Sin romanticismo

Tengo que admitirlo. No sonaron violines el día en que decidimos casarnos. Poco, o más bien nada, se pareció la escena a las de las películas de Melanie Griffith o Hugh Grant. No se vio a un tipo correr a toda velocidad  bajo la lluvia para llegar justo a tiempo de impedir que arrancara el tren que se llevaría para siempre a su amada. Todo fue mucho más prosaico. O mejor dicho, más sincero. Fue una noche en casa, echando cuentas en el sofá, con la tele de fondo. Simplemente llegamos a la conclusión de que salía bastante mejor hacer la declaración de Hacienda de manera conjunta.

¡Qué poco románticos!, se nos podrá reprochar. Como si las relaciones de pareja tuvieran algo que ver con el romanticismo. Recordamos que los románticos eran esos tipos que tenían como hobby suicidarse en los tiempos en los que no te podías hacer un selfie. Tampoco está de más señalar que los unicornios no existen, salvo para Disney. Y vale, reconocemos que las princesas, haberlas haylas, pero como Hacienda no somos todos, no cuentan para el caso.

Dicho todo esto, que nadie piense que nuestra falta de romanticismo va a suponer un obstáculo para disfrutar del momento. Una cosa en no creer en el romanticismo y otra, no aprovechar la ocasión para montar una buena fiesta. En nuestra particular iglesia, no celebrar la vida es el mayor de los pecados. Por ese motivo vamos a hacer una boda “como dios manda”. Aclaramos: como nuestro dios, ese demiurgo descreído, cínico y hedonista manda.

Y nuestro dios nos dijo, una noche en que se nos apareció, cerveza en mano, que lo celebráramos como nos diera la gana. Amén. Tras esta epifanía, nuestra primera decisión fue prohibir las princesas y los unicornios. Y los calcetines blancos. Y las “invitaciones” de boda, formales y rigurosas, como una sentencia que nos condena a pagar el cubierto, forjado en oro de 24 quilates lo menos; más el regalo, claro está. En nuestra boda, la invitación es sin comillas; tampoco aceptamos dinero ni queremos costosos regalos. De este modo, se evitan los compromisos y marrones que generan este tipo de eventos para demasiada gente. Cierto que esta decisión también reduce bastante la presencia de amigos, compañeros y familiares en el convite. Básicamente porque pocos pueden permitirse hoy día pagar un banquete para cientos de personas.

¿Pero cómo no vas a invitar a tus tíos, a tus primos hermanos, a los hijos de tus primos hermanos y a tus tíos abuelos?, se preguntará alguien. Pues no haciéndolo, sin más. Al fin y al cabo, no nos casamos contra nadie ni para ofender a nadie. Tampoco juzgamos cómo deben casarse los demás. Nuestro dios no nos deja juzgar ni hacer apostolado de su fe. No quiere aumentar el número de creyentes porque le obligaría a echar más horas. Y él siempre ha defendido el derecho a la pereza. Y también el derecho a gastar la menor energía posible en cosas que no tengan que ver con su mandato divino de celebrar la vida. De celebrar hasta el momento más trivial que pasas junto a ella viendo la tele en el sofá. Porque cada segundo a su lado es mejor que todas las pelis de princesas y unicornios juntas. Pero sin romanticismo.

Por Daniel Jiménez de Noticias Positivas

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