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Resultaría imposible enumerar aquí los múltiples
aportes de los poetas de Orígenes a la poesía
cubana -al menos en uno de ellos, Lezama Lima, podría
hablarse, incluso, de sus aportes a la poesía universal.
Desde la preeminencia de la imago en Lezama, como
una fuerza genésica, creadora, sustentadora de
una cosmovisión poética de la realidad,
que llegó a articularse en un sistema poétíco
del mundo, esto es, un sistema de pensamiento poético
de vastas resonancias filosóficas, estéticas,
religiosas, axiológicas, incluso políticas
-imago mundi nutrida por una proyección
metapoética como nunca antes se había producido
en la poesía iberoamericana-; las invenciones poéticas
y la poética de la muerte en Baquero; la memoria
creadora de Diego, su intenso lirismo; la poesía
simbólica de Fina García-Marruz, portadora
de un trascendentalismo religioso sin par igual en la
poesía cubana; la extrañeza, la aridez,
la lucidez, el imposible poético y ontológico
de Vitier; la poética de lo fabuloso en Smith;
la del reverso en García Vega y hasta la veta existencialista
y el trascendentalismo -valga la paradoja- de lo intrascendente
en Piñera. Y, en todos, la búsqueda y la
expresión de un acendrado pensamiento poético;
penetrar en las esencias y un trascender las apariencias
de la realidad; así como un trasfondo filosófico
muy notable; además de la expresión de una
suerte de poética de lo cubano (que más
allá de lo temático expresa también
una manera más intensa de penetrar la realidad),
en cada uno diferente, por donde alcanzan a sintetizar
y revelar genuinos valores de nuestra identidad y tradición
lírica nacionales, y religarlos con una proyección
universal.
En los poetas de Orígenes adquieren una jerarquía
mayor distintas y sucesivas búsquedas de la poesía
cubana anterior. En ellos se retoma la indiscernible unidad
martiana entre la forma de un pensamiento y el pensamiento
de una forma; se realiza, en su plenitud posible, el extremo
purista, al ser la poesía capaz, sin renunciar
a constituirse en una forma irreductible de conocimiento
y autoconocimiento, de acceder a una relativa autonomía;
se resuelve la contradicción entre la búsqueda
de una belleza trascendente y lo trascendente de
lo perecedero; se supera la contradicción casaliana
entre el arte y la vida, al borrarse todo dualismo y preconizarse
una solución unitiva, una estética de la
encarnación entre los dos reinos enemistados o
unilateralmente asumidos; se expresa una poética
de lo cubano de valores perdurables, que supera todo folklorismo,
pintoresquismo y costumbrismo líricos; se nutre
la poesía de un valor profético, de una
apetencia por encarnar en la historia, con cierta proyección
teleológica, en importante solución de la
problemática del arte como compensación
de una belleza imposible en una circunstancia hostil,
o ante una plenitud histórica y ontológica
perdidas; se potencia y se recrea la tradición
lírica universal; se opone -con las excepciones
de Piñera y García Vega- una raíz
creadora, una fijeza esencialista -aunque no ahistórica-,
un cosmos poético, a la estética caótica,
fragmentada, de la vanguardia, a la estética experimental,
a la estética de la invención incesante
de ascendencia vanguardista, al racionalismo del subconciente;
se nutre la poesía de una fuerte proyección
mitopoética y se conserva y preserva un valor de
lo incondicionado poético, es decir, de lo invisible,
de lo desconocido, del misterio, por donde la poesía
se salva de la reducción causalista de simple ornamento
o de simple denotadora de lo conocido, y se rescata, en
suma, el valor icástico, imaginal, simbólico,
connotativo, de la imagen poética, sin renunciarse
a su actividad cognoscitiva. La poesía origenista
se acercó también a las realidades más
inmediatas -Diego, Vitier, García Vega, Piñera,
García-Marruz-, y a través de un tono cercano
al conversacionalismo. Con posterioridad a 1959, ya en
franca preponderancia de la norma conversacional, participarán
-sin renunciar a sus pensamientos y proyecciones creadoras
particulares- de características inherentes a dicha
poética. No puede cerrarse la valoración
de los poetas de Orígenes en la época anterior
a 1959, toda vez que sus integrantes continuarán
produciendo una notable obra. Su influjo, además,
es notable en muchos importantes poetas, como en Severo
Sarduy, Roberto Friol, Francisco de Oraá, Cleva
Solís, José Kozer, Amando Femández,
Delfín Prats, Raúl Hernández Novás,
Ángel Escobar, Roberto Méndez, con relación
al origenismo central. Ya se ha indicado cuál es
la herencia vanguardista de poetas como García
Vega y Piñera. Se debe precisar que de Orígenes,
en un nivel de máxima generalidad, se bifurcan,
pues, dos estéticas, las que encaman dos maneras
diferentes de percibir y expresar la realidad, las que
a la postre fatigarán dos maneras distintas de
concebir lo cubano. De ahí que ello se haga tan
evidente en muchos de sus mejores continuadores, y de
ahí que este movimiento tenga un núcleo
polémico tan creador.
Con la poesía de Orígenes, sobre la base
de una continuidad esencial y/o natural, se produjo una
ruptura con la poesía cubana anterior, así
como con la que le fue coetánea, tan grande fue
su diferencia con distintas vertientes poéticas:
intimismo, purismo, negrismo, neorromanticismo, neoclasicismo
y poesía social. Incluso, cosmovisivamente, la
zona central de Orígenes se establece en las antípodas
-en la teoría- del vanguardismo, concretamente
del surrealismo, como de todo pensamiento existencialista
-especialmente de su vertiente atea-, de este último
sobre todo por la proyección católica de
su pensamiento poético. Orígenes rebasa
con mucho el formalismo y el agnosticismo resultante de
la poesía pura. Asimismo, es notable su ruptura
con el canon de belleza del intimismo lírico o
con el de cierto neorromanticismo, pues la búsqueda
de belleza en la poesía origenista solía
darse como por añadidura, ya que a esta poesía
le interesaba más el conocimiento, el apoderamiento
de la realidad, "la toma de posesión del ser";
de esta manera tampoco le eran afines la efusión
sentimental o la delectación culterana, esteticista.
Como tampoco le satisfizo el diálogo más
o menos directo que se establecía entre el poeta
y su circunstancia inmediata, mucho menos el diálogo
polémico del poeta con el causalismo historicista
propio de la llamada poesía social, porque Orígenes
no comprendía a la poesía ni como medio
para la expresión de discursos sociológicos
políticos (poesía social) ni como fin en
sí misma (anhelo purista). Y no es que Orígenes
desdeñara o polemizara con estas vertientes poéticas,
sino que partía de presupuestos radicalmente diferentes,
de ahí que se desentendiera de los dualismos poesía
pura-poesía social y pretendiera destruir el dualismo
arte-vida al interpretar la realidad como una totalidad,
desde una perspectiva unitaria del ser. Asimismo, si no
le fue ajeno el eticismo humano propio de la poesía
social, prefirió asumirlo desde el ethos que es
inherente al gesto creador, la eticidad del poeta para
y desde su propia creación. Los poetas de Orígenes
buscaron siempre los orígenes, es decir,
las esencias de la realidad, más allá de
los límites que también le fueron consustanciales
para apresar determinadas facetas de la realidad. Incluso
cuando sus soluciones expresivas los acercan al conversacionalismo,
lo dotan entonces de una cosmovisión diferente,
en la mayoría de sus poetas con una raíz
católica -estética del verbo encarnado-,
y aquí radicará la mayor diferencia entre
ese su entrañable apego a lo inmediato y el se
efectúa desde los presupuestos conversacionales
-o existencialistas- que prevalecen a partir de 1959,
más cercanos a los anticipados por Tallet o a los
de Florit.
En 1959 se cierra un ciclo de la poesía insular
y comienza o termina una época y comienza otra.
El triunfo de la Revolución Cubana divide en dos
el siglo XX en Cuba. El imposible histórico que
tanto había gravitado sobre la conciencia colectiva
de nación, y de tanta repercusión en su
poesía, se transforma en plenitud histórica
hecha realidad. Al menos, para la mayoría de los
poetas; otros, vinculados de una u otra manera al régimen
anterior, emigran, reiniciando así, al principio
tímidamente, después con más fuerza,
aquella poesía del exilio que tanto abundó
en el siglo XIX cubano. No toda la llamada poesía
del exilio o la diáspora se comportará igual,
pues variará según el momento, las razones
y el tipo de emigración, así como según
donde ocurrió la experiencia formativa fundamental
del poeta, pero sí tendrá, por lo general,
y más allá de sus calidades particulares,
denominador común o un tema clave recurrente: la
visión de la isla desde la lejanía, su nostalgia,
idealización o simplificación, su recuperación
simbólica en la memoria creadora del poeta -el
discurso de la nostalgia, le llamó Ambrosio
Fornet-, así como otro tema que es consecuencia
del primero: los conflictos de identidad en otra realidad
culturalmente diferente. La poesía escrita fuera
de Cuba padece, por encima de su calidad intrínseca,
una desventaja con respecto a la que se escribe dentro:
mientras esta última participa naturalmente de
un proceso literario común, aquella a menudo sufre
la dispersión que se deriva de su enajenación
de ese proceso, y su relativa inserción en un contexto
cultural diferente cuando no hostil. No obstante, la calidad
poética sobrevive siempre a esas problemáticas,
como podrá apreciarse en la poesía de un
Florit, un Baquero, un García Vega, un Sarduy,
una LourdesCasal, un José Kozer, un Amando Fernández,
una Magaly Alabau, una Lourdes Gil, para citar sólo
aquellos casos más sobresalientes. Por otro lado,
acaso una zona de esta poesía participe, a veces
más que otra zona de la escrita en Cuba, de una
saludable apertura universalista. En fin, será
siempre la calidad, la singularidad, lo que decidirá
el valor de un poeta, escriba o no en su país de
origen. El desgajamiento de muchos poetas del proceso
poético insular implicará, por ejemplo,
que, a la hora de señalar tendencias, generaciones,
etc., no quede otro remedio que remitirlas casi siempre
a la historia de la poesía escrita dentro del país.
Todavía está por realizarse un estudio profundo
de la escrita fuera de la isla -son muy importantes en
este sentido algunos textos de Jesús J. Barquet-,
aunque no creo que ello varíe en lo sustancial
los presupuestos generales de esta introducción.
Sí se observa últimamente una poesía
escrita por mujeres con notables afinidades con la escrita
por otras poetisas en Cuba, y con una apreciable calidad:
Juana Rosa Pita, Belkis Cuza Malé, Isel Rivero,
Lourdes Casal, Lourdes Gil, Iraida Iturralde, Alina Galliano,
Maya Islas, Magaly Alabau, Carlotta Caufield, Ruth Behar,
Mercedes Limón son algunas de estas exponentes.
El cambio histórico aludido, la ruptura que significó
en tantos órdenes de la realidad, y sin desdeñarse
la continuidad propia de la tradición poética,
implicó transformaciones a veces bruscas o muy
radicales, y, en general, la aparición de nuevas
problemáticas, pero sobre todo que se entronice
una nueva relación del. poeta con su circunstancia.
En el terreno estrictamente literario ello se expresa
a través de la preeminencia de una nueva norma
o canon poético conversacional, tendencia que coincide
con la de la poesía ibero y latinoamericana en
general, también denominada por César Fernández
Moreno como poesía de la existencia, con
término acaso más esencial y abarcador.
El conversacionalismo (o coloquialismo), que acaba por
imponerse como norma poética a partir de 1959,
tenía a su vez antecedentes en la poesía
anglosajona y en la tradición poética hispanoamericana,
amén de la insular, pero su desenvolvimiento en
Cuba estuvo esencialmente marcado por la nueva realidad
que propició la Revolución. Si durante la
República había prevalecido en la poesía,
implícita o explícitamente, una conciencia
de imposibilidad de realización histórica,
y hasta la propia poesía social sólo podía
constituirse como tal a partir de un discurso que negara
el curso factual de la historia, es decir, en última
instancia también a través de la aceptación
de que no existía una plenitud histórica,
a no ser utópica o radicada en otra latitud geográfica
-Orígenes mismo desarrolló su tesis de la
profecía y de la encarnación futura de la
poesía en la historia-, con el triunfo de la Revolución
esta realidad va a invertirse. Ahora la poesía
podía dar testimonio ya no de la toma de posesión
del ser ni de una plenitud histórica perdida o
por alcanzar, sino de la toma de posesión de un
destino histórico concreto, con todo lo que ello
implicaba potencialmente para el presente y el
futuro. La poesía se convierte, pues, en cierto
modo, en sierva de la historia, en su testimonio, en su
ilustración, compartiendo, incluso, sus utopías
sociales. Llegó el momento en que también
se convirtió en representación de determinado
discurso político. Pero la poesía mitifica
siempre, por lo que no fue raro que se erigiera en vocera
de mitos políticos y que terminara afirmando no
ya el ser de la historia sino su deber ser.
Pero a la vez que hizo prevalecer este nuevo discurso,
en esencia afirmativo, tuvo que realizar una comprensible
pero acaso brusca ruptura cosmovisiva con las estéticas
origenista, purista e intimista, y con otras que le fueron
coetáneas, como cierta tendencia derivada de la
antipoesía parriana o con la veta existencialista
del efímero grupo El Puente. Acaso ninguna otra
formación estilística en la historia de
la lírica cubana, con la excepción de la
estética neoclásica, haya sido tan excluyente
de otras manifestaciones poéticas. Al afirmarse
a sí misma, negó excesivamente los elementos
de continuidad con la tradición anterior y no toleró
la diversidad. Ello se debió, en parte, a una exagerada
identificación entre la asunción de un estilo
determinado y una proyección ideológica,
si bien hasta 1967, aproximadamente, esta poesía
conoció un gran momento de esplendor y una gran
pluralidad interna. Quiero Indicar, concretamente, que
tampoco ninguna otra formación estilística
anterior se vio tan mediada por elementos extraliterarios
como la conversacional, algo que, a la postre, terminó
por afectarla a ella misma, a la vez que al proceso poético
en su conjunto. Incluso ofreció la paradoja de
excluir de su seno -con notables excepciones- toda manifestación
autocrítrica en relación con su circunstancia,
pues toda crítica sólo podía desplegarse
sobre lo que no fuera ella misma. Si la poesía
-con cierta idealización romántica, comprensible
en un principio- era el testimonio de un ideal social
colectivo, la ilustración de determinados credos
políticos y/o filosóficos, entonces cualquier
crítica a sí misma o desde ella terminaba
convirtiéndose en una crítica a esas ideas.
Paulatinamente fueron tan estrechos los caminos por los
que podía transitar y, en consecuencia, tan poco
profunda o compleja la realidad que pudo mostrar y tan
ideal su deber ser utópico, que terminó
por asfixiarse dentro de su propio discurso, el cual agotó
rápidamente su capacidad para autorrenovarse creadoramente,
convirtiéndose en retórica, limitando la
singularidad y la diversidad, y ofreciendo un margen muy
exiguo para la expresión de variantes estilísticas
o de tópicos temáticos. Sus temas se hicieron
recurrentes, la realidad se abordaba metafísica,
parcialmente, a la vez que absolutizó la función
social, comunicativa y el carácter testimonial
de la poesía, que habían constituido en
un inicio algunos de sus aportes más revolucionarios
al proceso poético. Se debe precisar con respecto
a su aparente incapacidad para revelar facetas profundas
o complejas de la realidad, así como un pensamiento
crítico o autocrítico, que en realidad lo
que sucedió fue, amén de los límites
señalados, el silenciamiento, a partir de 1971
y al menos por una década, de muchos de sus poetas
mayores, interrumpiéndose artificialmente la evoIución
natural del conversacionalismo, lo que no sólo
afectaba puntualmente a esos poetas sino que de alguna
forma mediaba a los que continuaban publicando o hacía
abstenerse a otros. Ello se demostró cuando, una
vez desaparecidas aquellas mediaciones externas, y las
prescripciones internas del propio conversacionalismo,
la poesía cubana volvió a expresarse en
toda su intensidad y diversidad en la década de
los años ochenta. Hay que hacer notar que nunca
antes una vertiente poética había contado
con tantos cultores. Una vez que la mayoría de
sus principales poetas no pudieron publicar, prevaleció
entonces una poesía francamente menor. Siempre
ha sido en los epígonos, en los poetas menores,
donde se hace más homogénea una norma, una
tendencia poética. Son estos los que vuelven retórica
la singularidad de los poetas mayores, porque es en aquellos
donde se hacen más visibles las insuficiencias,
los límites, los defectos. En última instancia
ningún estilo poético es mejor o peor que
otro, pero sí hay poetas y poemas mas valiosos,
más dotados que otros. Es la calidad la que dice
la ú!tima palabra. El conversacionalismo mostró
las transformaciones revolucionarias en la realidad, creó
una conciencia muy profunda de la imbricación del
poeta con su circunstancia, y testimonió los dramáticos
conflictos del hombre por transformarse a sí mismo
y a su contexto, y realizó una crítica profunda
del pasado, proyecciones que han calado muy hondo en la
conciencia poética de la nación.
El conversacionalismo logró ciertamente expresar
una cosmovisión diferente, pero exageró
los elementos de ruptura en detrimento de las necesarias
continuidad y diversidad. Su estética se orientó
hacia la expresión del mundo inmanente, al que
trató de dotar de una nueva trascendencia, lo que,
por supuesto, no logró siempre. El tiempo ya transcurrido
ha hecho ver con nitidez el idealismo legítimo
que detentaba esta poesía, que se llegó
a plantear, incIuso, como función, la transformación
de la realidad, algo que, ciertamente, nunca ha podido
ser realizado por arte alguno. Y los excesos en este sentido
han conducido siempre a la subordinación de la
poesía a fines que no le son inherentes y que terminan
por empobrecerla. Tampoco ningún tema, por noble
o altruista que sea, ha podido garantizar nunca la calidad
poética. Todo ello no implica que no se escribieran
poemas de calidad, ni que no se potenciaran ganancias
expresivas inherentes a la tradición poética
de la lengua, sobre todo en lo- concerniente a la renovación
y apertura lexicales, a las conquistas de la oralidad,
del habla, de cierto conversacionalismo esencial ya enraizado
en lo más prohibido de la expresión poética
de la contemporaneidad, sobre todo a partir del modernismo
hispanoamericano, y a la recreación de zonas inéditas
para la poesía. La apertura lexical, estilística
en general, sí ensanchó la capacidad cognoscitiva
de la poesía para expresar nuevas facetas de la
realidad, sobre todo de la realidad inmanente, y fue idónea
para expresar cierta veta existencial, que no existencialista,
que llegó a constituirse, dentro del contexto de
la poesía iberoamericana, en su cosmovisión
característica -la llamada por Fernández
Moreno como poesía de la existencia, o,
incluso, por Fernández Retamar, como un nuevo
realismo-, y buena parte de su vitalidad dependió
de esta proyección filosófica inmanente.
Sus mejores exponentes cubanos transitaron, cada uno con
sus características particulares, por este tipo
de discurso: Rolando Escardó, el último
José A. Baragaño, Roberto Fernández
Retamar, Fayad Jamís, Pablo Armando Fernández,
Manuel Díaz Martínez, Rafael Alcides, César
López, Antón Arrufat, Heberto Padilla, Domingo
Alfonso, Luis Suardíaz, entre otros muchos, pertenecientes,
todos, a la llamada generación del 50 o primera
generación de la RevoIución, donde se encuentra,
visto ya con cierta perspectiva, lo mejor del conversacionalismo
-donde no puede obviarse una voz poética femenina
muy importante: la de Belkis Cuza Malé.
Estos poetas, en especial Fernández Retamar, Pablo
A. Fernández, C. López y Padilla, lograron,
cada uno a su modo, conformar una profunda y compleja
poesía de la historia. Asimismo, todos ellos,
junto a otros no ortodoxamente conversacionales, como
Luis Marré -en su primer libro, Los ojos en
el fresco (1963)-, Francisco y Pedro de Oraá,
Roberto Friol, Cleva Solís, Severo Sarduy y Mario
Martínez Sobrino, son exponentes de esa llamada
poesía de la existencia, a la vez que mantienen,
todos, una relativa continuidad con la poesía anterior
a 1959. Ya se ha indicado que poetas anteriores, como
Florit, Guillén, Baquero, Piñera, Pita Rodríguez,
Feijóo, Vitier, y García-Marruz, no sólo
se avienen con la norma conversacional, sino que realizaron
considerables aportes a la expresión de elementos
sustanciales de su cosmovisión.
Por ejemplo, con relación a esa llamada poesía
de la historia, y, sobre todo, a la expresión
de un pensamiento crítico, acaso no haya
ejemplos más notables que la poesía de Fernández
Retamar, Vitier, César López, Padilla, e,
incluso, Guillermo Rodríguez Rivera y Raúl
Rivero, dos poetas de la segunda generación de
la Revolución. Por
otra parte, creo que las muestras incluidas en este panorama
demostrarán la calidad lírica de lo mejor
del conversacionalismo, a la altura de lo mejor de la
poesía de la lengua. Es a lo que se le puede llamar
conversacionalismo lírico, acaso Io más
perdurable, poéticamente, de este movimiento, más
allá del valor singular e integral de sus poetas
mayores. Después de estas reflexiones, vale preguntarse:
¿dónde está el libro, el estudio
profundo que reclama esta generación? El primer
intento en este sentido se debe a Virgilio López
Lemus, con su Palabras del trasfondo, pero el tiempo
transcurrido y la complejidad de este movimiento enarcan
la necesidad de nuevos asedios y replanteos.
El conversacionalismo se desenvolvió en tres etapas:
el de la ya mencionada primera generación de la
Revolución o, también, generación
de los años 50; la reacción coloquialista,
o incluso antipoética y prosaísta, de los
poetas de la segunda generación de la Revolución,
también conocida por un segmento suyo como los
poetas de la primera época de El Caimán
Barbudo, donde se expresan los ya aludidos Rivero y Rodríguez
Riveras, y Víctor Casaus, pero, sobre todo, Luis
Rogelio Nogueras, uno de los poetas más sobresalientes
del conversacionalismo, acaso el que lo dotó de
su necesaria parte lúdicra, imaginativa, propiamente
literaria; a su zaga ha escrito posteriormente
excelentes poemas José Pérez Olivares. En
esta segunda generación se expresan también
poetas de la calidad lírica de Nancy Morejón,
Miguel Barnet, el último Waldo Leyva y Excilia
Saldaña, dentro de la expresión conversacional,
y ya con cierta marginalidad con relación al conversacionalismo
ortodoxo, Lina de Feria -sobre todo en su última
etapa- y Delfín Prats. Perteneciente a esta generación,
y aunque publica toda su obra fuera de Cuba, sobresale
la poesía de José Kozer, uno de los mejores
poetas de la segunda mitad del siglo, quien transita,
en sus primeros libros, por el conversacionalismo lírico,
aunque desbordó posteriormente esa filiación.
Otro notable poeta, prematuramente fallecido fuera de
Cuba, es Amando Fernández, como también
lo es Magaly Alabau, para este crítico acaso los
tres poetas, nacidos a partir de 1940, más importantes
de la poesía cubana escrita fuera de la isla, sin
desdeñar otros, algunos de ellos también
incluidos en este panorama. Otros poetas de esta generación,
que escriben su obra fuera de Cuba, pero que no se adscriben
al conversacionalismo, son Octavio Armand -en la estela
vanguardista de García Vega- y Rafael Catalá
-con su ciencia ficción poética.
Dentro de esa segunda generación, pero ilustrando
la tercera y última etapa del canon conversacional
-la mayoría poetas nacidos a partir de 1950-, aparece
la llamada segunda etapa de El Caimán Barbudo
o reacción anticoloquialista y con cierto regreso
al conversacionalismo lírico, que incluye, en general,
a poetas como José Pérez Olivares, Luis
Lorente, Aramís Quintero, Rogelio Fabio Hurtado,
Reina María Rodríguez, Marilyn Bobes, Alex
Fleites, Norberto Codina, Víctor Rodríguez
Núñez, León de la Hoz, Soleida Ríos,
Carlos Martí, Alejandro Fonseca, Ángel Escobar,
entre otros, y, en sus postrimerías, a Ramón
Fernández Larrea. Fuera de Cuba sobresalen Jesús
J. Barquet, Reinaldo García Ramos, Esteban Luis
Cárdenas, Carlota Caufield, Lourdes Gil, Iraida
Iturralde, Maya Islas, Alina Galliano, los ya fallecidos
Roberto Valero y Jorge Oliva, entre otros muchos. Pero
en esta segunda generación se manifiestan también
poetas más francamente alejados del discurso hegemónico,
como es el caso, arquetípico por muchas razones,
de Raúl Hernández Novás, pero también
de Emilio de Armas, Jorge Ygle sias, Efraín Rodríguez,
Raquel Carrió, Lourdes Rensoli, Jorge Luis Arcos
y Roberto Méndez. Estos poetas, junto a otros que
en su últimos libros rebasan su primera zona conversacional
como R M. Rodríguez y Escobar, parecen volver,
con sus nuevas voces y modos, a la tradición poética
cubana anterior a 1959 -o expresada con posterioridad
en poetas marginales del conversacionalismo ortodoxo como
F. De Oraá, R. Friol, C. Solís, M. Martínez
Sobrino, J. Kozer, Lina de Feria, y D. Prats-, aunque
incorporando todos zonas expresivas del conversacionalismo,
sobre todo de su vertiente más lírica, y
nuevas facetas de la contemporaneidad, incluso contaminados
con la poesía más reciente, portadora de
otra cosmovisión. Asimismo, es conveniente señalar
que poetas como Fernández Retamar, P. A. Fernández,
C. López, L. Marré, R. Alcides, Armando
Álvarez Bravo, Manuel Díaz Martínez,
A. Arrufat y Domingo Alfonso han revitalizado sus universos
líricos, demostrando su capacidad para renovarse
creadoramente. Otros poetas mayores, como Florit, Baquero,
García Vega, Vitier, Diego y García-Marruz
continuaron publicando obras de alta calidad. No puede
dejarse de mencionar la justa revalorización de
la poesía de D. M. Loynaz acaecida en las dos últimas
décadas del siglo. O la sorpresa de una poesía
en la mejor tradición del intimismo lírico
por parte de J. Orta Ruiz.
Pero de todos aquellos poetas -me refiero a los de la
segunda generación de la Revolución-, el
mayor, el más revolucionario, y uno de los más
importantes de la poesía cubana contemporánea,
fue Raúl Hernández Novás, quien se
convierte en un poeta síntesis de disímiles
vertientes poéticas. Asimila creadoramente lo mejor,
expresiv-amente, del conversacionalismo; acentúa
la veta existencial; incluso asume características
francamente neorrománticas; o propias del purismo;
a la vez que explaya un discurso mitopoético y
un trascendentalismo afines con el origenismo; así
como se nutre de motivos gratos a la poesía pura;
y desenvuelve una poesía de intenso simbolismo
y densidad tropológica; y no le es ajeno el poema
de contenido social, algunos de ellos de los mejores dentro
de esta tendencia en nuestra lírica. Ensaya facetas
experimentales como la intertextualidad fílmica,
musical y literaria, a la vez que se hace portador de
un intenso pensamiento poético de hondo trasfondo
filosófico. Diríase que retoma la poesía
en el punto en que la dejó la tradición
poética que culmina en Orígenes y la adecua
a las conquistas expresivas de su tiempo. Inclusive participa
de cierta revalorización de la tradición
clasicista y ensaya sobre todo el soneto y otras variantes
tradicionales. Pero donde se refuerza su irrupción
es en los profundos aportes de su cosmovisión creadora,
sustentada en una cosmovisión profundamente materialista
y dialéctica de la realidad. Sólo otros
tres poetas pueden aproximársele, cada uno con
sus modos particulares: Kozer, Escobar y Reina M. Rodríguez,
los dos últimos en sus libros más recientes.
Desde entonces -ya en la década de los años
80- comenzará a manifestarse la ruptura con el
conversacionalismo como canon poético predominante,
casi exclusivo, que coincidió con su agotamiento
cosmovisivo, con el cansancio de sus formas retóricas,
en cierto sentido víctima de sus propios límites
-tanto internos como externos, como ya se precisó-,
pues los límites constituyen en un momento dado
la garantía de la existencia de una determinada
norma poética, pero llega un momento en que se
convierten en exponentes de sus carencias e insuficiencias.
Es en dicha década cuando puede apreciarse el cambio,
cuando coinciden, de nuevo, dentro de una gran diversidad,
todas las tendencias y voces poéticas ya comentadas,
a la vez que empieza a conocerse mejor la poesía
cubana escrita fuera de Cuba. De esta manera, el género
rey de las letras cubanas ha vuelto a recuperar en
este fin de siglo todo su esplendor.
En este final de siglo, y a partir de la segunda mitad
de la década de los años 80, se está
asistiendo a la aparición de una suerte de postconversacionalismo
-denominación que se emplea cautelosamente a falta
de una calificación mejor-, o, acaso, de la paulatina
consolidación de una nueva norma poética,
caracterizable en algunos de sus rasgos más visibles.
Hay que indicar enseguida que algunos poetas de la tercera
etapa conversacional han transitado radicalmente hacia
esta nueva tendencia poética, como es el caso de
Escobar, R. M. Rodríguez, S. Ríos y Marilyn
Bobes. Lo mismo sucede, por ejemplo, con la última
poesía de L. Gil. Otros, como Kozer, Lina de Feria,
M. Alabau, D. Prats, R. Carrió, E. Rodríguez,
J. L. Arcos y Roberto Méndez se avienen naturalmente
con ella, y un poeta tan proteico como Hernández
Novás se convierte en un antecedente ineludible
de esta nueva poesía, sobre todo en lo que atañe
a su rasgo general más diferenciador: el cambio
cosmovisivo, amén de los acaecidos en la
practica escritural, estilística, más variados,
también más indefinidos y más difíciles
aún de caracterizar. Por un lado, hay poetas que
comienzan a subvertir la cosmovisión del conversacionalismo
desde dentro, es decir, a partir de sus mismos recursos
estilísticos, y son exponentes entonces de una
suerte de reverso del conversacionalismo: es el caso paradigmático
de un poeta como Fernández Larrea, quien tensa
al máximo ese lenguaje y empieza a subvertir algunos
de los pilares de su cosmovisión. Más recientemente,
poetas como Antonio José Ponte y Emilio García
Montiel, desde una suerte de conversacionalismo lírico,
expresan también ese reverso profundo, desmistificador,
corriente a la que se suman, por ejemplo, desde un evidente
cambio cosmovisivo, Alberto Rodríguez Tosca, Víctor
Fowler, Damaris Calderón, María Elena Hernández,
Almelio Calderón, Sigfredo Ariel, Juan Carlos Flores,
Alessandra Molina. Este es el grupo mayoritario -de ahí
la denominación de poesía postconversacional.
Otros han ido más lejos y añaden a la subversión
ideológica, la estilística: Carlos A. Alfonso,
Omar Pérez, Rolando Sánchez Mejías,
C. A. Aguilera, Ricardo A. Pérez -la enorme extensión
de sus textos más característicos, impidió
incluir a estos dos últimos poetas en este panorama-,
Rito Ramón Aroche, Caridad Atencio, Pedro Marqués
de Armas, Ismael González Castañer, Rogelio
Saunders. Otros parten de un universo expresivo sencillamente
diferente, con raíces en vertientes estilísticas
de filiación origenista, en la estela de un D.
Prats y un R. Méndez: Heriberto Hernández,
Pedro Llanes. Otras voces, muy singulares, nos llegan
desde fuera de Cuba, como es el caso, por ejemplo, de
Ruth Behar, con su libro, aún inédito, Cuarenta
poemas sin nombre y un deseo para el año que viene,
inspirado en Dulce María Loynaz.
En otro texto he aventurado una descripción de
esta nueva hornada de poetas -¿Otro mapa del
país? Reflexión sobre la nueva poesía
cubana. Aquí me limitaré a enunciar
algunas de sus proyecciones generales. Se asiste, dentro
de la reacción postconversacional, a la expresión
de un reverso profundo desde un pensamiento eminentemente
crítico, también dable de sustentar desde
disímiles y abigarradas perspectivas posmodernas,
donde suele emerger un hondo escepticismo frente a la
historia y los mitos -grandes relatos de la modernidad-
filosóficos, políticos, sociales, económicos,
ya universales, ya nacionales. Sucede una revisión
profunda o una relectura de la historia, ya no desde una
perspectiva escuetamente nacional, como fue típico
de una zona de la poesía conversacional cubana,
e incluso hispanoamericana, sino desde una perspectiva
más universal y asumiendo un espectro tanto macro
como microtextual. En este sentido cabe hablar de una
muy posmoderna preeminencia del fragmento por sobre cualquier
sistema, de lo lógico por sobre lo histórico,
de lo lírico -como actitud- por sobre lo épico,
y de lo antropológico por sobre lo existencial.
La llamada poesía de la existencia se ve sustituida
por una poesía del ser. Sucede un acendramiento
filosófico y se articula un nuevo discurso ético
y hasta una nueva actitud hacia la política. Se
desconfía de cierta sentimentalidad, de cierta
sensualidad, porque se desconfia de la mirada inmanente,
fenoménica, existencial, aparencial, en fin, testimonial,
para dar paso a un discurso ya esencialista, incluso trascendentalista,
pero sin la tiranía de un pensamiento determinado,
sino más bien desde un relativismo radical -una
suerte de principio de incertidumbre- y desde disímiles
poéticas particulares. En este sentido puede hablarse
también de un entusiasmo, una alegría creadora
multifacética, una fragmentación asumida
como plenitud: un caos del ser. Y todo ello apuntando
hacia una preocupación cosmovisiva.
Asimismo, la preocupación ontológica y/o
social por lo cubano, aunque con diferente expresión,
tanto con respecto a las poéticas origenistas como
a las presentes en el conversacionalismo, continua siendo
una obsesión en muchos poetas que vuelven a plantearse
el problema de la insularidad -del viaje, del puente.
O la insularidad como intemperie, desamparo ontológicos.
La insularidad como marginalidad, o singularidad. Es decir,
una suerte de invasión del mito utópico
o del imaginario de las islas. Muy importante es la apertura
universalista de esta poesía, que contrasta con
cierta compartimentación de zonas culturales y/o
políticas propias del conversacionalismo, y es
significativa la irrupción de disímiles
ámbitos culturales y una apertura hacia variadas
fuentes de pensamiento, algunas sin precedentes en nuestra
tradición lírica. Una zona de esta poesía,
en típico gesto de ascendencia vanguardista, acentúa
la experimentación formal y reclama nuevos códigos
de comunicación con el receptor, donde también
supone una profunda transformación.
Una parte importante de esta nueva poesía, siguiendo
acaso una lección profundamente origenista (el
ethos implícito en el gesto creador, la
fidelidad a la escritura, la certidumbre en la potencialidad
cognoscitiva de la poesía como una forma irreductible
de conocimiento de la realidad, así como la capacidad
de resistencia desde la poesía frente a una circunstancia
hostil) y otra de la poesía conversacional (la
posibilidad de desplegar un discurso político,
en este caso implícito pero no menos profundo y
funcional), trata de desviarse ya no sólo del conversacionalismo
venido a menos, sino del enorme peso de la herencia origenista,
en saludable apertura creadora hacia un confín
poético desconocido.
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