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Palabras pronunciadas en la LVII cena anual de la Fundación Alfred E. SmithSecretary Colin L. Powell New York City 17 de octubre de 2002 Muchas gracias, señoras y señores, y gracias a ti, Al, por tu generosa presentación. Eminentísimo Señor Cardenal Egan, Eminentísimo Señor Tim Russert (risas), Eminentísimo Señor Tom Brokaw (risas). Hay que decir que sé cómo dar coba los domingos. Yo sé lo que estoy haciendo aquí (risas). Gobernador Pataki, Alcalde Bloomberg, Senador Schumer, y esperamos que la Senadora Clinton ya se ha reunido con nosotros (aplausos). Distinguidos invitados, buenas noches.
Es para mi una satisfacción, una gran satisfacción, haber sido invitado a hablar en esta LVII cena anual de la Fundación Albert E. Smith. Me complace especialmente tener a mi lado esta noche a mi querida esposa, que desde hace 40 años comparte mi vida, Alma Powell (aplausos). No he podido dejar de observar, al repasar la historia de esta cena, que soy el primer Secretario de Estado que ustedes han tenido aquí en cerca de 30 años. El último fue Henry Kissinger, en 1974, lo que probablemente explica por qué lo han aplazado otros treinta (risas). No, no he querido decir nada con eso. De hecho, Henry es una gran estadista a la antigua usanza, es un querido amigo, un mentor fabuloso. Cuando me enteré de esta cena le llamé para pedirle consejo y me dijo sencillamente “Colin, no tienes más que ser humilde, a mí siempre me ha funcionado” (risas). En realidad, la razón por la que soy su conferenciante esta noche es porque Al y el buen Cardenal pidieron a Karl Rove, el consejero político del Presidente, (risas) – todos ustedes conocen al General Rove (risas), le pidieron a Karl Rove que buscara un conferenciante, y yo estaba encantado, sumamente encantado de aceptar. Ahora, hace dos días, el martes, y ésta es una historia verídica, se lo aseguro – me dirigía a la Oval Office para ver al Presidente Bush y Karl Rove iba en la misma dirección. Así es que le paré y le dije: “Karl, me has metido en una buena con esta cena de Albert E. Smith. Es todo un acontecimiento”. Y Karl dice “Sí, me han estado llamando de todo el país para decirme que has tenido una actuación espléndida. Eres maravilloso” (risas). Karl está esta noche en New Jersey, en alguna parte. No sé lo que está haciendo (risas). Me complace tanto ver a tantos distinguidos invitados en el estrado. Siento que uno de mis buenos amigos, el Secretario General de las Naciones Unidas, General Koffi Annan, todavía no ha llegado. No tardará mucho. Acabo de verle fuera preparándose para remolcar el automóvil de Mike Bloomberg (risas). Yo soy el Secretario de Estado de los Estados Unidos. Tengo muchas cosas de qué preocuparme. Y una mañana, me encuentro en el teléfono con Mike Bloomberg, discutiendo sobre los automóviles de los diplomáticos (risas). “Colin, me deben 21 millones de dólares en multas atrasadas”. Yo le digo, “Mike, ¡por favor! Escríbete un cheque a tí mismo. Puedes permitírtelo” (risas y aplausos). Tantas personas distinguidas aquí esa noche, sí (risas). Tanto material, tan poco tiempo (risas). El Fiscal General de Nueva York Eliot Spitzer está hoy aquí con nosotros (risas). Eliot está en el estrado porque no hemos podido sentarle en una mesa corporativa (risas y aplausos). Está abriendo un estudio de baile Arthur Murray para enseñar el “desfile de los reos” a todo el que necesite aprenderlo (risas). Pero como ésta es temporada de elecciones en la zona metropolitana, y yo soy el Secretario de Estado, he tenido mucho cuidado de no mezclarme en políticas partidistas. Pero, ya saben ustedes, es temporada de elecciones no sólo aquí en los Estados Unidos, sino en todo el mundo. Se están celebrando elecciones en Brasil, en Alemania, en Bosnia. Incluso tuvieron una elección en Iraq esta semana (risas). Saddam Hussein ganó – (risas)– con 99.999% del voto. Y Saddam Hussein le preguntó a su primer ministro. “¿Qué pasa con el resto?” (risas). El primer ministro respondió “Líder supremo, ¿qué más puedes desear?” “¡Sus nombres!” (risas). En Bagdad no tienen papeletas de voto con lengüetas colgantes, sólo tienen colgamientos (risas). Como ustedes saben, la otra razón por la que estoy aquí es porque es la temporada política y estaban buscando a alguien que no provocase roces con unos u otros, así es que llamaron a la Casa Blanca y dijeron “Tiene que haber alguien en su administración que sea justamente lo que necesitamos para lo que estamos planeando para esta noche, ¿por qué no nos mandan a alguno de sus moderados? (risas). Pues, aquí me tienen (aplausos). Tengo esta reputación de ser ese moderado. No estoy seguro de saber por qué. Mi color favorito es el caqui (risas). Me gusta la carne a medio hacer (risas). Alguien me dijo el otro día “En una escala de uno a diez, ¿qué moderado eres?” “ Cinco”, le dije (risas). Pero debido a que tengo esta reputación de moderado, continuamente me dan golpes por todas partes y después de algún tiempo puede ser un poco debilitante recibir golpes por la derecha, golpes por la izquierda. De hecho, me estaba sintiendo un poco deprimido el otro día y fui a la Oval Office y me estaba lamentando con el Presidente, los dos solos en su despacho. Le dije Señor Presidente, no sé cómo llevar esto. Es tan difícil. El New York Times quiere que dimita, el Washington Post quiere que usted me despida” (risas). Y él me dijo “Colin. Ahí es exactamente donde quiero que estés” (risas y aplausos). Lo que quiero decirles es que, como alguien que se crió en las calles de Nueva York, es para mí un gran privilegio tomar parte en esta famosa reunión en honor de uno de los hijos predilectos de Nueva York, Alfred Emanuel Smith . Es un honor aun mayor estar asociado con la espléndida labor que está realizando a diario la Fundación Alfred E. Smith por el pueblo de mi ciudad natal, mi estado natal. Mientras vivió Al Smith, el último de los hijos de Dios sabía que nunca estaría completamente solo. Y hasta el día de hoy, largos años después de haberse reunido con su Creador, gracias a las múltiples actividades de la Fundación, los pobres, los enfermos, los marginados de Nueva York saben que todavía pueden contar con Al Smith como amigo leal. Monseñor Murray, usted ha dado tantos años de servicio a esta ciudad, y yo me uno a los demás aquí presentes para rendirle homenaje por su labor (aplausos). Aunque nunca le conocí, siempre he sentido una afinidad especial con Al Smith. Para Al Smith y para mí, la estrella polar eran nuestros padres y nuestra iglesia parroquial. Ambos somos hijos de padres obreros que tenían poco más que un deseo de trabajar y un ideal, el ideal americano, y nosotros, sus hijos, lo hemos vivido. Al Smith se crió en la Battery. Yo vengo del Bronx. De niños, ambos conocíamos cada pulgada de nuestro barrio. Nuestro mundo cotidiano estaba poblado por el conjunto más fabuloso de nacionalidades y olores y religiones y culturas y personajes maravillosos; un mundo que llevaremos con nosotros el resto de nuestra vida, por muy lejos que nos lleven nuestros viajes, por muy alto que ascendamos y por muy refinada que sea la sociedad que frecuentemos. En la Convención democrática de 1924, en el discurso en el que nombraba a Al Smith candidato a la presidencia de los Estados Unidos, Franklin Roosevelt le llamó “El guerrero feliz”, en referencia a un poema de Wordsworth, que entonces podía recitar cualquier alumno de escuela. Yo he sido un guerrero la mayor parte de mi vida. Pero es al “Guerrero feliz” de Al Smith y del poema de Wordsworth al que más admiro. Las primeras estrofas del poema dicen así: ¿Quién es el guerrero feliz? ¿Quién es él que cada hombre en armas debería desear ser? Es el espíritu generoso que, enfrentado a las tareas de la vida real, ha ejecutado el plan que en su niñez había soñado…” Lo mismo que Al Smith, mi corazón, mi mente y mi alma misma se forjaron en mi mocedad, en las calles de Nueva York. Y hasta el día de hoy siento este poderoso tirón que me arrastra hacia mi ciudad natal. Ahora, cuando vuelvo a casa, llego a LaGuardia en un Gulfstream, me recoge una berlina con una escolta de policía, cruzamos el puente Tri Boro y enfilamos la FDR Drive en dirección a las Naciones Unidas o tal vez aquí, al Waldorf. Es una sensación abrumadora, si pienso en los días en que hacía ese mismo recorrido con medio galón de gasolina y mi última moneda de 25 centavos para el peaje. Pero incluso ahora, mientras bajamos velozmente por la FDR Drive, instintivamente vuelvo la cabeza a la izquierda y miro por la ventanilla al otro lado del río, hasta que mis ojos dan con el cartel de Pepsi Cola, en la planta embotelladora de Long Island City. El tiempo da marcha atrás y una vez más soy un mozo de 17 años que limpia el suelo de esa planta, que limpia la Pepsi Cola derramada. Trabajar de mozo es lo que los muchachos negros hacían en la fábrica en aquellos días. De ninguna manera podía imaginarme lo que me reservaba el futuro. Los periodistas que me entrevistan siempre me preguntan si, cuando era un chiquillo negro en Nueva York, soñé alguna vez que llegaría a ser Jefe del Estado Mayor Conjunto o Secretario de Estado. Y yo siempre sonrío y les respondo, “Sí claro, yo estaba…” (risas y aplausos) “yo estaba allí de pie en la esquina de la calle 163 y el Southern Boulevard viendo pasar los tranvías, mientras decía, ‘¿Sabes?, creo que cuando sea mayor voy a ser Secretario de Estado” (risas). Pero así fue, y Nueva York lo hizo posible (aplausos). El mes pasado, visité mi escuela secundaria, Morris High, en el Bronx. El Gobernador Pataki nos concedió a Rudy Giuliani y a mí la medalla Jackie Robinson Empire State Freedom. Les hablé un poco a los estudiantes de mis años en Morris. Les dije que había llegado allí de la escuela pública 52 y la escuela pública 39. Mientras les estaba diciendo esto –y George puede atestiguarlo --, un muchacho de los que allí estaban gritó , “¡Ni hablar, hombre, ni hablar!”. Yo le dije, “Pues, sí, es verdad. De allí vine” (risas). Entonces les dije que fui al City College de Nueva York. Y al graduarme – cuatro años y medio después—( risas) , ingresé directamente en el ejército, con un gran suspiro de alivio por parte de la facultad del City College (risas). Por supuesto, ahora me reciben con los brazos abiertos en las campañas para recaudar fondos, como un Gran Hijo del City College de Nueva York (risas y aplausos). Les dije a esos muchachos que se deben sentir orgullosos de vivir en una ciudad y en un estado donde los ciudadanos se interesan en la educación de sus jóvenes. Yo soy sólo un ejemplo, pero hay millones –¡hay tantos aquí esta noche!–. Yo hice todo el recorrido de la escuela elemental a la universidad sin pagar un centavo, porque los ciudadanos de Nueva York creían en mí, lo mismo que creen ahora en esos jóvenes estudiantes de la Morris High School (aplausos). Y yo estoy aquí esta noche gracias a mis conciudadanos de hace tanto tiempo. El mismo espíritu cívico generoso que hizo posible mi educación y mi éxito animó la vida y el trabajo de Al Smith. Y hasta el día de hoy, le da a esta exuberante metrópolis multicultural la sensación de ser una pequeña ciudad. Y ese espíritu es especialmente fuerte en tiempos de crisis. Al Smith y sus conciudadanos de Nueva York lo sintieron y lo vieron en 1911, cuando presenciaron la tragedia del incendio del Triangle Shirtwaist. Aquello quedó grabado en la conciencia social de Al Smith y le llevó a erigirse en paladín de una serie de medidas innovadoras para proteger a los trabajadores. Alrededor de 150 mujeres jóvenes perecieron en aquella conflagración, la conflagración que arrasó la fábrica en la que trabajaban en condiciones espantosas. Muchas de ella se arrojaron por las ventanas antes de ser consumidas por el fuego. Hemos presenciado horrores similares el 11 de septiembre de 2001. Ese día, todos los neoyorquinos, nuestro país entero y todo el mundo, sintieron y vieron el alma radiante de esta ciudad. Vimos el heroísmo frente al horror, la compasión frente a la crueldad. Vimos a hombres y mujeres ordinarios realizar actos extraordinarios de coraje, sin consideraciones de color o credo o país de origen, Vimos a gentes de todas clases y condiciones posibles acercarse unos a otros para ofrecer compasión y consuelo. En estos actos transcendentes de humanidad, una y otra vez recordaba, mientras contemplaba, mientras todos vivíamos esto, a mi antigua vecindad en el Bronx, al vecino ayudando al vecino en tiempos de apuros, en tiempos del más profundo dolor. La respuesta de los Estados Unidos al 11 de septiembre es un testimonio poderoso de la hombría de bien y el sentido de justicia del pueblo norteamericano. Los norteamericanos, por una mayoría abrumadora, se negaron a hacer de ningún pueblo o de ninguna creencia o etnia determinadas el chivo expiatorio de esta tragedia. Y para su crédito eterno, el Presidente Bush, el gobernador Pataki, alcalde Giuliani , todas las demás autoridades municipales y estatales y las autoridades de todo el país resistieron el impulso de blandir el látigo en una rabia ciega. En vez de eso, todos nuestros líderes se unieron para asegurar que nuestro país no se desviara de la senda de la justicia. Sí, sucedió en América, pero fue un crimen contra el mundo. Ciudadanos de 90 países perdieron la vida en el World Trade Center aquel día. Y en todo el mundo, un reguero de gentes de buena voluntad se dirigió a nuestras embajadas para dejar flores, dejar tarjetas, para presentar sus respetos, ofrecer su apoyo, mostrar su solidaridad con nosotros. Las naciones civilizadas del mundo reconocieron a los terroristas por lo que son: criminales internacionales, no víctimas de la pobreza, no víctimas de ningún otro problema; eran criminales internacionales, asesinos de los que es preciso ocuparse. Nada más y nada menos. Y nos ocuparemos de ellos (aplausos). El pasado mes de octubre, poco después de los ataques, mi buen amigo el Vicepresidente Cheney fue invitado a dar una charla en su LVI cena. Expresó con elocuencia la firme determinación del Presidente Bush de organizar una gran coalición mundial para erradicar el crimen del terrorismo en todo el mundo. Ha pasado un año. Las estaciones se han sucedido unas a otras. La gran familia extensa de Nueva York se está resarciendo de sus heridas. La montaña de vigas retorcidas, cristales rotos y escombros de hormigón se ha retirado laboriosamente del World Trade Center, ahora terreno sagrado para los seres queridos de cerca de 3.000 personas que perecieron en él. El Pentágono se ha reconstruido. La naturaleza ha empezado a cubrir las cicatrices de aquel campo de Pennsylvania. Y Nueva York y nuestro país han surgido del horror y del dolor más fuertes que nunca, con una espina dorsal de acero y el corazón de un león. ¿Sabían de qué estamos hechos? ¿Creían realmente que iban a quebrantar nuestro espíritu? ¡Jamás, jamás, jamás! Somos más fuertes que nunca. (aplausos). La coalición internacional que el Presidente Bush ha organizado y dirige ha liberado al pueblo de Afganistán de la doble tiranía de al-Qaida y el Talibán Hoy, Afganistán tiene un nuevo gobierno, el más ampliamente representativo de la historia de aquel país. La comunidad mundial está uniéndose para ayudar al Presidente Karzai a atender a las necesidades de su pueblo. Dos millones de refugiados –imagínense eso – en los últimos nueve meses, aproximadamente; dos millones de afganos han regresado a su país gracias a lo que hemos hecho allí. Niños y niñas han vuelto a la escuela. Las mujeres, que hace un año eran prisioneras en su hogar, ejercen ahora sus profesiones de jueces, educadoras, periodistas de radio o televisión, economistas, empresarias, ministras del gobierno (aplausos). Por primera vez en más de veinte años, hombres y mujeres de Afganistán pueden mirar al futuro con esperanza. Sí, hay peligros a lo largo del camino. Nuestras tropas estarán allí hasta que estos peligros hayan pasado y hasta que la situación se estabilice. Pero hemos contraído un compromiso solemne con el pueblo afgano. No los abandonaremos. No los defraudaremos. Estaremos el tiempo necesario en Afganistán (aplausos). Y cada día, en todo el mundo, vamos a hacerles a los terroristas más difícil, más difícil cada día, financiar sus operaciones, moverse, encontrar santuario. Gracias a la labor internacional concertada, cada día, en algún lugar del mundo, un terrorista es arrestado, sus células son desarticuladas, sus corrientes de fondos vitales cortadas, sus planes desbaratados y sus ataques frustrados. Pero sabemos que mucho después de que el vacío que quedó en el panorama de Nueva York se haya llenado con un monumento apropiado, Estados Unidos y sus socios en la coalición tendrán que mantener su vigilancia y resolución contra el terrorismo. El asesinato del valeroso infante de marina norteamericano en Kuwait la semana pasada y los trágicos ataques en Bali, Indonesia, nos recuerdan de los peligros que acechan. El 11 de septiembre nos ha demostrado que las amenazas que se ciernen sobre lugares distantes, como Afganistán o Corea del Norte o Iraq, pueden plantear peligros muy reales y presentes. Y en una era en que los terroristas y los tiranos tratan por todos los medios de adquirir armas de destrucción en gran escala, tendremos que hacer todo lo que esté en nuestras manos para enfrentarnos a ellos decisivamente antes de que se produzca una catástrofe. No podemos permitir, y no permitiremos a los terroristas adquirir armas de destrucción en gran escala (aplausos). Ahora hemos entablado un gran debate sobre Iraq, Iraq, un país que es un estado patrocinador del terrorismo y que posee armas de destrucción en gran escala. Es una combinación nefasta. El Presidente vino a Nueva York y compareció ante las Naciones Unidas el 12 de septiembre, el día siguiente al aniversario del 9 de septiembre, y expuso el caso. Recordó al mundo que Saddam Hussein ya ha usado armas de destrucción en gran escala contra sus propios ciudadanos y contra sus vecinos. Saddam Hussein no ha renunciado a estas armas ni a su intención de adquirir más armas, incluso nucleares. El 12 de septiembre, el Presidente presentó aquí una acusación irrebatible contra la flagrante violación por Saddam Hussein de cada una de las 16 resoluciones de las Naciones Unidas. El Presidente también describió el historial de amenazas de Saddam Hussein a sus vecinos y de represión de sus propios ciudadanos. Durante 18 años ha actuado impunemente. Estamos decididos, de una vez para siempre, a impedir que siga actuando impunemente. El Presidente vino a las Naciones Unidas no a hacer una declaración de guerra, sino a hacer una declaración de intención. Vino a instar a las Naciones Unidas a adoptar medidas para poner coto al flagrante desprecio de Saddam Hussein por la solemne autoridad de las Naciones Unidas. También describió lo que se puede hacer para desarmar a Iraq sin recurrir a la guerra. Necesitamos una nueva resolución firme que envíe de nuevo a los inspectores, con la autoridad de hacer su trabajo y desarmar a Iraq. Y no es a Iraq a quien incumbe dictar las condiciones a las Naciones Unidas, sino que es a las Naciones Unidas a quien incumbe dictar las condiciones a Iraq (aplausos). La verdad, sin embargo, es, sencillamente, que los inspectores no podrán hacer su trabajo a menos que Iraq coopere. Esta vez, Iraq debe hacer atenerse a las consecuencias de su continua falta de intención de desarmarse. La semana pasada, el Congreso de los Estados Unidos aprobó una firme resolución por la que se autoriza al Presidente a imponer estas consecuencias. En la resolución se apoya y alienta la acción dentro de las Naciones Unidas. No obstante, se reconoce que el mundo se enfrenta a un peligro real y presente y si las Naciones Unidas no actúan, los Estados Unidos, junto con otros países, países dispuestos a ello, debe actuar, y actuaremos (aplausos). También sé que Iraq no tendrá un solo defensor entre el círculo de países civilizados. Ni uno solo. Tampoco es probable que Saddam y su régimen tengan muchos defensores entre su propio pueblo. Como ha dicho el Presidente Bush, nuestro objetivo en la guerra contra el terrorismo y al enfrentarnos con Iraq, no es sólo un mundo más seguro, sino también un mundo mejor. Nuestro objetivo no es sólo liberar al pueblo del miedo, sino hacer que nazca de nuevo la esperanza. En los difíciles meses que nos esperan, los hombres y las mujeres que trabajan bajo mi dirección en el Departamento de Estado estarán orgullosos de hacer su parte. Como Secretario de Estado, tengo que mirar al mundo con objetividad. Mucho de lo que veo es perturbador, pero también veo mucho que es alentador. Veo naciones que se unen como nunca se han unido jamás, para hacer frente a los terroristas y a los responsables de la proliferación de armas. Veo un creciente esfuerzo mundial para poner freno a la propagación del VIH/SIDA y extender una mano compasiva a los hombres, mujeres y niños que viven con la enfermedad. Veo a líderes que tratan de superar las hostilidades del pasado y unen sus esfuerzos para resolver conflictos regionales, como estamos haciendo ahora con Rusia y China en sus regiones respectivas. Veo la democracia arraigar en cada continente, sociedades que se esfuerzan por establecer instituciones representativas que sirvan auténticamente a todo su pueblo. Veo cómo la ciencia y la tecnología ayudan a poblaciones, antaño aisladas, a ampliar sus horizontes e incorporarse en un mercado mundial, dinámico. Veo un consenso más amplio sobre cómo ayudar a los países pobres a entrar con pie firme en la vía del desarrollo, a través del buen gobierno, políticas económicas y comerciales racionales y una acertada gestión del medio ambiente. En resumen, veo un mundo de promesa, un mundo de oportunidad. Y siempre mantendré el optimismo respecto a este mundo en mi quehacer cotidiano en el Departamento de Estado. Esto no debe sorprender a nadie, porque yo miro al mundo a través de los ojos de un chiquillo de la Kelly Street, cuyos compañeros de mocedad eran una mezcla fabulosa de orígenes y creencias, y cuyas familias me dieron la primera ventana a un mundo amplio y maravilloso, lleno de gentes con las mismas grandes esperanzas y sueños para sus hijos que mis padres tenían para mi hermana y para mí. Veo este mundo a través de los ojos de un chiquillo del Bronx, al que ayudó a ponerse en camino con buen pie el pueblo de Nueva York y le dio la oportunidad de servir a su país y servir al mundo. El espíritu generoso de Al Smith y del “Guerrero feliz” es el espíritu de Nueva York, el espíritu de América –unida en su diversidad, universal en su humanidad y desbordante de posibilidades. Ese espíritu generoso ha sido siempre la mayor fuerza de nuestro país. Sigue siendo nuestra mayor esperanza. Continúa siendo nuestro mayor regalo al mundo. Al Smith lo sabía hace un siglo. Nosotros lo sabemos ahora. Y necesitamos pasar el espíritu generoso del “Guerrero feliz”, ese espíritu generoso de esperanza y libertad, a la generación joven que viene ahora, a la que legaremos esta ciudad y legaremos el mundo. Mientras ese espíritu esté con nosotros, no tengo duda de que el East Side, el West Side, toda la ciudad, Al Smith y su querida esposa Catherine –su propia querida Mamie O’Rourke– estarán en alguna parte bailando por las calles de Nueva York. Muchas gracias. (aplausos). |