A fines de mil quinientos el rey español Felipe II, harto de las invasiones que piratas y corsarios realizaban en la lejana isla de Cuba, ordenó que alzaran una fortaleza capaz de amedrentar al más osado. Un siglo y medio más tarde, Carlos III amplió la fortaleza, la convirtió en la más grande de todas las que se levantaron en América y le dio su nombre definitivo: San Carlos de la Cabaña. El 3 de enero de 1959 el Che Guevara estableció allí su comandancia; desde hace más de diez años, en la fortaleza se celebra la Feria Internacional del Libro. Una metamorfosis sugestiva: aquello que fuera destacamento militar se ha convertido en un espacio que alberga al arte y la literatura.

Cada año, la Feria está dedicada a un país. En 2007 fue Argentina la invitada de honor, en este 2012 el encuentro estuvo dedicado a las culturas de los pueblos del Gran Caribe, concebidos como una comunidad diversa y a la vez unida por su historia. En su discurso de inauguración, Zuleica Romay, Presidenta del Instituto Cubano del Libro, recordó que “lo primero que nos unió fue el mar, azul regazo que arropaba a las islas como piedras preciosas desgajadas de un collar”. El propósito de la Feria fue tender puentes por encima de las  barreras del lenguaje, y lo consiguió.

Cuba tiene la buena costumbre de honrar a sus artistas en vida, en esta ocasión los homenajeados fueron Zoila Lapique y Ambrosio Fornet. Valgan las palabras de Zuleyca Romay para presentarlos: “Zoila es una sabia y lúcida mujer que ha logrado iluminar con soprendentes obras zonas pocas conocidas de nuestra historia social y cultural (…) Ambrosio es un agudo observador de la realidad que lo rodea, persistente indagador de las relaciones y circunstancias que sustentan y alimentan la literatura cubana de todas las épocas”. Esto es precisamente lo que diferencia a esta Feria de las del resto del mundo: resulta gratificante que no te abrumen con lista de best-sellers ni te bombardean con Coelhos y códigos Da Vinci. El precio de un libro editado en Cuba no supera los 4 pesos argentinos.

Zoila Lapique y Ambrosio Fornet pronunciaron sus discursos en la noche de apertura. Me interesa detenerme en algunas palabras de Fornet, porque entiendo que dan la medida exacta del modo en que se ve y vive la cultura en la isla.  Fornet se refirió al irrestricto apoyo que el estado brinda al arte y la literatura, y planteó una pregunta: “¿Hasta dónde es posible mantener ese apoyo en tiempos de crisis y cambios?” Dijo que la respuesta estaba en mano de los artistas e intelectuales, y de inmediato señaló el peligro de que “a alguien se le ocurra la idea de aplicar, en nuestro medio, el principio de rentabilidad económica que debe regir en otros campos. Eso conduciría a una pregunta retórica: ¿para qué sirve la cultura literaria y artística? O más concretamente: ¿qué utilidad —es decir, qué grado de rentabilidad— puede esperarse de un concierto de la Sinfónica, de un libro de ensayos, de un museo de artes visuales. Nos preocupa, en fin, que los reajustes socioeconómicos, los guiños del mercado y el curso inexorable del tiempo puedan disolver o reducir al mínimo el proceso de afirmación de la identidad —o si se prefiere, de desconolización cultural— que caracterizó en el pasado nuestras búsquedas”.

La pregunta está formulada. La respuesta corre por cuenta de los artistas e intelectuales cubanos que, como se ve, a la hora de plantear interrogantes prescinden de la retórica. Es una de las características de Fidel Castro. En los días de la Feria mantuvo un encuentro con los intelectuales invitados (hablé de ello en la columna de la semana pasada) y a la hora de referirse al conflcitos Malvinas, dijo: “Es tan descarado lo que han hecho (los ingleses): hasta mandaron un barquito, un destructor, un helicóptero con un Príncipe que es piloto. Están desesperados y así reaccionaron cuando Uruguay vetó la entrada del barco británico con bandera de las Malvinas. No tienen nada que hacer ahí. Irse es lo único que les queda”.

Es casi una paradoja que desde una isla del Caribe lleguen palabras más contundentes y definitivas de las que aquí solemos oír, e incluso leer, de ciertos “intelectuales” argentinos complacientes y comprensivos para con los ingleses y los angustiados kelpers. Esos intelectuales, estoy seguro, jamás se plantearán preguntas como las que planteó Ambrosio Fornet. Ellos se manejan por valores de cambio. No debería sorprendernos si cualquier tarde es estas los encontramos pronunciando alguna conferencia en Oxford o en Cambridge.