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MEMORIAS DE UN JUDÍO SEFARDÍ

MEMORIAS DE UN JUDÍO SEFARDÍ
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sábado, 17 de marzo de 2012

CRIPTOJUDAÍSMO E INQUISICIÓN (6)

(Cuadros de Dan Kofler)

Hemos hablado de la facilidad con que el alargado brazo de la Inquisición podía detener a cualquier sospecho de judaizar. En realidad, todo converso era considerado sospechoso. Los conversos llevaban su condición de judíos marcada como un estigma, a pesar de ser oficialmente cristianos. Muchos se lamentaban de su abandono del judaísmo porque eso no les había asegurado un trato de igualdad y respeto. No hay que olvidar que la definición de judío tenía un componente racial muy fuerte –no era sólo un asunto de creencias– y por eso cobró tanta importancia el asunto de la “limpieza de sangre”.

Los conversos, ante esta situación, adoptaron dos estrategias opuestas: unos intentaron borrar toda huella de judaísmo, cambiando nombres, apellidos y genealogía, y otros, por el contrario, volvieron a sentirse judíos por el simple hecho de que así eran considerados. El criptojudaísmo fue en parte una consecuencia del rechazo y las humillaciones sufridas -consideradas un castigo por la conversión- y del consiguiente sentimiento de culpa.

Al no poder exteriorizar ningún pensamiento o sentimiento de afirmación positiva, al desaparecer todas las señas de identidad externa, a los criptojudíos, aislados del resto de la comunidad, perseguidos y vigilados, no les quedaba otra salida que ofrecer cierta resistencia más o menos activa. Las fórmulas fueron variadísimas, desde pequeños gestos (escupir ante una imagen o dar la espalda a la eucaristía) a reacciones desesperadas (blasfemias públicas de los impenitentes, por ejemplo). Pero en general, lo que más ansiaban los judeoconversos era pasar desapercibidos, ocultar sus orígenes y confiar en que, protegidos por el silencio y el secreto, pudieran seguir siendo files al judaísmo, aunque sólo fuera en su interior.

¿Pero qué pasaba cuando un judaizante o criptojudío era denunciado ante el Santo Oficio? Pues inmediatamente era encarcelado. No se le comunicaba el motivo de su detención. Era él quien debía adivinarlo y autoinculparse. Tampoco podía saber quién le había acusado. Esto creaba una incertidumbre e indefensión total. ¿Qué confesar? Si no confesaba nada ya sabía lo que le esperaba: el tormento. El tormento se aplicaba siguiendo tres modalidades: la garrucha, la toca y el potro. Antes se desnudaba al reo (fuera hombre o mujer) y se le sometía a la inspección del médico para anotar sus posibles lesiones o heridas.

El tormento de la garrucha consistía en colgar por las manos atadas a la espalda al reo con pesas en los pies. Lo describe de modo sarcástico Cervantes en el Quijote en el capítulo 44 de la Primera Parte. Don Quijote ha quedado colgado de una muñeca después de la burla de Maritornes e intenta inútilmente llegar con los pies al suelo: “Como sentía lo poco que le faltaba para poner las plantas en tierra, fatigábase y estirábase cuanto podía por alcanzar al suelo, bien así como los que están en el tormento de la garrucha, puestos a “toca, no toca”, que ellos mismos son causa de acrecentar su dolor, con el ahínco que ponen en estirarse, engañados de la esperanza que se les representa que con poco más que se estiren llegarán al suelo”. Llama la atención que Cervantes coloque intencionadamente a don Quijote en la situación de un judaizante torturado. Cuando el Caballero del Bosque describe a don Quijote dice que tiene “la nariz aguileña y algo corva” (I, 43). Cualquier lector de la época vería en este rasgo una referencia al origen judío del ingenioso hidalgo, al que Cervantes llama en otra ocasión “el furioso león manchado” (I, 46). La Mancha no era sólo un lugar geográfico, sino también la mancha del converso, el que no tiene limpieza de sangre.

El tormento de la toca consistía en meter en la boca hasta la garganta una tela blanca (la misma que utilizaban las mujeres para tocarse o cubrirse) y luego ir arrojando agua a la toca hasta provocar la sensación de ahogo o asfixia. Se podía usar agua salada. Tirso de Molina (de origen converso) en el Burlador de Sevilla se refiere a este tormento como “tragarse el mar”.

El potro tenía varias modalidades y consistía en atar con argollas al reo a una mesa y luego, mediante poleas, ir apretando cuerdas (mancuerda) o cintas de cuero a las distintas partes del cuerpo hasta casi llegar al hueso o descoyuntarlo.

Comparados estos métodos con las formas de tortura de la Edad Media, e incluso con las de hoy, no resultan especialmente sádicas o crueles. Se prohibía, por ejemplo, el derramamiento de sangre o la rotura de huesos. Los tres métodos tienen algo en común: el poder ir graduando y aumentado el tormento hasta llegar al límite de lo posible, lo que era muy adecuado para lograr el fin principal: la confesión de la culpa. Esta confesión era la principal prueba de culpabilidad sin la cual no había condena. No se perseguía la muerte, pero los inquisidores dejaban muy claro que “si en el dicho tormento muriere o fuere lisiado o se siguiese efusión de sangre o mutilación de miembros, sea a su culpa, y no a la nuestra, por no haber querido decir la verdad”.

De estos métodos y procedimientos lo que a mí más me llama hoy la atención es la obsesión por dejar constancia escrita de todos los pormenores del proceso. Los notarios escribían minuciosamente las reacciones del reo ante las torturas. Si se llegaba, por ejemplo, a la novena vuelta en el potro (los inquisidores ordenaban al verdugo cada paso y la intensidad del tormento), el escribano anotaba si el tormento se aplicaba en el brazo izquierdo o el derecho, los suspiros, gritos e invocaciones del reo, su confesión literal, etc. Lo escrito era sagrado e irrevocable, símbolo de la ley y el poder, legitimación de toda actuación:

Si es de garrucha se ha de asentar cómo se pusieron los grillos y las pesas, y como fue levantado y cuántas veces, y el tiempo en que cada uno lo estuvo. Si es de potro, se dirá cómo se le puso la toca, y cuántos jarros de agua se le echaron y lo que cabía cada uno. De manera que todo lo que pasare se escriba, sin dejar nada por escribir”.

Pero la sentencia no se limitaba a los condenados, sino que se extendía a toda su familia y sus descendientes de por vida: “Declaramos los hijos e hijas de la dicha Beatriz de Padilla ser inhábiles e incapaces y los inhabilitamos para que no puedan tener ni obtener dignidades, beneficios ni oficios, así eclesiásticos como seglares, ni otros oficios públicos o de honra, ni poder traer sobre si ni en sus personas, oro, plata, perlas, piedras preciosas ni corales, seda, chamelote ni paño fino, ni andar a caballo ni traer armas ni ejercer ni usar de las otras cosas que por derecho común, leyes e pragmáticas de estos reinos e instituciones y estilo del Santo Oficio son prohibidas”.