I.-LA MÚSICA
ABORIGEN
1. Cuestiones
preliminares
2. Los instrumentos
3. Los cantos
4. Las danzas
5. ¿Existen
supervivencias?
6. Síntesis
etnológico-musical
II.-LA APORTACIÓN
DE INSTRUMENTOS Y CANCIONES DESDE LA ÉPOCA DE LA CONQUISTA
1. Introducción
2. Los instrumentos
musicales
3. El timple y
sus presuntos orígenes
4. Las canciones
III.-LAS DANZAS POPULARES
EN LA ÉPOCA HISTÓRICA
1. Los sedimentos
más antiguos
2. Danzas actuales
de muy antigua tradición en el Archipiélago
3. Las folías,
malagueñas, seguidillas e isas, acervo folklórico
del siglo XVIII
4. Las
incorporaciones decimonónicas
IV.-LA MÚSICA
CULTA: 500 AÑOS DE CREACIÓN
1. Primeras
aportaciones de Canarias a la cultura occidental
2. La capilla
de música de la catedral de Las Palmas
3. El desarrollo
de los movimientos filarmónicos burgueses desde fines del
siglo XVIII
4. La época
actual
BIBLIOGRAFÍA
SELECCIONADA
ILUSTRACIONES
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I.-LA
MÚSICA ABORIGEN
1.
Cuestiones preliminares
¿Podremos saber a estas alturas cómo
era la música de nuestros aborígenes? Posiblemente no; pero
hoy contamos con ciencias auxiliares, como la organografía y
la musicología comparada, que nos permiten sistematizar esta
cuestión más ventajosamente de lo que hubieran podido hacerlo
nuestros historiadores de siglos pasados. Hay una serie de observadores
e impresiones dispersas entre los testimonios de los antiguos cronistas,
a la par que unos pocos objetos arqueológicos de funcionalidad aún
incierta que conviene ordenar y comparar con los métodos y datos
que hoy poseemos para obtener una idea, siquiera muy somera, de lo que
pudo ser la praxis musical de nuestra población prehispánica.
Creemos que el resultado no puede ser negativo, aunque sí insuficiente.
A pesar de ello, el material computable requiere unos análisis y
consideraciones imposibles de incluir en el reducido espacio de un texto
divulgativo, razón por la cual llamamos la atención del lector,
cuyo espíritu crítico quede insatisfecho, sobre trabajos
más amplios en revistas especializadas.
Nos referimos aquí por separado, circunscribiéndonos
al Archipiélago en su etapa prehispánica, a los tres aspectos
fundamentales que hay que contemplar en cualquier cultura musical: los
instrumentos, las canciones y las danzas. Luego abordaremos brevemente
el problema de las supervivencias aborígenes en el folklore actual.
2.
Los instrumentos
Las crónicas e historias de la conquista de
las islas atribuyen a los aborígenes un instrumentario muy pobre.
Sólo Viana habla de flautas de caña, tamboriles y gaitas
de canutos con embocadura de tallo de cebada (sin duda un tipo de lengüeta
simple) y declara que desconocían los instrumentos de cuerda. Esta
información, que siguen Núñez de la Peña, Viera
y otros, hay que desecharla por completo, dado que se refiere a un instrumentario
rural de la segunda mitad del siglo XVI, cuyos elementos son producto de
un fenómeno de aculturación, en el que predomina la aportación
de origen hispánico. El tambor de cualquier tipo no sólo
es desconocido en las crónicas más antiguas, sino que ni
siquiera los restos arqueológicos nos deparan, entre lo encontrado
hasta ahora, nada que pueda asemejársele.
Los cronistas más antiguos nos refieren que
los aborígenes carecían de instrumentos y que sus
sones eran producidos solamente cantando y con la primaria percusión
de pies y manos. Gómez Escudero añade que los de la Gomera
hacían además sonsonetes sacudiendo piedrecitas dentro de
un recipiente de barro, observación muy interesante que luego se
repite de forma parecida en Tenerife, en tiempos de Viana. De resto, nada.
Algunas acciones instrumentales de tipo ritual, como el batir de palos
en las danzas o el golpear el agua en ceremonias rogativas pluviales, se
citan, pero sin que los cronistas les atribuyan valor organográfico
alguno, aunque sí lo tienen.
Los restos arqueológicos añaden muy
poco más: primer lugar, collares sonoros escasamente desarrollados
y usados probablemente en las danzas rituales cuyos elementos más
importantes, aparecidos principalmente en La Palma y Lanzarote, son cuentas
hechas con duros caracolitos marinos. Llama luego nuestra atención
el hallazgo en Tenerife de algunas «espátulas» de hueso
de pequeño tamaño, cuya tipología parece denotar el
conocimiento previo de las bramaderas o zumbaderas, instrumentos éstos
relacionados generalmente con los ritos de iniciación. Hacemos referencia,
por último, a dos parejas de «bumerangs» encontrados
en un enterramiento de La Palma, cuya tipología en general no deja
lugar a dudas sobre su parentesco con los modelos africanos de esta difundidísima
arma de lanzar, si bien el mango labrado de nuestros ejemplares dará
que pensar a los etnólogos difusionistas, ya que representa un rasgo
tipológico al parecer típicamente mesoamericano. Nos interesa
aquí hacer hincapié sobre la existencia de esas dos parejas
de bastoncillos palmeros, habida cuenta de que, según Curt Sachs,
son objetos de funcionalidad dual y está bien comprobado en los
cinco continentes su empleo como bastoncillos de entrechoque con los que
se producen ritmos en danzas guerreras y de caza.
Apenas hemos hablado de las acciones instrumentales
corporales (batir de pies y manos) que, según los cronistas, eran
las más usuales y más frecuentes en todas las Islas. Pero
como puede comprobarse, el instrumentario musical no corporal era muy rudimentario
y extraordinariamente pobre, ya que ni siquiera a los escasísimos
hallazgos se les puede dar mayor trascendencia, pues al aplicar un criterio
de intensidad a estos rasgos culturales vemos que, por su rareza, apenas
merecen mayor atención dentro del contorno. Su valor principal consiste
en la contribución que su existencia supone para matizar al detalle
las formas prehispánicas de cultura en las Islas y su vinculación
tipológica a otras culturas similares del área mediterránea
o del África vecina.
3.
Los cantos
Tenemos que abandonar aquí todo el prejuicio
esteticista que nos viene de nuestra cultura europea occidental y contemplar
respetuosamente lo que nos cuentan los cronistas del canto aborigen en
sus diversas facetas; y para irnos ambientando, comenzaremos diciendo que
la gran grita en el momento de la batalla es una costumbre muy repetida
por todo los protohistoriadores de Canarias, a la que hay que contemplar
aquí con toda su importancia como rasgo característico de
una cultura. Dentro de este marco de cantos rituales se contemplará
también la rogativa de lluvias en forma de gran griterío,
al que en alguna isla añadían los balidos de las reses sedientas
o e desesperado clamor de los baifitos separados de sus madres, mezcla
sonora humana y animal de no poco interés. Algunas veces se nos
dice que no era tal gritería, sino un masivo canto triste con interpolada
imploraciones a la deidad principal; téngase presente que los cronistas
juzgaban lo que veían u oían por lo que conocían,
y que tratándose de un sistema musical diferente al europeo siempre
hay tendencia a interpretar como desordenado y triste lo que no se entiende.
Algunos cronistas supieron transmitir con más
detalle ciertas escenas rituales. Gaspar Frutuoso nos narra un espeluznante
sacrificio religioso contemplado secretamente por Juan Machín y
su gente en el Hierro, la cual ceremonia era acompañada de canto
impresionantes. Abreu Galindo, por otra parte, no describe los pormenores
de una ceremonia palmera reproduciendo la letra de la canción ritual:
«Muerto el animal y sacada la asadura, se iban con ello dos personas,
y llegados junto al roque decían cantando el que llevaba la asadura:
Y iguida y iguan Idafe, que quiere decir «dice que caerá
ldafe. Y respondía el otro, cantando: Que guerte yguan taro,
que quiere decir: «dale lo que trae y no caerá.
Se trata de un testimonio de alto valor etnográfico y musical.
En general, los cantos aborígenes producían
un efecto sentido y lastimoso; en ellos, según testimonio de Gómez
Escudero, se repetía una frase muchas veces, a modo de estribillo,
lo que indujo a Núñez de La Peña a considerarlos como
un guineo. En otro orden de cosas, sabemos que los gomeros tenían
cantares de gestas, en los que se rememoraba a los antiguos valientes de
la isla; que las mujeres de La Palma, excepcionalmente, cantaban con especial
gracia y donaire, lo que, repiten varios cronistas; que en Gran Canaria
se juntaban hombres y mujeres en las casas de los poblados a cantar y bailar,
cuyos cantares parecían «dolorosos y tristes, o amorosos o
funestos», cúmulo de atributos con los que Abreu Galindo no
nos acaba de decir gran cosa. Este mismo fraile nos informa que cuando
un guanche tinerfeño iba a visitar a otro no entraba en su casa,
sino que se sentaba a su puerta y silbaba y cantaba hasta que le oían
de dentro; no hay que pensar que cantara cualquier cosa, sino que seguramente
se trataba de determinados cantos y silbidos ceremoniosos para llamar la
atención.
Hablemos finalmente de las famosas «endechas
de Canaria», cuya melodía conocemos a través de ciertas
fuentes españolas de mediados del siglo XVI. Torriani nos dice que
los descendientes de los aborígenes gomeros, así como los
de otras islas, las cantaban en lengua prehispánica aún en
la segunda mitad de tal siglo, y reproduce las dos estrofas siguientes
recogidas por él, con su aclaración lingüística
correspondiente:
Endecha Canaria
Aicá maragá, aititú aguahae
Maicá guere, demancihani
Neiga haruuiti alemalai.
(-Sed bienvenido; mataron a nuestra madre esta gente
extranjera, pero ya que estamos juntos, hermano, quiero unirme, pues estamos
perdidos»).
Endecha de El Hierro
Mimerahaná zinu zinuhá
Abemen aten harán huá
Zu Agarfú fenere nuzá.
(¿Qué importa que lleven y traigan
aquí leche agua y pan, si Agarfa -nombre de mujer- no quiere mirarme?»).
Hoy en día conocemos la música con
que se cantaban estas endechas en lenguas aborígenes y castellana,
pues tal melodía, según Torriani, fue publicada entonces
por varios vihuelistas españoles, lo cual es verdad, como ha podido
constatar Pérez Vidal. La melodía aparece repetidamente ya
en el cancionero de los Reyes Católicos, sin que nada tenga que
ver todavía con Canarias, y que el tema literario está relacionado
con la literatura lamentosa de los judíos perseguidos. No se trata,
pues, en nuestra opinión de música prehispánica de
ninguna especie, sino de un rasgo judaico de tipo inconformista que adoptaron
los habitantes rurales de ciertas islas que pronto llegó a constituirse
en una de las primera células de nuestro folklore musical en su
nueva etapa hispánica, con una devolución a la Península
de esa melodía que interesó mucho allá hacia 1550.
En resumen, lo que sabemos de los cantos de nuestros
aborígenes nos permite establecer dos núcleos bien definidos:
el de los cantos rituales y el de los cantos festivos, que no debieron
tener menor importancia, toda vez que la mayoría de los cronistas
coinciden en que los habitantes de todas las islas eran «grandes
cantadores y bailadores». Pero de ninguna manera podemos pensar en
una praxis del canto como arte, sino siempre como función complementaria
de otra actividad principal.
4.
Las danzas
Las noticias de los cronistas acerca de las danzas
aborígenes no son menos vagas que las que se refieren a los cantos.
Esencialmente, parece traslucirse que sólo había dos maneras
en que nuestros antiguos danzantes acostumbraban a disponerse: en rueda
y en filas enfrentadas. Estos dos esquemas de organización en los
bailes «coreados» o colectivos eran similares a los que predominaban
en la Europa de aquel entonces. La observación de estos dos tipos
de danza en Canarias es lo que hace declarar a Recco, según la versión
del manuscrito atribuido a Bocaccio referente a la expedición que
visitó las Islas en 1341, que las danzas de los aborígenes
canarios eran parecidas a las de los campesinos franceses. Entrando más
en detalles, las noticias de nuestros cronistas bastan para darnos una
idea de que estas formas correspondían a tres motivos principales
de danza: danzas competitivas, danzas rituales y danzas festivas. Esta
diferencia debió estar bien definida en casi todas las Islas, pues
parecen coincidir, a pesar de sus diversas culturas, en la distribución
de dicha formas.
Las danzas competitivas, que parece tuvieron mayor
intensidad en Gran Canaria y La Palma, se realizaban con palos que los
danzantes manipulaban diestramente para mostrar sus habilidades. Danzas
de palos similares a las aludidas por nuestros cronistas no desprovistas
de cierto sentido guerrero, puede observarse aún hoy entre determinados
grupos de nuestros vecinos saharauis de la costa africana, siendo curioso
reseñar que suelen componer uno de lo números obligados en
la celebración de casamientos lo que establece también Sedeño
para los aborígenes de Gran Canaria.
Las danzas rituales, en rogativas de lluvia y en
ceremonias de tipo religioso, eran en rueda, como dice Abreu Galindo. Consistían
en bailar alrededor de un símbolo religioso, ya fuese este una roca,
un montículo de piedras o un palo en forma de lanza clavado en tierra
(tal vez una especie de ídolo). Esta forma de danza está
documentada en varias islas por diferentes cronistas. Sobre el adorno de
los danzantes nada se nos dice, excepto que para ciertas rogativas llevaban
en las manos varas o ramos de árboles, especialmente en Gran Canaria.
Las danzas festivas observaban una forma algo desordenada
(que es lo que hay que interpretar cuando Abreu Galindo dice «en
folía»). Se enfrentaban dos filas de danzantes, quienes, dando
graciosos saltos, se acercaban y alejaban entre sí. Es lo que, hablando
en términos técnicos, se denomina «danza de requerimiento
y rechazo». Esta danza de gracioso salto es la que dio en llamarse
el canario, que pasó a la Península con los esclavos
canarios y allí fue adoptada, primero popularmente y luego en círculos
cortesanos, para saltar luego de España a toda Europa.
Son varios los cronistas (no sólo de Canarias,
sino también de Indias) que nos dan fe de este auténtico
origen insular del baile canario. Lo interesante es que, desde entrado
el siglo XVI hasta comienzos del XVIII, los tratados de danzar publicados
en las diversas cortes europeas siguen respetando la forma coreográfica
original del baile que nos describen los cronistas: la pareja enfrentada
que se une y se separa con graciosos saltitos y taconeos. Puede decirse
que el canario ha sido la más importante aportación
cultural a Europa de nuestros aborígenes isleños.
No queremos cerrar este apartado sin aludir a las
muchas figuras en actitud danzante, alguna con una vara en la mano, que
aparecen entre los petroglifos del barranco de Balos (Gran Canaria). Ello
no debe extrañarnos si tenemos en cuenta la insistencia de los cronistas
recalcando el mucho tiempo que los aborígenes dedicaban a competir,
cantar y bailar. Lo que sí nos interesa de estos grabados rupestres
es la reiteración del falo en las figuras, detalle que se remarca
también en algunos ídolos aborígenes de los encontrados
en Gran Canaria. ¿Existiría una danza fálica? A ello
no prestaríamos mayor atención, habida cuenta de la profusión
de este tipo de grabados rupestres en otras partes, si recientemente no
hubiéramos constatado en todo el barranco de Guayadeque, antiguo
e importante asentamiento aborigen vecino a Balos, la existencia de una
curiosa danza fálica de requerimiento y rechazo hasta los albores
de nuestro siglo: cualquiera puede preguntar allí por «el
baile del pámpano roto», que está vivo en la memoria
de muchas personas. Como se sabe, las danzas fálicas suelen estar
relacionadas con comunidades cuya supervivencia peligra, caso en el que
muy bien pudieron encontrarse las primeras oleadas de pobladores al arribar
a las islas, y tienen la función, como rito fertilizante, de dignificar
y estimular la procreación de una manera oficial, por así
decirlo.
[1. Barranco de Balos, Gran
Canaria. Grabados].
5.
¿Existen supervivencias?
El párrafo anterior nos da pie a pensar que
algunos otros restos de la actividad musical aborigen pudieran haber llegado
hasta nuestros días. De hecho, sin embargo, nuestro legado folklórico
actual nada más contiene que pueda relacionarse con una antigua
y pobre cultura de tipo funcional, porque después de la conquista,
cambiado por completo el orden de vida espiritual y económica, es
lógico que lo que estaba en función de otros presupuestos
se haya esfumado Hay que convenir, no obstante, en que el sirinoque
palmero contiene la esencia de la danza y de la música del canario;
pero se trata de un canario acortesanado, devuelto tardíamente
desde el continente con sus saltillos medidos, su indumentaria de gala
y su música de ocho compases de giga, la cual presenta incluso
aditamentos extraños a lo que fue el canario cortesano del siglo
XVII, que es en el que está inspirado.
La cuestión de las «supervivencias aborígenes»
ha sido una inquietud constante entre los numerosos amantes de nuestra
tradición musical. No ha faltado quien se haya atrevido a contestarla
afirmativamente, basándose no sólo en su deseo de responder
que sí, sino también en observaciones directas de
ciertos ejemplos, en los que creía ver rasgos culturales absolutamente
nuestros. Tal, por ejemplo, Domingo José Navarro, cuando pensaba
que el tono cortés y comedido de la folía no podía
derivarse sino del espíritu noble y gallardo de nuestros antiguos
pobladores; era una época en la que todavía se pensaba (y
aún hoy) en la «inocencia paradisíaca del salvaje»,
tendencia que tiene sus raíces más atrás, sin que
venga al caso que nos paremos en ella ahora.
Insistimos en que los cronistas del siglo XVI recogieron
casi unánimemente una impresión triste y lamentable de la
música indígena. Para hacernos una idea de cómo pudo
haber sonado, podemos fijar nuestra atención en la música
de los bereberes de la vecina costa africana, en la que la tristeza y monotonía
del canto (según opinión de muchos profanos) contrasta con
un brioso ritmo de batir palmas y pies, mientras los danzantes hacen a
veces alardes de habilidad con unos palos. Aun conscientes de que debe
haber una gran diferencia entre uno y otro tipo de música, parece
evidente que la tradición musical de nuestros aborígenes
estaba más relacionada con estas danzas berberiscas tan extrañas
a nosotros, por ejemplo, que con lo que hoy se toca, se canta y se baila
en Canarias. Las raíces de nuestro folklore actual son fundamentalmente
hispánicas.
6.
Síntesis etnológico-musical
Sabemos que, al tratar sobre un género de
cultura como la que ostentaban los habitantes prehispánicos de las
Canarias, no podemos pensar en música como arte ni como producto
elaborado a partir de una estética: el fenómeno es un cauce
de expresión de origen mágico tendente a combatir o invocar,
en trance anímico extraordinario, los efectos de poderes de la naturaleza
cuyas causas el aborigen ignora: muerte, procreación, fertilidad,
sequía, tempestades, etc. la atribución por nuestros aborígenes
de poderes mágicos al sonido se acusa claramente en un breve párrafo
de fray Alonso de Espinosa, en el que se consigna cómo al lanzar
peleando sus dardos imitaban con la boca el típico chasquido de
la cuerda tensa de las ballestas contrarias al soltarse, pensando que en
el sonido y no en el mecanismo estribaba la efectividad mortífera
del arma hispana. Este tipo de lógica nos parece muy revelador.
Nos encontramos, pues, ante una población primitiva de cultura exótica
cuya música no procede de una tarea intelectual sino de su más
elemental vida intuitiva e imaginativa.
Desgraciadamente, la música tradicional de
los pueblos no es un producto tangible, visible o «exportable»
que nos permita trazar su andadura histórica fácilmente;
pero sí lo son los productores de sonido, los instrumentos musicales.
De ahí el mayor esfuerzo del etnomusicólogo por lograr un
inventario del instrumental aborigen, incluyendo los objetos de funcionalidad
dudosa cuya tipología denota rudimentos formales que permiten una
comparación con productores de sonido similares de otras culturas.
El instrumentario aborigen canario inventariado,
como conjunto, se reduce a lo que se utilizaba ya en el Paleolítico
superior, y ni siquiera cubre toda la breve gama de objetos de producir
sonido conocida hasta las postrimerías de ese período: no
se halla constancia de la existencia de raspadores ni de algunos aerófonos
tan elementales como las trompas de caracola o de cuerno. Y, lo que es
más sorprendente, ninguna de las aportaciones instrumentales que
se producen a partir del Mesolítico son conocidas en las Canarias
prehispánicas (ni aún los más elementales membranófonos
de golpeo o tambores). Este hecho nos induce a las siguientes consideraciones
finales:
1.ª Según Sachs, los instrumentarios
más antiguos y primitivos deberían encontrarse todavía
en épocas tardías, de acuerdo con su teoría difusionista,
en la periferia, es decir, en los territorios polares de América
del Norte y del Sur y en la costa occidental de África,
lo cual pudo comprobarse en muchos casos. Pues bien, la fisonomía
elementalísima de nuestro instrumentario musical aborigen refrenda,
casualmente o no, la idea de Sachs. Es justo consignar el perfecto encuadramiento
del instrumentario aborigen canario dentro de la teoría de uno de
lo más eminentes musicólogos que han existido, sin que podamos
aportar por, ahora otra explicación mejor para justificar la extraordinaria
primitividad del mismo.
2.ª La población básica y primera
del Archipiélago por tanto, pudo ser la portadora directa de algunas
tradiciones de gran antigüedad, lo que parece corresponderse con la
indudable antigüedad de la raza, según refrendan también
los estudios de antropología física al acusar el predominio
de tipos cromagnoides entre nuestros aborígenes.
3.ª Contactos culturales más tardíos
fueron capaces de aportar a esta población básica que llegó
a Canarias algunas técnicas eneolíticas, como las formas
elementales de agricultura, ganadería, cerámica y otras
elaboraciones artesanales, las cuales, por su utilidad, fueron asimiladas;
pero se debió mantener con viva fuerza el espíritu de una
cultura muy anterior, despreciándose en muchos casos la adopción
de formalismos más «avanzados» en las expresiones espirituales
comunitarias.
II.-LA
APORTACIÓN DE INSTRUMENTOS Y CANCIONES DESDE LA ÉPOCA DE
LA CONQUISTA
1.
Introducción
Sabemos, según vimos en el capítulo
anterior a éste, que, con la excepción del baile «canario»,
las prácticas musicales aborígenes desaparecieron después
de la conquista de las Islas. Antes de realizar un análisis sistemático
del folklore musical actual, la cuestión que se impondría
sería la siguiente: ¿Cómo se conformó la tradición
músico-popular de Canarias tal como la conocemos hoy? Análisis
de lo actual aparte, un primer camino para conocer nuestro pasado musical
debe partir del examen de la documentación histórica de todo
tipo: crónicas, relaciones, libros de viajeros, procesos inquisitoriales,
protocolos notariales, etc. El material que así hemos reunido referente
a la historia de nuestra música popular es muy abundante, y aunque
no hayamos oído cómo sonaba en siglos pasados, sí
hay detalles suficientes que nos dan clara idea de importantes cambios
funcionales y estilísticos ocurridos en varias épocas. Daremos
aquí un resumen muy somero sobre este asunto.
2.
Los instrumentos musicales
La crónica más antigua cuyo contenido
merece un estudio de importancia desde el punto de vista organográfico
es, sin duda, Le Canarien, el relato de la conquista de Lanzarote
y Fuerteventura realizada por el noble normando Juan IV de Bethencourt
en los albores del siglo XV, escrito por su propio capellán. La
parte más importante para nuestro objeto es el capítulo que
se refiere a la llegada de una expedición de colonizadores, acabada
ya la conquista. Se describe con interesantes pormenores el ruidoso concierto
improvisado que ejecutaron desde los barcos muchos de los expedicionarios
al ir a tomar tierra. Se citan los nombres de los más destacados
instrumentos musicales de membrana, de soplo y de cuerda, y se declara
incluso el efecto sonoro del conjunto desde los puntos de vista físico,
estético y psicológico. El paisaje ha sido rechazado como
invención inverosímil del cronista por el eminente hispanista
A. Cioranescu. Sin embargo, aplicando al texto los conocimientos la metodología
que nos presta la ciencia musicológica, resulta más que real:
no sólo la relación de los instrumentos en su perfecto encuadramiento
histórico sino también el acto en sí, tan extraño
para nuestra mentalidad de hoy como corriente para la de aquella época.
Se trataba de una ruidosa manifestación de euforia colectiva como
las que los teóricos de entonces calificaban bajo el epígrafe
de música irregularis de la que existen copiosos testimonios
en las relaciones históricas de aquella época, ya que era
considerada como una de las más extendidas formas de la praxis músico-popular.
Lo más importante es que aquí se nos habla de un contingente
de colonizadores entre los que venían aficionados con sus instrumentos,
los cuales, como más adelante se insiste, eran capaces de amenizar
con su música algunos actos solemnes.
Este punto de partida de la música europea
occidental en nuestras islas hay que completarlo teniendo en cuenta la
presencia de la música militar (trompetas, pífanos y tambores)
en las expediciones anteriores y posteriores a la de Bethencourt hasta
el final de la conquista de todas las Islas. No faltan datos sobre esto
en los diversos cronistas. Téngase en cuenta que el pífano
militar ha dado origen a los pitos de caña de nuestro folklore actual,
y que el amarre de las membranas de algunos tambores populares acusa una
técnica que los entronca directamente con diversos tipos de tambores
militares.
La segunda fuente histórica canaria de atractivo
contenido organográfico es el poema «Antigüedades»
de Viana, publicado en 1604. En una exótica escena, el autor trata
de describirnos la música de los aborígenes.
El instrumentario que cita Viana (quien escribe cien
años después de culminada la larga conquista) es un testimonio
de gran valor por lo que nos revela de un mestizaje musical de ambas culturas:
la insular y la europea. Junto al meridional binomio flauta-tamboril
aparece un curioso sonajero de probables raíces prehispánicas,
y también un grupo de cuatro aerófonos tipo clarinete tocando
en coro; esto último se explica al hablarnos Viana de embocaduras
de tallos de cebada y, por consiguiente, al ser el sonido de uno solo de
estos instrumentos demasiado tenue como para combinarse en singular con
la flauta, el tamboril y los sacudidores. Probablemente, «el
clarinete» en cuestión era también un elemento cultural
importado de España, donde existe aún en el folklore actual;
e importada también sería la praxis instrumental de esta
música. No así lo tocado, un «guineo» que identifica
el autor con el dulce «son canario».
Viana declara que no había instrumentos de
cuerda. Los que hubo llegaron con los colonizadores en diferentes etapas.
Entre los más antiguos documentos de la Inquisición existe
una causa contra un ciudadano Millares acusado de haber cantado y tocado
con su guitarra en estado de embriaguez cosas irreverentes en una procesión
religiosa. Luego se suceden las esporádicas citas de guitarras,
«virgüelas» grandes y chicas (léase tímples),
etc., no sólo en documentos de la Inquisición, sino principalmente
en inventarios de bienes enumerados en actas notariales de los siglos XVI
al XVIII.
Las relaciones de fiestas celebradas en las ciudades
con motivo del nacimiento de príncipes en la Corte, que se incluyen
en historias de Canarias desde Núñez de la Peña a
Viera, más otras impresas aparte por Pedro Agustín del Castillo
y otros, nos revelan interesantes aspectos de un instrumento variado y
cada vez de diferentes matices.
Los instrumentos populares de Canarias en la época
actual varían según las islas. Pero existe un elenco común
a todas ellas, que es el que conforma las típicas rondallas con
que se acompañan los bailes: varias guitarras, laúdes y bandurrias,
uno o dos timples, un pandero y, a veces, el aditamento de ciertos idiófonos,
como el triángulo o el raspador de caña. Estas agrupaciones
no deben ser excesivamente antiguas, a juzgar por lo que se observa en
determinados ámbitos insulares donde las tradiciones parecen haber
perdurado sin sujetarse tanto a los cambios de costumbres. Las asociaciones
instrumentales más simples en el interior de Gran Canaria, por ejemplo,
consistían tradicionalmente sólo en una guitarra y un laúd,
existiendo la conciencia de que la añadidura del timple es algo
relativamente reciente en los campos, por haber sido su hábitat
primero las comunidades costeras de la isla. En la Gomera hay que destacar
una peculiar agrupación tradicional en el acompañamiento
de su típico «baile del tambor», danza de marcadas concomitancias
astúricas: el tambor de cilindro corto y unas enormes y barrigudas
castañuelas, que son repiqueteadas enérgicamente por hombres
danzantes. El Hierro ofrece otra asociación instrumental diferente,
también de carácter tradicional: las «chácaras»
o castañuelas, elaboradas éstas a la usanza andaluza, junto
con «el pito», (flauta travesera) y un tambor mayor, de cilindro
mediano. Estos grupos más característicos de instrumentos,
que sobreviven o han sobrevivido hasta hace muy poco en unas zonas del
Archipiélago administrativamente más marginadas, pueden darnos
una idea de lo que debió ser norma en cuanto a asociaciones organográficas
peculiares en las islas antes de que se conformaran las rondallas actuales.
Baste concluir que todo el instrumentario que se
usa hoy popularmente en Canarias es de origen europeo, pero es
el timple el más popular y arraigado de todos ellos.
[2.Timple].
3.
El timple y sus presuntos orígenes
Todos consideramos el timple como el instrumento
musical más representativo de nuestro pueblo canario. Sin embargo,
¿qué sabemos de sus orígenes y de su historia? A veces
se leen en la prensa local opiniones de personajes vinculados al timple:
que si fue su inventor un antiguo constructor de guitarras de Lanzarote,
que si lo ideó cierto catalán que recaló por las Islas
hace doscientos años, etc. ¿Hay algo de cierto en todo esto?
Hace tiempo, en efecto, oímos decir a un señor de San Nicolás
de Tolentino que antiguamente se conocía el timple en la Aldea como
«guitarrillo majorero».
Estas tradiciones nos indican que, de alguna manera,
Lanzarote y Fuerteventura han tenido algo que ver con la personalidad instrumental
del timple. Este es un dato importante a tener en cuenta. Pero, profundizando
en la investigación, no tenemos más remedio que rechazar
la creencia de que se haya inventado completamente en Canarias. Veamos
por qué.
En primer lugar, sabemos de seguro que los antiguos
canarios no tenían instrumentos de cuerdas, puesto que, por un lado,
no hay noticias ni restos de ellos, y por otro, el poeta tinerfeño
Viana, en 1604, publicó que, efectivamente, los guanches desconocían
este tipo de artefactos musicales. Hay que pensar, por lo tanto, en que
fueron los habitantes hispanizados del Archipiélago quienes idearon
el timple. Pero, ¿lo inventaron o lo copiaron?
Si examinamos el panorama de instrumentos musicales
populares de la Península Ibérica, vemos que son numerosas
las provincias que utilizan guitarrillos equivalentes a nuestro timple.
Cierto que nuestro ejemplar tiene una forma diferente; pero en tamaño
y afinación hay varios instrumentos similares desde la costa portuguesa
a la levantina. La primera conclusión, por lo tanto, es que a nuestro
timple hay que considerarlo como una variante más dentro de la amplia
gama de guitarrillos ibéricos, incluyendo los que existen en Iberoamérica
como consecuencia de la expansión hispano-portuguesa. No olvidemos
que en Venezuela, Puerto Rico, Colombia, etc., hay ejemplares no sólo
parecidos al nuestro, sino que además son conocidos con el nombre
de «tiple», sin m. Ello se debe a que, de hecho, estos guitarrillos,
al ser más agudos, están considerados como los instrumentos
sopranos o tiples dentro de la familia de las guitarras.
El nombre «tiple» está vinculado
a ellos desde muy antiguo. En 1752 publicó en Madrid don Pablo Minguet
un método para aprender a tocar «la guitarra, el tiple y la
vandola», además de otros instrumentos. Este método,
tan curioso como raro, es el primero que se conoce en su género,
y en él vemos que ese tiple antiguo y el moderno timple canario
tienen las mismas cuerdas, la misma afinación y la misma manera
de tocarse, tanto punteado como rasgueado. Pero volviendo a nuestra historia,
tenemos que decir que sólo en la segunda mitad del siglo pasado,
hace apenas cien años, aparecen documentos describiendo fiestas
populares en Las Palmas donde se habla ya de nuestro instrumento como de
cosa propia, aunque llamándole tiple y no timple. Se ve que la m
es una adición canaria probablemente muy reciente.
Lo que verdaderamente diferencia a nuestro timple
de los demás guitarrillos españoles y portugueses es su caja
de resonancia estrecha, alargada y abombada por debajo. Esto sí
que no hemos logrado encontrarlo en la Península, aunque sí
en el ámbito hispano-americano, donde seguramente la importante
emigración canaria ha impuesto la manera nuestra de construir ciertos
guitarrillos tiples. Esta forma tan peculiar de caja resonadora, ¿se
trata de un invento canario? ¿Será un producto del ingenio
de aquellos constructores de Fuerteventura o Lanzarote a los que la tradición
popular evoca?
No debemos desestimar el dato histórico aportado
por nuestro diligente cronista Néstor Álamo, quien asegura
haber leído en un viejo cuaderno de apuntes del antiguo ejecutante
de timples lanzaroteño Jeremías Dumpiérrez que la
caja abombada del timple fue invento de un tal Alpañe, carpintero
catalán que ejerció su oficio en Las Palmas a fines del siglo
XVIII. Este interesante dato, desde luego, está pendiente de más
precisas comprobaciones paralelas al manuscrito de Dumpiérrez. Pero
que se hable allí de «invención» podría
considerarse aventurado, pues podemos demostrar que la caja abombada del
timple ya estaba inventada desde mucho antes... fuera de Canarias. Detengámonos
en ello para dejar en el aire las posibles vías de penetración,
sin descartar el dato de que el tal Alpañe haya podido ser una de
ellas.
En primer lugar, hemos de olvidarnos de lo que ahora
existe en la Península y remontarnos a lo que ya existía
siglos atrás.
Se sabe que en tiempos pasados hubo en Canarias muchos
esclavos traídos de la costa de África. A mediados del siglo
XVI había en Fuerteventura y Lanzarote más moriscos que españoles.
Varias veces fueron esas islas arrasadas por la piratería berberisca
y repobladas con profusión de africanos capturados en la costa atlántica.
Nos preguntamos ahora si la construcción canaria del clásico
guitarrillo tiple español con una caja resonadora inspirada en la
de aquellas guitarras morunas, precisamente como novedad vinculada a Lanzarote
y Fuerteventura (según evocan nuestras tradiciones), no será
una consecuencia de la huella africana que debió quedar en las islas
más orientales de nuestro Archipiélago.
Estas alternativas sólo van referidas, como
queda expresado, a la introducción de la actual forma del timple
en el Archipiélago, pero sin excluir la existencia en Canarias de
guitarrillos tiples con otras formas en épocas muy anteriores a
aquella, por ejemplo, en que se dice que llegó el misterioso catalán
Alpañe. En este sentido hay que consignar que en las islas orientales
existen dos variantes de afinación, tocantes a la tercera cuerda,
y que en Tenerife se elimina la quinta, dejándole al instrumento
sólo cuatro cuerdas. Todo esto, que presupone la coexistencia actual
de por lo menos tres técnicas de digitación diferenciadas,
parece indicar que la vigente forma del timple, al imponerse, absorbió
a diferentes tipos de guitarrillos de rasgueo que ya existían y
se tocaban en Canarias y que mostraban marcadas diferencias entre sí.
Sea como fuere, lo cierto es que nuestro timple cumplido
y de fondo jorobado, el «camellillo», como familiarmente se
le llama, ha cobrado en las Islas una personalidad propia y, por su gran
aceptación colectiva, casi forma parte ya de la idiosincrasia insular.
4.
Las canciones
Desde luego que el siglo XVI fue en Canarias el siglo
de las endechas. Sabemos que éstas se cantaban desde más
antiguo, tanto en la Gomera como en Lanzarote, y también que constituían
un elemento cultural de aportación judaica. En nuestra disquisición
sobre la música aborigen ya nos extendimos algo sobre el particular.
Sabemos que esta moda llegó a arraigar tan profundamente que incluso
los descendientes de los aborígenes cantaban las endechas en su
lengua vernácula, en la cual recogió aquellos dos preciosos
testimonios el ingeniero italiano Torriani. Nos consta también que
su frecuente ejecución por nuestro pueblo canario dio lugar a que
los músicos españoles del postrero Renacimiento recogieran
la melodía en sus cancioneros, para darla a conocer en la Península
bajo el título de «Endechas de Canaria». La realidad
es que musicalmente la melodía está ya documentada en cancioneros
españoles del siglo XV y en colecciones relacionadas con lamentos
judaicos. ¿Por qué a la muerte de Guillén Peraza se
cantan endechas judaicas? ¿Por qué ocurre lo mismo en relación
con la historia de la famosa Ana Sánchez, princesa aborigen de la
Gomera, «flor del Valle de Gran Rey»? ¿Nos encontraremos
ante el resultado de una relativa judaización de Canarias en el
siglo XV? ¿Qué se sabe acerca de esto? Se intuye aquí
un atractivo tema, sobre el que no se ha investigado aún lo suficiente.
Al margen de las endechas, tenemos noticias de canciones
menos difundidas que eran propias de diversos sectores de la población;
tal, por ejemplo, el caso de una canción perseguida por la Inquisición
por estar dedicada al diablo, cuya letra decía: Aunque me
maten, vida, por amor de ti, aunque me maten no lo he de sentir.
Artífices de estas canciones eran ciertas
mujeres intrigantes, las cuales han legado a nuestro folklore actual ciertos
cantos brujeriles que, lo mismo que han llegado hasta nuestros días,
se recuerdan en Cuba como tono de brujas canarias:
De Canarias somos,
de Madrid venimos
no hace un cuarto de hora
que de allá salimos.
Racimo de uvas,
racimo de moras,
¿quién ha visto dama
bailando a estas horas?
Fuente muy útil para el conocimiento de algunas
canciones populares en Canarias durante el siglo XVII son algunos villancicos
barrocos del maestro de capilla de la catedral de Las Palmas Diego Durón.
Sus obras de ambientación canaria abundan en pareados de los que
se cantan en La Palma y la Gomera. Justamente, uno dice:
«De la Palma a la Gomera
van barquitos a la vela.»
Algunos de estos pareados usados por Durón
están vigentes aún por aquellas islas. Inclusive una melodía
pastoril se identifica con un ejemplo recogido hace años en La Palma
por Cobiella Cuevas. El poder documentar con un testimonio musical del
siglo XVII una melodía popular actual es un rarísimo lujo.
En el repertorio de canciones populares actuales
se manifiestan dos estratos diferenciales: el de las canciones que acompañan
las danzas (isas, folías, malagueñas, etc.) y el de las canciones
de trabajo (aradas, trillas, cantos de recolección, de arrieros,
etc.). Este segundo estrato presenta arcaismos muy acusados, en tanto que
el primero, del que la gente gusta más y es por eso más conocido
y manoseado, no se remonta, en general, más atrás del siglo
XVIII. En ambos estratos se vislumbran con gran claridad los antecedentes
hispano-portugueses.
Al margen de los dos núcleos de cantos a los
que nos acabamos de referir, cabe aludir a un tercer grupo de canciones:
las rituales, tanto profanas como religiosas. En él cabría
incluir todo lo relacionado con la vida, con la muerte y con las creencias.
Las primitivas endechas y los cantos brujeriles que antes mencionábamos
entran aquí de lleno, pero también otras manifestaciones
musicales actuales de muy peculiar configuración, como los villancicos
navideños, cuya estructura melódica en Canarias está
relacionada con la música aplicada a ciertos estribillos de isa,
los ranchos de ánimas, cuya audición nos pone en contacto
con un mundo sonoro muy distinto al habitual en las Islas, y los llamados
Aires de Lima, a los que nos referimos más abajo.
Los ranchos de ánimas son tonadas lamentosas
que se cantan sólo entre el día de los Difuntos y el primer
domingo del febrero siguiente. Durante esa época invernal se constituyen
en las zonas rurales de nuestras islas orientales unas cofradías
de legos (el «rancho») que, al caer de la tarde, van de puerta
en puerta interpretando sus largas coplas y desechas con el objeto
de recopilar fondos para dedicar misas de redención a las ánimas
del Purgatorio. Son cantos monótonos y tristes, acompañados
de un lento y rítmico sonsonete metálico producido por triángulos,
espadas, panderos de sacudir, etc. El repertorio abarca desde la narración
pormenorizada de milagros de san tos hasta las loas fúnebres, pasando
por las copias propiamente dedicadas a las almas en pena. De todo esto
existen manifestaciones similares en España y Portugal, y aún
en toda el área mediterránea de. Nada tienen que ver con
los cantos peruanos, como se ha llegado a pensar con no poca ingenuidad.
Aunque rara ya, su peculiar melodía, que perdura más intensamente
en Gran Canaria, es de estructura enteramente modal y existe en el Minho
portugués, en pueblos ribereños del río Limia (Lima
en la lengua lusitana), al que sin duda se rememora en Canarias al denominar
estos aires por ser originarios de allí.
Sin olvidarnos de destacar, siquiera de pasada, el
interés de la aportación músico-popular del romancero
tradicional en Canarias, cabe aludir, por último, a un curioso canto
de trabajo que posee al mismo tiempo un mucho de canto ritual: el utilizado
por los pescadores de las Islas para pescar morenas. Consiste en una combinación
de silbidos y «llamados» que se realizan en una entonación
muy particular, lo que verdaderamente llama la atención. El repertorio
de sus letrillas es tan extenso como curioso, y cabe señalar que
de una manera muy semejante se practican estos cantos por los pescadores
de la vecina isla portuguesa de Madeira. En realidad, se sabe que nuestros
pescadores usaban de estos cantos ya desde los primeros tiempos de la colonización,
y que tienen un origen mediterráneo, pues también están
documentados en la literatura de la antigua Grecia.
III.-LAS
DANZAS POPULARES EN LA ÉPOCA HISTÓRICA
1.
Los sedimentos más antiguos
Es un hecho conocido que «el canario»
como baile sobrevivió en las islas a título de único
recuerdo musical de los primeros aborígenes hasta épocas
muy recientes: todavía era común en varias de ellas durante
la primera mitad del siglo XIX, si bien sus formas se habían ya
suavizado mucho y su música había sufrido serias alteraciones.
Hoy en día, la esencia de esta primitiva danza se conserva en el
baile llamado «el sirinoque», que se practica en la isla de
La Palma, si bien hay que observar que, mezclado con él, conviven
otros elementos ajenos, como el toque de cierta flautilla de pico y el
juego de las «relaciones».
La amalgama de pobladores que vinieron a las islas
después de la conquista fue verdaderamente importante. Si es cierto
que, ante todo, se establecieron en ellas gentes de la zona occidental
de Andalucía, no menos cierto es que también llegaron, en
menor proporción, pequeños contingentes que procedían
de muchas otras partes de la Península. El comercio y la industria
azucarera, además, estaban muy dominados por los mercaderes portugueses,
y como esclavos fueron traídos, especialmente a las islas más
orientales, gran número de berberiscos de la vecina costa africana
y más adelante hombres de color capturados en el África negra.
Todos estos elementos contribuirían a conformar un folklore musical
característico a lo largo de los siglos.
Como ejemplos concretos de lo que acabamos de exponer
cabe señalar que algunos documentos de la Inquisición en
Canarias, referentes al primer tercio del siglo XVI, nos describen con
detalle las exóticas danzas rituales practicadas ocultamente por
pseudoconversos africanos en el seno de las comunidades berberiscas de
Lanzarote y Fuerteventura. Estos moriscos criptoislámicos realizaban
reuniones y ritos en lugares apartados. En los procesos inquisitoriales
seguidos entre 1532 y 1534 contra Luis Bucar y Pedro Berrugro por tomar
parte activa en actos de esta índole se describen curiosas danzas;
en ellas intervenía una mujer adivinadora que entraba en trance,
era azotada y caía al suelo, mientras un hombre la hostigaba dando
saltos a su alrededor e invocaba a los demonios en lengua arábiga,
retemblando una lanza con la mano y dando alaridos «a fuer de moro».
El hecho, acaecido en Lanzarote, no era raro; lo que sí es raro
es encontrar una descripción tan puntual de la danza. También
existe otra excepcional descripción de parecida danza adivinatorio
practicada en Pozo Negro (Fuerteventura), donde tras la escena de la mujer
adivinadora se completaba el rito con el trance del hombre después
de actuar sobre llamas de fuego desparramando con las manos las brasas
de la hoguera nocturna.
Al margen de todo esto, y sólo para dar una
idea de lo que pudo ser el arranque de las danzas colectivas entre nuestras
primeras comunidades de colonos, podemos señalar que los bailes
populares ciudadanos que describen algunos historiadores de los siglos
XVI, XVII y XVIII, tomados de relaciones sobre fiestas muy significadas,
solían ser gremiales: danzas de labradores, de pastores, de marineros,
etc., y no faltan tampoco, a veces, como consecuencia de una situación
geográfica «puente» entre dos continentes exóticos,
las danzas de indios hispanoamericanos o de negritos. De todo esto sólo
queda la constancia histórica que nos dejaron muy viejas plumas.
2.
Danzas actuales de muy antigua tradición en el Archipiélago
Hay otras antiguas danzas de tipo rural que sí
han persistido hasta nuestros días en apartados rincones del Archipiélago.
Tal, por ejemplo, el llamado tango de la isla de El Hierro, acaso
identificable con el baile de tres observado allí
como cosa pujante todavía a finales del siglo XVIII.
Consiste el tango herreño en una danza
amorosa entre tres parejas de hombres y mujeres, ataviados con una indumentaria
que bien recuerda a la del Ribatejo portugués y a la de nuestra
Extremadura, en la que el vigoroso repique de las castañuelas de
lo tres danzantes masculinos y sus enérgicas vueltas, saltos y mudanzas
contrastan con las finas y delicadas contorsiones y vaivenes de las bailarinas
que se les enfrentan. Esta bellísima danza va acompañada
por el ritmo simple de un tambor grande, la voz de un campesino que interpreta
una curiosa canción «de aliento entrecortado» y la incidencia,
en contrapunto «ostinato», de una popular flauta travesera
a la que el cantante alude continuamente en el estribillo llamándola
«nai». Se trata esto, sin duda, de una reminiscencia morisca,
pues ése es el nombre que reciben diversos tipos de flautas a lo
largo y ancho de la cultura islámica y sus zonas limítrofes.
Más curioso todavía es el llamado baile
del vivo, también propio de la isla de El Hierro. Se trata de
la única danza pantomímica que se conoce en el Archipiélago
y consiste en un baile de pareja sola, en el que el papel preponderante
lo lleva la mujer. Esta simula arreglarse la cara, peinarse, mirarse en
un espejo de mano, ajustarse el talle, componerse las faldas y amarrarse
los zapatos, mientras que el hombre, frente a ella, tiene que imitar burlescamente
todos sus movimientos. Mientras ella se desplaza y lo cerca, trata de distraerle
con sus gesticulaciones para tirarle al suelo de un repentino manotazo
el sombrero con que él está tocado, culminación que
marca el fin de la danza. Un baile de parecidas gesticulaciones se conserva
entre los judíos sefarditas de Tetuán, y el baile-juego del
sombrero ha llegado hasta ciertos pueblecitos de los Andes, lo que demuestra
la larga andadura de esta remota danza hispana, que ha pasado al corazón
de América a través de Canarias.
[3. Baile del vivo. Grabado].
Ya desde el siglo XVII abundan los procesos inquisitoriales
contra brujas acusadas de practicar bailes rituales. Según los testigos
y las confesiones de las ensartadas, estos bailes eran practicados por
tres mujeres desnudas, acompañándose de castañetas
y panderos; sobre este tema hemos dejado puntual constancia en un dilatado
trabajo.
Era muy frecuente en los medios rurales de Canarias
el utilizar la música como vehículo idóneo para la
aproximación entre ambos sexos. Este aspecto sociológico
de la canción popular (la que los moralistas llamarían «obscena»)
debe ser contemplado con sumo interés para la recolección
seria de un cancionero del Archipiélago. El material es muy abundante.
En determinados sitios de Tenerife, Gran Canaria y Fuerteventura, por ejemplo,
perdura aún el recuerdo de cierta danza ocultista, primitivamente
relacionada también con prácticas brujeriles, llamada el
baile del gorgojo. Esta danza se bailaba de noche en lugares apartados,
en cuclillas y dando saltos, y algunas veces aparecían los danzantes
completamente desnudos. Sin relación aparente con este baile se
practicó también hasta principios de este siglo, en el sur
de Gran Canaria, una danza fálica llamada el baile del pámpano
roto, cuyo recuerdo sigue todavía entre los habitantes del
barranco de Guayadeque. Era éste un baile de dos filas enfrentadas
de hombres y mujeres en el que se intentaba atravesar, en evoluciones propias
de las llamadas «danzas de requerimiento y rechazo» (como lo
era también el primitivo canario), una enorme hoja de ñamera
que llevaban las mujeres colgada de la cintura a modo de delantal, constituyendo
el hacerlo (acción absolutamente optativa para el hombre) un compromiso
matrimonial ineludible.
Otro baile de filas enfrentadas de hombres y mujeres
que ha llegado con gran pujanza hasta nuestros días en la isla de
La Gomera es el baile del tambor, llamado también tajaraste
gomero. El tajaraste consiste, efectivamente, en un baile ejecutado
sobre un corto esquema rítmico muy característico, cuya estructura
es bien conocida en relación con los antiguos ritmos populares de
tambor y, en particular, con el de una popular danza barroca europea llamada
precisamente «le tambourin». De qué forma llegó
esta conocida danza a Canarias y fue adoptada por el pueblo es algo todavía
por investigar. Lo cierto es que sobre el mismo ritmo gomero se baila hoy
el tajaraste en Tenerife, si bien no se trata aquí ya de
una danza de filas enfrentadas, sino en rueda, caracterizándose
por los saltos que dan los bailadores, no sólo hacia adelante, sino
especialmente hacia atrás y apiñándose en dirección
al punto central de la rueda. Se trata de una evolución coreográfica
que llama mucho la atención y que también aparece en el tajaraste
final del llamado baile de la Florida, pago de La Orotava, en Tenerife,
y en determinadas danzas lanzaroteñas que nada tienen que ver musicalmente
con el tajaraste. Estos saltos tan característicos son particularmente
hermosos ejecutados por los danzantes de Lanzarote. Posiblemente nos encontramos
ante un substrato coreográfico más antiguo en las islas que
el propio ritmo de tambor sobre el que se basan los tajarastes.
En otro orden de cosas, hay que dejar constancia
de la supervivencia en la isla de La Palma de una de las más bellas
danzas agrícolas que conocemos: el baile del trigo. Se trata
de un juego que recuerda con indudable intencionalidad pedagógica
todas las operaciones que hay que realizar con este cereal, desde sembrarlo
hasta comerlo en forma de pan: cantando sin otro acompañamiento
que un sordo batir del compás, los danzantes evocan a coro cada
uno de los procesos del trabajo con gesticulaciones muy gráficas
a lo largo de la danza. La melodía tiene cierto sabor galaico. También
los judíos sefarditas de Tetuán han conservado hasta hoy
esta tradición de origen hispano, que incluso se recuerda todavía
en algún lugar de la Península, como Cáceres, si bien
relegada ya a la órbita de los juegos infantiles. En relación
con este singular baile palmero tenemos que referirnos a otra danza agrícola
que se practica en Lanzarote: la saranda, que se baila manipulando
enormes aperos propios de aventar y recoger también el trigo, pero
que es, al parecer, un invento coreográfico reciente Quién
sabe si no se trata de una nueva concreción de más antiguos
recuerdos provenientes también de una danza agrícola paralela
a la que se practica en La Palma.
Todas estas danzas que hemos citado se practicaban
ya en Canarias muy probablemente antes del siglo XVIII y constituyen los
principales restos de unas formas culturales decantadas y consolidadas
tras la conquista española de las islas.
3.
Las folías, malagueñas, seguidillas e isas, acervo
folklórico del siglo XVIII
Durante la decimoctava centuria tienen lugar en toda
España una serie de cambios económicos y sociales que afectarán
muy profundamente a ciertos usos y costumbres, extendiéndose a partir
de entonces por las comunidades rurales una serie de moda generales que
adquirieron pronto tanto arraigo como vigencia histórica. Es entonces
cuando fandangos, jotas, seguidillas y otros géneros se asientan
en todas partes y, cómo no, llegan también a Canarias. De
esa época data el folklore canario que hoy más se practica
en todas las islas, formando un núcleo de expresión uniforme
y común a todas ellas, el cual se concretiza en tres géneros
principales de los que se derivan, a nivel de localidades concretas, sus
particulares variantes. Estos tres grupos son: el de las folías
y la malagueña, el de los diversos tipos de seguidillas y el de
las isas.
Las folías populares de Canarias constituyen
una joya musical de inusitado interés. Son una fiel versión
del antiquísimo complejo formado por melodía y bajo acompañante
que desde fines del siglo XVI era conocido ya en toda Europa con el nombre
de «Folías de España». Esta danza cortesana debió
extenderse entre el pueblo canario bastante después del año
1700, y como género musical descendido de cultas esferas, conserva
un sello pomposo que viene dado principalmente por las evoluciones armónicas
de su «basso ostinato», que el pueblo ha sabido conservar con
gran fidelidad. Se bailan las folías muy delicadamente, con maneras
cortesanas, y conservan, como elemento más característico
de la danza, la antigua tradición del cambio de pareja por parte
de la mujer, la cual retorna a la postre a bailar con su primer acompañante.
Una variante más popular y tardía de
estas folías, si bien llegada a Canarias por otros derroteros no
tan cultos, es la que se conoce con el nombre de la malagueña.
Las evoluciones armónicas son las mismas que en el caso anterior,
pero el canto se produce sobre esquemas melódicos mejor conformados
y de gran belleza, en tanto que en las folías lo hacía
sobre niveles más propios de un recitativo cantable. El baile de
la malagueña, también parsimonioso, observa en Canarias
la característica de contraponer al grupo de bailadores unos episodios
solistas, protagonizados por un hombre y dos mujeres, los cuales realizan
un rico repertorio de evoluciones coreográficas verdaderamente atractivas.
[4. Baile de la malagueña].
Las seguidillas también arraigaron
en el Archipiélago durante el siglo XVIII en muy variadas formas.
Existe una versión de baile muy dinámica y colorista, propia
de las islas orientales, a la que se conoce por seguidillas corridas.
Otra versión es la de las saltonas, caracterizadas porque
los cantantes se alternan pasándose las estrofas que cantan («seguidillas
robadas»). También el llamado tanganillo es un tipo
de seguidillas caracterizado por un período melódico más
amplio, en el que el texto cantado se extiende en reiteraciones de ciertas
palabras. Digamos, por último, que una de las versiones más
bonitas de seguidillas de cuantas se danzan en las islas es la del llamado
baile de la cunita, danza navideña que se ejecuta en el pueblo
de Guía, de Gran Canaria. El Niño Jesús aparece acostado
en una rústica cuna de madera de tamaño natural, alrededor
de la cual gira los danzantes en doble sentido: los hombres en una dirección
y las mujeres en la contraria, renovándose así las parejas
de manera continua.
Todos estos bailes son «sueltos». Ahora
bien: el baile suelto por excelencia que, por su alegría y vistosidad,
constituye una pieza obligada en todos lo grupos de danza del Archipiélago
es la isa. «Isa» e una palabra proveniente del bable
asturiano y significa, «¡salta!». En realidad, la
isa sólo es una versión canaria de la «jota»
peninsular, tanto por su música como por su coreografía,
pero no cabe duda de que en las islas ha adquirido tan sello dulzón
y nostálgico que la diferencia y embellece. «Jota, es palabra
derivada también de «¡salta!», como es bien sabido,
con este término hay que relacionar el nombre de otro baile conservado
hasta hoy en Fuerteventura llamado el siote, por más que
esta danza se ejecute allí antes caminando que saltando. El particular
gusto que sienten los canarios por la isa ha sido la causa de que
ésta muestre tan variado número de versiones, tanto en lo
que respecta a la coreografía de baile (muchas veces indignamente
manipulada) como a la melodía que se canta, aunque ésta,
como ocurre en las folías, opere sobre austeros niveles de
recitativo. En esencia, sabemos que la isa era hasta fines del siglo
pasado un baile suelto de castañuelas, cuyos saltos exigían
gran destreza. Luego se ha sustituido la danza por una serie de puentes,
cadenas corros y figuras, copiando modelos de danzas que pueden contemplarse
hoy lo mismo en el folklore de Suiza que en el de la Argentina.
4.
Las incorporaciones decimonónicas
Las más tardías incorporaciones de
danzas populares a Canarias datan del siglo XIX. Se trata de un grupo de
bailes de origen centroeuropeo que se manifiesta en la polca, la mazurca
y la berlina, más rara esta última, aunque es todavía
bien recordada en Fuerteventura, La Palma y El Hierro. Son también
bailes sueltos y alegres, de muy dinámicas mudanzas y saltos menudos,
los cuales constituían la sal y pimienta de las fiestas campesinas
canarias hasta bien avanzado el presente siglo.
Este es someramente el panorama de las principales
danzas ejecutadas hasta hoy en Canarias. Al presente suelen revivir con
vigor nuevo en determinadas fiestas religiosas de gran trascendencia popular,
como la romería del Pino en Gran Canaria o la de San Benito en Tenerife;
otras romerías, como las bajadas de la Virgen en La Palma y El Hierro,
por ejemplo, muestran danzas propias que merecerían un estudio más
pormenorizado.
[5. Baile de la Virgen, El
Hierro].
Frente a la costumbre de las danzas populares en
festejos al aire libre, desde mediados del siglo pasado se fue además
imponiendo, al menos en las islas orientales del Archipiélago, una
práctica de estos mismos bailes en locales cerrados y permitiéndose
ya en ellos la modalidad del baile «agarrado», en detrimento
de la coreografía. Cierto que los bailes en casas particulares se
habían practicado antes en los medios rurales, como culminación
de las «velas de parida» en los bailes llamados de «última»,
un tipo de reuniones sociales que, por su carácter nocturno, dio
lugar a que cuando no se celebraban con ocasión del noveno o último
día de la velada, se les diera el nombre de «bailes de candil».
Pero la novedad ahora consistía en la explotación económica
del acto, la cual venía determinada por el estricto control de las
personas que penetraban en el recinto: los hombre pagaban al dueño
u organizadores una taifa con derecho a entrar y bailar sólo
dos o tres danzas, habiendo de salir y pagar nueva contribución
si quería continuar. A principios de nuestro siglo estos «baile
de taifas» constituían ya un motivo de gran atracción
en los medios populares de las islas, dándose lugar en ellos a numerosos
líos y disputas sobre el límite de los derechos que obtenía
quién pagaba religiosamente su taifa. La clerecía,
durante el período de puritanismo que siguió a la terminación
de la guerra civil del 36, consiguió abortar este tipo de práctica
populares manipuladas, las cuales se vieron asimismo desplazadas por el
paulatino auge de este tipo d actividades en las nuevas sociedades recreativas
de los pueblos y suburbios y donde la música popular tradicional
fue radicalmente sustituida por las canciones y ritmos de moda.
IV.-LA
MÚSICA CULTA: 500 AÑOS DE CREACIÓN
1.
Primeras aportaciones de Canarias a la cultura occidental
La creatividad musical constituye un destacado capítulo
de la historia cultural de Canarias. Desde que se conquistaron las islas
a fines del siglo XV no ha cesado en ellas una continua labor en este sentido,
de tal manera que, a través de cinco centurias, se ha ido constituyendo
en el archipiélago un importante patrimonio artístico cuya
importancia sobrepasa con creces el mero interés local.
La primera irrupción musical de Canarias en
el contorno de la cultura europea tiene lugar, en efecto a raíz
de la conquista, cuando rápidamente se difunde a través de
España y por todo el Occidente una vistosa danza de factura insular
aborigen: el canario. Este baile, que vivió en las
cortes europeas hasta ya entrado el siglo XVIII, dio lugar a numerosas
versiones musicales realizadas por los más destacados compositores
de entonces, y aún pervivía como danza popular en Canarias
a mediados del pasado siglo. Paralelamente a la difusión del canario,
otro producto musical reelaborado en las islas, de presunto origen judaico,
volvía a la Península para popularizarse a mediados del siglo
XVI: se trata de las llamadas endechas de Canarias, reproducidas
en sus publicaciones por los más afamados vihuelistas y teóricos
musicales del momento. El canario y las endechas constituyeron,
en suma, dos notables aportaciones musicales de Canarias a la cultura europea
del siglo XVI.
2. La
capilla de música de la catedral de Las Palmas
Terminada la conquista se erige en la ciudad de Las
Palmas su catedral, y en ella opera desde los primeros momentos una capilla
de música cuya actividad sería muy intensa durante los 350
años siguientes. Los maestros de capilla se suceden a lo largo del
siglo XVI, cultivando la polifonía de los más afamados compositores
flamencos, españoles e italianos de aquel entonces: Josquin des
Préz, Morales, Victoria, Palestrina, etc. Sin duda alguna estaban
«al día», como se dice ahora. Pero si bien no nos queda
ninguna obra de los propios maestros que actuaron en Canarias durante aquel
siglo -seguramente a causa de la devastadora toma de la ciudad por los
holandeses en 1599-, sabemos que algunos de ellos fueron compositores notables,
y que incluso un canónigo canario aventajaba con creces la ciencia
de los maestros que regían en su tiempo la capilla musical de Las
Palmas: don Bartolomé Cairasco de Figueroa.
Cairasco, cuyo talento como poeta era ya ponderado
por sus coetáneos del Siglo de Oro español, se había
formado en Sevilla, Coimbra y Alcalá, y posiblemente también
en Italia; tocaba con destreza el clavicordio, cantaba más que medianamente,
componía la música de los villancicos y madrigales insertos
en sus propias obras canarias de teatro y también algunas «chanzonetas»
polifónicas para determinadas festividades litúrgicas de
la catedral. Además nos legó entre su obra impresa un cúmulo
de referencias musicales que son bien conocidas por lo estudiosos de la
historia de la teoría musical española. En torno a Cairasco
y al maestro Ambrosi López se centra una época dorada de
la actividad musical en Canarias, y es una lástima que las dramáticas
circunstancias históricas vividas por la ciudad de Las Palmas en
aquel entonces impidieran 1a conservación hasta nuestros días
de su legado. A pesar de ello, las obras de música compuestas o
copiadas en los siglos XVII, XVIII y XIX que se conservan en el archivo
de la catedral de Las Palmas sobrepasan en número las dos mil, y
son en su mayoría piezas de gran calidad artística.
Lo más original reside en la cuantiosa producción
de los compositores que actuaron en la catedral de Las Palmas a partir
del siglo XVII. Ya el más antiguo del que se conserva música,
el maestro Melchor Cabello, figura en las historias de la música
hispana como fray Melchor de Montemayor, llamado Diego Durón. Era
hermano mayor de Sebastián Durón, el que sería luego
famoso maestro en la corte española y en el exilio; pero relegado
Diego al ámbito insular, permaneció trabajando silenciosamente
en Las Palmas durante cincuenta y cinco años, hasta que murió
en 1731. Se trata sin duda de un polifonista y policoralista de primera
fila, entre cuya numerosa producción (cerca de medio millar de obras)
existen incluso composiciones de inspiración canaria, en las que
los textos encierran un marcadísimo interés folklórico.
Tal, por ejemplo, el villancico representado y cantado entre ángeles
y pastores en 1691, así como los llamados «Cuatro tratantas
de la plaza», «El alcalde de Tejeda», «Los muchachos
de Canaria», etc. El sucesor de Durón, el valenciano Joaquín
García, trajo a Las Palmas otro estilo de desenfadado sabor dieciochesco,
y entre sus quinientas y pico de obras abundan las cantadas a voz
sola con acompañamientos instrumentales. Son obras que rezuman una
gracia y un españolismo extraordinarios.
Al socaire de toda esta música compuesta en
Canarias y para Canarias habrían de salir también en todo
tiempo músicos canarios; pero lo cierto es que sólo conservamos
producción de compositores insulares a partir de la segunda mitad
del siglo XVIII siendo el primero de ellos Mateo Guerra, el más
aventajado discípulo de don Joaquín García. Le siguen
Antonio Oliva (tinerfeño de Garachico), José Rodriguez Martín,
Agustín José Betancur, José María de la Torre
y Cristóbal José Millares, formados muchos de ellos a la
sombra del presbítero Mateo Guerra y de maestro de capilla Francisco
Torrens, el sucesor de García. Vive además en esta segunda
mitad del siglo XVIII otra personalidad canaria que proyectaría
su labor musical y literaria fuera del ámbito insular: el tinerfeño
Tomás de Iriarte, original compositor de abundantes melólogos
y autor del célebre poema «La Música».
3.
El desarrollo de los movimientos filarmónicos burgueses
desde fines del siglo XVIII
En conexión con la intelectualidad vinculada
a la Reales Sociedades Económicas de Amigos del País fundadas
en Tenerife y Las Palmas al comienzo del último cuarto de siglo
de la Ilustración, se inicia en las Islas una actividad musical
ciudadana apoyada por ciertos sectores de la burguesía y por los
propios músicos de la iglesia de la Concepción de La Laguna
y de la catedral de Las Palmas, actividad creciente que culminaría,
ya bien entrado el siglo XIX, con la fundación en el Archipiélago
de las dos Sociedades Filarmónicas más antiguas de España.
Este hecho ocurriría gracias a la ininterrumpida
afluencia a Canarias de maestros de gran talla. Huyendo de la invasión
napoleónica llega primero a Las Palmas como maestro de capilla,
procedente de la corte portuguesa, el compositor madrileño José
Palomino, quien, pese a haber fallecido a los dos años de su llegada,
dejó una profunda huella musical, tanto a nivel eclesiástico
(responsorios de Navidad) como profano (minuetos para piano); su obra tuvo
una larga vigencia durante el siglo XIX. Y al poco tiempo arriba a Gran
Canaria otra personalidad de gran brillantez: Benito Lentini, siciliano,
quien tras deslumbrar a la burguesía con la novedad sonora de sus
tocatas pianísticas no tardó en vincularse a la catedral,
para la cual compuso numerosas obras vocales e instrumentales de gran efecto
y con calidades rossinianas que eclipsaron sobremanera la producción
del maestro sucesor de Palomino, don Manuel Jurado Bustamante. Por otra
parte, a mediados de los años veinte llegó también
a Tenerife un joven y notable compositor francés, don Carlos Guigou,
quien pese a venir de paso para La Habana, a donde iba contratado, decidió
quedarse en la isla del Teide y, de acuerdo con las extravagantes modas
musicales que irrumpían por entonces en París, no tardó
en organizar en Santa Cruz conciertos ejecutados por centenares de músicos
reunidos, requiriendo para ello la presencia en la capital tinerfeña
de todas las bandas de los pueblos y del mayor número posible de
músicos de las demás islas.
La división del obispado en Canarias en 1828,
con la consiguiente merma de rentas para el establecido en Gran Canaria,
motivó una crisis definitiva en la capilla de música de la
catedral de Las Palmas y precipitó la consolidación extraeclesiástica
de los movimientos musicales ciudadanos. La actividad sinfónica
de carácter progresista iniciada años antes en ambas islas
(en 1818 se tocaban ya en Las Palmas sinfonías de Beethoven, todavía
en vida del gran maestro) cristalizaría al cabo de algún
tiempo con la organización definitiva de las Sociedades Filarmónicas.
La de Las Palmas vio la luz en 1845 bajo el patrocinio del Gabinete Literario,
santuario liberal de la intelectualidad insular, con un memorable concierto
que dirigió el propio don Benito Lentini un año antes de
su muerte. En Tenerife se desconocen fechas exactas, pero es presumible
una organización anterior, bajo la tutela de don Carlos Guigou y
del músico Manuel Núñez.
La preocupación en las Islas por una continuidad
musical digna e independiente se concreta durante los años treinta
y cuarenta del pasado siglo en el doble proyecto frustrado de formar en
el exterior dos jóvenes músicos de gran talento. Se anticipó
Tenerife, de donde partió a los dieciocho años Eugenio Domínguez
Guillén para estudiar durante cuatro años en Madrid y luego
en Nápoles. En Italia, tras dos años de actividad, se le
auguraba un gran porvenir como compositor operístico; mas contrajo
allí una terrible enfermedad que le obligó a volverse a su
tierra, a la cual no regresaría, pues falleció en Cádiz
ya en vísperas de embarcar para Tenerife. En Las Palmas, al morir
en 1846 los dos pilares del movimiento musical ciudadano Benito Lentini
y Cristóbal José Millares, se crea una suscripción
pública para enviar a estudiar al conservatorio de Madrid al nieto
de éste, Agustín Millares Torres (1826-1896), joven de inteligencia
extraordinaria. En la capital del Reino estudia composición con
Carnicer, además de violín, piano, arpa y canto, pero regresa
después de un año a Las Palmas porque, al haber fallecido
repentinamente su padre, hubo de hacerse cargo del mantenimiento de su
madre y de sus seis hermanos menores. No obstante, Millares Torres aprovechó
muy bien su año en la corte, no sólo dada su gran capacidad
de trabajo, sino especialmente porque cuando marchó a Madrid era
ya un músico bien iniciado en el arte de componer y de dirigir la
orquesta.
Durante la década de los cincuenta del pasado
siglo desarrolló Millares Torres una gran labor musical en Las Palmas
como compositor y director de orquestas, reorganizando incluso la Sociedad
Filarmónica, para la que reestructuró y editó sus
estatutos en 1855. Pero pronto fue derivando hacia otras actividades literarias
y eruditas más compatibles con su amarrada profesión de notario,
de manera que a partir de 1860 va en disminución progresiva su actividad
musical pública y crece su personalidad como novelista e historiador
de Canarias.
La Filarmónica de Las Palmas se volvió
a reorganizar en 1866 y emprendió un nuevo camino con otros directivos
y otros maestros al frente, hasta que en 1878 fue contratado en Madrid
un joven discípulo de Arrieta que había triunfado al darse
a conocer como compositor con su aún célebre «Serenata
española»: el aragonés Bernardino Valle (1850-1928).
Como tantos antecesores musicales suyos, Valle se desvinculó de
la Península para enterrarse en Las Palmas durante cincuenta años,
y nos dejó una copiosísima producción musical, entre
la que destaca su cantata sobre el descubrimiento de América, que
fue premio nacional de música en 1892.
Para rematar el proceso del sinfonismo insular decimonónico,
no podemos pasar por alto la figura del tinerfeño Teobaldo Power
(1848-1884), quien de joven se trasladó a Barcelona para formarse
como pianista y compositor, desde donde pasa a residir en París,
revelándose desde temprano como destacado creador de obras sinfónicas
y dramáticas. Durante una de sus estancias en Tenerife, a donde
acudió para reparar su quebrantada salud, compuso los «Cantos
canarios», pieza angular de la música orquestal del Archipiélago
en aquella época y que sigue vigente en el repertorio sinfónico
insular.
[6. Teobaldo Power].
Tanto Millares y Power como Valle fueron asimismo
cultivadores de la lírica teatral. Pero si bien las óperas
y zarzuelas de Millares se inspiran en temas literarios puramente románticos
(que él mismo escribía), el contorno geográfico y
humano irá invadiendo cada vez más la producción lírica
de los compositores insulares, como ya ocurre en las obras escénicas
de Valle de principios de este siglo y también en la de su contemporáneo
en Las Palmas, Santiago Tejera (recordemos las zarzuelas de éste,
«Folias tristes» y «La hija del mestre») y, luego,
en Tenerife, con Reyes Bartlet. Otro compositor grancanario más
sofisticado, don Andrés García de la Torre, logra estrenar
en Milán una ópera, «Rosella», cuya partitura
es incluso impresa allí por la casa Fantuzzi.
La actividad de estos últimos músicos
se alarga hasta casi la cuarta década de nuestro siglo, en que los
prolegómenos de la guerra civil española abrirán un
paréntesis importante. El cambio de siglo había tenido durante
largos años el aliciente de las reiteradas estancias en Gran Canaria
de Camilo Saint Saëns, quien
[7. Caricatura de Camilo
Saint-Saëns, por Francisco González.
El Museo Canario, Las Palmas de Gran Canaria].
incluso participó activamente
en la vida musical isleña; aparte de sus conocidas obras para piano,
«Las campanas de Las Palmas» y «El vals canariote»,
existe en el archivo de la catedral una curiosa composición suya
escrita en notación de canto figurado, un himno a Santa Teresa dedicado
al obispo de Canarias fray José Cueto, el cual no figura aún
en los catálogos de obras del ilustre músico francés.
Fue aquella, en efecto, una época fecunda, dada la simultánea
proliferación de intérpretes canarios de talla: el barítono
Néstor de la Torre: el violinista José Avellaneda, que animó
durante la «belle époque» a la afición de Las
Palmas con sus brillantes interpretaciones, sus composiciones violinísticas
y los ciclos de conciertos que organizó con su cuarteto de cuerdas;
el joven y muy ingenioso guitarrista Víctor Doreste, formado musicalmente
en Alemania, quien en el ocaso de sus años produjo aún dos
expresivas composiciones para orquesta de cuerda, etc.
4.
La época actual
Después de la guerra civil había que
partir casi de cero. Vuelven a reorganizarse las Sociedades Filarmónicas
en los años cuarenta, y si bien en Tenerife ello es menos difícil
gracias a la ininterrumpida labor del compositor y director insular Santiago
Sabina, en Las Palmas, tras un comienzo prometedor que se debió
al entusiasmo del melómano don Miguel Benítez Inglott y a
la presencia fugaz del gran maestro Obradors, hay altibajos hasta la llegada
en 1951 del catalán Gabriel Rodó, violoncelista magnífico,
gran director y notable compositor sinfonista; éste dominaba a la
perfección las técnicas del postromanticismo orquestal con
un interesantísimo lenguaje musical expresionista, y ello durante
unos años en que en España sólo interesaba el andalucismo
a ultranza. Rodó compuso música sinfónica para Las
Palmas, organizó el Conservatorio de Música, creó
una orquesta juvenil y, después de doce años de labor fecunda
y poco comprendida, las rencillas politiqueras urdidas en torno a la música
acabaron con su paciencia. Marchó a Bogotá en 1963, donde
falleció a los pocos meses de su llegada. Rodó fue el último
director-compositor que pasó por Las Palmas.
En todos esos años actúan también
en Las Palmas una serie de compositores guitarristas canarios, cuyo principal
exponente es Francisco Alcázar. Había estudiado algún
tiempo en Barcelona con Pujo y componía, guiado de una imaginación
delirante, piezas morunas de difíciles ritmos y originales ideas.
Y junto a la figura reciente del más insigne discípulo de
Alcázar, Efrén Casañas, aparece independientemente
otro guitarrista compositor interesante: Blas Sánchez, cuyo gran
homenaje a Pablo Neruda ha sido coreografiado recientemente por elementos
del ballet de Maurice Béjart.
Paralelamente, mientras ocurría todo esto,
Canarias no era ausente a la gestación de los nuevos lenguajes musicales
que han abierto una nueva era en los últimos años. En este
sentido, dejando a un lado las creaciones insulares de corte ultratradicionalista
(entre las que caben destacarse la corta producción sinfónico
regionalista de Néstor Álamo, así como lo reiterados
estrenos sinfónico-corales del compositor Navarro Grau en Tenerife),
hay que reseñar que un aventajado discípulo canario de Xavier
Montsalvatge Juan Hidalgo Cordorniú, estrena ya a partir de 1948
en Las Palmas obras de cámara que resultaban «revolucionarias»
en aquel entonces, de la misma manera que diez años más tarde
parecerían extravagantes la ejecuciones de las obras sinfónicas
y de cámara de cónsul italiano en Gran Canaria, Claudio Ammirato.
Ya por entonces había marchado Juan Hidalgo a Francia, Suiza e Italia,
donde aprende las técnicas de serialismo dodecafónico con
Bruno Maderna y un nueva concepción abierta de la música
con John Cage. Cuando regresa a España en 1959, su obra va media
docena de años por delante de lo que acaban de descubrir los jóvenes
vanguardistas madrileños y catalanes. Desde entonces y hasta nuestros
días, Hidalgo ha continuado su trayectoria musical casi en solitario,
siempre en el incómodo vértice de la vanguardia. Desde Las
Palmas se incorpora más recientemente a la nueva escuela madrileña
Carlos Cruz de Castro, cuya obra alcanza ya resonancias internacionales,
y en nuestra ciudad queda Juan José Falcón, compositor forjado
en ambiciones wagnerianas, que alcanzó en su día un interesante
lenguaje atonal de matices impresionistas y que se ha sumido también
últimamente en las técnicas de vanguardia, donde ha descubierto
un campo de expresión en verdad subyugador.
Expuestos quedan a grandes rasgos, y no sin importantes
lagunas, los hitos más destacados del devenir musical en Canarias.
Esta rica actividad, ininterrumpida a lo largo de quinientos años,
ha ido constituyendo en el Archipiélago el patrimonio artístico
más importante de toda su cultura, sin duda alguna. Este se concentra
en tres legados principales: el archivo de la catedral de Las Palmas, que
abarca hasta el primer tercio del siglo XIX; la sección musical
del Museo Canario, a donde han ido a parar los fondos de los músicos
canarios postcatedralicios, y el Conservatorio de Santa Cruz de Tenerife,
en donde se está organizando la concentración de las obras
de músicos tinerfeños. En conexión con todo esto,
el Museo Canario de Las Palmas ha creado hace años un Departamento
de Musicología, en el que colaboran Lola de la Torre y quien estas
líneas suscribe, con el fin de programar racionalmente la recuperación,
conservación e investigación de todo este legado musical.
Ello en la conciencia de que la historia musical española no acabará
de conocerse hasta que no se escriba la historia musical de las regiones
de España.
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