Luis Prados

Martín Cortés, historia de un olvido

Por: | 06 de septiembre de 2012

The_New_World_of_Martin_CorEn una pequeña librería de la maravillosa Oaxaca di con un libro que me llamó la atención, de pastas azules y pequeño formato: The New World of Martin Cortes, de la historiadora australiana Anna Lanyon. El subtítulo, The evocative and mysterious story of México’s first mestizo-son of a conquistador, acrecentó mi curiosidad y  la publicidad de la contraportada -”Intriguing” (New York Post), “Brilliant” (New York Sun), “Heartbreaking”, “Entertaining, “Luminous proof that history glows with emotion”, etcétera-, hizo irresistible la tentación de comprarlo. Mi desconocimiento de la historia del hijo de Hernán Cortés y la Malinche era parejo del de la autora pero 260 páginas después comprobé que los tabloides de Nueva York habían dado en el clavo: el libro es extraordinariamente ameno, un relato al tiempo académico y emocionante de la oscura vida de un hombre del siglo XVI a caballo entre España y América que nunca acabó de pertenecer a ninguno de los dos mundos, un drama que aún espera autor.

Lanyon conduce al lector por las ciudades y pueblos de España y México que marcaron a Martín Cortés, le lleva por los archivos históricos de los dos países y le hace cómplice de sus averiguaciones a medida que éstas avanzan. No se sabe mucho del llamado primer mestizo, cuya vida siempre estuvo oscurecida por su hermanastro de mismo nombre, diez años menor que él, hijo de Juana de Zúñiga y heredero del título, hacienda y fortuna del conquistador, pero cada dato, cada brizna de información, sugiere un pesar poético, un perfil melancólico tallado en la infancia perdida, las penalidades del soldado y la desgracia del exilio.

Arrebatado a su madre a los dos años, a los seis viaja con su padre a la península cuando éste acude en 1528 a la Corte para obtener la aprobación de Carlos V a sus conquistas. Hernán Cortes hace que le nombren siendo niño caballero de la orden de Santiago, logra su legitimación mediante una bula papal y hay testimonios de su preocupación por su salud. Sirve como paje junto con otros hijos de nobles y es educado en el ideal caballeresco, en la reticencia, el estoicismo  y la reserva. Martín Cortés fue soldado de la corona española guerreando en Piamonte y Lombardía, participando en la batalla de San Quintín y, junto a su padre, en el fiasco de la toma de Argel frente a los piratas  berberiscos.

No sería su última batalla. Pero no se distinguió durante su carrera militar y su pista se pierde hasta que reaparece en el testamento de su padre. El conquistador nombra heredero a su hermanastro, un tipo arrogante, pomposo, racista y estúpido a partes iguales y a él le deja una generosa renta que motivará después un largo litigio familiar. En 1562 los dos hermanos junto con un tercero, Luis Cortés, se instalan en México, donde al poco se verán envueltos en una supuesta conspiración de los   eriquecidos hijos de los conquistadores contra la corona española.

La rebelión, que al parecer fue más bien una exhibición de alcohol y fanfarronería, estuvo motivada por la decisión de Felipe II de ratificar la orden de Carlos V que obligaba a la segunda generación de los conquistadores a devolver sus propiedades a la corona y por la prohibición de esclavizar a los indios. Veinte años antes un motín de españoles en Perú había sido sofocado a sangre y fuego y su recuerdo estaba aún muy presente para las autoridades del virreinato, que no dudaron un instante en ejecutar y decapitar a los rebeldes tras torturarlos y someterlos a juicio sumarísimo. Los Cortés no tenían nada que temer de las nuevas leyes pues su patrimonio tenía carácter permanente desde 1528, pero aún así se vieron implicados y como era de esperar fue el hermano mestizo quien corrió con la peor suerte.

VaMartín Cortés fue sometido a largas sesiones de tortura –dislocación de miembros en el potro y el waterboarding de la época, al reo se le ponía un embudo en la boca y se le hacían tragar litros de agua sin dejarle respirar- y condenado a muerte. Durante todas aquellas jornadas de horror y  tormento el desgraciado caballero mestizo, y así está documentado, no delató a ninguno de los conspiradores limitándose a repetir una y otra vez: “He dicho la verdad, no tengo más que decir”.  Al final, tras una complicada historia de desencuentros políticos y judiciales entre la metrópoli y la Nueva España, se le conmutó la pena capital, condenándosele a una fuerte multa, casi a la ruina, y al exilio en la península, donde moriría años después tras participar como capitán a las órdenes de Don Juan de Austria en el sometimiento de la rebelión de los moriscos (1568-1571).

La anodina historia del primer mestizo conocido quedó olvidada, archivada, despreciada, confundida siempre con la de su hermanastro hasta muy recientemente. En 1974 el cineasta mexicano Alejandro Galindo estrenó la película El juicio de Martín Cortés, que al parecer fue un fracaso de crítica y público, y Carlos Fuentes dedica uno de sus cuentos a los hermanos de igual nombre, pero en ambos casos se le retrata como a una trágica víctima de las dos culturas y su vida solo sirve de excusa a un esquema moral de indios víctimas y españoles verdugos.

El cataclismo demográfico que supuso la Conquista –murió el 90% de la población nativa en el primer siglo- y el logro posterior de México de convertirse en un país mestizo en unos años en los que en Europa dominaban las ideologías de la supremacía racial ya lo contó muy bien, entre otros, Arturo Warman en Los indios mexicanos en el umbral del milenio.

Pero el destino individual del niño que apenas conoció a su madre, aturdido en su diferencia en una corte de flamencos y castellanos, soldado sin fortuna frente a la gloria de su padre, eclipsado siempre por su hermano blanco, que solo se redime y alcanza un perfil heroico al soportar la tortura por una causa que no es la suya y acaba sus días en una tierra que no le pertenece, esa historia está aún
por contar.

CSI: Monterrey

Por: | 18 de junio de 2012

Va
Miguel Ángel Hernández López estudió para programador informático, fue cámara de televisión y desde hace cinco años es empleado de los servicios forenses del Estado de Nuevo León. Su misión es recoger y trasladar cadáveres en un enorme camión-ambulancia. Ni que decir tiene que no para, "ocho, 20 servicios al día, depende”. A parte de los enfermos y ancianos y de quienes mueren en accidentes o riñas, la violencia vinculada a la delincuencia organizada mata entre 120 y 150 personas al mes en esta región del norte de México.

Cuenta que él y sus compañeros vuelven del lugar del crimen custodiados porque es bastante frecuente que los sicarios  les den el alto, les digan “malas palabras“ y exijan ver los cadáveres para comprobar que han cumplido el encargo o simplemente se los roban: “Vamos desarmados  y no voy a pelear por lo que no es mío”.  Otras veces son las propias familias de las víctimas quienes les amenazan. Como les ocurrió el pasado febrero cuando 44 presos murieron en el  penal de Apodaca durante una pelea entre el cartel de los Zetas y sus rivales. “La gente sobrepasó el cordón policial y nos rompieron los vidrios del camión porque querían ver a sus muertos. Si llegan a abrir la puerta trasera se llevan a los 12 cadáveres chorreando sangre que llevábamos”.

Miguel Ángel asegura que “nunca platica del trabajo en casa“. “Cuando llego le doy vuelta a la hoja. Todos los días veo cosas extrañas y diferentes y no me llevo a casa ni el asco”. Y ha visto auténticas salvajadas. Desde el casi medio centenar de mujeres asfixiadas por el humo, apelotonadas en su desesperación en  los baños, durante el incendio criminal del Casino Royale de Monterrey el pasado agosto a los reos empalados por la boca, cortados con CDs o agujereados con picahielos de Apodaca o los 49 cadáveres descuartizados, entre ellos seis mujeres - “tres embarazadas”- encontrados en bolsas negras de basura la noche del 13 de mayo de este año en el kilómetro 47 de la carretera Monterrey-Reynosa, cerca del municipio de Cadereyta.   

“Las bolsas estuvieron dos horas tiradas en la calle. Llevaban muertos  entre dos días y una semana. Olían feo. Las únicas marcas que tenían los cuerpos eran tatuajes pero no tenían nombres, solo figuras decorativas, alitas y cosas así. No había niños pero sí eran gente joven. Habían sido desmembrados por alguien que sabía cómo hacerlo, supongo que con sierras mecánicas. Sin
cabezas no hay huellas dentales y sin manos nos las hay dactilares. Con muestras de piel, sangre o pelo puedes sacar el ADN pero no hay modo de identificarlos porque no hay con qué compararlos”. Más de un mes después de  los hechos oficialmente no se sabe quiénes son las víctimas de esta nueva venganza entre los carteles que se disputan la plaza de Nuevo León.

“La saña de los crímenes está aumentado”, continúa Miguel Ángel. “Supongo que la intención es pegar dos veces, causar más daño a las familias y a la sociedad, crear psicosis y terror. A los 20 años no había visto un muerto. Ahora tengo 40, he visto 50 cadáveres en un sola noche y estoy seguro de algún día tendré que ir a recoger a 80 tirados en la calle”.    

No se queja de su trabajo, aunque no todos lo aguantan, “hay mucha raza que después de un servicio ya no vuelve más”. El salario mensual oscila entre los 6.000 y los 9.000 pesos (entre 340 y 512 euros), dependiendo de incentivos. Visten de blanco, llevan gafas especiales y unas mascarillas contra gases orgánicos para evitar el hedor de la muerte. Así evitan también ser reconocidos por los sicarios que a veces graban en vídeo la escena del crimen “para cerciorarse de que están muertos porque deben de necesitar pruebas”.

Cuando termina su trabajo empieza el de los médicos forenses. “Hay días en que no dan abasto. Se suspenden turnos y llaman a estudiantes de medicina para que los ayuden a limpiar cadáveres o les saquen fotos”.  Luego a la morgue -“donde hay cadáveres que están seis meses porque en la mayoría de las muertes violentas nadie se atreve a reclamarlos" - y de ahí a la fosa común.

Dice Miguel Ángel que cuando salen a un servicio “hay gente de la calle que al verlos se persigna” y que hay planes para ampliar la morgue. Esta no es la ficción de la televisión gringa sino la realidad mexicana, la de una insurgencia criminal cuyas secuelas perdurarán mucho tiempo en la sociedad de este país.     

 

¿Por qué Ciudad Juárez?

Por: | 10 de mayo de 2012

 

Juarez
Las autoridades del Estado de Chihuahua aseguran que Ciudad Juárez ya no es la más violenta del mundo. Ese honor recae ahora en San Pedro Sula, en Honduras, o en algunas zonas de Río o Caracas, quién sabe. Los asesinatos han pasado de más de 3.000 en 2010 a 2.000 el año pasado y la tendencia continúa a la baja. Un nuevo gobernador, la presencia de policías federales durante el último año y medio, inversiones multimillonarias del Gobierno federal y la movilización de sus ciudadanos han contribuido a ello. Sin embargo, los periodistas locales atribuyen la caída en la cifra de homicidios a una razón muy simple: el cartel de Sinaloa, el de Joaquín, el Chapo, Guzmán, se ha impuesto sobre los remanentes del cartel de Juárez, el que hace unos 20 años fundara Armando Carrillo Fuentes, el Señor de los Cielos, llamado así por la flota aérea de la que llegó a disponer para trasladar cocaína a EE UU. 

Pero, ¿qué pasó para que la ciudad de los indios mansos que encontraron los franciscanos españoles, la de los liberales de Benito Juárez, la de las escaramuzas apaches, la de las correrías de Pancho Villa se convirtiera en este cambio de siglo en la capital mundial del crimen?

Ciudad Juárez impresiona, tiene una vibra especial como dicen los mexicanos. Una enorme extensión de terreno llano urbanizada hasta que alcanza la vista con edificios que no superan las dos plantas. Al oeste y al norte la limitan las montañas y la frontera; al sur, el desierto. Por sus calles polvorientas, no siempre asfaltadas y mal iluminadas, circulan destartalados coches sin matrícula, impresionantes camionetas Suburban o Explorer de cristales tintados y las pick ups de las patrullas policiales. No  caminan por ellas guapos y duros como Benicio del Toro con su hablar bajito y  sus ojos entornados, sino pinches adolescentes chaparros, pobres y probablemente armados. En realidad no se pasea. Ciudad Juárez no invita a nada al forastero, lo pone a prueba.

Es el gran patio trasero de El Paso, Tejas, paradójicamente la ciudad más pacífica de EE UU. De este lado la separa el río Bravo, porque una vez tuvo riadas y crecidas, y que es hoy un foso seco. Del otro, el río Grande, se atisba verde y canalizado. Tres puentes cruzan la aduana internacional, por donde miles de vehículos tardan más de hora y media en recorrer  a vuelta de rueda apenas 500 metros. En el principal, antes de llegar al cartelón que desea “¡Buen Viaje!", una cruz sobre un fondo rosa y un pequeño letrero al pie que dice “¡Ni una más!” recuerda a las más de 1.200 mujeres asesinadas, baleadas, violadas, torturadas,  decapitadas y descuartizadas en los últimos 20 años.

Ciudad de frontera y feminicida, fue una mujer, Ignacia Jasso, la Nacha, la que inició a finales de los años veinte del siglo pasado el contrabando de drogas con el norte. La marihuana y la heroína fluían con naturalidad hasta los corazones de los soldados gringos. La Nacha, con la ayuda  de su hombre, el Pablote, una pareja de leyenda, logró dominar el negocio sin graves percances durante 50 años. 

Va

Luego Juárez comenzó a cambiar. A mediados de los años sesenta llegaron las maquilas, las fábricas de componentes que dominan la mitad del territorio, convertidas hoy en símbolo de explotación laboral. Hombres y mujeres, sobre todo mujeres, del sur de Chihuahua encontraron trabajo en ellas.
La nueva industria y el viejo contrabando llenaron los bolsillos de la ciudad, pero aún faltaba por llegar lo peor.

La firma del Tratado de Libre Comercio con EE UU en 1993, el mismo año que nace el cartel de Juárez  -otra paradoja-  hizo mucho más grande el negocio.  Los destellos de este improbable Eldorado llegaron hasta el sur de México. Miles de mujeres viajaron hasta allí en busca del empleo que habían perdido en el campo. La ciudad recibía 100.000 nuevos habitantes al año, la población se duplicó en una década hasta el casi millón y medio de ahora, al mismo ritmo que crecía la especulación inmobiliaria.

Pero solo les esperaba el hampa, no desde luego los servicios públicos. Encontraron un pantano de impunidad donde criminales y funcionarios y policías corruptos imponían la ley. Había muchas armas, muchas drogas y mucho dinero. Matar era muy fácil y ser castigado  casi imposible. Había nacido La Fábrica del crimen como titula su imprescindible libro la periodista Sandra Rodríguez. Los homicidios pasaron de un año a otro de 55 a 120. Miles de pandilleros, es decir, los “que a los 17 años”, como ha escrito Magda Coss Nogueda en Tráfico de armas en México, “ya han elegido con qué canción quieren ser enterrados”, se convirtieron en sicarios. Surgieron Los Aztecas, los Mexicles, los  Artistas Asesinos, llamados así por su origen grafitero, y también  La Línea, el grupo de agentes al servicio del cartel.

Y en esto llegó el Chapo. A partir de 2007 y sobre todo en 2008 el cartel de Sinaloa empezó a disputarle la plaza al de Juárez. Reclutó a los Artistas Asesinos como brazo armado y dividió, sobornó y amenazó a sus rivales así como a los funcionarios y policías infiltrados en el crimen organizado. Una ola de traiciones y venganzas se extendió por la ciudad, los ajustes de cuentas hicieron que algunos meses los asesinatos superaran los 200. La guerra de los carteles  dejaría miles de cadáveres y desaparecidos en las calles, en fosas comunes, en el desierto. Ahora, esa ruleta de la muerte comienza a detenerse. El sol empieza a ponerse sobre el gran escenario del crimen.

El Weegee de Acapulco

Por: | 20 de marzo de 2012

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Weegee fue un ucraniano que emigró a Nueva York en 1909. Se hizo fotógrafo y alcanzó la fama en la década de los 40 por ser el primero en llegar a una emergencia o a la escena de un crimen solo minutos después de que se produjesen gracias a una radio de onda corta conectada a la frecuencia de la policía. Había montado un cuarto oscuro en el maletero de su coche. Fue el gran cronista de The Naked City, título de un libro suyo que poco después inspiraría la película del mismo nombre, (en español, Mientras la ciudad duerme). Hasta aquí Wikipedia. Hay muchos weegees en el México actual. Uno de ellos es Bernardino Hernández, fotógrafo freelance de Acapulco.

Berna, como le llaman sus carnales, empezó vendiendo aceite de coco y camisetas en las playas de la famosa bahía y a los 15 se inició como ayudante de un fotógrafo que hacía retratos infantiles en el Zócalo. “Me convertí en un pesetero”, dice, tras heredar a la muerte de su maestro “una cámara, un flash y una moto”.  Después comenzó a trabajar como aprendiz el diario Trópico – ya desaparecido- y más tarde le dieron la oportunidad de hacer fotos. Pasó luego por las redacciones de varios periódicos hasta que decidió ir por libre y vender su trabajo a El Sur, La Jornada y la agencia Associated Press.

VaAsí se mueve ahora, a los 43 años, mochila, móvil y un vochito (un Volkswagen escarabajo de varios colores lleno de golpes, un auténtico milagro rodante) buscando información y siempre dispuesto a atender cualquier “pitazo” para salir disparado a “retratar la violencia en medio de la oscuridad”.  Un trabajo peligroso. El año pasado durante una balacera en la colonia Simón Bolívar de Acapulco sintió como la muerte le tomaba de la mano. Salió del trance, pero su coche recibió 18 disparos de cuernos de chivo (el fusil AK-47). “Los compas me abrazaron porque creían que me habían levantado y conocen mi carrito que quedó inservible. Pensábamos que te había llevado la chingada, me dijeron”.

“Disfruto al trabajar solo y trato de ser el primero en llegar pero con tanto balazo ya no es recomendable serlo. Llego a un escenario salpicado de sangre. El dolor ajeno me impregna. Duele ver cómo esposas, hermanas e hijas de víctimas se abrazan a un cuerpo mutilado queriendo revivirlo”.

Berna es un testigo incómodo. A ningún policía le gusta ser retratado cuando le da una patada a  un brazo o a un pie de una víctima descuartizada. Más de una vez le han dicho “te voy a romper tu pinche cámara, hijo de tu puta madre” y más de una vez ha llegado a las manos con los agentes.

Algunas de sus fotos son estremecedoras, impublicables en nuestro mundo políticamente correcto, pero Berna nunca fotografía los rostros de las víctimas de la violencia, preserva su identidad porque no quiere “ser vocero de quienes  siembran el dolor”.Trata de cumplir con la obligación de informar y evitar el exceso sin escrúpulos. Como tantos mexicanos, Bernardino Hernández viene de la cultura del esfuerzo, de la escuela de la calle, le indigna que los jóvenes sean la carne de cañón del crimen organizado y entiende el fotoperiodismo como una trinchera para construir la paz, con obstinación y humor.

Albert Camus escribió en un artículo inédito recién descubierto que “un periodista no se desespera y lucha por lo que cree como si su acción pudiera influir en el curso de los acontecimientos”.  Sus palabras son de 1939, pero en el caso de Berna están vigentes en el México de hoy.

(VER UNA GALERÍA CON MÁS IMÁGENES DE BERNARDINO HERNÁNDEZ)

 

Los sicarios se quedan sin disfraz

Por: | 28 de febrero de 2012

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El México surrealista no defrauda nunca. El lunes el Ejército presentó ante la prensa con toda seriedad el decomiso de 120 yelmos medievales modelo Cruzadas que iban a ser utilizados en los ritos de iniciación de Los Caballeros Templarios, uno de los más poderosos carteles de la droga que domina en el Estado de Michoacán (centro del país). La incautación de los cascos de plástico se produjo en el municipio michoacano de Apatzingán, en un campamento utilizado por los templarios para las ceremonias de ingreso de los nuevos sicarios.

Los militares encontraron también varias copias del código en el que estos narcotraficantes basan su filosofía de la vida o mejor dicho la serie de malentendidos que componen su mística de la muerte. Naturalmente, uno se hace templario para toda la vida y no entra cualquiera, hay que conseguir la aprobación de un consejo formado por los miembros más veteranos. Después se hace un juramento que se habrá de respetar incluso a costa de perder la propia vida. Inmersos ya en esta comedia criminal, el código impone tanto a los jefes como hasta el último matón la prohibición de consumir drogas y la obligación de pasar controles antidoping, de cuyos resultados deberá ser  informado el consejo. Apenas se sabe nada sobre estos narcorrituales, pero alguna vez ha trascendido que matan a un animal, preferentemente un pobre burro, y se comen el corazón.

Los Caballeros Templarios son una escisión reciente, de marzo de 2011, del cartel de La Familia Michoacana, y no están dirigidos por un patán sin escrúpulos. Fatalmente, su líder, Servando Gómez Martínez, conocido como la Tuta, era maestro de escuela y en algún momento de su vida debió flipar con la Orden de los Caballeros del Temple, fundada a principios del siglo XII para proteger a los peregrinos cristianos.

Los Templarios heredan de La Familia la pretensión de convertirse en un movimiento sectario-religioso  con una supuesta agenda política que presuntamente defiende los intereses colectivos, actualmente que nadie del cartel rival de Los Zetas ponga un pie en Michoacán. Su presentación en sociedad se produjo el 8 de junio del año pasado cuando asesinaron a 21 hombres y esparcieron sus cadáveres por diferentes lugares de Morelia, la capital del Estado. 

Hace unas semanas exigieron a los grupos criminales rivales una tregua en su zona de influencia durante los días que el Papa visite México a fines de marzo y en el pasado han organizado manifestaciones populares de protesta contra la presencia del Ejército en Michoacán. De paso y entre unas cosas y otras asesinaron a algún candidato que no era de su agrado en las elecciones de noviembre en este Estado, patria chica del presidente Felipe Calderón y del general Lázaro Cárdenas.

La existencia de narcotraficantes atrapados en un pasado medieval en la tierra de los indios purépechas (tarascos, para los conquistadores españoles) mueve a risa por lo absurdo si no fuese una tragedia plagada de crueles ironías, como la de Nazario Moreno, el Chayo, fundador de la Familia y asesinado en 2009, que construía centros de rehabilitación de drogadictos para reclutar nuevos sicarios.

Sobre el autor

es corresponsal en México, Centroamérica y el Caribe. Desde febrero de 2007 ha sido redactor jefe de la sección de Internacional de El PAÍS. Ahora empieza una nueva etapa.

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