LLEGO A PUNTA ARENAS
Llego a Punta Arenas
cuando los chochos comienzan a florecer
y se sirve en las mesas el jam de ruibarbo
que a nosotros tanto nos gustaba.
Vengo a refugiarme en los recuerdos de la ciudad
y descubro que hasta los rincones favoritos me los has robado.
Recuerdo el último viaje,
entonces andábamos del brazo
y nos amábamos todas las noches,
entonces mi padre vivía,
entonces la ciudad me pareció más hermosa que nunca.
Estoy frente al Estrecho,
el viento me peina y me despeina.
Ayer bebí de sus aguas junto a tu boca,
hoy lo miro y lo encuentro más triste
más viejo
más solo.
Voy con los poetas a embriagarme por los bares
y no siento frió, sólo pena .
domingo 15 de enero de 2006
[+/-] |
Ramón Díaz Eterovic |
lunes 1 de noviembre de 2004
[+/-] |
RAMON DIAZ ETEROVIC: ESE VIEJO CUENTO DE AMAR |
en Boedo y San Telmo.
al Lalo, Leonel y el Flaco
Fernando,
en Punta Arenas
viernes 22 de octubre de 2004
[+/-] |
CUATRO NARRADORES CHILENOS Y ALGUNOS POEMAS |
No son muy conocidos por sus poemas, pero vastamente reconocidos por su abundante y maravillosa obra narrativa, hoy se lo presentamos a nuestros lectores como empezaron siendo; poetas, y de los buenos.
RAMON DIAZ ETEROVIC
MUCHACHAS
Alguien como yo también las ama.
Las veo
cuando van rumbo a la fábrica,
o tras las cajas de un supermercado
contando treinta monedas
que no le pertenecen.
A veces ríen
-simples y momentáneas-
como flores
que no resistirán el invierno.
A su manera son felices,
y sé
que alguien como yo
también las ama.
GATO DE BARRIO
El gato
me observa
desde su rebeldía azul.
Suave, arisco,
como dulce enigma.
Adormilado en sus recuerdos
él entiende
mis dolores cotidianos,
la pequeña muerte que me espera
cuando cada mañana
abro la puerta de mi casa
y me clausuro.
CÁRDENAS
Algunas tardes vuelvo a la cantina
donde él embriagaba su sonrisa provinciana.
Sus poemas saltan a mi memoria,
Como huidizos y lejanos copos de nieve.
Recuerdo las calles
que recorrimos
mientras el viento
-aquel del sur y en el corazón -
nos decía
que éramos tan frágiles
como los rayos del sol
en un amanecer magallánico.
Algunas tardes
su nombre asoma en el vino que bebo.
Y es como una llama
que ilumina el camino,
ahora
que estoy solo
y los amigos se han ido
sin anunciar la fecha del regreso.
AUTORRETRATO DEL OTRO
Hay un hombre que recorre por las noches
las calles de un país que no se nombra.
Se parece a mí, a otros, a todos.
A veces sueña y a veces ríe,
mientras mira sus dientes en una vitrina.
Le gusta detenerse en las esquinas,
explorar sombras y temores,
ocultar su rostro a los extraños.
Al amanecer reniega de sí mismo
y de sus pecados inconfesables.
Regresa a su casa.
Bebe un café, lava su cara
y aprisiona su corbata entre los dedos.
Luego,
despojado de su verdad y de sus sueños
sale a recorrer las calles,
enmascarado.
Luis Sepúlveda - Las mujeres de mi generación
Las mujeres de mi generación abrieron sus pétalos rebeldes de rosas, camelias, orquídeas u otras yerbas, de saloncitos tristes, de casitas burguesas, de costumbres añejas, sino de yuyos peregrinos entre vientos.
Porque las mujeres de mi generación florecieron en las calles, en las fábricas se hicieron hilanderas de sueños, en el sindicato organizaron el amor según sus sabios criterios.
Es decir, dijeron las mujeres de mi generación, a cada cual según su necesidad y capacidad de respuesta, como en la lucha golpe a golpe en el amor beso a beso.
Y en las aulas argentinas, chilenas o uruguayas supieron lo que tenían que saber para el saber glorioso de las mujeres de mi generación.
Minifalderas en flor de los setenta, las mujeres de mi generación no ocultaron ni las sombras de sus muslos que fueron los de Tania, erotizando con el mayor de los calibres los caminos duros de la cita con la muerte.
Porque las mujeres de mi generación bebieron con ganas del vino de los vivos, acudieron a todas las llamadas y fueron dignidad en la derrota. En los cuarteles les llamaron putas y no las ofendieron porque venían de un bosque de sinónimos alegres: Minas, Grelas, Percantas, Cabritas, Minones, Gurisas, Garotas, Jevas, Zipotas, Viejas, Chavalas, Señoritas: Hasta que ellas mismas escribieron la palabra Compañera en todas las espaldas y en los muros de todos los hoteles, porque las mujeres de mi generación nos marcaron con el fuego indeleble de sus uñas, la verdad universal de sus derechos.
Conocieron la cárcel y los golpes, habitaron en mil patrias y en ninguna. Lloraron a sus muertos y a los míos como suyos. Dieron calor al frío y al cansancio deseos; al agua sabor y al fuego lo orientaron por un rumbo cierto.
Las mujeres de mi generación parieron hijos eternos; cantando Summertime les dieron teta, fumaron marihuana en los descansos, danzaron lo mejor del vino y bebieron las mejores melodías.
Porque las mujeres de mi generación nos enseñaron que la vida no se ofrece a sorbos compañeros, sino de golpe y hasta el fondo de las consecuencias. Fueron estudiantes, mineras, sindicalistas, obreras, artesanas, actrices, guerrilleras, hasta madres y parejas en los ratos libres de la Resistencia.
Porque las mujeres de mi generación sólo respetaron los límites que superaban todas las fronteras. Internacionalistas del cariño, brigadistas del amor, comisarias del decir te quiero, milicianas de la caricia. Entre batalla y batalla las mujeres de mi generación lo dieron todo, y dijeron que eso apenas era suficiente.
Las declararon viudas en Córdoba y en Tlatelolco. Las vistieron de negro en Puerto Montt y Sâo Paulo, y en Santiago, Buenos Aires o Montevideo fueron las únicas estrellas de la larga noche clandestina.
Sus canas no son canas sino una forma de ser para el qué hacer que les espera. Las arrugas que asoman en sus rostros dicen he reído y he llorado y volvería a hacerlo.
Las mujeres de mi generación han ganado algunos kilos de razones que se pegan a sus cuerpos, se mueven algo más lentas, cansadas de esperarnos en las metas. Escriben cartas que incendian las memorias. Recuerdan aromas proscritos y los cantan. Inventan cada día las palabras y con ellas nos empujan. Nombran las cosas y nos amueblan el mundo. Escriben verdades en la arena y las ofrendan al mar. Nos convocan y nos paren sobre la mesa dispuesta.
Ellas dicen pan, trabajo, justicia, libertad. Y la prudencia se transforma en vergüenza.
Las mujeres de mi generación son como un puño cerrado que resguarda con violencia la ternura del mundo.
Las mujeres de mi generación no gritan porque ellas derrotaron el silencio. Si algo nos marca, son ellas. La identidad del siglo son ellas.
Ellas: la fe devuelta, el valor oculto en un panfleto; el beso clandestino; el retorno a todos los derechos; un tango en la serena soledad de un aeropuerto; un poema de Gelman escrito en una servilleta; Benedetti compartido en el planeta de un paraguas; los nombres de los amigos guardados con ramitas de lavanda.
Las cartas que hacen besar al cartero. Las manos que sostienen los retratos de mis muertos. Los elementos simples de los días que aterran al tirano. La compleja arquitectura de los sueños de tus nietos. Lo son todo y todo lo sostienen, porque todo viene con sus pasos y nos llega y nos sorprende. No hay soledad donde ellas miren, ni olvido mientras ellas canten.
Intelectuales del instinto, instinto de la razón. Prueba de fuerza para el fuerte y amorosa vitamina del débil. Así son ellas, las únicas, irrepetibles, imprescindibles, sufridas, golpeadas, negadas pero invictas mujeres de mi generación.
ROBERTO BOLAÑO
RESURRECCIÓN
La poesía entra en el sueño
como un buzo en el lago.
La poesía, más valiente que nadie,
entra y cae
a plomo
en un lago infinito como Loch Ness
o turbio e infausto como el lago Batalón.
Contempladla desde el fondo:
un buzo
inocente
envuelto en las plumas
de la voluntad.
La poesía entra en el sueño
como un buzo muerto
en el ojo de Dios.
LOS DETECTIVES HELADOS
Soñé con detectives helados, detectives latinoamericanos
que intentaban mantener los ojos abiertos
en medio del sueño.
Soñé con crímenes horribles
Y con tipos cuidadosos
que procuraban no pisar los charcos de sangre
y al mismo tiempo abarcar con una sola mirada
el escenario del crimen.
Soñé con detectives perdidos
en el espejo convexo de los Arnolfini:
nuestra época, nuestras perspectivas,
nuestros modelos del Espanto.
LOS PERROS ROMÁNTICOS
En aquel tiempo yo tenía veinte años
y estaba loco.
Había perdido un país
pero había ganado un sueño.
Y si tenía ese sueño
lo demás no importaba.
Ni trabajar ni rezar
ni estudiar en la madrugada
junto a los perros románticos.
Y el sueño vivía en el espacio de mi espíritu.
Una habitación de madera,
en penumbras,
en uno de los pulmones del trópico.
Y a veces me volvía dentro de mí
y visitaba el sueño: estatua eternizada
en pensamientos líquidos,
un gusano blanco retorciéndose
en el amor.
Un amor desbocado.
Un sueño dentro de otro sueño.
Y la pesadilla me decía: crecerás.
Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto
y olvidarás.
Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen.
Estoy aquí, dije, con los perros románticos
Y aquí me voy a quedar.
HERNAN RIVERA LETELIER
PLEGARIA AL PASO
Señor
hazme invisible
como un buen árbitro de box.
EL ENVENENADOR DE PERROS
Exhausto de repartir sus hostias
hasta casi el amanecer
se levanta a la hora del almuerzo
se lava las manos a la manera
de los sacerdotes
y se sienta a la mesa
Su mujer le sirve en silencio
-su mujer es mansa y doméstica hasta lo canino-
y resignadamente
echada a sus pies
lo observa malicioso oliscar las albóndigas.
EPITAFIO A MI PADRE MUERTO EL 73
No levantéis de ese modo las cejas:
El viejo se murió de silicosis.
ELEGIA CON INSTRUCCIONES DE JULIO CORTAZAR
Cuando nuestras escaleras mecánicas
comiencen a atascarse una a una
irremediablemente y porque sí
y amontonados a los pies
de sus cadáveres decorativos
nos quedemos mirando hacía arriba
sin saber qué hacer
lo que nos hará falta entonces
más que instrucciones para subir una escalera
será esencialmente
instrucciones para llorar.
jueves 7 de octubre de 2004
[+/-] |
RAMON DIAZ ETEROVIC: EL MINUTO FELIZ DE "LARGO" VIÑUELAS |
Jugábamos por el Club Deportivo Progreso, aunque decir que "Largo" jugaba es una suerte de metáfora, porque a pesar de su porte cercano a los dos metros y de sus brazos extensos, como los tentáculos de un pulpo, Viñuelas veía la mayoría de los partidos desde la banca de los suplentes, comiéndose las uñas y sonriendo cada vez que alguno de sus compañeros encestaba una canasta limpia y en las graderías los espectadores se llenaban de asombro por las victorias que fecha tras fecha obtenía el que hasta esa temporada era considerado el equipo más malo de la liga. Un equipo sin más atributos que el entusiasmo, que entrenaba en la cancha de la escuela del barrio, y estaba integrado por jugadores con barrigas de cerveceros y uno que otro joven con ganas de figurar para cambiar de club al año siguiente. Pero ese año del minuto feliz habíamos comprado fortuna en baldes, y con un poco de aplicación y las reprimendas del entrenador los resultados tenían la felicidad de lo inesperado, y poco a poco sacaron de la indiferencia a los vecinos, cansados hasta entonces de ir al gimnasio a ver perder a su equipo y soportar las pullas de las barras contrarias.
Viñuelas llegó al equipo por casualidad o por un error del profesor Aguila, que una tarde cualquiera, mientras "Largo" observaba las prácticas, lo invitó a entrar a la cancha creyendo encontrar al jugador preciso para evitar que los rivales cruzaran por nuestra área como si estuvieran en un paseo dominguero. Y la verdad es que necesitábamos a un tipo alto, porque salvo Tito Soto, los demás integrantes del equipo éramos algo petisos, paticortos, aficionados a retener el balón más de la cuenta y a llegar hasta la boca del área para intentar los lanzamientos. Sin embargo las esperanzas del entrenador no pasaron de ser una ilusión. Viñuelas era lento y torpe. Sus manazas rara vez llegaban con la distancia justas para atrapar la pelota, y en la bomba, en ese espacio de miedo donde se producían los racimos de manos, demostraba un talento especial para enviar el balón lejos del alcance de sus compañeros. Tampoco tenía mejor suerte con los lanzamientos al cesto, los que invariablemente terminaban por impactar en el tablero y permitían el contraataque de los adversarios. Pese a eso, a Viñuelas lo queríamos por su bondad a toda prueba y porque, cada vez que ganábamos nos recibía en el camarín con un abrazo, como si viniéramos llegando de un viaje o celebráramos el año nuevo. Era bueno de adentro, sin dobleces ni envidias, y daba la impresión que la extensión de su cuerpo le permitía mirar la vida desde una altura a la que no llegaban las copuchas ni las malas intenciones de los vecinos.
Viñuelas tuvo un par de oportunidades y después terminó en la banca. Sólo entraba a la cancha de vez en cuando, cinco o seis minutos, para que alguno de los titulares recuperara el resuello o cuando el marcador a nuestro favor permitía otorgar licencias a los contrarios. Pero aún así era el más puntual en llegar a los entrenamientos y cuando al final de las prácticas la mayoría nos íbamos a beber cerveza, él se quedaba en la cancha ensayando tiros que, unos tras otros, fallaban. Incluso, cuando alguien sugirió una posible miopía, Viñuelas fue a consultar a un especialista que, para que no quedaran dudas, escribió un diagnóstico que luego de algunos confusos términos médicos concluía con tres palabras que lo decían todo: "tiene vista de lince". Es malo pero tiene entusiasmo, comentaba el profesor cada vez que le echaban en cara su mal ojo. Y eso era suficiente, porque hasta esa temporada del año 1962 nadie esperaba que el equipo hiciera otra cosa que perder por poco y ganara los tres o cuatro partidos que le permitiera mantenerse en la primera división.
En la primera fecha, Viñuelas jugó tres minutos y pese a eso ganamos al equipo de los italianos, cosa que a un periodista lo llevó a escribir la palabra sorpresa con tinta remarcada y a insinuar que los tanos habían estado la noche anterior en una despedida de soltero, entregados a las libaciones y al bailoteo con minas de dudosa reputación. Y por lo demás, en esos días las noticias sobre el baloncesto local estaban relegadas a unas pocas líneas que casi se caían de las páginas del diario La Prensa Austral. Los titulares estaban dedicados al campeonato mundial de fútbol que se jugaba en Santiago, y los chicos en las calles trataban de atajar como Misael Escutti o gambetearla a la manera de Leonel Sánchez o Eladio Rojas. Tampoco se dijo nada especial cuando en la segunda fecha ganamos al Club Centenario. El resultado estaba dentro de lo esperado y a lo más, a uno que otro aficionado le llamó la atención la diferencia de quince tantos en el marcador final. Fue esa noche cuando Viñuelas dijo que seríamos campeones y Borgoño, que era el goleador del equipo, le mentó la madre antes de decirle que si no aportaba nada en las victorias, al menos mantuviera la boca cerrada, porque los dos triunfos consecutivos no pasaban de ser algo parecido al veranito de San Juan. Viñuelas ni se inmutó con el insulto. Simplemente guardó sus zapatillas en el bolsón de diablo fuerte que usaba para trasladar su vestuario, y luego de persignarse como hacía cada vez que abandonaba el camarín, se detuvo junto a Borgoño y le dio una trompada que lo dejó con dolor de muelas durante una semana.
Al otro día el profesor Aguila nos dio una buena reprimenda. Café cargado, como decía cada vez que nos reunía en una esquina de la cancha y con una pizarra nos iba explicando las jugadas con paciencia de ajedrecista. Castigó a Viñuelas por un partido y aunque nadie lo extrañó en el juego, si sentimos su ausencia cuando después de ganar al equipo de los universitarios, nadie nos recibió con abrazos en el camarín. El entrenador también sintió la ausencia y al partido siguiente hizo jugar a Viñuelas desde el comienzo, con lo cual en el segundo tiempo tuvimos que remontar un marcador de doce tantos en contra y un locutor radial, eufórico, habló de la imparable aplanadora amarilla. Y desde ese día nos empezaron a mirar con respeto y en la prensa publicaron la primera entrevista al profesor Aguila que se dio maña para hacer comentario sobre el equipo y plantear los reclamos del sindicato de maestros, a los que no le reajustaban sus sueldos desde hacia por lo menos tres años.
Terminamos la primera rueda del torneo dos puntos arriba del Club Sokol. Teníamos una barra de cincuenta vecinos que hablaban del milagro de los cerveceros y los envidiosos que nunca faltan auguraban que no tendríamos fuelle para la segunda ronda y repetían el manido dicho de la partida de caballo y llegada de burro. Y por un fin de semana pensamos que el dicho se haría realidad. Perdimos el invicto y para no desalentarnos le cargamos los dados a Viñuelas que en ausencia de Martínez, un morocho de veinte puntos por jornada, tuvo que jugar el primer partido completo de su vida. Se paró en la bomba, sobre el círculo de los tiros libres y como un espectador distraído se dedicó a ver transitar a los rivales por su lado, sin atreverse a disputar las pelotas, aleteando con sus brazos al igual que un cóndor viejo al que se le había olvidado volar. Pero nadie le dijo nada. Unos, los más jóvenes, se fueron a tomar cervezas al bar American Service, y los otros a sus casas, a rabiar con sus esposas y el ardor de los ungüentos que usaban para aliviar el dolor de los músculos.
Lo que nadie sabía ni menos imaginó esa noche era que Viñuelas nos tenía reservada una sorpresa.
La seguidilla de triunfos continuó en las semanas siguientes, a tal punto que fuimos invitados a jugar a Río Gallegos, en la Argentina, contra un equipo de estudiantes que nos hicieron quedar en ridículo con su marcación al hombre y una sinfonía de pases, rápidos y certeros, que ya a los diez minutos del partido nos hizo entender que estábamos en la fiesta equivocada. De todos modos los argentinos se portaron bien. Nos regalaron un trofeo que Aguila dejó olvidado en el bus y nos invitaron a un asado de cordero que sirvió para olvidar la humillación de la derrota. En nuestra ciudad nadie supo la verdad de la gira, porque al único periodista que se interesó en la noticia le contamos una película en colores, en la que los héroes fuimos nosotros, incluido Viñuelas que agarró vuelo con la humorada y declaró que había marcado diez puntos, cuando lo único que había hecho era pasearse por la orilla de la cancha regalando a las muchachas unas banderitas chilenas que nunca nadie supo de donde sacó. Lo cierto es que la farra en Río Gallegos nos hizo pisar tierra firme de nuevo. El profesor Aguila reunió a los jugadores titulares en su casa - Martínez, Borgoño, el Chueco Alvarez, el gringo Soto, y Vera- y nos enseñó a contar cuantos pares son tres moscas para ver si nos poníamos serios y enfrentábamos el resto del campeonato con algo más de humildad. Al resto los ignoró, aunque Viñuelas se las ingenió para aparecer en la casa del profesor, argumentando que venía a dejar unas revistas de cine a la Martita, la hija menor de nuestro entrenador, cosa que dicho de paso tampoco hacía mucha gracia al profesor, tal vez porque cuidaba a la niña o porque en sus peores pesadillas se veía intentando enseñar a jugar baloncesto a unos nietecitos tan larguiruchos y torpes como Viñuelas.
Y así llegamos a la noche de aquellos recuerdos que no se borran y nos hace incluir a Viñuelas en las memorias de aquel equipo del año sesenta y dos. Dos horas antes del partido nos reunimos en una cafetería de la calle Roca, para dejar pasar el tiempo conversamos de cosas sin importancia y luego de un gesto del entrenador, nos encaminamos hasta el gimnasio. Había nevado las dos noches anteriores y en las veredas espejeaba una escarcha resbaladiza que nos hizo andar despacio, a tientas y cabizbajos, como un grupo de niños que comenzaba a dar sus primeros pasos. Y la verdad es que la cosa no estaba para bromas ni un optimismo desmesurado. El equipo había llegado disminuido a la final del campeonato. De los diez jugadores que lo integraban al inicio de temporada, cuatro estaban ausentes esa noche. López y Salgado con sus respectivos esguinces, Cárdenas estaba de viaje por un asunto de trabajo, y Valencia había cambiado la práctica del baloncesto por la administración de un bar donde había criado panza y ocio. O sea que, además del equipo titular, toda la banca de reservas que teníamos era Viñuelas, lo que para los efectos de tratar de ganar el partido era como decir nadie.
El gimnasio, con su imponente fachada de coliseo romano, estaba repleto de espectadores, y ya de entrada apreciamos el entusiasmo de la gente que se dividían entre una mayoría que apoyaba a los croatas del Sokol, y otros pocos, ubicados en las galerías, que creían en nosotros con fe de iniciados. Nos tocó el camarín número dos y eso ya nos pareció que era como tropezar con el pie izquierdo o pasar bajo una escalera. Por los vidrios rotos de las ventanas se filtraba el frío y era casi seguro que al final del partido tendríamos que ducharnos con agua helada. Pero esa noche estábamos para cualquier gesto heroico y a medida que nos fuimos masajeando las piernas con vaselina o mentolatum, tomamos esa confianza que nos hizo entrar a la cancha y en menos de cinco minutos distanciarnos diez puntos de los rivales, para felicidad de Viñuelas que desde la banca nos aplaudía, mientras a sus pies se acumulaba una montaña de cáscaras de maní. Antes de terminar el primer tiempo, el profesor pidió un minuto de descanso y nos ordenó pausar el juego porque hasta donde le daba la experiencia, los rivales nos estaban aguantado para pasarnos a llevar en la segunda parte. Martínez le dijo al profesor que no se preocupara ya que esa noche tenía la muñeca firme y cada uno de sus tiros había entrado seco en el arco contrario y además, Borgoño se estaba haciendo el pino desde las esquinas y hasta unos ganchos había conseguido meter, ante el asombro de los sokolinos que no entendían por que parte entraba ese petiso patichueco. En el entretiempo volvimos al camarín acompañados por el silencio de las tribunas y la pequeña algarabía de la galucha en la que nuestros hinchas comenzaban a ponerse de acuerdo en el boliche al que irían a celebrar una vez que el tablero electrónico marcara el final de la contienda.
Sin embargo esa noche estábamos condenados a sufrir. Lo supimos apenas iniciado el segundo tiempo, cuando vimos caer a Martínez acalambrado hasta decir no va más. Vimos la desesperación reflejada en el rostro del profesor y a Viñuelas, que sentado en la banca, no atinaba a decidir entre sacarse el buzo o salir corriendo fuera del gimnasio. Al final optó por entrar a la cancha y Aguila gritó dos instrucciones básicas: Viñuelas debía pararse en medio de nuestra área y levantar sus manotas para molestar los lanzamientos rivales, y nosotros por ningún motivo pasarle la pelota. Parecía simple, pero al rato de reanudarse el partido, los contrarios reconocieron el callejón descuidado que dejaba la pobre defensa de Viñuelas y por ahí, una y otra vez se fueron metiendo hasta que a treinta segundos del final lograron superarnos por un punto. En ese momento, cuando la buena campaña del año se esfumaba, sucedió lo que nunca más quisimos olvidar. Martínez avanzó por la banda derecha, eludió a uno de los contrarios y lanzó la pelota con tal violencia que ésta rebotó en el tablero y fue a dar a las manos de Viñuelas que, parado en el círculo central, la tomó entre sus manos con más angustia que un suicida al borde del abismo. Nos miró uno a uno como suplicando que alguno de nosotros le hiciera la gauchada de sacarlo del embrollo. El gimnasio enmudeció y todos los que estábamos en él oímos la mentada de madre que le gritó el profesor Aguila. Entonces ocurrió lo que nadie esperaba. Viñuelas dio tres pasos de zancudo, miró con rabia al profesor e impulsó el balón con tanta violencia que, haciendo una comba interminable, entró en el cesto en el mismo segundo que el timbre del control señalaba el final del partido. Lo demás, y porque después de esa temporada nunca más volvimos a ser campeones, es la historia que siempre recordamos en nuestras conversaciones. Su paseo en andas por la cancha, las entrevistas en el camarín, los titulares de los diarios al otro día, y su tristeza cuando al inicio del siguiente campeonato, y a pesar de que le debía un título, el entrenador lo volvió a dejar en la banca de los suplentes.
domingo 22 de agosto de 2004
[+/-] |
Ramón Díaz Eterovic: LA ULTIMA AVENTURA |
esta historia que me contó
su padre y que más tarde imaginé.
El pueblo ha cambiado. Sólo el mar que lo rodea sigue igual. Se han construido nuevas casas, algunas de sus calles lucen pavimentadas y con semáforos en sus esquinas; existen dos o tres buenos hoteles que acogen a los turistas y viajar hacia las ciudades vecinas ya no es tan difícil. También la gente ha cambiado. Otros niños juegan en las calles y de aquella época pocas son las personas que reconozco cuando pasan frente a mi ventana. Seguramente ellas ni recuerdan la última aventura del loco Nogueras, que fue como la llamaron en las crónicas del entonces único diario del pueblo. El lugar que habito tiene una ventana desde la cual diviso el mar. Mis días transcurren sin sobresaltos; desde la mañana, y hasta que el sol se esconde tras las montañas nevadas, observo las olas que incansables cumplen su cotidiano rito de adioses y regresos, recordándome con su ir y venir que un día el mar fue mi ilusión y mi desgracia. Ha transcurrido mucho tiempo desde las conversaciones con el gringo Dollenz y con Valcarce, cuando aún la idea del gringo no pasaba de ser una humorada que dejaba caer sobre la mesa del bar, junto a las piezas de dominó y las botellas de cerveza que cada tarde bebíamos, sin otro afán que acortar las horas que se repetían al ritmo del viento que limpiaba las calles de Puerto Natales, pueblo patagónico al que había llegado por el azar de un empleo y la necesidad de recibir una paga que, en su mayor parte, iba a dar a las arcas del dueño del bar "La Esperanza". Las cervezas, los partidos de fútbol que terminaban con el infaltable asado de cordero, los diarios que de tarde en tarde llegaban al pueblo y nos permitían saber lo que sucedía en Santiago o Buenos Aires; alguna película mexicana en el Cine "Libertad" y la oportunidad de hojear una revista de chistes picarescos y mujeres desnudas, a solas, cuando el cuerpo imponía un descanso después de una noche de farra. Esas eran las únicas entretenciones que teníamos para espantar el tedio. Lo demás era soñar que la vida podía ser diferente, gracias a un golpe de la suerte o a la decisión de huir del pueblo, embarcado como polizón en alguno de los barcos que llegaban al puerto a buscar la carne y la lana de oveja procesada en el frigorífico ubicado a seis kilómetros del pueblo.
Valcarce era el más joven de los tres y el único que había nacido en Puerto Natales. Nunca había salido del pueblo. Su vida se resumía entre las calles polvorientas y la casa que compartía con su padre, de quien había heredado el oficio de pescador, la habilidad para los juegos de naipes y cierta actitud displicente para ir barajando el acontecer de los días sin otra ambición que un plato de comida y respirar. Cuando la pesca estaba floja, trabajaba en la carga de los barcos, pintaba casas o ejercía de ayudante en las faenas de esquila. Moreno, alto y de ojos vivaces, disfrutaba de la vida con la misma aparente alegría de los cisnes de cuello negro que nadaban cerca de la playa. Me gustaba su compañía y a veces, cuando nos reconocíamos asqueados de la rutina del bar, tomábamos uno de los botes de su padre y salíamos a remar por la bahía hasta que la fatiga nos indicaba que era tiempo de regresar.
Dollenz, el gringo, era el de más edad, y en la época de estos recuerdos bordeaba los treinta años. En su juventud había destacado como jugador de baloncesto en campeonatos estudiantiles. Pero eso era parte de su pasado, porque a pesar de su porte atlético, la curva pronunciada de su espalda delataba su ocupación de empleado administrativo en el Frigorífico Bories. Era soltero y vivía en una pensión donde le daban de comer y lavaban su ropa. En los días que recibía el pago de su sueldo, dejaba de lado la cerveza y pedía interminables copas de whisky que, a la hora de la embriaguez, lo hacían añorar a una mujer llamada Laura, de la que no daba más referencias que su nombre y su residencia en Santiago, a donde el gringo Dollenz, según aseguraba en medio de la borrachera, regresaría con los bolsillos rebosantes de dinero. A la mañana siguiente su deseo se esfumaba con la brisa que llegaba del mar o en el mismo instante que salía de la pensión rumbo a la oficina, donde pasaba las horas contabilizando los ingresos y egresos del frigorífico.
En cuanto a mí, no hay mucho que decir. Recién había cumplido mis veinticinco años y estaba empleado en una tienda de ultramarinos. Vivía solo, deseaba trabajar un par de años en el pueblo y luego partir hacia otro lugar, antes que la costumbre o un enamoramiento súbito me hiciera echar raíces. Mas, de todo eso ha pasado mucho tiempo, y ahora, quince años más tarde, sólo aguardo que pasen los días, con la única entretención de mirar el mar que, como ya dije, alguna vez fue mi ilusión y mi desgracia.
Al principio nos reímos del gringo. No pensábamos que estuviera hablando en serio. Su idea parecía tan descabellada que sólo podíamos pensar en ella cuando la cerveza había hecho efecto en nuestros ánimos, y cualquier cosa que se dijera alrededor de la mesa era motivo de risa y entusiasmo.
-¡Es una locura! En un par de horas todo el pueblo estaría enterado- dijo Valcarce y yo me sumé a su sentencia con una carcajada que rompió la quietud del bar. Dollenz se limitó a mover la cabeza, como si el pescador y yo hubiéramos sido dos energúmenos incapaces de entender la seriedad de su idea.
Tal vez el asunto debió quedar en la broma y entre las paredes del bar, asumiéndose que una cosa era los sueños y otra nuestra realidad de hombres condenados a seguir por la vida sin mayores sobresaltos, habituados a las rutinas del pueblo, a nuestros trabajos y a las horas que marcaba el viejo reloj de pedestal instalado en una esquina del bar, junto a la salamandra que entibiaba el ambiente y un deteriorado afiche de cigarrillos. Sin embargo no fue así. Dollenz dejó pasar una o dos semanas, y una tarde, después de oírme maldecir la vida que llevábamos en el pueblo, insistió.
-En el frigorífico se guarda el dinero para el pago del sueldo mensual de los obreros -dijo, lentamente, como mascando sus palabras-. Dinero, mucho dinero. Una vez al mes, y durante todo un fin de semana, el dinero permanece en la caja fuerte instalada en la oficina del jefe administrativo.
-El dinero es de los obreros -dijo Valcarce.
-Es el dinero del frigorífico -rectificó Dollenz, mientras pasaba el dorso de su mano derecha por sus labios humedecidos por la cerveza-. Los obreros no van a perder nada.
-¿Cuál es el plan? -pregunté, más por curiosidad que por real interés.
Los ojos del gringo brillaron de entusiasmo. Extendió unos de sus brazos para palmotearme en las espaldas.
-Conozco la clave de la caja fuerte y sé como entrar a la oficina donde la guardan. Sacamos el dinero, Valcarce hace como que sale de pesca y lo lleva a esconder lejos del pueblo. Esperamos tres o cuatro meses, tal vez medio año, y luego repartimos el botín en tres partes iguales y cada cual hace lo que le venga en ganas con el dinero.
-Una cosa es hacer bromas y otra, muy distinta, robar -dijo Valcarce-. Yo no tengo pasta de ladrón y además, tengo amigos que trabajan en el frigorífico y no me gustaría hacerles una mala jugada.
-Nunca ha pasado nada igual en el pueblo y cuando cometamos el robo, los carabineros del retén no van a saber a qué santo recurrir. No saben hacer otra cosa que apalear huelguistas y encerrar borrachos en el calabozo.
-La idea tiene sentido -dije al tiempo que miraba el mar por la ventana del boliche.
-No cuenten conmigo -dijo Valcarce-. No quiero pasar el resto de mi vida en un calabozo ni quiero que mi padre tenga una razón para avergonzarse de su hijo.
-Los tres o ninguno -sentenció Dollenz-. Y si no es así, aquí nadie ha dicho nada.
No volvió a mencionar el asunto por algunas semanas. Valcarce y yo evitamos tocar el tema, tal vez para no provocar discusiones o porque en esos días el principal tema de conversación fueron los cincuenta millones de pesos que ganó un vecino en el juego de la Lotería. Valcarce seguía yendo al mar en busca de peces, Dollenz tras de su escritorio y yo en la tienda, distraído, dejando que mis miradas surcaran las olas que veía crecer en el horizonte mientras pensaba en las posibilidades de éxito que podía tener el plan.
-¿Es mucho el dinero que guardan en el frigorífico?-preguntó inesperadamente Valcarce, una tarde en la que estábamos reunidos en el bar.
-Mucho es poco decir- respondió Dollenz, indiferente, como queriendo demostrar que el plan era algo que tenía olvidado o al que ya no le otorgaba el mismo entusiasmo de la primera vez.
-¿Y nadie lo cuida?
-Hay un guardia por las noches. Un viejo que suele quedarse dormido antes de la medianoche. El jefe administrativo del frigorífico lo sabe y no le importa. Nunca piensa en un robo importante, porque las posibilidades de huir del pueblo son pocas y complicadas.
-Y entonces, ¿cómo lo haríamos?
-¿Tengo cara de ladrón, Valcarce?
-No.
-¿Y Nogueras?
-Tampoco- respondió Valcarce, al tiempo que me miraba como intentando descubrir algún rasgo especial en mi rostro.
-En el pueblo nos conocen y nos tienen confianza. La idea es cometer el robo en la temporada de turismo, cuando el pueblo esté lleno de extraños de los cuales los carabineros podrán sospechar.
-¡Piensas en todo! -dijo Valcarce, con entusiasmo.
-Pero sigue siendo un asunto de tres - respondió Dollenz y enseguida llamó al mozo de "La Esperanza" para que nos sirviera otra ronda de cervezas.
Valcarce bajó la mirada.
-¿Y tú Nogueras, qué dices?-preguntó Dollenz.
-La idea me seduce- respondí, aunque en mi interior dudaba de mi capacidad para participar en el plan del gringo y esperaba que con el paso de los días quedara en el baúl de las ideas muertas.
-No podría vivir en una celda, sin el viento ni el mar a mí alrededor- dijo Valcarce.
-Los tres o ninguno -agregó Dollenz repitiendo su sentencia de días pasados-. Y si no es así, aquí no se ha dicho nada.
Y no dijo nada hasta la noche en que Valcarce volvió a plantear el tema con una pregunta que pareció helar aún más las cervezas que bebíamos.
-¿Cuál sería la fecha más apropiada para el robo? -preguntó.
-Para qué pensar en cosas que nunca sé harán-respondió el gringo, evasivo.
-He decidido entrar en tu juego, Dollenz.
-¿Por qué ahora, después de tantos meses?
Valcarce movió los hombros, como si con ello hubiera podido despertar una respuesta adecuada dentro de sus pensamientos.
-Es bueno hacer algo que rompa con la monotonía del pueblo -dijo, finalmente-. La pesca y sus miserias me tienen aburrido. Quiero conocer otros lugares y buscar un nuevo horizonte para mis días.
-¿Y tú qué dices?- me preguntó Dollenz.
-A nadie le vienen mal unos pesos extra en la billetera.
Dollenz dijo que el robo sería el fin de semana siguiente a la Navidad. Para entonces, los ánimos estaban más relajados y habría arribado al pueblo la primera oleada de turistas. Mientras llegaba el día convenido, Valcarce debía encontrar un sitio adecuado para esconder el dinero. Dollenz se preocuparía de reestudiar las rutinas del frigorífico y, si la ocasión se presentaba, ensayar la apertura de la caja de fondos. Lo demás era seguir con nuestras ocupaciones habituales, mantener las citas en el bar y no comentar con nadie la idea del robo. Al día siguiente, que era domingo y yo no tenía que trabajar en la tienda, acompañé a Valcarce a la mar, y antes que él desplegara las redes de pesca, nos dedicamos a estudiar los rincones más resguardados de la costa hasta que dimos con uno al que sólo se podía llegar en bote y estaba lo suficientemente aislado como para esconder el botín.
-No menciones el robo mientras estemos en el mar -me advirtió Valcarce-. Mi padre dice que el mar castiga a los que lo usan con malos fines.
-Eso no es más que un cuento de pescadores supersticiosos-respondí, esbozando una sonrisa-. El mar es sólo una gran pileta que a veces se agita más de lo conveniente.
-El mar tiene oídos y un corazón rencoroso, Nogueras. Es lo único a lo que temo -dijo Valcarce y quedó con la mirada fija en el horizonte, como esperando que de un momento a otro emergiera la rabia desatada de una ola-. Preferiría que el dinero lo guardáramos en otra parte.
-Mejor lejos del pueblo, para no tener la tentación de gastarlo. Dollenz dice que la prisa ha traicionado a muchos ladrones impacientes.
Pasados los festejos de la Navidad llegó el momento de llevar el plan a la práctica. Era una noche de sábado. Para no despertar sospechas nos reunimos en el bar, y entre una y otra copa acordamos la forma en que nos iríamos retirando y el punto donde nos encontraríamos para dar rienda suelta a nuestro sueño más oculto. Poco antes de la medianoche, y pese a que había bebido menos que en otras oportunidades, el gringo Dollenz, con pasos intencionadamente retorcidos, abandonó el bar dejando a sus espaldas una estela de bromas por su aparente ebriedad. Encendí un cigarrillo y cuando terminé de fumarlo seguí el camino de Dollenz, con una pequeña detención frente a la barra del bar que me permitió comentar a uno de los mozos que me sentía cansado y con ganas de llegar pronto a la cama. Desde la puerta grité un último adiós a Valcarce y salí tras las huellas de la noche, sintiendo en mi rostro los latigazos del viento que se deslizaba por las calles del pueblo. No vi un alma en el recorrido que hice para llegar hasta donde esperaba Dollenz, oculto junto a un árbol.
-Va a salir todo bien, Nogueras -me dijo, y enseguida se refugió en un silencio reconcentrado que pareció durar una eternidad.
-Valcarce se demora más de la cuenta- agregó minutos más tarde-. ¿Se habrá arrepentido?
-¿Quieres que vaya a buscarlo?-pregunté con la esperanza de acortar la espera y olvidar las dudas que comenzaban a deteriorar mi ánimo. Dollenz pensó su respuesta, pero antes que llegara a decir algo, vimos aparecer una sombra tambaleante que se aproximaba a nuestro encuentro. El viento parecía haber aumentado de intensidad y a nuestro alrededor, como un aullido tenebroso, se escuchaba el silbido que provocaba al chocar en los techos de zinc de las casas. Saqué un cigarrillo desde mi chaqueta. Dollenz me lo arrebató de los labios y lo arrojó al suelo.
-¡Vas a llamar la atención de los vecinos!- reclamó, nervioso.
-De noche y con el viento que hay, dudo que los vecinos se enteren de lo que pasa en la calle.
-Nunca se sabe, Nogueras. Nunca se sabe.
Valcarce llegó junto a nosotros. Su respiración era agitada e intuí que eso tenía relación con su demora en el bar o con el miedo que debíamos vencer para seguir adelante con lo propuesto.
-La caja fuerte nos espera- dijo Dollenz y se puso en marcha.
Seguimos sus pasos y después de una media hora de esforzada marcha llegamos hasta la entrada del frigorífico. El lugar parecía en calma y en el cielo, algunas nubes oscuras ocultaban la cara festiva de la luna. Avanzamos por un sendero de ripio y nos detuvimos frente a la enorme construcción de ladrillos donde funcionaba la administración del establecimiento. De su interior brotaba una leve luz amarilla. Sentí una súbita inquietud, pero Dollenz, adivinando mis pensamientos, dijo que la luz provenía de la pieza que ocupaba el guardia y se dispuso a entrar. Valcarce y yo nos quedamos en las sombras esperando las instrucciones de Dollenz. Fue en ese instante cuando pensé que no siempre las cosas resultan como uno espera, y mis aprehensiones se confirmaron minutos más tarde, cuando al ingresar a la oficina contable vi al guardia tirado en el suelo. Dollenz le había atado las manos tras la espalda y el hombre mostraba en su rostro las amoratadas huellas de unos golpes. Me detuve un instante junto al guardia y observé su respiración entrecortada. Valcarce llegó a mi lado y sonrió como si estuviera observando un espectáculo circense o algo parecido.
-Se ve mal. Parece que el gringo se puso nervioso y se le pasó la mano- comentó Valcarce.
No alcancé a decir nada. El grito de Dollenz llegó desde una sala interior del frigorífico y sin pensarlo dos veces, caminamos a su encuentro. Estaba de pie, junto a una caja fuerte que le llegaba a la altura de la cintura. Cuando nos vio llegar soltó una maldición y dio un suave puntapié a la caja.
-No puedo abrirla -dijo-. El jefe administrativo debió cambiar la combinación.
-Podríamos forzarla -dije.
-¿Con el abrelatas que guardo en mi escritorio? -preguntó Dollenz, irónico-. Necesitamos herramientas y una buena cantidad de tiempo.
-¡El robo se fue a la mierda! -exclamó Valcarce.
-Aún nos queda otra opción -dijo Dollenz-. Llevemos la caja hasta el bote y la trasladamos hasta el escondite previsto. Después, en dos o tres semanas más, vemos la forma de abrirla.
-¿Y cómo la movemos? -preguntó Valcarce-. Debe pesar sus buenos doscientos kilos.
-En el patio hay una carretilla que se usa para el traslado de bultos y cajas pesadas- agregó Dollenz.
Siempre he pensado que fue un milagro que nadie nos descubriera esa noche. Demoramos más de media hora en subir la caja fuerte sobre la carretilla y enseguida la atamos con la soga que Dollenz encontró en las bodegas del frigorífico. Luego, procurando que la caja mantuviera su equilibrio, salimos a la calle y comenzamos a avanzar lentamente hacia el mar que, a cuatro o cinco cuadras de distancia, rugía como una bestia malhumorada. A cada paso que dábamos la caja amenazaba con irse a un costado u otro. Valcarce conducía la carretilla. Dollenz y yo ayudábamos a mantener la caja en su sitio. A una cuadra del muelle, Valcarce metió la carretilla en un bache de la calle y la caja fue a dar encima de una charca. Durante unos segundos estuvimos alertas a los ruidos que podían llegar desde las casas vecinas. Pero, nadie nos escuchó o a nadie llamó la atención las sombras de nuestros cuerpos ni de la caja fuerte que después de un gran esfuerzo conseguimos volver a poner encima de la carretilla. El murmullo de las olas nos alentó a llegar hasta la orilla del mar y luego avanzar hacia el rincón rocoso donde esperaba el bote de Valcarce. No fue fácil, pero al final de una ruda lucha contra los vaivenes del bote, el viento y nuestros temores, logramos subir la caja en la embarcación. Los alrededores estaban oscuros y al mirar hacia el pueblo sólo se reconocían dos o tres luces que emergían del interior de algunas casas.
-¿Y ahora qué?- pregunté.
-¡A navegar! A navegar lo más rápido posible hasta llegar al escondite- respondió Dollenz.
-De noche y contra el viento es una locura- dijo Valcarce.
-¿Tienen otra idea mejor? -preguntó Dollenz y como si su interrogante hubiera sido una orden, los tres subimos al bote.
Dollenz se acomodó al medio de la nave, junto a la caja fuerte. Valcarce lo hizo en la popa para maniobrar el timón del motor, y yo me acurruqué en la proa, sintiendo los golpes del viento en la espalda. Luego, a una orden de Dollenz, Valcarce hizo andar el motor y raudamente comenzamos a alejarnos del pueblo. En medio del mar, rodeado por la noche y el temporal, el bote semejaba una hoja de papel arrojada al cauce rabioso de un río. Una y otra vez enfrentaba las olas, hundía su proa en el agua y volvía a situarse sobre las olas, victorioso hasta el siguiente embate. Al cabo de una hora noté que era poco lo que habíamos logrado avanzar, como si una mano gigantesca nos hubiera mantenido sujetos a la costa. El bote se movía de un lado a otro, Dollenz se abrazaba a la caja y con ello se mantenía intacta la esperanza de terminar con éxito nuestro viaje.
-Es cosa de aguantar unas horas-dijo Valcarce-. La navegación será más fácil cuando amanezca y calme el viento.
Sin embargo, llegó la mañana y el temporal no amainó. En el horizonte sólo veíamos las olas que crecían y avanzaban, indiferentes al precario equilibrio de nuestra embarcación que era barrida por la furia del mar. El frío nos calaba los huesos. El agua se deslizaba por nuestros rostros, y sólo el saber que ya no podíamos volver atrás nos mantenía fiel a un horizonte que no podíamos ver, pero intuíamos al final de cada ola. En algún momento, Valcarce propuso regresar a tierra y Dollenz le dijo que eso no lo haría jamás, porque había salido de Puerto Natales para intentar otra vida y prefería morir entre las olas antes de enfrentar a la gente del pueblo. Valcarce no insistió y durante el resto del día se limitó a guiar la lancha. Al anochecer la situación seguía igual y casi no hablábamos entre nosotros. La sed y el hambre nos reprochaban la improvisación de nuestro plan. Valcarce lucía a cada rato más preocupado y Dollenz parecía ausente, como si sólo su cuerpo fuera dentro de la embarcación y sus pensamientos vagaran en medio de otro paisaje, más cálido y prometedor que el que nos envolvía.
-El maldito temporal no puede ser eterno -gritó Valcarce, y sus palabras llegaron a mi lado como el eco de un reclamo inútil.
Después el mar se cansó de jugar con nosotros y supe que el futuro era una frágil línea sobre el agua. Dollenz encendió un cigarrillo, pero apenas alcanzó a darle una calada antes de que una ráfaga de viento se lo arrebatara de los labios. El gringo maldijo en silencio y se abrazó a la caja fuerte, como si de ella hubiera podido brotar la tibieza que necesitaba para calentar sus huesos. Quise hacerle una pregunta que lo obligara a darme alguna palabra de aliento, pero comprendí que en ese instante el único diálogo posible era con el viento que parecía empeñado en castigarnos por nuestras faltas. Pensé que una vez recibida la parte del botín que me correspondía, viajaría lejos, a un sitio donde los recuerdos se hicieran borrosos. También pensé en la furia del mar y en lo que había dicho Valcarce sobre el corazón del mar. Me reí para mis adentros y me dije que la tormenta que nos asediaba era sólo una cosa de la mala suerte y que pronto, con la llegada del amanecer, los hechos de las últimas horas no me parecerían tan disparatados. Una maldición de Valcarce me sacó de mis pensamientos. Lo vi golpear el motor con una de sus manos y supuse que algo andaba mal. De pronto cesó el ruido del motor y junto con eso tuve la impresión de que el mar acentuaba su ira. Pregunté a Valcarce por lo que sucedía, y mis palabras fueron arrastradas por el viento.
En este punto la memoria me traiciona. Desde mi ventana miro el mar. Recuerdo y miro el mar. Pienso que hay situaciones que son absurdas, como vivir acumulando esperanzas para un momento determinado y que cuando éste llega tiene la fragilidad de un segundo, de una bocanada de humo frente al viento. Pensar en la caja fuerte, en el plan del gringo y en el mar como una gran puerta de escape nos mantuvo ilusionados durante muchas semanas. Dio un sentido a nuestras vidas y nos hizo olvidar que hasta el instante en que Dollenz nos metió la idea en la cabeza no éramos otra cosa que tres borrachines de un pueblo insignificante. Por eso no me importó que el viento se llevara mis palabras y pensé que el botín que transportábamos era nuestra posibilidad de tocar el cielo con las manos. Era preciso mantener la esperanza y confiar en el éxito del plan. Sin embargo, más tarde, cuando la desesperación se confundía con cada ola que nos azotaba, ocurrió lo inesperado. Todo fue tan breve y rápido que aún hoy me sorprendo de que aquello perdure en mis recuerdos. Valcarce se puso de pie y cuando intentaba tomar los remos que yacían en el fondo del bote, perdió equilibrio y su cuerpo fue a dar al mar, acompañado de un grito que fue tragado por la noche. La embarcación se meció peligrosamente. Miré al gringo Dollenz y lo vi estático, aferrado a la caja fuerte, sin saber que hacer. El bote se inclinó hacia un costado y como un animal herido que se resiste a seguir en pie, la caja de fondos se ladeó y lentamente, como si hubiera comprendido que en su interior anidaban nuestros sueños, cayó al mar. La caja flotó unos segundos, los suficientes para que Dollenz la viera alejarse y en un gesto tan inútil como suicida, se lanzara al agua tras de ella. El gringo braceó desesperadamente. Lo vi hundirse en una ola, y enseguida lo perdí de vista para siempre.
Al caer la caja al mar el bote comenzó a moverse de un lado a otro, y en mi desesperación sólo atiné a aferrarme a uno de sus maderos. Sentí venir las olas y como en mi infancia, intenté decir una oración. Una enorme masa de agua se dejó caer sobre el bote y lo último que sentí fue el dolor de mi cabeza al golpearse contra el agua. Después debí perder la conciencia y sólo desperté algunas horas más tarde. El mar se había calmado y mi rostro era picoteado por los rayos del sol. Sin remos, con su motor averiado y sin más carga que mi cuerpo, el bote navegaba al arbitrio de las olas. Quise gritar y no pude. Recosté la cabeza sobre mis brazos y, resignado, me dormí. Tres días más tarde me rescató una lancha de la Armada que andaba en misión de patrullaje. Los marinos me dieron de comer y me condujeron hasta el hospital del pueblo.
Al principio, nadie me relacionó con el robo, pero ciertas palabras que gritaba en mi delirio me delataron. Cuando desperté, junto a mi cama en el hospital, había un policía de guardia. Por él me enteré que el vecindario se había alborotado con la noticia del robo, que el guardia del frigorífico había muerto, y que tal cual lo imaginara el gringo Dollenz, durante varios días se había pensado que los responsables eran algunos de los turistas que visitaban el pueblo. Lo demás hace mucho tiempo que dejó de tener importancia. Los cuerpos de Dollenz y Valcarce nunca fueron encontrados y sobre la caja fuerte extraviada comenzaron a tejerse una serie de leyendas. Que habíamos alcanzado a dejarla en una isla, que nunca la sacamos del pueblo, que unos buzos centolleros la habían rescatado del fondo del mar. Fábulas, simples fábulas que durante algunos meses sirvieron para animar las conversaciones en los bares y las páginas del diario local. La verdad es que confesé mi participación en el robo antes que nadie me apremiara con sus preguntas. El resto, ya lo dije, es mirar el horizonte y pensar que alguna vez soñé tocar el cielo con las manos.
jueves 12 de agosto de 2004
[+/-] |
Ramón Díaz Eterovic: LOS DIAS CONTADOS |
-¡Ya es hora de matar a Osorio! - sentenció tío Arnoldo, dejando sobre la mesa la navaja de cacha ahuesada que portaba como amuleto a considerar a momento de tentar fortuna o meditar una decisión importante. La familia se encontraba reunida en el comedor esperando a que mi madre sirviera los ñoquis que preparaba los domingos. Sus ñoquis con salsa de tomates y ciruelas eran una suerte de rito familiar que ella iniciaba a primera hora de la mañana, cuando después del desayuno y de dar de comer a los perros se ponía a mondar las papas cosechadas con anticipación en la huerta familiar. Después, mientras mi padre y tío Arnoldo oían su programa favorito de música mexicana, ponía las papas a cocer hasta que estimaba que estaban blandas y las convertía en un cremoso puré que mezclaba con harina, media docena de huevos y sal. En ese punto de la preparación solía llamar a mis hermanas para que le ayudara a moldear los ñoquis que, una vez embadurnados de harina, iban a dar al ollón donde hervía el agua mezclado con algunas gotas de aceite. Los ñoquis de mi madre eran un rito y la mesa de los domingos el momento en que se conversaba de bodas y bautizos, compras de animales y de los escasos éxitos escolares de los hijos.
-¡Ya es hora de matar a Osorio! -insistió mi tío y noté que su rostro adquiría un tono púrpura, como si hablar en voz alta le hubiera provocado un esfuerzo desmedido. Tío Arnoldo era alto y gordo, usaba patillas unidas a sus mostachos negros y al costado derecho de la cara tenía una cicatriz que nunca dejaba de atemorizarme. El tío contaba que la cicatriz era producto de una riña en la isla Tierra del Fuego, a donde había ido a trabajar en su juventud, como ayudante de esquilador en las faenas que cada verano atraía a muchos hombres hacia las estancias patagónicas. Por el honor de una mujer, aclaraba cuando alguien le pedía recordar el incidente, y enseguida, con su vozarrón de barítono recitaba unos versos de Evaristo Carriego con los que sin duda se identificaba: "El barrio le admira, Cultor del coraje, conquistó, a la larga, renombre de osado". Mi padre, al que nunca hizo gracia que su hermana regalona se casara con un mastodonte de pocas luces, sonreía al escucharlo y entre broma y broma, reducía la hazaña a una riña de curados irrelevante y sin el honor de ninguna mujer en juego.
-¿No podríamos esperar un poco más? -preguntó mi padre, más por contradecir a mi tío que por convencimiento en sus palabras. El tío Arnoldo hizo una mueca despectiva y mi padre me miró de reojo. Sabía que el asunto me inquietaba y que era preferible tratarlo en otro momento, lejos de mis oídos y de mis sentimientos.
-Hemos cambiado de fecha en dos oportunidades. ¿Qué le pasa cuñado? -preguntó el tío Arnoldo-. ¿Perdió las agallas?
-Solo aguardo a que llegue una fecha significativa.
-Su madre, que además es mi santa suegra, cumple noventa años. ¿No le parece una fecha adecuada?
-Había pensado comprar cholgas, tacas, castradina y un trozo de cerdo -retrucó mi padre, sin despegar la vista de mi rostro-. A mi viejita le gustaría comer un curanto, con sus correspondientes milcaos y chapaleles. No olvide que es chilota.
-Dudo que la señora se fije en detalles. Cumplir noventa años es una gracia que no la hace cualquiera.
-Tiene razón, cuñado. Nos estamos ahogando en un vaso de agua -concedió mi padre al ver que mi madre se acercaba con la primera fuente de ñoquis.
-Lucen como perlas, hermana -comentó tío Arnoldo a mi madre, acomodando su plato sobre la mesa, junto al pocillo de queso rallado y la panera.
2
-Cuesta reconocerlo, pero respecto a Osorio tu tío tiene razón. Hay ciertas cosas a las que no se les puede quitar el bulto -dijo mi padre, mientras encendía uno de sus apestosos cigarros de tabaco negro que compraba en la tienda del griego Vretakos y que mi madre le permitía fumar los días domingo para acompañar la copa de aguardiente que bebía después del almuerzo.
-Cuando mataron a Galindo dijiste que esa sería la última vez. Que ya no estabas en edad para tanto esfuerzo y que la sangre tiene un límite.
-Es cierto que dije eso, pero uno propone y Dios dispone -exclamó mi padre y luego de beber un sorbo de licor, agregó-: Cuando seas grande entenderás lo que te digo.
-Estoy harto con todas las cosas que deberé entender cuando grande -grité-. Tal vez entonces sepa porqué no puedo portar una navaja como el tío Arnoldo o leer las revistas de monas piluchas que él guarda en su velador.
-A tus mayores no se les levanta la voz -retrucó mi padre, al tiempo que mordisqueaba su cigarro.
-¡Qué genio! El pibe salió alegador. Va para abogado o político chamullero -comentó tío Arnoldo, esbozando una sonrisa que amplió hacia los costados su mostacho.
-¿Por qué no podemos ser como las demás familias? -pregunté en voz baja.
-Todos los vecinos del barrio mantienen la misma tradición.
-No todos -insistí-. Los Pérez recurren a la carnicería del barrio y los Velarde van a un restaurante.
-Son familias de recursos y pueden darse algunos gustos.
-Es sólo una vez al año.
-Basta -bramó mi padre-. No voy a perder mi tiempo discutiendo con un chiquilín de diez años. Hay tradiciones familiares que no pueden pasar por alto.
-Once. El próximo mes cumplo once años.
-El próximo mes. Hasta entonces, solo tienes diez. Ahora, anda a buscar los naipes. Tu tío Arnoldo y yo vamos a jugar una partida de truco.
Por unos segundos hice oídos sordos a las palabras de mi padre y me mantuve en mi lugar, inmóvil como cuando jugaba a las estatuas con mis hermanas y resistía, imperturbablemente serio, a sus morisquetas.
-Me parece que te di una orden -insitió mi padre, a punto de perder la paciencia.
-Recuerda que Osorio y el niño son amigos -terció mi madre que hasta entonces había seguido en silencio la conversación-: Osorio lo recibe al regreso del colegio y juegan en el patio cuando hace buen día.
-Todos en nuestra familia conocemos el destino de Osorio -respondió mi padre, alzando la voz con autoridad.
-Sí, pero no olvides que Osorio llegó a esta casa después de lo ocurrido al niño Andrés.
La mención del niño Andrés puso una larga pausa de silencio en el comedor familiar. Andrés iba a ser mi hermano menor, pero por esas cosas que a mi edad aún no entendía había muerto a las horas de nacer dejando su nombre como un referente cada vez más difuso en la vida de nuestra familia.
-Trae los naipes -ordenó mi padre, mirándome a los ojos. También él se había puesto triste. Me puse de pie y fui a buscar los naipes que mi padre guardaba en la alacena de la cocina, junto al paquete de yerba mate y el gotario que usaba para aceitar su escopeta.
-Osorio tiene los días contados -oí decir a mi tío Arnoldo, antes de abandonar la habitación. En ese momento quise ser Sandokan y partir a mi tío en dos con su cimitarra justiciera.
3
Lo mataron un día de sol radiante. Desde la ventana de la cocina observé los preparativos del tío Arnoldo y mi padre. Ambos parecían vestidos para una ocasión especial. Pantalones de diablo fuerte, camisa blanca, chaleco negro sin mangas, cuchillos anidados a un costado del cinturón. Bebieron una copa de vino tinto y luego caminaron hacia la salida del patio, cabizbajos, concentrados en los pormenores de la ceremonia sangrienta a la que se sentían obligados. Pensé en seguir sus pasos pero me arrepentí de inmediato. Decidí huir y sin pensarlo dos veces, tomé mi honda y salí corriendo en dirección a la playa, distante a cinco o seis cuadras de la casa. El mar estaba calmo y a lo lejos se divisaban las siluetas de tres barcos que surcaban el Estrecho de Magallanes. Por un instante me imaginé embarcado en uno de ellos, alejándome de la costa y mis padres. Pasé gran parte de la mañana sentado sobre un montículo de arena, observando el ir y venir de las olas, creyendo ver el silencioso rostro de Osorio entre las nubes. Después me entretuve tirando piedras al agua mientras pensaba en esas cosas misteriosas que según mi padre entendería en el futuro. Pensé entonces que lo peor de la muerte no era que uno se fuera a un lugar oscuro como tanto temía mi abuela, sino quedarse solo, sin ver más a la gente que uno amaba.
Estaba decidido a huir de la casa pero no sabía a ciencia cierta que camino tomar. No conocía a nadie más allá de mi pueblo y en los bolsillos portaba dos o tres monedas miserables que a lo más podían servir para comprar una marraqueta o un cucurucho de turrón. Recordé a Osorio y pensé que a esa hora su suerte estaba echada. Su sangre mancharía el suelo del galpón donde mi padre y el tío Arnoldo le habrían hecho la encerrona. Decidí que no derramaría ni una lágrima cuando ellos murieran. Tampoco el día que la abuela dejara de tener miedo.
Seguí sentado sobre la arena hasta que divisé a la pandilla del basural. Eran cinco muchachos de aspecto sucio que empleaban sus días en recorrer el sector de la playa donde llegaban a dar gran parte de los deshechos del pueblo. De la mañana a la tarde recogían botellas, cartones, zapatos viejos, cualquier cosa que pudiera tener algún valor. Mi padre no me dejaba juntarme con ellos, pero igual a veces me sumaba a sus correrías y les ayudaba en la recolección. Decidí castigar a mi padre y corrí al encuentro de los muchachos. Durante un par de horas reunimos una gran ruma de botellas vacías y luego de encontrar cuatro viejos neumáticos de auto decidimos amarrar unas tablas a ellos y hacer una balsa que nos llevara lejos de la playa. A la hora de probar la embarcación me ofrecí de voluntario. Fui el primero en subirme a la balsa y el primero en hundirme hasta el cuello, mientras mis compañeros de aventuras permanecían en la playa, como alegres espectadores de una comedia de equivocaciones. A duras penas logré alcanzar la orilla. La arena se pegó a mis ropas mojadas y al igual que un pollo recién salido del cascarón quedé en medio de la pandilla. Tuve ganas de salir corriendo y regresar a mi casa. Tenía frío y al poco rato comenzaron a cansarme las burlas. Sin embargo mi aspecto no estaba para aparecer por la casa, como si nada hubiera pasado. Decidí esperar a que secaran mis ropas y los muchachos, apiadados de mi mala suerte, optaron por recoger ramas secas y encender una fogata que nos iluminó hasta que las primeras sombras de la noche se recostaron sobre las olas en calma. Después me dejaron solo, y sin ánimo para dormir al amparo de algún matorral, emprendí el regreso a mi hogar. Mis ropas estaban fétidas y a medida que me aproximaba a la casa fui preparando el ánimo para recibir el reto de mis padres. Pensé que el fruto de la venganza era pobre, y un poco por mí mismo y otro poco por Osorio, solté unos lagrimones.
Mi padre y tío Arnoldo bebían una botella de vino en un rincón del patio. Parecían agotados y a la luz de la lámpara a parafina que los iluminaba, creí reconocer en sus botas algunas gruesas gotas de sangre. Pregunté a mi madre por Osorio y ella miró hacia el cielo, como si en ese momento mi amigo pudiera estar colgando de alguna estrella.
-¡Jesús, María y José! -exclamó observando mi aspecto-. ¿Dónde estuviste metido todo el día? ¿Se te olvidó que tienes casa?
-Con los muchachos del basural -dije con algo de rabia.
-Que no te oiga tu padre -agregó antes de tomarme de una manga y conducirme hasta el baño para someterme a una prolongada friega.
Al cabo de unos minutos lucía limpio, con la raya del peinado en su lugar de siempre y una camisa que olía a recién planchada. Cuando salí del baño sentí que toda la casa estaba invadida por un generoso aroma a pan horneado. Caminé hacia el patio y a la distancia, sin querer acercarme, observé al tío Arnoldo y a mi padre.
-¿Pasó la rabia? -preguntó el tío, al tiempo que descorchaba una nueva botella de vino.
-¿Dónde está Osorio? ¿Qué hicieron con él? -pregunté a voz en cuello.
-Murió en su ley -respondió mi padre.
-No dijo ni pío -agregó el tío Arnoldo-. Mañana sabrás de él.
4
Ataviada con su mejor vestido y una corona de flores sobre sus cabellos, mi abuela se acomodó en una silla ubicada lejos de la fogata del asado. Me acerqué a su lado, besé sus mejillas arrugadas y me senté a sus pies, como un perro faldero necesitado de cariño. Mi tío Arnoldo descorchó una botella y luego de aprobar la calidad del vino comenzó a preparar el cordero que, colgado de la rama de un árbol, mostraba su generoso costillar y sus abultadas paletas. Dividió el cordero en dos mitades con una sierra y lo saló, lentamente, en una suerte de caricia amorosa que fue hurgando en la geografía grasosa del animal. Terminada esta operación ensartó al animal en dos asadones y con la ayuda de mi padre, lo montó sobre cuatro horquillas. El fuego crepitaba suave y al poco rato empezaron a caer goterones de grasa desde la carne.
-Tiempo, mucho tiempo -sentenció el tío Arnoldo-. Un asado de cordero al palo requiere de tres a cuatro horas de cocción. Hay que dejar que el fuego haga su negocio para que la carne quede tierna y desgrasada. ¿O no, cuñado?
-Tiempo y chimichurrí -dijo mi padre, mientras revolvía la cazuela que contenía una mezcla de aceite, vinagre, algo de vino tinto, ajo picado, orégano, sal y unas cucharadas de ají en salsa.
-Y una garrafa de vino para los cocineros -agregó el tío, al tiempo que soltaba una carcajada que estremeció sus gordas y enrojecidas mejillas.
-Además de paciencia para ir dando vueltas al cordero, una y otra vez, hasta que se cocine parejito.
-Se aprecia que tiene experiencia en estos trotes, cuñado.
-Aprendí con mi abuelo -agregó mi padre y mientras se acercaba al fuego para chicotear chimichurri sobre el cordero con una rama de yerba buena.
Un fuerte aroma a carne asada y humo invadió el patio. Mientras los cocineros vigilaban el asado, mi madre preparaba las ensaladas de lechuga y tomate que harían compañía a la carne y a las papas cocidas. Pensé en acercarme al fuego, pero recordé que seguía enojado y me mantuve en mi sitio, pendiente de la respiración agitada de la abuela y de sus observaciones respecto a la elaboración del asado. Luego, a mediodía, comenzaron a llegar los invitados. Mi padrino, un par de vecinos con sus esposas, tres niños de mi edad a los que decidí ignorar, dos amigas de la abuela que se sentaron a su lado y un desconocido que supuse sería amigo o compañero de trabajo de mi tío. Mi padre destapó una garrafa de tinto y los hombres se reunieron junto al fuego, a celebrar las bondades del vino y recordar otros asados que al correr de sus palabras adquirieron las características de verdaderas hazañas homéricas.
-Mansilla sabe tocar guitarra y más tarde nos puede interpretar alguna pieza -dijo mi tío indicando al desconocido y a una guitarra que alguien había dejado junto a la mesa de las ensaladas. El aludido era bajo de porte y sus piernas arqueadas delataban su pasado de amansador de caballos.
-Queda comprometido -acotó mi padre, alcanzándole a Mansilla una nueva copa de vino.
5
Entrada la noche, cuando junto al fogón solo quedaban el tío Arnoldo y Mansilla, mi padre se acercó a mi lado y compartió por un instante el espectáculo de las brazas rojas que hacían más suave la oscuridad. Acarició mi cabellera y buscó en el cielo las estrellas que muchas noches atrás me había enseñado a identificar. Las tres Marías y la Cruz del Sur. Despedía un fuerte olor a humo y en sus ojos tenía un brillo festivo, producto del vino y de la satisfacción por el resultado del asado. Los invitados se habían ido contentos después de compartir el mate y las tortillas al rescoldo amasadas por mi madre. Del cordero sobrevivía un pequeño trozo de pierna que era observado con interés y miedo al mismo tiempo por los dos gatos de la casa. Había sobrado vino y una botella de aguardiente de Chillán traída por mi padrino. La noche estaba calma, reconcentrada en el ojo rojo de la fogata que se negaba a extinguirse.
-¿Cómo estaba el asado? -preguntó, amistoso.
-No lo probé -respondí con un extraño sentimiento de tristeza en el pecho.
-Mal hecho. La carne estaba tierna, como mantequilla.
-Comí tortilla con mermelada de ruibarbo.
-Aún queda un trozo de carne en el fuego -agregó mi padre, al tiempo que abría su cortapluma con la intención de cortar una tajada.
-No quiero, no podría llevármela a la boca.
-Tonteras -dijo mi padre y luego de llenar una copa de vino, agregó-: Estas cansado y tienes sueño. Mañana verás las cosas de otra manera.
-Seré más grande -dije con tono irónico.
-Tal vez. Dicen que los niños crecen durante el sueño.
Miré a mi padre mientras llevaba la copa a sus labios.
-¿Sufrió mucho antes de morir? -pregunté.
-Nada. Tu tío Arnoldo tiene experiencia en esos asuntos.
-¿Él lo mató?
-Él, yo, da lo mismo. Esas cosas carecen de importancia.
-No para mí.
-Lo importante fue la fiesta -agregó mi padre sin detenerse a considerar mis palabras-. La familia, la alegría de los invitados, la felicidad de tu abuela que tuvo su fiesta de cumpleaños como Dios manda. En una de esas es su última celebración y más adelante recordaremos este día con gran cariño.
-Hubiera preferido que Osorio siguiera vivo.
-¡Osorio! ¿No podían ponerle un nombre que no fuera de cristiano?
-Idea del tío Arnoldo. Cuando lo trajo a casa dijo que le recordaba a un compañero de faenas.
-Cuando yo tenía tu edad me regalaron tres patos. Pequeños, amarillos, preciosos. Caminaban en fila india, uno detrás del otro y nunca se separaban. Les puse nombre y con la ayuda de mi abuelo les hice una especie de pileta para que chapotearan. Crecieron y cambiaron de plumaje. Se pusieron feos. Igual que nosotros, los humanos, que vamos quedando gordos, calvos y desdentados. Pero igual los quería y ellos me seguían a todas partes. Una mañana, el día antes de mi cumpleaños, salí al patio a buscarlos como hacia siempre y no los encontré. Mi padre los había llevado donde un vecino que sabía faenar patos. Los volví a ver cuando los sacaron del horno para llevarlos a la mesa del festejo. Sentí una rabia infinita.
-¿Lloraste?
-Por supuesto, las lágrimas también ayudan a crecer -dijo mi padre, y luego de rellenar su copa de vino y dejarla entre mis manos, añadió-. Ya va siendo tiempo que aprendas a paladear un buen trago de vino.
Probé el vino. Me supo amargo pero igual lo bebí hasta descubrir el fondo de la copa.
-El próximo verano iré de nuevo a las faenas de esquila y te traeré el cordero más gordo y bonito que encuentre.
-Será bueno tener otro cordero en la casa -dije, sintiendo que el vino comenzaba a calentar mis mejillas.
-Servirá para el nuevo cumpleaños o el funeral de la abuela.
-Pero no jugaré con él ni le pondré nombre alguno.
-¡Estás creciendo, hijo! ¡Brindo por eso! -exclamó mi padre y luego de llenar su copa, agregó-: ¿No quieres probar el asado? El condenado quedó muy sabroso.
jueves 24 de junio de 2004
[+/-] |
RAMON DIAZ ETEROVIC: MI PADRE PEINABA A LO GARDEL |
"Nací en un barrio donde el lujo fue un albur
por eso tengo el corazón mirando al sur.
El viejo fue una abeja en la colmena
las manos limpias, el alma buena".
Eladia Blázquez.
1
Hay cosas que nunca dije a mi padre y por eso, o porque su ausencia sigue siendo el atisbo de lo inesperado, cada vez que pienso en él, vuelvo a una infancia de vientos interminables y me veo caminando de su mano por las calles enlodadas de un pueblo al que ahora reconstruyo en postales de otras épocas o en sus cartas donde preguntaba acerca de mi salud y los estudios; sus palabras para un adiós que siempre creí transitorio, los besos en nombre de mi madre, su modo de entender la vida con el tierno rigor de los hombres. Pensar en él es recobrar cualquiera de esas noches en que regresaba del trabajo a la casa, a ese ir y venir cotidiano de quehaceres domésticos, al que entraba siempre como un viajero, como alguien que volvía de un espacio remoto del que apenas teníamos una noción borrosa, esbozada en las anécdotas que recreaba de tarde en tarde, o cuando miraba a sus hijos que iban distanciándose de las imágenes que reproducían las fotos que portaba en su billetera de añoso cuero café.
2
Una de esas noches en que esperábamos su retorno a casa, oímos el rasgueo vigoroso de sus zapatos en el felpudo, junto a la puerta de la cocina. Mi madre dejó de tejer el chaleco que luciría mi hermana mayor en su cumpleaños y se preparó para el reencuentro, como hacía cada quince días desde que mi padre trabajaba en el campamento petrolífero Punta Delgada, frente al tramo más angosto del Estrecho de Magallanes. Lo vimos entrar lentamente, reconociendo los espacios de aquella habitación que le era familiar y distante al mismo tiempo. Dio tres pasos y nos sonrió, al tiempo que dejaba en el piso el pilchero blanco donde traía su ropa, el hisopo y sus hojas de afeitar, y a veces alguna sorpresa, como los huevos de ñandú que recogía, cuando en su tiempo libre salía a caminar por los alrededores del campamento, rodeado de un horizonte infinito de coirones.
Mi madre se acercó a saludarlo y yo la imité. Besé una de sus mejillas y sentí el roce áspero de su barba cerrada y su aliento impregnado de un aroma a cigarrillos y café.
-¿Cómo estás? - preguntó después de acariciar mi cabeza con la mano que tenía la uña del dedo índice partida, producto de un erróneo hachazo en la época que trabajaba en el aserradero de los hermanos Bradasic, dos croatas que le pagaban cuatro chauchas y un saco de leña trozada a cambio de una jornada de trabajo. Esa uña rota que me gustaba atrapar en mi mano cuando caminaba a su lado, rumbo a las carreras de caballos de los domingos o a los rotativos del cine Politeama, donde veíamos un continuado de tres películas bélicas o de vaqueros.
Le respondí con un gesto, siguiendo la costumbre familiar de comunicarnos sin palabras. Él sonrió levemente y se despojó del chaquetón de paño azul y de la bufanda de lana que mi madre le había regalado en la última Navidad.
-¿Quieres comer? - preguntó ella, al tiempo que ponía la tetera sobre la estufa de fierro negro que contribuía a llenar el amplio espacio de la cocina familiar, junto a la mesa cubierta con un hule floreado, el cajón de la leña y los víveres, un aparador de vidrios empavonados y el sofá en el que él solía dormitar mientras mi madre oía los radioteatros de Arturo Moya Grau o Luchita Botto.
-Con bollos y café, basta - contestó; y luego, mientras mi madre llenaba su tazón de café, agregó - Me vio el médico del campamento. Dice que necesito un tratamiento y que vaya pensando en jubilar.
-Debieras hacerle caso - comentó ella, categórica.
-Aún quedan algunas cosas por hacer - dijo él, al tiempo que partía un bollo de pan.
Lo miré y supe que por esa noche no hablaría más del tema.
-¿Cómo van los estudios?- preguntó, mirándome-. Supongo que dedicas más tiempo a los textos del liceo, y no tanto a las novelas.
-Estoy preparando la prueba de aptitud académica- respondí, cerrando suavemente el libro con cuentos de Coloane que estaba leyendo-. El profesor dice que tengo posibilidades de entrar a la universidad.
-La universidad son palabras mayores. Hablé con el administrador del campamento y el hombre dijo que podía conseguirte un puesto en la empresa. De torrero o para llevar contabilidades.
-No había pensado en eso - dije con un desgano que él apreció de inmediato.
-¿Prefieres estudiar?
-Quiero ser escritor.
-Necesitas aprender algo útil. Primero un título y después puedes escribir lo que desees. Médico, abogado, profesor. Tu madre siempre dice que yo podría haber sido un buen abogado. Debe ser por lo porfiado, o por que soy bueno para defender causas perdidas.
-Me publicaron un cuento en el liceo. El mismo que obtuvo un premio el semestre pasado- agregué, deseoso de contar algo que me llenaba de orgullo desde que había visto mi nombre impreso en la revista que cada tres meses editaban en el liceo.
Mi padre me observó extrañado, como si hubiera descubierto en mi rostro un rasgo en el que antes no había reparado. No esperé que dijera nada. Me puse de pie y corrí hasta mi pieza a buscar la revista. Cuando volví y la puse a su alcance, la miró y optó por beber un sorbo de café antes de buscar las páginas donde estaba mi cuento.
-Tienes que estudiar -dijo, y se quedó en silencio, mirando un rincón de la cocina, donde una mancha de humedad comenzaba a crecer. Esperé su comentario, pero no dijo nada. Cuando terminó de comer se fue al dormitorio. Lo seguí pero no me atreví a preguntarle que opinaba de la publicación. Desde la puerta del dormitorio lo vi tenderse sobre la cama, encender un cigarrillo y poner entre sus manos la revista.
-Buenas noches- dijo al verme de pie junto a la puerta.
3
Por la mañana desperté al escuchar la voz de mi padre. Un sol tímido alumbraba las paredes de la pieza y en las ventanas vi las figuras que la escarcha había dibujado sobre los vidrios. Una de mis entretenciones favoritas en las tardes de invierno era escribir palabras sobre el vaho depositado en los vidrios. Letras grandes que recuperaban la limpieza de los cristales y a través de las cuales observaba la calle, las casas de los vecinos, el ir y venir de la gente. Las palabras permitían conocer la vida, y eso, sin saberlo, era el origen de los cuentos que escribía en un cuaderno de tapas negras.
-Quiero que me acompañes - dijo y salió de la pieza, sin esperar mi respuesta.
Me vestí protestando por el frío. Cuando llegué a la cocina, sobre la estufa se tostaban algunas rebanadas de pan y de la cafetera salía un fuerte aroma a higo tostado y café. Desayunamos en silencio y al salir de la casa me explicó que debía dejar una encomienda enviada por un compañero de trabajo. Un bulto pequeño, envuelto en papel azul, que mi padre acomodó en su brazo izquierdo, antes de ponerse a caminar con trancos rápidos. Media hora más tarde habíamos cumplido el encargo. Mi padre entregó el paquete a la esposa de su compañero de trabajo, aceptó la copa de grappa que la mujer le ofreció y enseguida nos despedimos para volver a la calle, a esa caminata que intuí debía tener otro sentido.
A poco andar nos detuvimos en el mirador del Cerro de la Cruz, desde el cual se apreciaba la ciudad, con sus casas de techos rojos y la perfecta simetría de sus calles que bajaban del cerro hacía el mar.
-Cuando llegué de Chiloé, la ciudad era más pequeña- dijo-. En la bahía recalaban vapores que traían mercaderías europeas y se llevaban cargamentos de carne y cueros. Me gustaba ir al puerto a ver como trabajaban los estibadores. Los nombres y banderas de las embarcaciones invitaban a soñar con países lejanos, como del que llegó tu abuelo materno con la esperanza de hacerse la América con el mentado oro de la Isla Tierra del Fuego. Pero tu abuelo era hombre de trabajo, no de aventuras. Un viejo alegre, al que le gustaba cantar y tener una jarra de vino sobre la mesa. Claro que le costó aceptar que una de sus hijas se casara con un chilote pobre. Me prohibió ver a tu madre y no nos quedó otra alternativa que fugarnos, conseguir un cura madrugador y vivir en una pensión hasta que logramos armar nuestra propia casa. La vida tiene tantas vueltas, hijo. Cuando miro hacia el mar recuerdo las muchas veces que quise viajar. Pero una cosa es los sueños y otra, la vida. Y como no a todos les toca las mejores cartas de la baraja, hay que apechugar como sea para ganar el pan.
Guardé silencio y lo observé mientras encendía un cigarrillo sin filtro. Luego sacó de su chaquetón un sobre arrugado y me lo pasó. Al abrirlo descubrí que contenía un añoso libro de Jack London.
-Me lo dio el profesor el día que dejé de estudiar para ir a trabajar a la estancia San Gregorio, donde necesitaban peones de esquila. Lo he leído tantas veces que podría recitar de memoria algunos de los cuentos.
Quise decir algo, pero un gesto de mi padre, ordenándome reanudar la marcha, interrumpió mis deseos. Mientras seguía sus pasos revisé el libro. Sus páginas amarillentas estaban cubiertas de manchas y quemaduras de cigarrillos. Distraído en esa inspección, no me di cuenta que nos deteníamos frente a la vitrina de una tienda.
-Leí tu cuento- dijo mi padre.
Sorprendido, traté de balbucear una pregunta, pero mi padre se adelantó.
-¿Qué tal esa máquina de cubierta verde? -preguntó, indicando la vitrina en la que se amontonaban una docena de máquinas de escribir de distintos tamaños, formas y colores-. ¿Qué dices? A mí me parece buena.
4
La máquina de escribir me acompañó en mi primer viaje de Punta Arenas a Santiago. En ella escribí nuevos cuentos, algunos poemas nostálgicos y las cartas que cada quince días le enviaba a mi padre, contándole de mis estudios en la universidad. La máquina tenía unas letras pequeñas y para obtener una buena impresión había que golpear con fuerza sus teclas, lo que más de una noche provocó los gritos de la dueña de la pensión que, incapaz de entender mis afanes literarios, exigía silencio para la tranquilidad de sus enflaquecidos huéspedes provincianos.
En esos días, y parafraseando a un escritor que por esos días leía con entusiasmo, Santiago era una fiesta para mi curiosidad y deseo de vivir experiencias nuevas. Terminadas las clases en la facultad empleaba el tiempo libre en interminables caminatas en las que iba conociendo todo un mundo nuevo de lugares, colores, aromas y gente. Por las noches escribía de aquellas cosas que había conocido y al golpetear las teclas de la máquina, recordaba la mañana en que la habíamos adquirido con unos billetes relucientes que mi padre sacó de su billetera; la misma que después volvió a emplear para pagar las dos primeras copas de vino que bebimos juntos, en un bar próximo al puerto, a solas, frente a frente, como dos hombres que conversan de cosas importantes.
Años después comprendí que aquellas cosas importantes, eran esas historias que nos unían, como las veces en que iba al Estadio Fiscal a verme jugar por el equipo de fútbol del barrio, las empanadas que horneaba para la familia cuando estaba en casa, el frasquito de aguardiente que me dio a beber la mañana que fuimos al dentista para que me extrajeran un diente, nuestras discrepancias sobre las bondades del Ballet Azul, las partidas de Truco que nunca conseguí ganarle, su manera de decirme aquella mañana en el bar que, a pesar de sus dolencias y cansancio seguiría trabajando hasta que yo terminara mis estudios.
5
Una noche soñé con él y al día siguiente recibí un telegrama de mi madre. En el sueño caminábamos por el campo recogiendo calafates y frutillas silvestres. Sonreíamos sin hablar. Él llevaba la boina negra que lo protegía del frío y ocultaba la calvicie que ya no le permitía lucir la peinada a lo Gardel con la que aparecía en fotos de su juventud. El telegrama hablaba de su enfermedad e instintivamente recurrí a la máquina de escribir y redacté una carta que nunca envié. Al día siguiente, otro telegrama anunciaba su viaje a Santiago, y al recibirlo en el aeropuerto, supe que sólo había querido volver a abrazarme, y el resto, las esperanzas de los médicos, eran para él una apuesta tardía. Durante un mes lo visité a diario al hospital. Estaba cada vez más delgado y al verlo sonreír, tenía la impresión que lo hacía mirando hacia su pasado, a momentos felices como el día en que nació su único hijo varón.
En una de las visitas me pidió que lo abrazara. Sentí la debilidad de su cuerpo entre mis brazos, y le dije que lo quería. Se aferró a mí, como yo lo hacía a él, cuando era niño y despertaba asustado entre la oscuridad de mi pieza. Fue como volver al origen. Al primer encuentro de nuestros cuerpos. A mi fragilidad entre sus brazos y a mi asombro que buscaba en él una respuesta certera para todo lo que venía.
6
A menudo converso con mi padre o imagino que le escribo cartas. Le hablo de aquellas historias que publico y que él ya no puede leer. Me riñe por el tiempo que pierdo en ellas y cuando me pregunta por mi fortuna en el hipódromo, le respondo que siempre tengo algunos datos buenos. Sonríe cuando le digo que gracias a él y a mi madre, la baraja de la vida suele darme buenas cartas, y que siempre recuerdo aquellas mañanas en las que él marchaba a su trabajo, y yo, después de su beso en la mejilla quedaba viéndolo a través de la ventana, mientras se alejaba con su boina ladeada y el pilchero de lona sobre su hombro izquierdo. Sus pasos dejaban huellas sobre la nieve y en el vaho de los vidrios yo comenzaba a escribir de aquellas cosas que nunca le dije.