En una pequeña librería de la maravillosa Oaxaca di con un libro que me llamó la atención, de pastas azules y pequeño formato: The New World of Martin Cortes, de la historiadora australiana Anna Lanyon. El subtítulo, The evocative and mysterious story of México’s first mestizo-son of a conquistador, acrecentó mi curiosidad y la publicidad de la contraportada -”Intriguing” (New York Post), “Brilliant” (New York Sun), “Heartbreaking”, “Entertaining, “Luminous proof that history glows with emotion”, etcétera-, hizo irresistible la tentación de comprarlo. Mi desconocimiento de la historia del hijo de Hernán Cortés y la Malinche era parejo del de la autora pero 260 páginas después comprobé que los tabloides de Nueva York habían dado en el clavo: el libro es extraordinariamente ameno, un relato al tiempo académico y emocionante de la oscura vida de un hombre del siglo XVI a caballo entre España y América que nunca acabó de pertenecer a ninguno de los dos mundos, un drama que aún espera autor.
Lanyon conduce al lector por las ciudades y pueblos de España y México que marcaron a Martín Cortés, le lleva por los archivos históricos de los dos países y le hace cómplice de sus averiguaciones a medida que éstas avanzan. No se sabe mucho del llamado primer mestizo, cuya vida siempre estuvo oscurecida por su hermanastro de mismo nombre, diez años menor que él, hijo de Juana de Zúñiga y heredero del título, hacienda y fortuna del conquistador, pero cada dato, cada brizna de información, sugiere un pesar poético, un perfil melancólico tallado en la infancia perdida, las penalidades del soldado y la desgracia del exilio.
Arrebatado a su madre a los dos años, a los seis viaja con su padre a la península cuando éste acude en 1528 a la Corte para obtener la aprobación de Carlos V a sus conquistas. Hernán Cortes hace que le nombren siendo niño caballero de la orden de Santiago, logra su legitimación mediante una bula papal y hay testimonios de su preocupación por su salud. Sirve como paje junto con otros hijos de nobles y es educado en el ideal caballeresco, en la reticencia, el estoicismo y la reserva. Martín Cortés fue soldado de la corona española guerreando en Piamonte y Lombardía, participando en la batalla de San Quintín y, junto a su padre, en el fiasco de la toma de Argel frente a los piratas berberiscos.
No sería su última batalla. Pero no se distinguió durante su carrera militar y su pista se pierde hasta que reaparece en el testamento de su padre. El conquistador nombra heredero a su hermanastro, un tipo arrogante, pomposo, racista y estúpido a partes iguales y a él le deja una generosa renta que motivará después un largo litigio familiar. En 1562 los dos hermanos junto con un tercero, Luis Cortés, se instalan en México, donde al poco se verán envueltos en una supuesta conspiración de los eriquecidos hijos de los conquistadores contra la corona española.
La rebelión, que al parecer fue más bien una exhibición de alcohol y fanfarronería, estuvo motivada por la decisión de Felipe II de ratificar la orden de Carlos V que obligaba a la segunda generación de los conquistadores a devolver sus propiedades a la corona y por la prohibición de esclavizar a los indios. Veinte años antes un motín de españoles en Perú había sido sofocado a sangre y fuego y su recuerdo estaba aún muy presente para las autoridades del virreinato, que no dudaron un instante en ejecutar y decapitar a los rebeldes tras torturarlos y someterlos a juicio sumarísimo. Los Cortés no tenían nada que temer de las nuevas leyes pues su patrimonio tenía carácter permanente desde 1528, pero aún así se vieron implicados y como era de esperar fue el hermano mestizo quien corrió con la peor suerte.
Martín Cortés fue sometido a largas sesiones de tortura –dislocación de miembros en el potro y el waterboarding de la época, al reo se le ponía un embudo en la boca y se le hacían tragar litros de agua sin dejarle respirar- y condenado a muerte. Durante todas aquellas jornadas de horror y tormento el desgraciado caballero mestizo, y así está documentado, no delató a ninguno de los conspiradores limitándose a repetir una y otra vez: “He dicho la verdad, no tengo más que decir”. Al final, tras una complicada historia de desencuentros políticos y judiciales entre la metrópoli y la Nueva España, se le conmutó la pena capital, condenándosele a una fuerte multa, casi a la ruina, y al exilio en la península, donde moriría años después tras participar como capitán a las órdenes de Don Juan de Austria en el sometimiento de la rebelión de los moriscos (1568-1571).
La anodina historia del primer mestizo conocido quedó olvidada, archivada, despreciada, confundida siempre con la de su hermanastro hasta muy recientemente. En 1974 el cineasta mexicano Alejandro Galindo estrenó la película El juicio de Martín Cortés, que al parecer fue un fracaso de crítica y público, y Carlos Fuentes dedica uno de sus cuentos a los hermanos de igual nombre, pero en ambos casos se le retrata como a una trágica víctima de las dos culturas y su vida solo sirve de excusa a un esquema moral de indios víctimas y españoles verdugos.
El cataclismo demográfico que supuso la Conquista –murió el 90% de la población nativa en el primer siglo- y el logro posterior de México de convertirse en un país mestizo en unos años en los que en Europa dominaban las ideologías de la supremacía racial ya lo contó muy bien, entre otros, Arturo Warman en Los indios mexicanos en el umbral del milenio.
Pero el destino individual del niño que apenas conoció a su madre, aturdido en su diferencia en una corte de flamencos y castellanos, soldado sin fortuna frente a la gloria de su padre, eclipsado siempre por su hermano blanco, que solo se redime y alcanza un perfil heroico al soportar la tortura por una causa que no es la suya y acaba sus días en una tierra que no le pertenece, esa historia está aún
por contar.