La historia de los Papas

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Silvestre II: una figura imponente
Después de tantos años de disturbios e inmoralidades, un genio universal pone al papado en la cumbre de su prestigio.


Silvestre II

Se terminaba el siglo X. Siglo nefasto en el que la silla de San Pedro había sido profanada tantas veces por los más siniestros individuos, libertinos, perjuros, ladrones y asesinos. ¡Quién iba a pensar que justo en su último año accedería al trono pontificio uno de esos raros genios universales que muy de tarde en tarde aparecen en la humanidad!
El primer papa alemán había muerto en febrero. Su valía intelectual y moral había servido para que el papado recuperara un tanto su prestigio perdido. Otón no hubiera podido elegir más digno sucesor que Gerberto de Aurillac, al que conocía perfectamente: el nuevo papa había sido su preceptor y, sobre todo, era su amigo.

Nacido en Auvernia entre los años 940 y 950, Gerberto se educó en el monasterio de Aurillac. Desde el 967 estudió matemáticas y ciencias naturales en España. El obispo Attón de Vich, en el 970, lo llevó a Roma, donde Juan Xlll le presentó a Otón l. Gerberto ganó después fama como profesor en Reims. Durante mucho tiempo se recordaría como, en 981, había defendido en Rávena, en presencia del emperador Otón II, una tesis sobre el sistema coherente de las ciencias. En el año 983 le nombraron abad del monasterio de Bobbio, pero pronto regresó a Reims donde, como consejero del arzobispo Adalberón, favoreció el acceso de Hugo Capeto al trono de Francia. Luego, su designación para la sede episcopal de Reims provocó graves reacciones contrarias. El sínodo de Saint-Basles-les-Reims le había elegido para suceder a Arnulfo, que había sido depuesto. Arnulfo era hijo ¡legítimo del rey Lotario; y reivindicó sus derechos al papa.

Diversos sínodos provinciales confirmaron a Gerberto, en tanto que el papa Juan XV tomó partido por Arnulfo y excomulgó a sus adversarios. Sin embargo, fue magnánimo con Gerberto, que renunció a su dignidad, en el 996, para retirarse a la corte de Otón III, en donde recibió un trato familiar. Apoyado por el monarca fue nombrado arzobispo de Rávena.

Consagrado el 2 de abril del año 999, Gerberto de Aurillac tomó el nombre de Silvestre Il. Era un gesto elegante dedicado a su imperial protector, puesto que así se llamó el papa que reinó en tiempos de Constantino, con el que Gerberto expresaba el parecido que veía entre el gran emperador romano -el primero que se hizo cristiano- y Otón III. Éste, por su parte, estaba tan enamorado de Roma que, al contrario que Constantino -que había abandonado la antigua capital del mundo-, se instaló en la Urbe y se propuso restaurar el Imperio romano.

El nuevo pontífice, que hasta hacía poco, como arzobispo de Reims, había defendido los derechos de los sínodos nacionales contra las injerencias de los papas, cambió de actitud sosteniendo la primacía del obispo de Roma, y confirmó para la silla arzobispal de Reims a su oponente de años atrás, Arnulfo.

Silvestre II fue, sobre todo, el gran organizador de la Iglesia en Polonia y en Hungría. Cuando el caudillo de los húngaros, Esteban, se convirtió al catolicismo, el papa le coronó rey. Era el año 1000.

Al extender la acción de la Iglesia por tan vastos territorios, el papado demostraba que había enlazado con las grandes tareas y los ambiciosos objetivos que caracterizaron su comportamiento en tiempos pretéritos. Por otra parte, rompía así, de una manera espectacular y tajante, con las mezquindades de aquella política aldeana y miope que se le había hecho jugar durante tantos años. Los romanos, sin embargo, no se habían liberado aún de sus proclividades de los últimos tiempos: en el 1001, una de aquellas revueltas a que estaban tan acostumbrados obligó al emperador y al papa a salir de la ciudad.

Cuando la sublevación estaba a punto de ser sofocada, el 24 de enero del 1002, murió inesperadamente el joven emperador en el castillo de Paterno, al pie del monte Soracte. Silvestre II pudo regresar pronto a Roma, pero falleció también, al año siguiente, el 12 de mayo del año 1003.

Escritor genial y orador brillante, Silvestre II poseía un increíble repertorio de conocimientos tanto de las ciencias sagradas como de las profanas, de matemáticas o de medicina. Gran parte de aquel bagaje cultural lo debía a los maestros árabes que frecuentó en Sevilla y en Córdoba, aunque muchos de sus contemporáneos juzgaron que tanta sabiduría no podía proceder más que de un pacto con el diablo. La leyenda se apoderó de aquella fabulosa figura y la convirtió en la de un mago omnipotente cuyo prototipo sería el Doctor Fausto.

Silvestre II llevó al papado a cumbres inusitadas en las que le sería muy difícil mantenerse, pero durante un cuarto de siglo al menos haría gala de una indudable dignidad.


Juan XVII

De su consagración, el 16 de mayo del 1003, a su muerte, ocurrida el 16 de noviembre del mismo año, no pasó nada destacable. Únicamente se sabe que este papa se llamaba Sicco, que era romano y que, promovido a la dignidad suprema por quien mandaba en Roma, Crescencio III, le obedeció servilmente.


Juan XVIII
Desde la muerte de Otón II, la nobleza romana había conseguido una creciente influencia sobre la Urbe y sobre el papado. Juan XVIII, consagrado el 25 de diciembre del año 1003, siguió siendo un satélite de Crescencio Ill.
Sin embargo, el pontífice logró afirmar su autoridad en algunos episodios muy determinados: en 1004 restauró, por ejemplo, el obispado de Merseburgo; en 1007 creó el obisado de Bamberg, cuya erección era tan deseada por el emperador Enrique Il, y sostuvo con fineza la abadía de Fleury, cerca de Orleans, que había tomado el relevo de Cluny en el movimiento de reforma de los monasterios de la Iglesia.

Falleció en el transcurso del mes de junio del año 1009.

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