Resultaría imposible enumerar aquí los múltiples aportes de los poetas de Orígenes a la poesía cubana -al menos en uno de ellos, Lezama Lima, podría hablarse, incluso, de sus aportes a la poesía universal. Desde la preeminencia de la imago en Lezama, como una fuerza genésica, creadora, sustentadora de una cosmovisión poética de la realidad, que llegó a articularse en un sistema poétíco del mundo, esto es, un sistema de pensamiento poético de vastas resonancias filosóficas, estéticas, religiosas, axiológicas, incluso políticas -imago mundi nutrida por una proyección metapoética como nunca antes se había producido en la poesía iberoamericana-; las invenciones poéticas y la poética de la muerte en Baquero; la memoria creadora de Diego, su intenso lirismo; la poesía simbólica de Fina García-Marruz, portadora de un trascendentalismo religioso sin par igual en la poesía cubana; la extrañeza, la aridez, la lucidez, el imposible poético y ontológico de Vitier; la poética de lo fabuloso en Smith; la del reverso en García Vega y hasta la veta existencialista y el trascendentalismo -valga la paradoja- de lo intrascendente en Piñera. Y, en todos, la búsqueda y la expresión de un acendrado pensamiento poético; penetrar en las esencias y un trascender las apariencias de la realidad; así como un trasfondo filosófico muy notable; además de la expresión de una suerte de poética de lo cubano (que más allá de lo temático expresa también una manera más intensa de penetrar la realidad), en cada uno diferente, por donde alcanzan a sintetizar y revelar genuinos valores de nuestra identidad y tradición lírica nacionales, y religarlos con una proyección universal.
En los poetas de Orígenes adquieren una jerarquía mayor distintas y sucesivas búsquedas de la poesía cubana anterior. En ellos se retoma la indiscernible unidad martiana entre la forma de un pensamiento y el pensamiento de una forma; se realiza, en su plenitud posible, el extremo purista, al ser la poesía capaz, sin renunciar a constituirse en una forma irreductible de conocimiento y autoconocimiento, de acceder a una relativa autonomía; se resuelve la contradicción entre la búsqueda de una belleza trascendente y lo trascendente de lo perecedero; se supera la contradicción casaliana entre el arte y la vida, al borrarse todo dualismo y preconizarse una solución unitiva, una estética de la encarnación entre los dos reinos enemistados o unilateralmente asumidos; se expresa una poética de lo cubano de valores perdurables, que supera todo folklorismo, pintoresquismo y costumbrismo líricos; se nutre la poesía de un valor profético, de una apetencia por encarnar en la historia, con cierta proyección teleológica, en importante solución de la problemática del arte como compensación de una belleza imposible en una circunstancia hostil, o ante una plenitud histórica y ontológica perdidas; se potencia y se recrea la tradición lírica universal; se opone -con las excepciones de Piñera y García Vega- una raíz creadora, una fijeza esencialista -aunque no ahistórica-, un cosmos poético, a la estética caótica, fragmentada, de la vanguardia, a la estética experimental, a la estética de la invención incesante de ascendencia vanguardista, al racionalismo del subconciente; se nutre la poesía de una fuerte proyección mitopoética y se conserva y preserva un valor de lo incondicionado poético, es decir, de lo invisible, de lo desconocido, del misterio, por donde la poesía se salva de la reducción causalista de simple ornamento o de simple denotadora de lo conocido, y se rescata, en suma, el valor icástico, imaginal, simbólico, connotativo, de la imagen poética, sin renunciarse a su actividad cognoscitiva. La poesía origenista se acercó también a las realidades más inmediatas -Diego, Vitier, García Vega, Piñera, García-Marruz-, y a través de un tono cercano al conversacionalismo. Con posterioridad a 1959, ya en franca preponderancia de la norma conversacional, participarán -sin renunciar a sus pensamientos y proyecciones creadoras particulares- de características inherentes a dicha poética. No puede cerrarse la valoración de los poetas de Orígenes en la época anterior a 1959, toda vez que sus integrantes continuarán produciendo una notable obra. Su influjo, además, es notable en muchos importantes poetas, como en Severo Sarduy, Roberto Friol, Francisco de Oraá, Cleva Solís, José Kozer, Amando Femández, Delfín Prats, Raúl Hernández Novás, Ángel Escobar, Roberto Méndez, con relación al origenismo central. Ya se ha indicado cuál es la herencia vanguardista de poetas como García Vega y Piñera. Se debe precisar que de Orígenes, en un nivel de máxima generalidad, se bifurcan, pues, dos estéticas, las que encaman dos maneras diferentes de percibir y expresar la realidad, las que a la postre fatigarán dos maneras distintas de concebir lo cubano. De ahí que ello se haga tan evidente en muchos de sus mejores continuadores, y de ahí que este movimiento tenga un núcleo polémico tan creador.
Con la poesía de Orígenes, sobre la base de una continuidad esencial y/o natural, se produjo una ruptura con la poesía cubana anterior, así como con la que le fue coetánea, tan grande fue su diferencia con distintas vertientes poéticas: intimismo, purismo, negrismo, neorromanticismo, neoclasicismo y poesía social. Incluso, cosmovisivamente, la zona central de Orígenes se establece en las antípodas -en la teoría- del vanguardismo, concretamente del surrealismo, como de todo pensamiento existencialista -especialmente de su vertiente atea-, de este último sobre todo por la proyección católica de su pensamiento poético. Orígenes rebasa con mucho el formalismo y el agnosticismo resultante de la poesía pura. Asimismo, es notable su ruptura con el canon de belleza del intimismo lírico o con el de cierto neorromanticismo, pues la búsqueda de belleza en la poesía origenista solía darse como por añadidura, ya que a esta poesía le interesaba más el conocimiento, el apoderamiento de la realidad, "la toma de posesión del ser"; de esta manera tampoco le eran afines la efusión sentimental o la delectación culterana, esteticista. Como tampoco le satisfizo el diálogo más o menos directo que se establecía entre el poeta y su circunstancia inmediata, mucho menos el diálogo polémico del poeta con el causalismo historicista propio de la llamada poesía social, porque Orígenes no comprendía a la poesía ni como medio para la expresión de discursos sociológicos políticos (poesía social) ni como fin en sí misma (anhelo purista). Y no es que Orígenes desdeñara o polemizara con estas vertientes poéticas, sino que partía de presupuestos radicalmente diferentes, de ahí que se desentendiera de los dualismos poesía pura-poesía social y pretendiera destruir el dualismo arte-vida al interpretar la realidad como una totalidad, desde una perspectiva unitaria del ser. Asimismo, si no le fue ajeno el eticismo humano propio de la poesía social, prefirió asumirlo desde el ethos que es inherente al gesto creador, la eticidad del poeta para y desde su propia creación. Los poetas de Orígenes buscaron siempre los orígenes, es decir, las esencias de la realidad, más allá de los límites que también le fueron consustanciales para apresar determinadas facetas de la realidad. Incluso cuando sus soluciones expresivas los acercan al conversacionalismo, lo dotan entonces de una cosmovisión diferente, en la mayoría de sus poetas con una raíz católica -estética del verbo encarnado-, y aquí radicará la mayor diferencia entre ese su entrañable apego a lo inmediato y el se efectúa desde los presupuestos conversacionales -o existencialistas- que prevalecen a partir de 1959, más cercanos a los anticipados por Tallet o a los de Florit.
En 1959 se cierra un ciclo de la poesía insular y comienza o termina una época y comienza otra. El triunfo de la Revolución Cubana divide en dos el siglo XX en Cuba. El imposible histórico que tanto había gravitado sobre la conciencia colectiva de nación, y de tanta repercusión en su poesía, se transforma en plenitud histórica hecha realidad. Al menos, para la mayoría de los poetas; otros, vinculados de una u otra manera al régimen anterior, emigran, reiniciando así, al principio tímidamente, después con más fuerza, aquella poesía del exilio que tanto abundó en el siglo XIX cubano. No toda la llamada poesía del exilio o la diáspora se comportará igual, pues variará según el momento, las razones y el tipo de emigración, así como según donde ocurrió la experiencia formativa fundamental del poeta, pero sí tendrá, por lo general, y más allá de sus calidades particulares, denominador común o un tema clave recurrente: la visión de la isla desde la lejanía, su nostalgia, idealización o simplificación, su recuperación simbólica en la memoria creadora del poeta -el discurso de la nostalgia, le llamó Ambrosio Fornet-, así como otro tema que es consecuencia del primero: los conflictos de identidad en otra realidad culturalmente diferente. La poesía escrita fuera de Cuba padece, por encima de su calidad intrínseca, una desventaja con respecto a la que se escribe dentro: mientras esta última participa naturalmente de un proceso literario común, aquella a menudo sufre la dispersión que se deriva de su enajenación de ese proceso, y su relativa inserción en un contexto cultural diferente cuando no hostil. No obstante, la calidad poética sobrevive siempre a esas problemáticas, como podrá apreciarse en la poesía de un Florit, un Baquero, un García Vega, un Sarduy, una LourdesCasal, un José Kozer, un Amando Fernández, una Magaly Alabau, una Lourdes Gil, para citar sólo aquellos casos más sobresalientes. Por otro lado, acaso una zona de esta poesía participe, a veces más que otra zona de la escrita en Cuba, de una saludable apertura universalista. En fin, será siempre la calidad, la singularidad, lo que decidirá el valor de un poeta, escriba o no en su país de origen. El desgajamiento de muchos poetas del proceso poético insular implicará, por ejemplo, que, a la hora de señalar tendencias, generaciones, etc., no quede otro remedio que remitirlas casi siempre a la historia de la poesía escrita dentro del país. Todavía está por realizarse un estudio profundo de la escrita fuera de la isla -son muy importantes en este sentido algunos textos de Jesús J. Barquet-, aunque no creo que ello varíe en lo sustancial los presupuestos generales de esta introducción. Sí se observa últimamente una poesía escrita por mujeres con notables afinidades con la escrita por otras poetisas en Cuba, y con una apreciable calidad: Juana Rosa Pita, Belkis Cuza Malé, Isel Rivero, Lourdes Casal, Lourdes Gil, Iraida Iturralde, Alina Galliano, Maya Islas, Magaly Alabau, Carlotta Caufield, Ruth Behar, Mercedes Limón son algunas de estas exponentes.
El cambio histórico aludido, la ruptura que significó en tantos órdenes de la realidad, y sin desdeñarse la continuidad propia de la tradición poética, implicó transformaciones a veces bruscas o muy radicales, y, en general, la aparición de nuevas problemáticas, pero sobre todo que se entronice una nueva relación del. poeta con su circunstancia. En el terreno estrictamente literario ello se expresa a través de la preeminencia de una nueva norma o canon poético conversacional, tendencia que coincide con la de la poesía ibero y latinoamericana en general, también denominada por César Fernández Moreno como poesía de la existencia, con término acaso más esencial y abarcador. El conversacionalismo (o coloquialismo), que acaba por imponerse como norma poética a partir de 1959, tenía a su vez antecedentes en la poesía anglosajona y en la tradición poética hispanoamericana, amén de la insular, pero su desenvolvimiento en Cuba estuvo esencialmente marcado por la nueva realidad que propició la Revolución. Si durante la República había prevalecido en la poesía, implícita o explícitamente, una conciencia de imposibilidad de realización histórica, y hasta la propia poesía social sólo podía constituirse como tal a partir de un discurso que negara el curso factual de la historia, es decir, en última instancia también a través de la aceptación de que no existía una plenitud histórica, a no ser utópica o radicada en otra latitud geográfica -Orígenes mismo desarrolló su tesis de la profecía y de la encarnación futura de la poesía en la historia-, con el triunfo de la Revolución esta realidad va a invertirse. Ahora la poesía podía dar testimonio ya no de la toma de posesión del ser ni de una plenitud histórica perdida o por alcanzar, sino de la toma de posesión de un destino histórico concreto, con todo lo que ello implicaba potencialmente para el presente y el futuro. La poesía se convierte, pues, en cierto modo, en sierva de la historia, en su testimonio, en su ilustración, compartiendo, incluso, sus utopías sociales. Llegó el momento en que también se convirtió en representación de determinado discurso político. Pero la poesía mitifica siempre, por lo que no fue raro que se erigiera en vocera de mitos políticos y que terminara afirmando no ya el ser de la historia sino su deber ser.
Pero a la vez que hizo prevalecer este nuevo discurso, en esencia afirmativo, tuvo que realizar una comprensible pero acaso brusca ruptura cosmovisiva con las estéticas origenista, purista e intimista, y con otras que le fueron coetáneas, como cierta tendencia derivada de la antipoesía parriana o con la veta existencialista del efímero grupo El Puente. Acaso ninguna otra formación estilística en la historia de la lírica cubana, con la excepción de la estética neoclásica, haya sido tan excluyente de otras manifestaciones poéticas. Al afirmarse a sí misma, negó excesivamente los elementos de continuidad con la tradición anterior y no toleró la diversidad. Ello se debió, en parte, a una exagerada identificación entre la asunción de un estilo determinado y una proyección ideológica, si bien hasta 1967, aproximadamente, esta poesía conoció un gran momento de esplendor y una gran pluralidad interna. Quiero Indicar, concretamente, que tampoco ninguna otra formación estilística anterior se vio tan mediada por elementos extraliterarios como la conversacional, algo que, a la postre, terminó por afectarla a ella misma, a la vez que al proceso poético en su conjunto. Incluso ofreció la paradoja de excluir de su seno -con notables excepciones- toda manifestación autocrítrica en relación con su circunstancia, pues toda crítica sólo podía desplegarse sobre lo que no fuera ella misma. Si la poesía -con cierta idealización romántica, comprensible en un principio- era el testimonio de un ideal social colectivo, la ilustración de determinados credos políticos y/o filosóficos, entonces cualquier crítica a sí misma o desde ella terminaba convirtiéndose en una crítica a esas ideas. Paulatinamente fueron tan estrechos los caminos por los que podía transitar y, en consecuencia, tan poco profunda o compleja la realidad que pudo mostrar y tan ideal su deber ser utópico, que terminó por asfixiarse dentro de su propio discurso, el cual agotó rápidamente su capacidad para autorrenovarse creadoramente, convirtiéndose en retórica, limitando la singularidad y la diversidad, y ofreciendo un margen muy exiguo para la expresión de variantes estilísticas o de tópicos temáticos. Sus temas se hicieron recurrentes, la realidad se abordaba metafísica, parcialmente, a la vez que absolutizó la función social, comunicativa y el carácter testimonial de la poesía, que habían constituido en un inicio algunos de sus aportes más revolucionarios al proceso poético. Se debe precisar con respecto a su aparente incapacidad para revelar facetas profundas o complejas de la realidad, así como un pensamiento crítico o autocrítico, que en realidad lo que sucedió fue, amén de los límites señalados, el silenciamiento, a partir de 1971 y al menos por una década, de muchos de sus poetas mayores, interrumpiéndose artificialmente la evoIución natural del conversacionalismo, lo que no sólo afectaba puntualmente a esos poetas sino que de alguna forma mediaba a los que continuaban publicando o hacía abstenerse a otros. Ello se demostró cuando, una vez desaparecidas aquellas mediaciones externas, y las prescripciones internas del propio conversacionalismo, la poesía cubana volvió a expresarse en toda su intensidad y diversidad en la década de los años ochenta. Hay que hacer notar que nunca antes una vertiente poética había contado con tantos cultores. Una vez que la mayoría de sus principales poetas no pudieron publicar, prevaleció entonces una poesía francamente menor. Siempre ha sido en los epígonos, en los poetas menores, donde se hace más homogénea una norma, una tendencia poética. Son estos los que vuelven retórica la singularidad de los poetas mayores, porque es en aquellos donde se hacen más visibles las insuficiencias, los límites, los defectos. En última instancia ningún estilo poético es mejor o peor que otro, pero sí hay poetas y poemas mas valiosos, más dotados que otros. Es la calidad la que dice la ú!tima palabra. El conversacionalismo mostró las transformaciones revolucionarias en la realidad, creó una conciencia muy profunda de la imbricación del poeta con su circunstancia, y testimonió los dramáticos conflictos del hombre por transformarse a sí mismo y a su contexto, y realizó una crítica profunda del pasado, proyecciones que han calado muy hondo en la conciencia poética de la nación.
El conversacionalismo logró ciertamente expresar una cosmovisión diferente, pero exageró los elementos de ruptura en detrimento de las necesarias continuidad y diversidad. Su estética se orientó hacia la expresión del mundo inmanente, al que trató de dotar de una nueva trascendencia, lo que, por supuesto, no logró siempre. El tiempo ya transcurrido ha hecho ver con nitidez el idealismo legítimo que detentaba esta poesía, que se llegó a plantear, incIuso, como función, la transformación de la realidad, algo que, ciertamente, nunca ha podido ser realizado por arte alguno. Y los excesos en este sentido han conducido siempre a la subordinación de la poesía a fines que no le son inherentes y que terminan por empobrecerla. Tampoco ningún tema, por noble o altruista que sea, ha podido garantizar nunca la calidad poética. Todo ello no implica que no se escribieran poemas de calidad, ni que no se potenciaran ganancias expresivas inherentes a la tradición poética de la lengua, sobre todo en lo- concerniente a la renovación y apertura lexicales, a las conquistas de la oralidad, del habla, de cierto conversacionalismo esencial ya enraizado en lo más prohibido de la expresión poética de la contemporaneidad, sobre todo a partir del modernismo hispanoamericano, y a la recreación de zonas inéditas para la poesía. La apertura lexical, estilística en general, sí ensanchó la capacidad cognoscitiva de la poesía para expresar nuevas facetas de la realidad, sobre todo de la realidad inmanente, y fue idónea para expresar cierta veta existencial, que no existencialista, que llegó a constituirse, dentro del contexto de la poesía iberoamericana, en su cosmovisión característica -la llamada por Fernández Moreno como poesía de la existencia, o, incluso, por Fernández Retamar, como un nuevo realismo-, y buena parte de su vitalidad dependió de esta proyección filosófica inmanente. Sus mejores exponentes cubanos transitaron, cada uno con sus características particulares, por este tipo de discurso: Rolando Escardó, el último José A. Baragaño, Roberto Fernández Retamar, Fayad Jamís, Pablo Armando Fernández, Manuel Díaz Martínez, Rafael Alcides, César López, Antón Arrufat, Heberto Padilla, Domingo Alfonso, Luis Suardíaz, entre otros muchos, pertenecientes, todos, a la llamada generación del 50 o primera generación de la RevoIución, donde se encuentra, visto ya con cierta perspectiva, lo mejor del conversacionalismo -donde no puede obviarse una voz poética femenina muy importante: la de Belkis Cuza Malé.
Estos poetas, en especial Fernández Retamar, Pablo A. Fernández, C. López y Padilla, lograron, cada uno a su modo, conformar una profunda y compleja poesía de la historia. Asimismo, todos ellos, junto a otros no ortodoxamente conversacionales, como Luis Marré -en su primer libro, Los ojos en el fresco (1963)-, Francisco y Pedro de Oraá, Roberto Friol, Cleva Solís, Severo Sarduy y Mario Martínez Sobrino, son exponentes de esa llamada poesía de la existencia, a la vez que mantienen, todos, una relativa continuidad con la poesía anterior a 1959. Ya se ha indicado que poetas anteriores, como Florit, Guillén, Baquero, Piñera, Pita Rodríguez, Feijóo, Vitier, y García-Marruz, no sólo se avienen con la norma conversacional, sino que realizaron considerables aportes a la expresión de elementos sustanciales de su cosmovisión.
Félix Pita Rodríguez

Por ejemplo, con relación a esa llamada poesía de la historia, y, sobre todo, a la expresión de un pensamiento crítico, acaso no haya ejemplos más notables que la poesía de Fernández Retamar, Vitier, César López, Padilla, e, incluso, Guillermo Rodríguez Rivera y Raúl Rivero, dos poetas de la segunda generación de la Revolución.
Por otra parte, creo que las muestras incluidas en este panorama demostrarán la calidad lírica de lo mejor del conversacionalismo, a la altura de lo mejor de la poesía de la lengua. Es a lo que se le puede llamar conversacionalismo lírico, acaso Io más perdurable, poéticamente, de este movimiento, más allá del valor singular e integral de sus poetas mayores. Después de estas reflexiones, vale preguntarse: ¿dónde está el libro, el estudio profundo que reclama esta generación? El primer intento en este sentido se debe a Virgilio López Lemus, con su Palabras del trasfondo, pero el tiempo transcurrido y la complejidad de este movimiento enarcan la necesidad de nuevos asedios y replanteos.
El conversacionalismo se desenvolvió en tres etapas: el de la ya mencionada primera generación de la Revolución o, también, generación de los años 50; la reacción coloquialista, o incluso antipoética y prosaísta, de los poetas de la segunda generación de la Revolución, también conocida por un segmento suyo como los poetas de la primera época de El Caimán Barbudo, donde se expresan los ya aludidos Rivero y Rodríguez Riveras, y Víctor Casaus, pero, sobre todo, Luis Rogelio Nogueras, uno de los poetas más sobresalientes del conversacionalismo, acaso el que lo dotó de su necesaria parte lúdicra, imaginativa, propiamente literaria; a su zaga ha escrito posteriormente excelentes poemas José Pérez Olivares. En esta segunda generación se expresan también poetas de la calidad lírica de Nancy Morejón, Miguel Barnet, el último Waldo Leyva y Excilia Saldaña, dentro de la expresión conversacional, y ya con cierta marginalidad con relación al conversacionalismo ortodoxo, Lina de Feria -sobre todo en su última etapa- y Delfín Prats. Perteneciente a esta generación, y aunque publica toda su obra fuera de Cuba, sobresale la poesía de José Kozer, uno de los mejores poetas de la segunda mitad del siglo, quien transita, en sus primeros libros, por el conversacionalismo lírico, aunque desbordó posteriormente esa filiación. Otro notable poeta, prematuramente fallecido fuera de Cuba, es Amando Fernández, como también lo es Magaly Alabau, para este crítico acaso los tres poetas, nacidos a partir de 1940, más importantes de la poesía cubana escrita fuera de la isla, sin desdeñar otros, algunos de ellos también incluidos en este panorama. Otros poetas de esta generación, que escriben su obra fuera de Cuba, pero que no se adscriben al conversacionalismo, son Octavio Armand -en la estela vanguardista de García Vega- y Rafael Catalá -con su ciencia ficción poética. Dentro de esa segunda generación, pero ilustrando la tercera y última etapa del canon conversacional -la mayoría poetas nacidos a partir de 1950-, aparece la llamada segunda etapa de El Caimán Barbudo o reacción anticoloquialista y con cierto regreso al conversacionalismo lírico, que incluye, en general, a poetas como José Pérez Olivares, Luis Lorente, Aramís Quintero, Rogelio Fabio Hurtado, Reina María Rodríguez, Marilyn Bobes, Alex Fleites, Norberto Codina, Víctor Rodríguez Núñez, León de la Hoz, Soleida Ríos, Carlos Martí, Alejandro Fonseca, Ángel Escobar, entre otros, y, en sus postrimerías, a Ramón Fernández Larrea. Fuera de Cuba sobresalen Jesús J. Barquet, Reinaldo García Ramos, Esteban Luis Cárdenas, Carlota Caufield, Lourdes Gil, Iraida Iturralde, Maya Islas, Alina Galliano, los ya fallecidos Roberto Valero y Jorge Oliva, entre otros muchos. Pero en esta segunda generación se manifiestan también poetas más francamente alejados del discurso hegemónico, como es el caso, arquetípico por muchas razones, de Raúl Hernández Novás, pero también de Emilio de Armas, Jorge Ygle sias, Efraín Rodríguez, Raquel Carrió, Lourdes Rensoli, Jorge Luis Arcos y Roberto Méndez. Estos poetas, junto a otros que en su últimos libros rebasan su primera zona conversacional como R M. Rodríguez y Escobar, parecen volver, con sus nuevas voces y modos, a la tradición poética cubana anterior a 1959 -o expresada con posterioridad en poetas marginales del conversacionalismo ortodoxo como F. De Oraá, R. Friol, C. Solís, M. Martínez Sobrino, J. Kozer, Lina de Feria, y D. Prats-, aunque incorporando todos zonas expresivas del conversacionalismo, sobre todo de su vertiente más lírica, y nuevas facetas de la contemporaneidad, incluso contaminados con la poesía más reciente, portadora de otra cosmovisión. Asimismo, es conveniente señalar que poetas como Fernández Retamar, P. A. Fernández, C. López, L. Marré, R. Alcides, Armando Álvarez Bravo, Manuel Díaz Martínez, A. Arrufat y Domingo Alfonso han revitalizado sus universos líricos, demostrando su capacidad para renovarse creadoramente. Otros poetas mayores, como Florit, Baquero, García Vega, Vitier, Diego y García-Marruz continuaron publicando obras de alta calidad. No puede dejarse de mencionar la justa revalorización de la poesía de D. M. Loynaz acaecida en las dos últimas décadas del siglo. O la sorpresa de una poesía en la mejor tradición del intimismo lírico por parte de J. Orta Ruiz.
Pero de todos aquellos poetas -me refiero a los de la segunda generación de la Revolución-, el mayor, el más revolucionario, y uno de los más importantes de la poesía cubana contemporánea, fue Raúl Hernández Novás, quien se convierte en un poeta síntesis de disímiles vertientes poéticas. Asimila creadoramente lo mejor, expresiv-amente, del conversacionalismo; acentúa la veta existencial; incluso asume características francamente neorrománticas; o propias del purismo; a la vez que explaya un discurso mitopoético y un trascendentalismo afines con el origenismo; así como se nutre de motivos gratos a la poesía pura; y desenvuelve una poesía de intenso simbolismo y densidad tropológica; y no le es ajeno el poema de contenido social, algunos de ellos de los mejores dentro de esta tendencia en nuestra lírica. Ensaya facetas experimentales como la intertextualidad fílmica, musical y literaria, a la vez que se hace portador de un intenso pensamiento poético de hondo trasfondo filosófico. Diríase que retoma la poesía en el punto en que la dejó la tradición poética que culmina en Orígenes y la adecua a las conquistas expresivas de su tiempo. Inclusive participa de cierta revalorización de la tradición clasicista y ensaya sobre todo el soneto y otras variantes tradicionales. Pero donde se refuerza su irrupción es en los profundos aportes de su cosmovisión creadora, sustentada en una cosmovisión profundamente materialista y dialéctica de la realidad. Sólo otros tres poetas pueden aproximársele, cada uno con sus modos particulares: Kozer, Escobar y Reina M. Rodríguez, los dos últimos en sus libros más recientes.
Desde entonces -ya en la década de los años 80- comenzará a manifestarse la ruptura con el conversacionalismo como canon poético predominante, casi exclusivo, que coincidió con su agotamiento cosmovisivo, con el cansancio de sus formas retóricas, en cierto sentido víctima de sus propios límites -tanto internos como externos, como ya se precisó-, pues los límites constituyen en un momento dado la garantía de la existencia de una determinada norma poética, pero llega un momento en que se convierten en exponentes de sus carencias e insuficiencias. Es en dicha década cuando puede apreciarse el cambio, cuando coinciden, de nuevo, dentro de una gran diversidad, todas las tendencias y voces poéticas ya comentadas, a la vez que empieza a conocerse mejor la poesía cubana escrita fuera de Cuba. De esta manera, el género rey de las letras cubanas ha vuelto a recuperar en este fin de siglo todo su esplendor.
En este final de siglo, y a partir de la segunda mitad de la década de los años 80, se está asistiendo a la aparición de una suerte de postconversacionalismo -denominación que se emplea cautelosamente a falta de una calificación mejor-, o, acaso, de la paulatina consolidación de una nueva norma poética, caracterizable en algunos de sus rasgos más visibles. Hay que indicar enseguida que algunos poetas de la tercera etapa conversacional han transitado radicalmente hacia esta nueva tendencia poética, como es el caso de Escobar, R. M. Rodríguez, S. Ríos y Marilyn Bobes. Lo mismo sucede, por ejemplo, con la última poesía de L. Gil. Otros, como Kozer, Lina de Feria, M. Alabau, D. Prats, R. Carrió, E. Rodríguez, J. L. Arcos y Roberto Méndez se avienen naturalmente con ella, y un poeta tan proteico como Hernández Novás se convierte en un antecedente ineludible de esta nueva poesía, sobre todo en lo que atañe a su rasgo general más diferenciador: el cambio cosmovisivo, amén de los acaecidos en la practica escritural, estilística, más variados, también más indefinidos y más difíciles aún de caracterizar. Por un lado, hay poetas que comienzan a subvertir la cosmovisión del conversacionalismo desde dentro, es decir, a partir de sus mismos recursos estilísticos, y son exponentes entonces de una suerte de reverso del conversacionalismo: es el caso paradigmático de un poeta como Fernández Larrea, quien tensa al máximo ese lenguaje y empieza a subvertir algunos de los pilares de su cosmovisión. Más recientemente, poetas como Antonio José Ponte y Emilio García Montiel, desde una suerte de conversacionalismo lírico, expresan también ese reverso profundo, desmistificador, corriente a la que se suman, por ejemplo, desde un evidente cambio cosmovisivo, Alberto Rodríguez Tosca, Víctor Fowler, Damaris Calderón, María Elena Hernández, Almelio Calderón, Sigfredo Ariel, Juan Carlos Flores, Alessandra Molina. Este es el grupo mayoritario -de ahí la denominación de poesía postconversacional. Otros han ido más lejos y añaden a la subversión ideológica, la estilística: Carlos A. Alfonso, Omar Pérez, Rolando Sánchez Mejías, C. A. Aguilera, Ricardo A. Pérez -la enorme extensión de sus textos más característicos, impidió incluir a estos dos últimos poetas en este panorama-, Rito Ramón Aroche, Caridad Atencio, Pedro Marqués de Armas, Ismael González Castañer, Rogelio Saunders. Otros parten de un universo expresivo sencillamente diferente, con raíces en vertientes estilísticas de filiación origenista, en la estela de un D. Prats y un R. Méndez: Heriberto Hernández, Pedro Llanes. Otras voces, muy singulares, nos llegan desde fuera de Cuba, como es el caso, por ejemplo, de Ruth Behar, con su libro, aún inédito, Cuarenta poemas sin nombre y un deseo para el año que viene, inspirado en Dulce María Loynaz.
En otro texto he aventurado una descripción de esta nueva hornada de poetas -¿Otro mapa del país? Reflexión sobre la nueva poesía cubana. Aquí me limitaré a enunciar algunas de sus proyecciones generales. Se asiste, dentro de la reacción postconversacional, a la expresión de un reverso profundo desde un pensamiento eminentemente crítico, también dable de sustentar desde disímiles y abigarradas perspectivas posmodernas, donde suele emerger un hondo escepticismo frente a la historia y los mitos -grandes relatos de la modernidad- filosóficos, políticos, sociales, económicos, ya universales, ya nacionales. Sucede una revisión profunda o una relectura de la historia, ya no desde una perspectiva escuetamente nacional, como fue típico de una zona de la poesía conversacional cubana, e incluso hispanoamericana, sino desde una perspectiva más universal y asumiendo un espectro tanto macro como microtextual. En este sentido cabe hablar de una muy posmoderna preeminencia del fragmento por sobre cualquier sistema, de lo lógico por sobre lo histórico, de lo lírico -como actitud- por sobre lo épico, y de lo antropológico por sobre lo existencial. La llamada poesía de la existencia se ve sustituida por una poesía del ser. Sucede un acendramiento filosófico y se articula un nuevo discurso ético y hasta una nueva actitud hacia la política. Se desconfía de cierta sentimentalidad, de cierta sensualidad, porque se desconfia de la mirada inmanente, fenoménica, existencial, aparencial, en fin, testimonial, para dar paso a un discurso ya esencialista, incluso trascendentalista, pero sin la tiranía de un pensamiento determinado, sino más bien desde un relativismo radical -una suerte de principio de incertidumbre- y desde disímiles poéticas particulares. En este sentido puede hablarse también de un entusiasmo, una alegría creadora multifacética, una fragmentación asumida como plenitud: un caos del ser. Y todo ello apuntando hacia una preocupación cosmovisiva.
Asimismo, la preocupación ontológica y/o social por lo cubano, aunque con diferente expresión, tanto con respecto a las poéticas origenistas como a las presentes en el conversacionalismo, continua siendo una obsesión en muchos poetas que vuelven a plantearse el problema de la insularidad -del viaje, del puente. O la insularidad como intemperie, desamparo ontológicos. La insularidad como marginalidad, o singularidad. Es decir, una suerte de invasión del mito utópico o del imaginario de las islas. Muy importante es la apertura universalista de esta poesía, que contrasta con cierta compartimentación de zonas culturales y/o políticas propias del conversacionalismo, y es significativa la irrupción de disímiles ámbitos culturales y una apertura hacia variadas fuentes de pensamiento, algunas sin precedentes en nuestra tradición lírica. Una zona de esta poesía, en típico gesto de ascendencia vanguardista, acentúa la experimentación formal y reclama nuevos códigos de comunicación con el receptor, donde también supone una profunda transformación.
Una parte importante de esta nueva poesía, siguiendo acaso una lección profundamente origenista (el ethos implícito en el gesto creador, la fidelidad a la escritura, la certidumbre en la potencialidad cognoscitiva de la poesía como una forma irreductible de conocimiento de la realidad, así como la capacidad de resistencia desde la poesía frente a una circunstancia hostil) y otra de la poesía conversacional (la posibilidad de desplegar un discurso político, en este caso implícito pero no menos profundo y funcional), trata de desviarse ya no sólo del conversacionalismo venido a menos, sino del enorme peso de la herencia origenista, en saludable apertura creadora hacia un confín poético desconocido.

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