También aquí,
donde los castores desvían el curso de los ríos
y los guanacos miran con esbelta tristeza,
ha surgido la vieja voz envolviéndome en vagos sueños.
En esta tierra seca donde los grandes lagos escarchados
inician su deshielo y las avutardas, siempre en pareja,
gris el macho, marrón la hembra,
picotean el suelo, algo irreprimible
me ha obligado de nuevo
a tratar de decir la vida
con palabras insuficientes.
A pensar en la blanca euforia de la nieve
y en el caparazón rosa de las centollas
cambiando de color a medida que cambia
el día incierto.
Cuántos años, cuánto tiempo,
sin más ley, que la ineluctable
que rige las mareas.
Que la de los bosques de lenga
envueltos en su barba verde,
muriendo y renaciendo
incluso antes de la llegada
del hombre a la Tierra.
Por tal razón trabajo los vocablos
que deben introducirse
en algún remoto pecho
como quien miles de años después
recoge un pedazo de vidrio
golpeado hasta conformar una punta de flecha,
o como quien derriba todo un árbol
para extraer de su tronco, ya pulido y desbastado,
apenas un arco matemáticamente perfecto.
Que me sea dada la paciencia
con que la estalactita
elabora su cuchillo transparente
o la tenacidad con que el albatros
viaja 20.000 kilómetros
desde las Canarias hasta esta América.
Me pregunto, entonces,
si nuestra tarea podrá hallar tales
equivalencias.
Sin embargo en éste,
el lugar más austral del planeta, donde los continentes a la deriva
parecen concluir su errante viaje por la Tierra,
algo que aún no sé nombrar te advierte sin remedio.
Poesía, fatalidad del instinto
reconociendo su cría
entre los centenares de miles
de ese rebaño que bala y se atropella.
Desaparecen los últimos onas
en medio de la peste del progreso
y se esfuma el recuerdo de los anarquistas
grabando en un fósforo, y desde su celda,
himnos de independencia,
pero del mismo modo,
con la misma minuciosidad estéril,
enciendo en la alta noche
los extraños fuegos
para que los perdidos navegantes
a punto de naufragar
(como don Hernando de Magallanes)
encuentren su rumbo
y sigan viaje en pos de su presa.
Esa voluble, frágil y sonámbula quimera
tras de la cual los hombres viajan
y luego desaparecen.
sábado 1 de enero de 2005
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Tierra del Fuego |
viernes 30 de julio de 2004
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PATAGONIA.- Tierra de hombres verdaderos |
"a la frente no se le puede disparar, es preferirle tirarle a la paleta, así la bala atraviesa el corazón". De esta forma, relataba José Guenche el modo en que solía cazar leones en Isla Riesco, allá en la Patagonia salvaje, así suelen llamar en estas tierras, al mayor de los felinos chilenos, el Puma.
Al calor de unas brasas, convérsabamos una muy fría noche de Febrero de 2002, iluminados solamente por la tenue luz de una gastada candela. Afuera, el viento magallánico rugía con la fuerza de león colosal sacudiéndo con increíble facilidad a enormes y robustos árboles, transformados ahora por su obra, en frágiles y endebles arbustos. Su acción delataba también la existencia de cientos de pequeñisimas rendijas, - cuál heridas abiertas aún no sanadas en la improvisada choza -, permitían al ventarrón colarse, agitando con denuedo la frágil llama de la vela. A ratos parecía que finalmente se apagaría dejándonos al desamparo de la oscuridad, increíblemente volvía a erguirse iluminando con más fuerza y permitiéndo a veces, observar el brillo en los ojos de José mientras relataba pormenores de la feroz lucha con el formidable animal.
Durante los más de diez años que he dedicado a recorrer la Patagonia, - expedicionando el último tercio de Tierra del Fuego, las estribaciones de la Cordillera de Darwin, o explorando la salvaje Isla Hoste -, he conocido tipos realmente rudos, moldeados por la fragua de la naturaleza, en una de las regiones más indómitas del planeta. Aquí conocí a los Puesteros, hombres que solo saben de una estación, la única que existe en estas vastedades, la mas cruenta, la más fría, acompañados únicamente por sus caballos, viven la soledad y el destierro casi con naturalidad. Están los Bagualeros, oficio inverosíimil e inaudito de admitir en pleno siglo ventiuno, azuzándo a fieras jaurías de perros, que enceguecidas por el olor a sangre, acorralan a salvajes vacunos, los mismos que a comienzos del siglo pasado escaparon de sus captores para perderse en la inmensidad de los bosques y montañas patagónicas. En las profundidades, volvieron a primigenios estadios, son los temibles baguales. Ahora huyen de sus perseguidores, los bagualeros, la venta de su carne les permite comer y vivir. Están también quienes se dedican a la domadura de ariscos, soberbios broncos salvajes de orígenes similares a vacunos baguales, extraordinaria lucha presentan antes de rendirse y someterse al verdugo que finalmente les arrebatará su atrevida libertad.
José Guenche, había sido de todos estos, "...pero el oficio que más me gusta, es el de leonero" señaló con entusiamo, "claro que uno siempre tiene al SAG, al acecho" se quejó. Para evitar problemas con la ley, una vez terminada la faena de caza, el leonero extrae el pellejo del felino, el cuerpo pertenece a sus perros. Será el cuero, la prueba que permitirá el cobro de los honorarios contratados, "entre cientocincuenta y doscientos mil pesos, cada león", apunta, una vez efectuada la transacción, procederá a
quemar todo indicio de caza. Son los estancieros, normalmente, los eventuales patrones del leonero, le contratan, hastiados yá de sufrir la pérdida del ganado por la acción de los feroces felinos, finalmente optan por llamarles. Solución definitiva en una tierra en donde la convivencia de hombres y bestias no parece posible.
Fascinado por el relato, pregunto detalles de su labor, "imagino que posee un buen rifle, de esos de largo alcance y precisión", le digo aparentando un falso conocimiento de armas. Quedo perplejo con la inmediata respuesta, "no tengo rifle, no me gustan, utilizo una pistola calibre 22, con ella y mis perros, basta". Instantáneamente me imagino frente al león, ciento cincuenta kilos de puro músculo, capaz de saltos de más de diez metros, acorralado por los sanguinarios perros, desbordado por la adrenalina. Imposible concebir la escena !. Divertido tal vez por mis muestras de asombro, comenta que no pocas veces debió ingresar al mismo cubíl en donde las fieras suelen dormir. Sin posiblidad de cometer error alguno, descerraja todos los tiros de su arma, vacíandola por completo en el animal, "es que no hay alternativa, cualquier duda es sinónimo de muerte segura".
Y así continuó José relatando como perseguía durante días y días a su presa, acompañado tan solo por sus perros y armado con su pequeña pistola, - chascarrillo de arma frente a tan imponente animal - . Son los perros, incansables cancerberos los que terminan por acorralarlo, cansado por una persecución de días, trepa a un árbol o se agazapa mostrándo garras y colmillos, infernales ladridos habrán señalado al leonero el sitio exacto en donde habrá de tener lugar el enfrentamiento final. La bestia, acozada, suele atrapar entre las garras a alguno de los enceguecidos perros, lo sujeta por el cuello, el perro aulla lastimeramente, último recurso para provocar el pavor entre sus perseguidores. Pronto llegará el leonero y pondrá fin a tan injusto enfrentamiento.
Jorge Milla, fragmento de la bitácora de viaje a la Isla Riesco. Expedición realizada en Febrero de 2002.
lunes 26 de julio de 2004
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Historias fueguinas de conquistadores y piratas |
La cartografía de esos prodigios reúne una exquisita variedad narrativa: cuadernos de bitácora, relatos de piratas, la enciclopedia científica, la biografía familiar, el diccionario bilingüe, la crónica policial...
La Patagonia insular y continental fue narrada por los europeos antes de que ellos mismos balbucearan la riesgosa empresa de poblarla. Desde el mar, el laberinto de estrechos era sinónimo de largas travesías para navíos y tripulantes, vapuleados por el clima y los arrebatos oceánicos.
Cada diario de viaje se convertía en un documento de enorme valor, que serviría a los marinos que intentaran luego rutas similares; eran, a la vez, tratados de ciencias naturales donde se asentaban detalles de las corrientes, fauna y flora, accidentes geográficos, población y fuentes de aprovisionamiento. Las peripecias de cada navegante se integraban entonces al relato mayor de la odisea marítima.
El mismo confín que obsesionara por siglos a los aventureros revela ahora un pequeño tesoro bibliográfico: la Colección Reservada del Museo del Fin del Mundo, con textos de incalculable valor sobre las expediciones más importantes al Atlántico Sur.
En el viejo local del Banco Nación, que oficia de sede del museo en Ushuaia, se guardan unos cincuenta volúmenes, en su mayor parte primeras ediciones supervisadas por los mismos autores.
El ejemplar más antiguo data del "año IX de la República Francesa". Es el Primer viaje alrededor del mundo (en su edición francesa), de Antonio de Pigafetta, quien narró el descubrimiento de Hernando de Magallanes del estrecho interoceánico que lleva su nombre.
A Magallanes, además de sus proezas como marino, debe reconocérsele la particular poética con que bautizó sus hallazgos: Tierra del Fuego (por las fogatas de los yamanas, indígenas que habitaban las costas de la isla) y Patagonia, derivado del tamaño de los pies de los nativos capturados.
En su libro, un auténtico bestseller del siglo XVI, Pigafetta describe hombres que duplican la altura de los europeos y difunde de este modo uno de los cuentos más eficaces de la mitología austral.
La colección bibliográfica fueguina tiene su propia intriga. Cobró forma en 1982 cuando, junto con el ejemplar de Pigafetta, se compró un conjunto de obras al conocido librero Juan Carlos Aquilanti.
Como el museo -un modesto emprendimiento comunitario que los vecinos enriquecen donando piezas familiares- no alcanzaba a reunir los 25.000 dólares pedidos, la autoridad militar de Tierra del Fuego aportó el dinero restante.
El ojo comercial de Aquilanti había dado en el blanco: en plena posguerra de Malvinas, esta bibliografía antigua sobre los mares y tierras australes tendría un alto valor para quien supiera usarla con fines geopolíticos.
Pero años después de que los tomos llegaran a Ushuaia, un petulante antropólogo y bibliófilo francés hirió el narcisismo de los fueguinos: declaró que los libros eran falsificaciones carentes de valor.
Los entusiastas amigos del museo que habían hecho campaña en favor de la costosa adquisición cargaron por años con el estigma de haber sido estafados.
Ante el temor de dar por veraces los exabruptos del visitante, archivaron los libros en la misma caja fuerte del antiguo banco Nación.
Una década más tarde, el empresario y viajero Alejandro Winograd junto con su primo Rafael y los responsables del museo levantaron la cripta y averiguaron que los libros vergonzantes eran piezas destacadas cuyo valor económico, según estimaciones especializadas, supera los dos millones de dólares.
Recién entonces se decidió restaurar los libros, asegurar las condiciones de conservación y publicar los más interesantes y menos difundidos del tesoro.
Después de un largo período de errancias políticas y manejos presupuestarios que varias veces amenazaron con un escándalo mayúsculo, Eudeba se lanzó a editar, con traducciones, estudios preliminares y todas las ilustraciones originales, fotos, dibujos y mapas, una sección de ese compendio de rarezas, en algunos casos de muy escasa circulación en castellano.
En estos días sale el segundo libro de la colección: Un viaje alrededor del mundo por la ruta del Gran Mar del Sur, donde el malogrado corsario inglés George Shelvocke describe sus desdichas al frente del Speedwell, barco que comandó entre 1719 y 1722. El interés de la narración no está precisamente en su veracidad. Shelvocke, influenciado por la popular literatura de piratas, escribe menos para su fama que para defenderse de la justicia y sus patrones (los Mercaderes Aventureros de Londres) quienes sospechan que se ha quedado con parte del botín robado durante meses de merodeo.
El marino (que regresa cabizbajo y en barco prestado, tras haber pagado el pasaje) se presenta como un hombre recto que, antes de encallar su barco en la isla Juan Fernández, enfrentó con estoicismo de santo dos amotinamientos, un combate contra la armada española, el hambre y las enfermedades.
Antes del relato de Shelvocke, Eudeba publicó el hasta ahora inédito Atlanta. Proyecto para la fundación de un pueblo marítimo en Tierra del Fuego y otros escritos, de Julio Popper. De este curioso ingeniero rumano se habían escrito varias biografías, pero sus textos permanecían inéditos.
Con 28 años, Popper llegó al país en 1885 atraído por el descubrimiento de oro en el Cabo Vírgenes. Culto, con sólidos conocimientos en materias como física, química y geografía, dominaba a la perfección varios idiomas y tenía un notable talento para las relaciones públicas.
Dicen que fue gracias a la masonería que en poco tiempo el rumano entabló excelentes vínculos con la dirigencia política argentina, que terminó por concederle tierras para la explotación aurífera.
A Popper se le permitió llevar un pequeño ejército, emitir moneda y tener su propio sello postal para el correo de sus campamentos. Apoyado por la flamante Sociedad Científica Argentina -y mientras el pionero inglés Thomas Bridges mantiene su estancia en la costa sur de la isla-, Popper es el primer expedicionario en recorrer el interior de Tierra del Fuego.
Estudió su conformación geográfica, amplió la cartografía de la zona y fortaleció la presencia argentina en la frontera. El libro de Eudeba contiene todos sus escritos: la conferencia que brindó en la sede de sus benefactores, de la que el museo conserva (¡!) un ejemplar encuadernado en cuero de lobo marino de dos pelos que obsequió al presidente Juárez Celman; sus sarcásticos artículos para la prensa y Atlanta, su plan colonizador del norte de la isla, del que editó apenas seis ejemplares meses antes de morir de un inesperado ataque cardíaco a los 37, en un departamento porteño.
La editorial universitaria abre así su catálogo a un género que fascina a lectores de todo el mundo, aunque con escaso desarrollo en el país, el relato de viaje. Quizás el desfasaje se deba a que los argentinos fuimos buenos anfitriones, pero no podemos presentar credenciales de viajeros ilustres. La descripción hipnótica de lo desconocido está en los diarios y la correspondencia de las campañas militares y los exilios forzados por la guerra civil en el siglo XIX. Luego, la oligarquía ilustrada del siglo XX moldearía un tipo de narración mordaz y costumbrista de sus animados tours por Europa y Estados Unidos.
Eudeba no es la primera que mira este universo de libros. A Elefante Blanco -íntegramente dedicada a los viajes de extranjeros por Argentina- se sumaron Emecé con su colección "Memoria argentina" y Alfaguara con "Nueva Dimensión Argentina", una reedición de la mítica biblioteca que Gregorio Weinberg encarara tres décadas atrás en Hachette y cuyo último título es el también mítico Descripción de la Patagonia y de las partes contiguas de la América del Sur, del médico jesuita Tomas Falkner.
Nacido en Manchester en 1702, Falkner vivió en el país 37 años, hasta que la orden religiosa fue expulsada del continente en 1767.
En Sudamericana quedó en suspenso "Rumbo Sur" tras la muerte de su director, el viajero Adrián Giménez Hutton, en un accidente aéreo. Después de seguir la ruta de Bruce Chatwin, el viajero inglés que en los 70 recorrió el sur y contó lo que para algunos es el último viaje de un inglesito colonizador a nuestro país (En Patagonia), Hutton llegó a reeditar El último confín de la Tierra.
Se trata del magnífico testimonio de Lucas Bridges, hijo del primer misionero inglés que logró establecerse en Tierra del Fuego y trabar relaciones amistosas con los yamana y las distintas etnias reunidas bajo el nombre de "ona". Increíblemente, según cuenta la escritora Sylvia Iparaguirre en su Tierra del Fuego, este exquisito destilado de crónicas comenzó siendo un secreto.
Tras el éxito de Hernando de Magallanes, quien en noviembre de 1520 pasa de un océano a otro por el estrecho De Todos los Santos, España impuso un severo silencio oficial para impedir que las potencias marítimas enemigas (ingleses y portugueses, principalmente) se apoderaran de la flamante llave geográfica.
Prohibió el embarque de marinos extranjeros en las nuevas expediciones (la Jofré de Loaysa, en 1525, cuando zozobra la mayor parte de su escuadra; y la de Juan Ladrillero, que parte desde Chiloé en 1558 para relevar la boca occidental del estrecho y tomar posesión de esos territorios en nombre del rey) y puso en circulación rumores que atemorizaban con fabulosos maremotos, desapariciones y extravíos.
Isabel, la reina de Inglaterra, menos impresionable que el vulgo, comisiona al famoso corsario sir Francis Drake para develar el misterio español. Haciendo honor a su reputación de eximio navegante, Drake encuentra la puerta interoceánica en agosto de 1578 y la recorre en tiempo récord: apenas 17 días.
Sin embargo, en la desembocadura se choca con un paisaje menos bucólico que el que inspirara a Magallanes el nombre de "Pacífico": una tempestad hunde tres de sus naves y empuja a la suya muy al sur. Como corolario de su proeza, Drake alimenta su temible leyenda saqueando los puertos chileno de Valparaíso y peruano de El Callao y, cargado de riquezas, vuelve al regazo patrio por las Molucas, dando la segunda vuelta al mundo.
El derrotero pirata alarma a la corona de España, que instruye una nueva misión. Desde Perú, baja Pedro Sarmiento de Gamboa, uno de los personajes más extraordinarios que acredita la historia fueguina y a quien Domingo F. Sarmiento -según decía- le hubiera gustado referir sus orígenes (ver recuadro sobre el libro a publicarse).
Por influjo de visiones místicas, en las que adivina una ciudad fantasmal en la bruma del Estrecho, Sarmiento de Gamboa convence a Felipe II de poblar una región -hoy situada del lado chileno- para garantizar la soberanía.
De esa expedición sin precedentes, que parte de Sevilla en 1581 con 23 navíos cargados de cinco mil hombres, entre ellos centenares de colonos, sólo llegan a destino 5 barcos. Los cuatrocientos sobrevivientes alcanzan a establecer dos precarios asentamientos en la margen norte del Estrecho.
Sarmiento de Gamboa manda cuatro naves urgentes en busca de suministros a España y al mando de la quinta termina siendo arrastrado por las corrientes hasta Brasil, donde queda varado un año. Cuando por fin llega a Europa, nadie escucha sus súplicas de auxilio: en aprontes para la guerra contra Inglaterra, la armada confisca su nave.
Un eterno lustro después será otro pirata famoso el que entre en la historia fueguina por el fatídico estrecho. El 6 de enero de 1587, Thomas Cavendish (que había estudiado en Cambridge y rifado en el juego la fortuna de una familia noble y rica) colige que los fuegos nocturnos que atribuía a los indígenas (la región debía a ellos su nombre) eran en realidad de blancos.
El relato de lo que pasó luego es confuso. Parece que el pirata, atento a las leyes universales de la cortesía, invitó a subir al batel a los quince hombres y tres mujeres que quedaban en tierra. De todos, sólo se embarcó el extremeño Tomé Hernández, quien dejaría un testimonio sobrecogedor.
Su versión de ese último acto de la tragedia, referida 20 años después en Perú, es que el impaciente inglés quiso aprovechar la buenos presagios meteorológicos. Incumplió su promesa de esperar la reunión y embarcar al puñado de famélicos restantes. Por maldad, sarcasmo o simple observación, rebautizó Puerto Hambre al fallido puesto de San Felipe.
Más allá de la decisión de Eudeba de publicar estos materiales, parece lícito especular sobre sus causas y efectos: ¿la crisis argentina de los últimos años promovió la exploración ávida de los orígenes? En la lectura épica y el repaso anecdótico se reconoce el ademán instintivo de volver al punto de partida cuando nos perdemos o de repasar el álbum de familia en medio de un duelo sentimental.
jueves 15 de julio de 2004
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BUSCADORES DE ORO FUNDARON PORVENIR |
En una época muy lejana, la Tierra del Fuego era algo así como el Yukón o el Klondike de los Estados Unidos, que dieron tema a Jack London para escribir sus famosos cuentos y novelas. El oro fue hallado en abundancia y enloqueció a muchos hombres, que llegaron de distintas partes del mundo en busca de la fortuna fácil, que hallaron y derrocharon. Porvenir fue el centro de sus actividades, como lo atestiguaron pioneros de esos tiempos, en relatos que encontramos en viejos libros.
"La mayoría de los que conmigo llegaron - decía el yugoslavo José Covacevic - fundaron Porvenir, dedicando todas sus actividades a la extracción del oro. La fiebre por este preciado metal mató toda expectativa de trabajo reposado y generador de un bienestar tranquilo.
"En un principio el oro se presentó fácil, invitando a ser extraído sin grandes dificultades, y ello fue el origen de muchas ruinas; el poco dinero que se lograba acumular se esfumaba con la esperanza de acrecentamiento y los buscadores de oro vivían al día, despilfarrando cuanto lograban poseer después de sacrificios y sinsabores.
"Porvenir era un desierto, sin casas y sin vida. Sólo señalaba el punto de desembarque obligado para los ambiciosos de fortunas baratas que, tan pronto ponían pie en tierra, se internaban hacia el interior de la isla, en busca del logro de sus deseos. Una picota, una pala y una challa constituían todos sus enseres domésticos; el abastecimiento no les preocupaba de gran manera, pues la isla le ofrecía abundante y barato.
"Muchos perecieron en la empresa, muy pocos volvieron con fortuna, dinero que derrocharon locamente en Punta Arenas, en medio de orgías y francachelas. El oro extraído en la isla no ha enriquecido a ningún buscador de oro. Ninguna fortuna sólidamente constituída ha tenido como base el trabajo personal de la extracción del oro. Los infortunados buscadores sólo constituyeron un órgano conductor del metal amarillo: la tierra lo ofrecía; ellos lo sacaban para beneficio de un tercero, que era quien lo aprovechaba.
"Cabe aquí mencionar - agregaba el señor Covacevic - que con anterioridad a mi venida a Chile, durante la administración de Magallanes del teniente coronel graduado don Daniel Briceño (1891), a las isla del sur de Tierra del Fuego, Lennox, Navarino, Picton y otros llegó una partida de cómo quinientos inmigrantes de nacionalidad yugoslava, croata y dálmata. Atraídos por la fiebre del oro fueguino se esparcieron por toda la isla grande y, después de algunos años, muchos de ellos buscaron refugio en el extenso territorio de Magallanes. Una pequeña parte se radicó en Porvenir y se constituyeron en los primeros colonos de esta región. Con esta base se formó el pueblo y con esta base inicié mis operaciones comerciales.
"El decreto supremo que creaba la capital fueguina dio un pequeño impulso a la población. Por esos mismos años se formaron grandes compañías auríferas y Tierra del Fuego se vió invadida por un sinnúmero de maquinarias colosales que muy pronto, arrastradas por sobre caminos espléndidos, construídos ex profeso, fueron llevados hasta el centro de la isla y depositadas en los lechos de muchos ríos.
"Los años siguientes pueden considerarse como el período del auge fueguino. La pequeña población fue subdividida en sitios y en muchos de ellos se levantaron casas, de las cuales, la mayor parte se convirtió en hoteles. Cantidad enorme de trabajadores encontraron vasto campo de acción en este suelo. Porvenir fue el centro obligado de reunión de toda esta amalgama de nacionalidades: yugoslavos, dálmatas, croatas, ingleses, austríacos y chilenos, bajaban periódicamente al pueblo a dejar todo el fruto de su penoso trabajo. Cada casa constituía un boliche, donde los naipes funcionaban día y noche. Las pepitas de oro corrían sobre las mesas y fueron causa de muchas riñas y desgracias.
"Como utilidad obtenida sin sacrificios, pronto se esfumó toda aquella vorágine de oro y de riquezas. Las dragas dejaron de funcionar, no por falta de trabajos sino que por exceso de gastos. La aglomeración de brazos disminuyó lentamente y Porvenir volvió a su antigua y apacible vida monótona y triste. Los hoteles cerraron sus puertas, los improvisados fueguinos se trasladaron al continente y sólo muy pocos empecinados permanecieron en los ríos, revolviendo las arenas tentadoras".
Don Daniel Bohr, padre de José, también recordaba cosas cosas del Porvenir en sus comienzos, donde él tuvo un hotel, por cuyos pasadizos correteaba en su infancia el futuro autor de: "Punta Arenas".
osvaldo wegmann.