuyas peticiones les fueron casi todas otorgadas.
     En orden a los oficios públicos suplicaron la observancia de los privilegios que gozaban algunas ciudades y villas para proveer las escribanías de sus concejos, la revocación de las cartas expectativas y la interpretación de las leyes que tratan de las renuncias para evitar fraudes: cosas llanas y conocidas por los cuadernos de otras Cortes.
     También renovaron las peticiones para que ningún extranjero pudiese tener dignidad ni beneficio en estos reinos, se pusiese, coto a las adquisiciones de heredamientos por las iglesias, monasterios, cofradías y hospitales, y se revocase la separación de la colegial de Orihuela de la diócesis de Cartagena. Además pidieron que se diese primera instancia habiendo jueces eclesiásticos en la ciudad, villa o lugar que tuviese jurisdicción, y que así estos jueces como los notarios, escribanos y alguaciles, porque llevaban derechos excesivos, guardasen los aranceles establecidos para las justicias y oficiales seglares.
     El Rey concedió lo que entendió perteneciente a su autoridad, y a lo no perteneciente respondió que lo mandaría suplicar al Papa.
     En materia de tributos rogaron que se prorogasen los encabezamientos sin subir a los pueblos los precios en que los tenían, y que no se diesen jueces de comisión para conocer de las causas de alcabalas, dejando expedita la jurisdicción de los ordinarios. A lo primero dijo el Rey que se hiciese como siempre se había hecho, «que es harto beneficio del regno»; y a lo segundo que se guardase la ley, y se diesen provisiones conforme a ella.
     Dijeron los procuradores que los jueces de términos habían adjudicado a los pueblos muchas tierras y pastos comunes de que estaban desposeídos, y pidieron que no se hiciese merced de ellos a persona alguna, aunque las ciudades y villas lo suplicasen, pues aprovecharía poco la restitución, si se les volviesen a quitar; a lo cual fue respondido que se haría justicia en cuanto a las mercedes hechas, y no se harían otras en adelante.
     Reclamaron contra «el desorden en el vestir de brocados y sedas y en los trajes de toda manera de gente», y reclamaron la fiel observancia de la pragmática sobre entierros y lutos, añadiendo que se moderase el exceso de las dotes; a cuyo capítulo dio el Rey la respuesta que siendo cosa de tanta importancia, se platicaba sobre ello, pero aún no se había tomado conclusión.
     Continuando los agravios con motivo de las posadas, propusieron los procuradores que las repartiesen dos regidores nombrados por el Ayuntamiento a los del Consejo y oficiales de la Casa Real, y no a otras personas.
     En razón de los inconvenientes que se seguían del uso libre de las armas, pidieron que se diese licencia para llevarlas, como no fuesen dobladas ni en lugares deshonestos. En defensa de las buenas costumbres suplicaron que se reprimiese y castigase el vicio del juego de dados y la introducción de éstos en el reino; y el temor de que se despoblasen los montes de toda caza mayor y menor los indujo a instar por el cumplimiento de las ordenanzas que prohibían cazar con lazos, redes, cepos y otros armadijos, permitiendo el uso de ballestas, perros, aves caballos, ejercicio propio de la nobleza.
     Todo pareció bien al Rey Católico y lo otorgó sin dificultad, menos el capítulo relativo a las armas, no juzgando acertado dictar una providencia general, y así se limitó a prometer que mandaría a los corregidores tuviesen moderación en ello. Acaso reparó que el uso libre de las armas era un privilegio necesario a la caballería. Suscitose de nuevo la debatida cuestión de las servidumbres pecuarias, y por esta vez no prevaleció el voto de los ganaderos contra los labradores, pues se contentaron los procuradores con una cosa tan justa y razonable como era que se conservasen las cañadas antiguas y no se hiciesen otras nuevas.
     En cuanto al comercio predominó el criterio de la restricción, suplicando que el tercio de las lanas quedase en el reino; que los extranjeros no pudiesen tratar más de un año en el reino en perjuicio de los naturales, y que no se sacase moneda.
     No concedió ni negó el Rey la petición concerniente a las lanas, si bien ofreció someter el asunto al examen del Consejo. A los extranjeros prohibió entender en las cosas de gobernación de las ciudades, tales como carnicerías, panaderías, pescaderías y otras semejantes, y no vaciló en dictar más rigorosas providencias para registrar las mercaderías e impedir la saca de moneda por los puertos.
     Mostrando los procuradores laudable celo por el bien público, no descuidaron sus particulares intereses al pedir que las mercedes que el Rey les había hecho o les hiciere en Cortes fuesen irrevocables, y debieron quedar complacidos con la respuesta «que su Alteza nunca hace esto, ni tiene intención de lo hacer.» También suplicaron al Rey Católico «que mandase dar cédulas para las cibdades e villas que los enviaron acá que les paguen su salario de los días que estuvieron en ir y venir y estar, con lo domas que les suelen acrecentar de ayuda de costa por ser los salarios tan pequennos»; a lo cual respondió Su Alteza que mandaría se hiciese con ellos lo que se solía hacer y como hasta allí se había hecho.
     Tales fueron las Cortes de Burgos de 1515, cuyo cuaderno abre campo a la reflexión, No parece novedad importante que hubiese en ellas dos presidentes en lugar de uno solo y un asistente como en las de Salamanca y Valladolid de 1506. El verdadero, si no el único presidente, fue el Obispo de Burgos D. Juan de Fonseca.
     La presentación de los poderes al secretario y escribano de las Cortes y su aprobación por los señores que llevaban la voz y reflejaban la autoridad del Rey, era una práctica peligrosa para la libertad de la palabra y del voto.
     Por la primera vez consta de los cuadernos de Cortes que los procuradores prestaron juramento de guardar secreto en todo lo que tratasen; y aunque dijeron los señores que era costumbre, hay razón sobrada para poner en duda que fuese antigua.
     Las idas y venidas de los procuradores y sus mensajes al Rey para concertar el tanto y las condiciones del servicio de pedido y monedas, pasaban a la luz del día, según refieren las crónicas. El secreto quitaba fuerza a los procuradores que se veían enfrente del Rey a solas; y el silencio que rodeaba a las Cortes iba preparando su transformación en un consejo.
     El aumento de cuatro cuentos de mrs. para salarios y ayudas de costa de los procuradores sobre los 150 concedidos al Rey Católico para las necesidades de la guerra, y el pedirle, como le pidieron, que mandase a las ciudades y villas satisfacer los gastos de la procuración, no favorecían la causa de las libertades de Castilla. De esta herida tenían toda la culpa los concejos que no se cuidaban de pagar lo justo y debido a sus mandatarios.
     Las ciudades y villas de voto en Cortes, tan engreídas con su privilegio, lo hacían odioso a las demás del reino desde que repartían entre todas los salarios de los procuradores nombrados por ellas solas; y al implorar éstos la mediación del Rey para cobrar lo devengado, se rendían a su voluntad sin condiciones.
     La indiscreta petición para que fuesen irrevocables las mercedes hechas en Cortes justificaba el rumor que los procuradores se dejaban ablandar con dádivas y esperanzas, del cual se hace eco el P. Mariana en un libro famoso(770).
     A pesar de síntomas tan claros de la decadencia de las Cortes, se complace el ánimo en reconocer ciertas señales de vida en estas de Burgos de 1515. Hay todavía aliento en los procuradores para decir, al otorgar los 150 cuentos de mrs., que si cesaba la guerra, cesase el servicio, y no se hiciese renta ordinaria, y hay respeto a la institución, cuando el Rey Católico incorpora el reino de Navarra en la corona de Castilla y lo aceptan las Cortes.

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    Cortes de los antiguos Reinos de León y de Castilla
     introducción escrita y publicada ... por Manuel Colmeiro
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