El
western spaghetti
Sumario:
1. Érase una vez el cine de Sergio Leone
2. Los demás autores
1. Érase una vez el cine de Sergio Leone
“Ford era un optimista. Yo soy un pesimista. Los personajes de Ford, cuando abren una ventana, siempre miran más allá, hacia un horizonte lleno de esperanza; en cambio, los míos, cuando abren la ventana, siempre tienen miedo de recibir una bala entre los ojos”: son palabras de
Sergio Leone, el que – bajo el pseudónimo inglés de Bob Robertson - en 1964 inventó el llamado “spaghetti-western”, con “Por un puñado de dólares (Per un pugno di
dollari)", Precedido por los alemanes que rodaron en Yugoslavia las logradas versiones de unas novelas de Karl May (“La pista del lago de plata” (Il tesoro del lago d’argento) y “La valle dei lunghi coltelli”), el “melenas” italiano demostró desde el primer momento que poseía unas características especiales, que le convirtieron en un fenómeno nuevo y difícil de clasificar.
Ya al escribir la crítica de la primera película de este género, Tullio Kezich encontró en la misma “algo excesivo, que denuncia su no pertenencia a una corriente original... masacres a lo Salgari, torturas sádicas, sangre por doquier”; y señalaba que ya no se detecta ningún “vínculo... con los mitos de la justicia, la fantasía y la libertad, tan vivos en el western clásico”.
En efecto, precisamente en todo esto un país todavía joven había encontrado el caldo de cultivo adecuado para hacer una elegía de la Frontera, para autocelebrar su fundación bajo el signo encomiástico del heroísmo (de las masacres de los indios se habló sólo más tarde con la llegada del “nuevo Hollywood”).
Arrancado de su tierra de origen, el western debe necesariamente expresar coordenadas culturales distintas y, en parte, también responder a las necesidades de una mayor veracidad, exigida por un público mucho más avispado. Al héroe anómalo de Leone - que volveremos a encontrar con pocas variaciones en la siguiente “La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più)" (1965) y en la pícara “El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto e il cattivo)" (1966) – le faltan los rasgos de caballerosidad de la tradición: no lucha empujado por grandes aspiraciones, toda mujer le resulta indiferente y sus ideales se resumen prosaicamente en el dólar que destaca ya en los créditos. Las películas western italianas, habitadas más bien por máscaras, en lugar de personajes, que se mueven en escenarios oscuros y oníricos sin los espacios abiertos de antaño, están atravesadas por un penetrante instinto de muerte: los “colt” desgranan sin cesar su rosario fúnebre, los cadáveres incluso se apilan, el panorama se transmuta en “un cementerio cuya superficie el ojo humano no alcanza a medir y cuyas fronteras van casi más allá de la línea del horizonte, donde el espacio está marcado por un número indefinido de cruces” (G. P. Brunetta).
Con el auxilio de un montaje nervioso - que alterna elipsis con rápidas aceleraciones, el hieratismo de los gestos y la puesta en evidencia de los detalles - y de las innovadoras bandas sonoras de
Ennio Morricone (en las que, creativamente, se conjuga la música sacra con las sonoridades del jazz), el director romano creó un lenguaje totalmente inédito y un estilo que se fue haciendo cada vez más refinado, igual que se fue consolidando su vena narrativa: en efecto, después de la trilogía del dólar rodó el retrato de una época “Hasta que llegó su hora (C’era una volta il West)" (1968), en la que narraba su propia versión del nacimiento de un país, y “Agáchate, maldito
(Giù la testa)" (1971), en la que pagó el tributo inevitable a los mitos revolucionarios de entonces (la película empieza con una cita de Mao).
2.
Los demás autores
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