Imprimir este documento

Historia pública y privada de la
Iglesia Católica Argentina

Olga Wornat

5. Jinetes del Apocalipsis

–Esa imagen no se me borró jamás; era un hombre con sotana negra y cinturón violeta. Sólo pude verlo desde la cintura para abajo porque estaba encadenada y encapuchada, y hasta hoy me pregunto cuál sería su cara...
Miriam Lewin fue secuestrada el 17 el mayo de 1977 por una patrulla de la Fuerza Aérea, en la avenida Crovara de La Matanza. Tenía sólo dieciocho años, militaba en Montoneros y, tal como Firmenich recomendaba desde su dorado exilio, llevaba una pastilla de cianuro entre sus ropas. Le habían enseñado que era su deber suicidarse antes que delatar a un compañero bajo torturas y poner en peligro a toda la célula de la organización. Cuando se vio perdida, Miriam se la metió en la boca. Pero sus captores la vieron y rápidamente ordenaron un lavaje de estómago para salvarla, ahí nomás en la calle y frente a algunos transeúntes aterrados que pasaban. Incluso, uno de ellos que la quiso defender, fue atacado a culatazos y patadas por los atacantes, que bajo amenazas de muerte desapareció del lugar.
Pero lo de ellos no fue una actitud de buenos cristianos: creían que viva podría aportar una preciosa información. Pero no fue así: Miriam jamás dijo una palabra durante los dos años en que permaneció desparecida. La torturaron y mantuvieron detenida en un centro ilegal situado en Virrey Ceballos 632 del barrio de Congreso, próximo a la Jefatura de Policía, en la Capital Federal, hasta que la Armada la pidió creyéndola comprometida en un atentado contra esa fuerza. El 27 de mayo de 1978 Miriam fue trasladada a la ESMA y llevada a la Capucha, la sala de torturas. Un día en que, encadenada y encapuchada, la bajaban por las escaleras para ir al baño, divisó frente a sí la parte inferior de una sotana. El hombre que la llevaba puesta subía y si no tropezó con él fue porque el guarda que la acompañaba le había levantado levemente la capucha para que pudiese ver los escalones.
Muchas órdenes religiosas usan sotana negra, pero sólo los obispos y arzobispos llevan cinturón de seda violeta. Miriam nunca supo de quién se trataba, pero su testimonio es una prueba más del "fraterno" compromiso que altas autoridades de la Iglesia argentina tuvieron con los Jinetes del Apocalipsis: los militares del Proceso de Reorganización Nacional (PRN). Poco antes de que éstos llegaran en sus briosos corceles, Pablo VI había enviado a la Argentina al nuncio Pío Laghi. "Ese país está viviendo momentos muy peligrosos. Se ha declarado una lucha fraticida y me temo que el único que podría frenarla ya está demasiado viejo para hacerlo" –le indicó, haciendo alusión a su persona.

Santo perfil

–No sé por qué decidí ir a su país cuando el Papa me propuso. Ir a la Argentina fue lo peor que hice en mi vida, si me hubiera quedado en Jerusalem, nada de esto hubiera pasado. La gente en su país es extraña, retorcida, mentirosa. Allí pasaron cosas horribles, a mí, por ejemplo, me destruyeron la vida con infamias... –dijo Pío Laghi antes de despedirnos, una tarde de diciembre de 2000, muy cerquita de la navidad, en la residencia para cardenales donde vive, a metros de la Plaza de San Pedro. Lo miré y no supe qué responderle mientras él estrechaba mi mano con calidez. En sus ojos pude ver cierta angustia y un rencor velado conservado desde el fondo de los tiempos.
Pío Laghi nació en Castiglioni di Forli el 21 de mayo de 1922. Quinto y último hijo de una familia de campesinos, sus padres, Antonio y Laura, enfrentaron la pobreza de la posguerra y fueron trasladándose de pueblo en pueblo por Italia. El fascismo llegó ese mismo año y el resultado fue obvio: Pío creció en un clima de ferviente autoritarismo.
A los diez años, mientras estudiaba en la escuela parroquial, trabajaba en la peluquería del fígaro Archimede, en Faenza. Para el secundario se anotó en el Instituto Salesiano y a los dieciséis años ingresó al Seminario, donde cursó el liceo clásico. A los diecinueve obtuvo el "maturita clásica ", el bachillerato, y en septiembre de 1941 comenzó el curso de Teología en el Seminario de Faenza.
En 1942 se inscribió en la Pontificia Universidad Lateranense de Roma, pero fue por un rato, nomás. En julio de 1943, cuando los aliados desembarcaron en Italia, los bombardeos lo llevaron fuera de la ciudad. Benito Mussolini fue ejecutado y el país se sumergió en la guerra civil, así que Laghi prefirió quedarse en Faenza, hasta que todo pasó. De regreso a Roma, completó sus estudios de Teología y el 20 de abril de 1946 se ordenó en la capilla del Obispado de Faenza.
Su experiencia pastoral comenzó a los veinticuatro años en Puerto Garibaldi, un pueblo de pescadores destruido por la guerra. "Los niños tienen miedo de mi sotana negra y cuando aparezco escapan. Trataré de tener paciencia y buen corazón para ser pequeño entre los pequeños"–escribió en su diario.
Entre 1947 y 1950 rindió su tesis doctoral, ingresó a la Facultad Jurídica del Laterano, en Roma, y tres años después accedió a la Pontificia Academia Eclesiástica, la escuela que prepara a los diplomáticos de la Santa Sede. Pablo VI pidió personalmente su traslado a Roma.
Su primer destino, en 1952, fue Nicaragua, como agregado de la Nunciatura. En 1954 fue trasladado a Washington y luego a Nueva Delhi, como auditor de la Nunciatura. En 1964 regresó a Roma, donde lo ascendieron a consejero para los Asuntos Públicos de la Iglesia. Allí preparó el histórico viaje de Pablo VI a Nueva York, el 4 de noviembre de 1965. Y obtuvo la autorización para publicar las Actas y Documentos de la Santa Sede relativos a la Segunda Guerra Mundial.
En 1969 fue nombrado delegado apostólico en Jerusalén y Palestina. Cuando llegó a Tierra Santa tenía cuarenta y siete años y acababa de terminar la Guerra de los Seis Días. Allí solucionó un conflicto por un histórico edificio católico en el centro de Jerusalén, que había sido vendido a una entidad judía de Nueva York por 600.000 dólares.
En abril de 1974, la Secretaría Apostólica decidió su traslado a la Argentina en forma urgente, por los acontecimientos del país, que sangraba por izquierda y por derecha.
Antes de que pudiera deshacer las valijas, el escenario estaba montado: a las catorce y diez del 1 de julio de 1974, mientras el DC-10 de Alitalia que lo traía a bordo aterrizaba en Ezeiza, la radio y la televisión anunciaban la muerte del general Juan Domingo Perón y José El Brujo López Rega movía los hilos de una patética "Isabel Presidente". Que la viuda de Perón se llamara en realidad María Estela Martínez pero usara su nombre artístico, constituía todo un síntoma de la descomposición reinante: Argentina tenía una bailarina de folklore como Jefa de Estado. El Brujo o el "Hermano Daniel", según los ámbitos esotéricos en los que se movía, también comandaba la Triple A –Alianza Anticomunista Argentina– una banda de asesinos a sueldo de ultraderecha, compuesta por miembros de los servicios de inteligencia, policías, militares y ciertos militantes peronistas. Del otro lado, los Montoneros habían roto con Perón, y junto con el ERP, se cobraban cada día su cuota de violencia. Inflación, corrupción, el poder sindical desmadrado, ataques terroristas... El país estaba sumido en las sombras y en el caos.
Pío Laghi depositó su valija en el centro mismo de la encrucijada. Por cualquiera de los caminos que eligiera, llegaría a la prueba más difícil reservada al alma humana: la del poder. Poco después de la caída de Isabel, debería ejercerlo en medio de la dictadura más atroz y con el clero argentino fragmentado y la cúpula del Episcopado aplaudiendo a los jerarcas militares. A la derecha, los conservadores, llamados a dejar en la memoria de la Iglesia su mancha más oscura; al centro, los progresistas, que peleaban como podían en la búsqueda de la justicia; y por fin, a la izquierda, estaban los combativos, que abrazaron la violencia y sirvieron así equivocadamente al régimen, que desplegó el más perverso plan de venganza.
Más tarde, cuando todos esos personajes se insertaron en el teatro sangriento inaugurado por el golpe militar, Laghi en su función de representar al Papa ante la Iglesia y el gobierno, debería lidiar con todos ellos. Era un hombre de una fe inquebrantable. Pero Dios parecía estar ausente en la Argentina de entonces y el nuncio sintió la soledad con mayúsculas.
Esa soledad comenzó ni bien tocó tierra. En Il Cardinale e i desaparecidos–un libro editado en Italia en 1999 y que no se conoce en habla hispana– sus autores, los periodistas argentinos Bruno Passarelli y Fernando Elenberg, contaron que a Laghi lo fueron a recibir a Ezeiza unos cuantos prelados, entre ellos Adolfo Tórtolo, Antonio Caggiano y Raúl Primatesta, pero absolutamente nadie del gobierno, y contaron la siguiente anécdota:
"Al día siguiente de su arribo, Laghi participó del funeral de Perón en el Palacio Legislativo y fue inocente protagonista, a las pocas horas del inicio de su misión diplomática, de un nuevo y desconcertante episodio. Hubiera querido unirse a los otros embajadores acreditados para dar a la nueva presidenta el consuelo del Santo Padre, pero no había podido presentar las cartas credenciales debido al rápido devenir de las circunstancias (...) Se quedó en silencio, absorto en la plegaria, sin que nadie lo reconociera (...) En los diarios del día siguiente Laghi leyó una nueva e increíble noticia que agravó su desorientación. Isabelita había recibido en la residencia de Olivos, como "delegado pontificio" a un tal monseñor Andrés Karame que era anunciado como "representante del Santo Padre" y de la Iglesia oriental. A Isabelita le había transmitido las condolencias de Pablo VI y del patriarca oriental Máximo Hakim. "El religioso, cuya iniciativa resultaba inexplicable para monseñor Laghi, era un árabe, obispo de la Iglesia Maronita Católica del rito Oriental. Pero sucedió una cosa más grave todavía: en la puerta de la residencia presidencial de Olivos, Karame hizo breves declaraciones a la prensa: "Me ha mandado el Papa para presentar, en su nombre, las condolencias de la Iglesia a la señora". Laghi quedó confundido. Leyó repetidamente la noticia creyendo haber comprendido mal. Al fin se consoló pensando que sólo en una batahola tan grande como aquella que vivía el país sudamericano, se podían justificar gestos tan aventurados e irresponsables como el descrito."
Por el testimonio de quienes fueron favorecidos por la intervención de Pío Laghi o abandonados a su suerte por sus omisiones durante la dictadura militar, por sus declaraciones a los medios de comunicación, por sus amistades, por las entrevistas que concedió, por la larga y cruda conversación que mantuvo conmigo en Roma en diciembre de 2000, se puede reconstruir a pinceladas el retrato de un hombre contradictorio y complejo. Es apenas el perfil de un ser atormentado que, como dice Brecht, "luchó, pero sólo un día". Buscar en él a un hombre mejor o imprescindible, es precipitarse al vacío.



El golpe

Al día siguiente del golpe, Laghi recibía en la Nunciatura Apostólica, situada sobre la elegante avenida Alvear de Buenos Aires, los primeros llamados de parientes y amigos que pedían por las personas detenidas por los militares. Aunque pudiera sospechar una pizca de ilegalidad, la figura del entonces general Jorge Rafael Videla era todavía para él la de un militar de pocas palabras y de ferviente vocación católica, lector fanático de la Biblia, que se presentaba con una frase tranquilizadora: "Yo he dividido mi despacho de presidente de la Nación en dos partes: en una atiendo mis tareas oficiales y a la otra la he transformado en capilla y allí rezo y me inspiro en la idea de Dios". Ni siquiera existía aún, como figura dialéctica, el término desaparecido y tampoco era posible imaginar los "traslados" de personas vivas que atontadas con Pentotal (o Pentonaval, en la jerga militar) eran arrojadas al mar desde aviones de la Armada.
Eso sí, apenas llegó, el nuevo Nuncio construyó una relación personal con Robert Hill, el embajador de Estados Unidos en Argentina, –un republicano de pura cepa, defensor de la Doctrina de Seguridad Nacional que había llegado al país en 1973– la que le rindió buenos frutos. De acuerdo con esto, estuvo al tanto de la gravedad de la crisis en la que estaba envuelta la Argentina, es más, también supo con detalles –según las comunicaciones secretas que Laghi envió al Vaticano en esa fecha y corroboradas personalmente con una fuente pontificia– del golpe que se avecinaba y de los probables protagonistas militares. Nunca pudo ignorar que el jefe del Episcopado, monseñor Adolfo Servando Tórtolo, había sido enviado por Videla a convencer a Isabelita de renunciar al cargo, cuando ésta se encontraba acosada por el juicio político y el incendio. María Seoane y Vicente Muleiro, en El Dictador, cuentan que Isabel se reunió con Pío Laghi en la Nunciatura la tarde del 8 de enero de 1975.
"El 13 de enero, Laghi se reunió con su amigo Hill y el secretario político de la embajada estadounidense, Wayne Smith. Les contó con lujo de detalles, cómo había sido la reunión de Isabel con los militares. Hill a su vez, contó su reunión con Laghi en un documento secreto (confidential a 114, priority 4122) enviado a su jefe Kissingery que sólo se conocería veintidós años después, cuando una investigación periodística reveló y analizó documentos secretos de la Embajada de Buenos Aires, desclasificados por el departamento de Estado. Hill le escribió a Kissinger: "1) Laghi relató la confrontación de la Sra. de Perón en la tarde del 5 de enero con los tres comandantes en Jefe. Según la Sra. de Perón ella los había invitado a Olivos por otro tema, pero al llegar los tres inmediatamente le exigieron que renunciara por el bien del país. Le aseguraron que estaban a favor del proceso de institucionalizacion y que no querían violar la Constitución: sin embargo estaban sometidos a la tremenda presión de los oficiales subordinados que ya no aceptaban a la Sra. de Perón como presidenta y querían poner fin a la corrupción de su gobierno. Por la tanto para evitar un golpe lo mejor que ella podía hacer era apartarse y permitir que el poder pasara a un sucesor constitucional. Si no (ellos) no se hacían responsables. 2) La Sra. de Perón le dijo a Laghi que se negó rotundamente e insistió en que era la única peronista con suficiente respaldo para controlar la situación. Si ella se hacía a un lado dejando a Luder en su lugar, en dos meses habría una desintegración total de la base política del gobierno, y en consecuencia, los propios militares se verían forzados a asumir el control directo. Y esto, insistió ella, sería desastroso para el país, ya que favorecería a los terroristas y volcaría al movimiento peronista hacia la izquierda . Les dijo que mantener el orden y la disciplina en sus instituciones era problema de ellos y no debían usar ese argumento para exigir su renuncia. 3) El punto de vista de los comandantes militares era bastante distinto, sostenían que era más probable evitar la desintegración con su ausencia que con su presencia. La Sra. de Perón le dijo a Laghi que especialmente el almirante Massera usó un lenguaje muy duro. Le contó que Massera le dijo que los militares no temían una lucha si ésta era una de las consecuencias. La Sra. de Perón contó entonces que les dijo a los comandantes que tendrían que sacarla arrastrando de la Casa Rosada, usando la fuerza fisica. Admitió haberse puesto muy emotiva y haber estallado en llanto (lo que hace suponer que debe haber sido muy perturbador para Videla, altamente disciplinado y nada sensible) ". No se sabe cuánto tiempo, desde aquel fatídico 24 de marzo de 1976, le llevó al nuncio comprender que el brazo ejecutor del terror, el planificador del exterminio, era el mismo Estado. El mismo participó, como indican los documentos secretos enviados por Hill a Estados Unidos y los suyos propios enviados a Roma, de los prolegómenos de la peor crisis institucional de la historia argentina, de los inicios de la tragedia. "Es cierto que hablé con Isabel Perón y que ella me contó que los militares la presionaban para que se fuera. ¿Cómo podía yo imaginar todo lo que vino después? ¿Cómo podía imaginar por un segundo que esta gente iba a hacer lo que hizo?", me dijo Laghi casi disculpándose, cuando hablamos en Roma. Pero no debió haber sido mucho más allá de septiembre de 1979, cuando sus dudas se aclararon. El 6 llegó a Buenos Aires una delegación de la Comisión Internacional de Derechos Humanos de la OEA, presidida por Andrés Aguilar, Luis Demetrio Tinoco Castro y Marco Gerardo Monroy Cabra, que recogió testimonios de familiares de desaparecidos, visitó las cárceles donde estaban los presos "blanqueados" (en su mayoría, detenidos antes del proceso militar) y entrevistó a políticos, sindicalistas, periodistas, jueces, autoridades universitarias, religiosas, militares y policiales, entidades profesionales, comerciales, empresariales y de derechos humanos, y hasta a los ex presidentes, lo que incluyó a Isabelita, detenida en El Messidor. Por supuesto, la comisión también se reunió con el cardenal primado, Raúl Primatesta, presidente de la Conferencia Episcopal, quien expuso sus puntos de vista acerca de la situación de los derechos humanos en la Argentina.
Es cierto que no se halló un solo centro ilegal de detención y tampoco a ningún desaparecido, ni siquiera en la ESMA, a la que visitaron. Esto tenía su explicación: los que aún tenían la suerte de estar vivos, fueron trasladados en masa a las islas del Delta y permanecieron allí mientras duró la observación "in loco" de la comisión, que se extendió entre el 6 y el 20 de septiembre de 1979.
Curiosamente, los "desaparecidos" de la ESMA fueron a dar a la casa de ejercicios espirituales que el Arzobispado de Buenos Aires tenía en una isla del Tigre, según testimonió uno de los detenidos, Mario Villani, por más que a la hora de tener que dar explicaciones, la Curia dijo que esa propiedad ya no le pertenecía por cuanto se la había vendido –¡oh, casualidad!– a la Armada. Y curiosidad o no, quien la vendió fue monseñor Esteban Graselli, secretario del Vicariato Castrense y amigo de Pío Laghi. Esa casa tenía un sugestivo nombre: El Silencio. Y como todas en el Delta, se levantaba sobre pivotes en previsión de las crecidas del Paraná. La mayor parte de los detenidos fueron mantenidos debajo de la casa, atados a esos pivotes.
–Recuerdo que durante más de dos semanas nos tuvimos que aguantar los mosquitos y que se nos mojaban los pies cuando llovía y el río subía. Nos tenían atados a los pivotes, debajo de la casa–contó una ex detenida.
Cuando los investigadores se fueron, y una vez que la isla había sido utilizada, los marinos la vendieron a una compañía privada, en octubre de 1980.
Pero el informe de trescientas páginas que produjo y editó poco después la CIDH fue catastrófico para el gobierno. Luego de leerlo –y Laghi sin duda lo leyó– nadie pudo seguir alegando que no sabía lo que pasaba en la Argentina. En Buenos Aires, Córdoba, La Plata y Rosario, la comisión hizo investigaciones y recibió denuncias. Por cada una de ellas el gobierno se vio obligado a dar una explicación falsa, pero explicación al fin, y en cada caso la CIDH evaluó si la misma se justificaba o no. De más está decir que no le creyó ni una sola. Valga enunciar algunas de las que se detallan en ese informe:

CASO 4802. MARIO LERNER
Fue asesinado en el tercer piso de su casa siendo arrojado luego al primer piso, el día 17 de marzo de 1977, pasadas las nueve de la noche, por fuerzas de la policía. El gobierno contestó que fue muerto en la calle luego de resistirse. La comisión evaluó que había que seguir investigando el caso ya que "la respuesta no desvirtúa las alegaciones del denunciante".

CASO 2553. CLARA ANAHI MARIANI.
Fue robada cuando tenía tres meses de edad, luego de que su madre, que la llevaba en brazos, fuera acribillada a balazos –literalmente, la ametralladora la partió en dos– en el fondo de la casa. El informe de la CIDH consigna, sin dar nombres, que según el denunciante "es un comentario ya generalizada en el país, que se regalan o venden algunos bebés sacados tanto de sus hogares, donde se producen enfrentamientos, como de los lugares de donde "desaparecen" sus padres de las cárceles donde nacen. Clara Anahí debe haber sido regalada o vendida como tantos otros niños. Monseñor nos dijo que él había rescatado a varios niñitos que estaban en poder de policías que ya los habían inscripto como suyos". El gobierno reconoció el operativo pero negó que se hubiera recogido un beba. La CIDH dictaminó reabrir la investigación "por no encontrar elementos de convicción que desvirtúen los hechos denunciados".

CASO 2484. DAGMAR INGRID HAGELIN.
La CIDH recibió la denuncia de que la joven de diecisiete años, hija de suecos, fue tiroteada y secuestrada por un grupo de hombres vestidos de civil el 27 de enero de 1977, en El Palomar, partido de Morón. La embajada sueca recibió de la policía la información de que el operativo había sido realizado por las Fuerzas Armadas. El 9 de enero de 1979 el gobierno respondió a la CIDH que no se registraban antecedentes de su detención y por nota del 5 de mayo negó su participación en los hechos. La comisión dictaminó luego de su visita la conveniencia de activar ante la justicia la causa por "privación ilegítima de la libertad". Hagelin fue vista en la ESMA en sillas de ruedas y varios detenidos aseguraron que la "trasladaron" porque devolverla lisiada equivalía a reconocer un atropello a los derechos humanos que habían negado.

¿Qué otra prueba hacía falta? Represión indiscriminada, tortura, aniquilamiento, desaparición, robo de niños y de bienes... No cabía ninguna duda de que tal cantidad de casos no podían ser frutos de "excesos" sino de una feroz política de Estado.
Con el infierno como escenario, Pío Laghi se movió en una Iglesia de doble cara. La menos pública, que no se calló ni se doblegó frente a los abusos, estaba representada por los monseñores Jaime de Nevares, Miguel Esteban Hesayne, Enrique Angelelli, Alberto Devoto y Carlos Ponce de León. Otra, que directamente avalaba las acciones de la dictadura, la encabezaban los obispos Adolfo Tórtolo, Victorio Bonamín, José Miguel Medina, Antonio Plaza, Horacio Bozzolli y un séquito de vicarios castrenses que concebían la purificación a través de la sangre. Por fin, estaban los conservadores, aunque equidistantes, como Primatesta, con el que simpatizó enseguida y entabló amistad.
Mientras tanto, la Iglesia complementaba a la Junta Militar. Cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA llegó en septiembre de 1979 a la Argentina, el cardenal Primatesta recibió a sus miembros y les entregó un informe lavado que no sólo no aportó datos, sino que justificó la actitud de las Fuerzas Armadas, según testimonios de gente de CIDH.
Aunque no caben las disculpas, el nuncio –según él mismo declaró años más tarde– no se animó a entrometerse en los poderes, ni en la acción del Episcopado argentino. Se lo impedía su investidura diplomática y además, hacerlo hubiera contradecido el espíritu de no intervención recomendado por el Concilio Vaticano II.
El documento Sollicitudo Ommium Ecclesiarum aprobado por Pablo VI en 1969, precisaba sin matices que "el nuncio debe respetar y sostener a los episcopados locales con fraterno y discreto consejo" sin enfrentar a la jerarquía local. Ningún pontífice podía imponer su voluntad por encima de la conferencia episcopal del país. Laghi había colaborado en la redacción de este punto, a las órdenes del secretario del Consejo para Asuntos Públicos de la Iglesia, cardenal Antonio Samoré, quien fue luego mediador en el conflicto argentino chileno por el canal del Beagle, Laghi, desde la comodidad de su despacho romano, estableció el criterio que limitaba la intervención del nuncio, sin saber que alguna vez sería su prisionero. Fue así como optó por no romper relaciones con los militares. Se limitó a realizar negociaciones subterráneas, secretas, en silencio, para aliviar el sufrimiento de los detenidos y de sus familias. Y esta opción fue la que años más tarde lo arrastró frente a la mirada interrogante de las víctimas y de sus familias. Justo él, un representante de Dios.



Viaje al Jardín de la República

Parecía un viaje cualquiera, una visita más de las que realiza un hombre de su rango. Llegó a Tucumán respondiendo a la invitación del obispo de Concepción, monseñor Juan Carlos Ferro, quien estaba ansioso por mostrarle al nuncio las obras de restauración de la curia local. Todo transcurrió en un clima amable, pero al final, ya con un pie en el aeropuerto, Pío Laghi fue protagonista de una situación que teñiría de sospechas sus seis años en Argentina.
Era junio de 1976, –tres meses después del golpe– y el general Antonio Bussi gobernaba la provincia con mano de hierro. El Operativo Independencia funcionaba a pleno y las tropas del ejército se agazapaban en el monte tucumano, asesinando a mansalva. A punto de partir, Bussi le pidió Laghi que confortara a su tropa. Frente a él, al segundo comandante de la V Brigada, coronel Alberto Cattaneo, y a un grupo de jefes y oficiales, Laghi bendijo y legitimó así la lucha antisubversiva:
"Los valores cristianos están amenazados por una ideología que es rechazada por el pueblo y la Nación reacciona como cualquier organismo vivo, generando anticuerpos frente a los gérmenes que intentan destruir su extructura e instrumentando su defensa con los medios que la situación impone.
"Como dice monseñor Primatesta, nunca la violencia es justa, pero la justicia no debe ser violenta, aunque hay situaciones en la cuales la autodefensa exige a veces tomar actitudes que pueden implicar el respeto del derecho hasta el límite de lo posible (...)
"Por eso cada uno tiene su cuota de responsabilidad: la Iglesia y las Fuerzas Armadas; la primera está insertada en el proceso y acompaña a la segunda, no solamente con sus oraciones, sino con acciones en defensa y promoción de los derechos humanos y de la Patria (...) Sigan las órdenes "con subordinación y valor", como dicen ustedes."
El diario La Nación publicó las declaraciones el 27 de junio de 1976 y el país conoció así la clara expresión de la derecha episcopal. Pero, tiempo más tarde, Laghi rechazó estas palabras y no las reconoció como suyas:
"Claro, ellos controlaban la prensa, la manejaban a su antojo, yo protesté, pedí una rectificación pero no me escucharon. Allí empecé a entender que estábamos frente a gente muy desleal, muy artera", le confesó Pío Laghi al periodista Bruno Pasarelli.
Ese viaje a la provincia del noroeste argentino, denominada Jardín de la República por su extraordinario verdor, tuvo también otra derivación que se conocería más tarde. El 24 de septiembre de 1984, el escritor Ernesto Sabato, titular de la Conadep, le entregó al presidente Raúl Alfonsín, junto al informe final con el reporte de las 8.961 personas desaparecidas, otra lista secreta en sobre lacrado que contenía el detalle de 1.351 personas que fueron acusadas de complicidad por los sobrevivientes. En ella figuraba el nuncio Pío Laghi, quien para entonces, ya era Nuncio apostólico del Vaticano ante los Estados Unidos.
Precisamente, el libro sobre Pío Laghi que escribieron Pasarelli y Elenberg, comienza su primera página con estas palabras:
"Para el cardenal Pío Laghi, el 21 de marzo de 1997 fue uno de los días más amargos de su vida. Aquella mañana cuando, desde la oficina de prefecto de la Congregación para la Educación Católica –que tiene una vista espectacular a la Plaza San Pedro– inició la lectura de los diarios italianos del día, se le heló la sangre. En la página diez, dedicada a las noticias internacionales, el Corriere della Sera publicaba un amplio articulo a cuatro columnas cuyo título en caracteres destacados decía: "Cardenal y verdugo". Lo acompañaba un subtítulo inequívoco: Argentina. Pío Laghi acusado de ser parte integrante de la dictadura militar.
"En un recuadro se anticipaba que la Asociación Madres de Pinza de Mayo, con sede en Buenos Aires, lo había denunciado ante la magistratura italiana por haber participado en "el secuestro, tortura y homicidio de miles de personas" durante su gestión en calidad de Nuncio Apostólico en Argentina entre 1974 y 1980. "
Por supuesto, no fue aquella la primera vez que monseñor Laghi supo que lo acusaban, era sí la primera vez que la noticia salía en el principal diario de Italia.
En el documento secreto de la Conadep, la acusación provenía del testimonio 0440 de Juan Martín, ex desaparecido y exiliado en Madrid. Martín contó que su encuentro con el Nuncio se dio en unos galpones próximos al helipuerto, en el Ingenio Nueva Baviera de Tucumán, convertido en campo de concentración. El sobreviviente dijo que recibió la orden de presentarse ante Pío Laghi junto con dos detenidos más. Le sacaron las esposas y la venda de los ojos. Le ordenaron lavarse, le dieron ropa en buen estado y pudo afeitarse por primera vez. Los llevaron a los tres a plena luz, ante altos oficiales y clérigos. Martín quedó perplejo:
–Su presencia era imponente: alto, fornido, vestido con sotana y cubierta la cabeza con un sombrero de ala, ancha y copa semicilíndrica, el nuncio no facilitaba precisamente la comunicación–describió.
El general Bussi había tomado la iniciativa y casi gritando para sobrepasar el ruido ensordecedor de las hélices del helicóptero, lo había presentado sin decir su nombre:
–Éste es uno de los detenidos.
A continuación, según Martín, el Nuncio le preguntó delante de sus secuestradores si estaba bien cuidado.
–Pregúntele si alguna vez usamos la picana eléctrica... Eso de la violación de los derechos humanos que a usted tanto le interesa... –interrumpió Bussi, envalentonado.
Martín llevaba cinco meses secuestrado, lo habían torturado salvajemente, pero era obvio que no podía decirlo delante de Bussi. El Nuncio le preguntó si su familia sabía que estaba detenido y cuál era su nombre, hecho lo cual lo abrazó, le entregó una Biblia y lo invitó a tener fe y esperanza.
Pero Laghi negó que tal escena hubiera existido y dio sus explicaciones: aseguró que él nunca usó un sombrero negro de ala ancha y copa semicilíndrica y dijo que la fecha de detención de Martín fue dos meses posterior a su visita aTucumán. Pero aquellos datos volvían desde casi una década atrás y aunque algunas voces se alzaron en su defensa, nunca se disipó la duda.
"Cometí un error al ir a Tucumán, lo reconozco. Nunca imaginé que allí me esperaba gente tan perversa. Nunca vi a nadie, como me culpan. Nunca vi una persona torturada, ni encadenada. No sé de qué me hablan. Eso no quiere decir que entre la gente que me trajeron para saludarme hubieran metido alguien en esas condiciones. Pasaron muchos años de aquello. Después los diarios deformaron todo lo que dije, pedí que rectificaran y nunca me respondieron. ¿Cómo puedo darme cuenta?", me aclaró en Roma sobre este episodio, sentado frente a mí.
Monseñor Jaime de Nevares le declaró al diario Clarín, el 13 de abril de 1995, respecto a estos hechos: "Laghi se ocupó mucho del problema de los perseguidos y los desaparecidos".
Y el propio Emilio Mignone, fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y con una hija desaparecida, consideró factible que "el detenido haya visto a otro prelado, probablemente a un capellán militar".
Como quiera que sea, el anticipo del Corriere della Sera se cumplió: el 4 de mayo de 1997 la presidenta de las Madres, Hebe de Bonafini, con el patrocinio del abogado Sergio Shocklender, compareció ante la Procuración de la República de Roma pidiendo el procesamiento de Laghi, no obstante saber que como ciudadano vaticano, el ex nuncio tiene inmunidad. Según Passarelli y Elenberg, "da la impresión de que el verdadero objetivo de la denuncia no sería sólo Laghi, sino también Juan Pablo II y la Iglesia en general, por su rol durante la masacre argentina de los años setenta".
Independientemente del papel de Laghi, el informe de la Conadep y el Diario del Juicio permitieron reconstruir el aniquilamiento sistemático que llevó adelante el llamado Proceso de Reorganización Nacional (PRN) y demostrar la fuerte identificación del cristianismo de derecha con la dictadura. Los militares se jactaban de las excelentes relaciones que mantenían con la curia, pero torturaban y asesinaban al clero que había optado por la denuncia o el esclarecimiento. El general Albano Harguindeguy, ministro del Interior, se encargaba en forma directa y personal de todos los hechos vinculados con el sector progresista de la Iglesia católica, mientras los ritos y los símbolos de la fe cristiana acompañaban a los detenidos en los campos de concentración.
En una entrevista concedida a la revista Familia Cristiana, reproducida por el diario Clarín, el 13 de marzo de 1977, el entonces almirante Emilio Massera –luego destituido de su grado militar– y que Pío Laghi ayudó a que se entrevistara con el Papa en 1977, expresaba:
"Nosotros, cuando actuamos como poder político, seguimos siendo católicos; los sacerdotes católicos, cuando actúan como poder espiritual, siguen siendo ciudadanos. Sería pecado de soberbia pretender que unos y otros son infalibles en sus juicios y sus decisiones. Sin embargo, como todos obramos a partir del amor, que es el sustento de nuestra religión, no tenemos problemas y las relaciones son óptimas, tal como corresponde a cristianos ".
Por su parte, el coronel Juan Bautista Sasiaiñ, jefe de la Policía Federal, afirmaba en La Nación del 10 de abril de 1976:
"El Ejército valora al hombre como tal, porque el Ejército es cristiano".
Pero los testimonios prestados en 1984 ante la Conadep y en 1985 en el juicio a las juntas militares, develaron la hipocresía y demostraron el grado de alienación reinante:

ELENA ALFARO. DDJ, P.317. EX DETENIDA EN EL CENTRO DE DETENCIÓN EL VESUBIO, declaró ante la mirada asombrada del tribunal: "Siempre la Iglesia estaba presente, los desaparecidos estaban obligados a llevar el Rosario, les pegaban y les hacían rezar el Rosario, y en una pistola vi la inscripción: "Por la Patria y por Dios".
LISANDRO RAÚL CUBAS. LEGAJO NRO. 6974, dio un testimonio alucinante sobre el pacto entre la Iglesia y las Fuerzas Armadas. En la Navidad de 1977, quince prisioneros encapuchados, engrillados y esposados con las manos detrás de la espalda fueron llevados al Casino de Oficiales. El capitán Acosta les anunció que iban a oír misa, a confesarse, y a comulgar para celebrar la fiesta navideña: "Yo por mi formación cristiana y la presión de lo que estaba viviendo me confesé"–reconoció.
JUAN MARTÍN. LEGAJO NRO. 0440. "Antes de permitirnos acostar en el suelo, el personal de guardia nos obligaba a rezar en voz alta un Padre Nuestro y un Ave María. "

GRACIELA DALEO Y ANDRÉS CASTILLO. LEGAJO NRO. 4816. "Massera, Chamorro, Acosta y algunos de los miembros del grupo de tareas N° 3 les desean (Feliz Navidad) a unos treinta prisioneros, engrillados y esposados."
SACERDOTE PATRICK RICE. LEGAJO NRO. 6976. "Nos llevaron a la Comisaría 36 de la Policía Federal de Villa Soldati. Me torturaron y decían que los romanos no sabían nada cuando perseguían a los cristianos en comparación a los militares argentinos. "
SACERDOTE ORLANDO VIRGILIO YORIO. LEGAJO NRO. 6328. "Un hombre me interrogó y me dijo: "Usted es un cura idealista, un místico, diría yo, un cura piola, solamente tiene un error que es haber interpretado demasiado materialmente la doctrina de Cristo. Cristo habla de los pobres, pero cuando habla de los pobres habla de los pobres de espíritu y usted hizo una interpretación materialista de eso, y se ha ido a vivir con los pobres materialmente. En la Argentina, los pobres de espíritu son los ricos y usted en adelante deberá dedicarse a ayudar a los ricos que son los realmente necesitados espiritualmente"



Viaje al Infierno

No fueron uno o dos los curas que sufrieron en carne propia los rigores de la dictadura. Por el contrario, una gran cantidad de seminaristas, sacerdotes, pastores y religiosas resultaron detenidos, todos fueron torturados y en su mayoría se encuentran "desaparecidos". Algunos eran tercermundistas, otros, montoneros, pero muchos carecían de una postura ideológica, simplemente trataban de ayudar a los familiares a sobrellevar su angustia y dolor, lo mínimo esperable de cualquier cristiano auténtico. Esta es parte de esa lista:

JORGE ÓSCAR ADUR. Sacerdote asuncionista, párroco de Nuestra Señora de la Unidad, en La Lucila, salió del país en 1976, pero fue secuestrado en Brasil, en julio de 1980. Se convirtió en capellán de los Montoneros. Desaparecido.
HÉCTOR FEDERICO BACCINI. Ex seminarista, organista, Ríe secuestrado en La Plata el 25 de noviembre de 1976. Desaparecido.
CARLOS ARMANDO BUSTOS. Sacerdote de los Franciscanos Capuchinos a punto de ingresar a la Fraternidad del Evangelio del padre Carlos de Foucauld. Trabajaba como taxista. Fue secuestrado en la calle por policías de civil cuando se dirigía la misa de la Basílica de Pompeya, el 9 de mayo de 1977. Trabajó mucho tiempo en la villa de "Ciudad Oculta", en Buenos Aires, desde donde mantuvo relación directa con el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, aun cuando Mugica hizo su apuesta por el peronismo, siendo él un crítico feroz del régimen. Desaparecido. Gracias a la inciativa de los capuchinos, todos los años se le realiza un homenaje en la Iglesia de Pompeya.
MAURICIO SILVA. Uruguayo de nacimiento, entró muy joven a la congregación de los salesianos. Su hermano Jesús también tomó la misma opción. Realizó sus estudios en Argentina y sus primeras experiencias fueron en la Patagonia. Luego entró de novicio a la Fraternidad y cuando terminó, entró a trabajar a una fábrica de ladrillos. Intenso y de profunda vocación, más tarde se metió con los "cirujas"–los que revisan la basura para juntar cartón, latas y cualquier producto que puedan vender– donde estuvo un largo tiempo. En 1973 decidió dedicarse al mundo de los barrenderos, y por lo tanto se hizo barrendero de la municipalidad de Buenos Aires. Realizó una intensa actividad política y gremial. Salió de la Argentina durante la dictadura y en 1977, a pesar de los consejos en contra, decidió regresar, y una vez en el país, continuó con su vida de siempre: barrendero. En junio de 1977, junto al regional latinoamericano de la Fraternidad, Joao Cara, visitó a Pío Laghi en la nunciatura, estaba también su secretario Kevin Mullen. "Quédense tranquilos, que el gobierno se compormetió a no tocar más a curas y religiosas", dijo Cara, años después. El 7 de junio del mismo año, el cardenal Aramburu les dijo lo mismo que Mullen, pero agregó que en la última Asamblea de los obispos, un general había ido a visitarlos en helicóptero para decirles que el gobierno no tenía nada contra los curas y las monjas. Y Aramburu le entregó a Mauricio un documento que le permitía dar misa y confesar. Cuando fue detenido, llevaba esos documentos encima. Mauricio Silva desapareció alrededor de junio-julio de 1977. Cara fue a la nunciatura y Mullen pegó un puñetazo a la mesa y dijo: "¡No!¡Esto no debe ser. Los militares nos habían prometido!". Varios meses después, monseñor Pichi, del arzobispado de La Plata, les informó que había localizado a Silva en Campo de Mayo y que estaba a disposición de la justicia militar. Un mes más tarde, Pichi les dijo que no tenía noticias del sacerdote. Informaciones vaticanas dicen que el Papa Paulo VI pidió por él y que los militares lo mataron, porque no podían dejarlo vivo en el estado deplorable en que estaba y por eso decidieron "trasladarlo".
VÍCTOR BOINCHENKO. Pastor protestante, oriundo de Cosquín, fue secuestrado en Córdoba el 3 de Abril de 1976.
CARLOS ANTONIO DI PIETRO Y RAÚL EDUARDO RODRÍGUEZ. Seminarista y religioso asuncionistas secuestrados el 4 de junio de 1976 en San Miguel, provincia de Buenos Aires. Vivían en la Comunidad de los Religiosos Asuncionistas ubicada en el barrio La Manuelita de San Miguel, de donde fueron sacados por civiles y uniformados.
EMILIO FOURCADE. Sacerdote secuestrado el 8 de marzo de 1976. Estuvo en el Campo de La Ribera y luego fue "trasladado".
ANÍBAL GADEA. Seminarista católico secuestrado en 1977.
JORGE GALLI. Sacerdote, fue secuestrado en 1976, en San Nicolás, provincia de Buenos Aires.
LUIS OSCAR CERVAN. Religioso católico secuestrado el 4 de noviembre de 1976, en Tucumán.
PABLO MARÍA GAZARRI. Sacerdote, trabajaba en la Parroquia de Nuestra Señora Del Carmen, del barrio de Villa Urquiza, de Capital Federal. Estaba por ingresar en la Fraternidad del Evangelio con el fin de dedicarse al apostolado entre los pobres. Fue secuestrado en la calle el 27 de noviembre de 1976, estuvo en la ESMA y fue "trasladado".
FRANCISCO JALICS. Sacerdote jesuita, fue secuestrado el 23 de mayo de 1976 en el Barrio Rivadavia. Estuvo en la ESMA y posteriormente en una casa en Don Torcuato. Fue liberado el 23 de octubre de 1976 junto al padre Yorio, sacerdote de la misma Comunidad. Salió del país.
JUAN IGNACIO ISLA CASARES. Seminarista obrero de la Parroquia Nuestra Señora de la Unidad de Olivos, de donde era párroco el padre Jorge Adur. Fue secuestrado y posiblemente asesinado el 4 de junio de 1976 en Boulogne, partido de San Isidro, provincia de Buenos Aires. Su hermano Marcelo, que estaba secuestrado en otro auto, presenció el tiroteo y vio que ponían un cuerpo en el baúl del auto.
MAURICIO AMILCAR LÓPEZ. Pastor protestante, fue rector de la Universidad de San Luis y pertenecía al Consejo Mundial de Iglesias como delegado ejecutivo. Secuestrado el 1 de enero de 1977, en su casa en Mendoza. Le robaron dinero, objetos de valor y documentación personal. El Consejo Mundial de Iglesias exhortó a Videla a ubicar el paradero del pastor.
RAÚL EDUARDO RODRÍGUEZ. Religioso asuncionista, seminarista de la Congregación de la Sagrada Familia de San Isidro, secuestrado el 4 de junio de 1976 en la Comunidad de los Religiosos Asuncionistas de San Miguel, provincia de Buenos Aires, junto con Carlos Di Pietro. Fue sacado por civiles y uniformados. Realizaba trabajo pastoral en villas de emergencias y era estudiante de Teología.
NELIO ROUGIER. Sacerdote de Hermanitos del Evangelio, fue secuestrado en septiembre de 1975 en Tucumán, cuando viajaba desde Córdoba.
PATRICK RICE. Sacerdote católico de nacionalidad irlandesa, secuestrado el 12 de octubre de 1976 en la Capital Federal. Perteneciente a la orden de los Pequeños hermanos del Evangelio o la Fraternidad de Charles de Foucauld, Patrick trabajó mucho tiempo en relación directa con el arzobispo Aramburu, con el que logró armar una buena relación. La característica de esta orden era la mimetización de sus integrantes con los obreros: Rice fue albañil muchos años hasta que lo secuestraron. Liberado el 3 de diciembre de 1976, fue custodiado hasta que partió en el avión. Estuvo como detenido desaparecido y luego fue "legalizado". Fue bárbaramente torturado.
HENRI DE SOLAN. Hermano de la Fraternidad del Evangelio, trabajaba en la provincia de Corrientes. Fue detenido en septiembre de 1976 y deportado a Francia en febrero de 1978, acusado de facilitar una máquina de escribir a un grupo opositor al gobierno.
JAMES WEEKS. Sacerdote norteamericano, fue secuestrado en Córdoba el 3 de agosto de 1976 junto a cinco seminaristas. Liberado, salió del país.
JULIO SAN CRISTÓBAL. Hermano de La Salle, fue secuestrado el 5 de febrero de 1976.
ALICE DOMON. Religiosa francesa de las Misiones Extranjeras de París secuestrada en la Iglesia de la Santa Cruz de la Capital Federal el 8 de diciembre de 1977. Estuvo prisionera en la ESMA y luego fue "trasladada". Desaparecida.
LÉONIE RENÉE DUQUET. Religiosa francesa de las Misiones Extranjeras de París, catequista de Castelar, tenía sesenta años cuando fue secuestrada en Ramos Mejía el 10 de diciembre de 1977. Fue llevada a la ESMA, y finalmente "trasladada". Desaparecida.
Ambas monjas fueron terriblemente torturadas. En sus peores momentos de dolor, la hermana Alice que estaba en "Capucha" preguntaba por la suerte de sus compañeros, en forma particular por el "muchachito rubio", que no era otro que el capitán Astiz, infiltrado entre los familiares de desaparecidos que concurrían a la Iglesia de la Santa Cruz , en el barrio de Flores, y delator de un grupo de doce personas más, que gracias a él fueron secuestrados y asesinados.
A punta de pistola, Alice fue obligada a enviar una carta en francés a su congregación junto a una foto, sacada durante su cautiverio delante de una bandera y un cartel del Partido Montonero, que fue armada en la ESMA, tal como se testimonió en el juicio.
Si la actitud de la Iglesia, del nuncio y por ende del Vaticano, hubiera sido otra, el destino de todas esas personas hubiera variado de manera radical. En julio de 1976 los "duros" y los "blandos" de la dictadura estaban en plena definición de territorios, y una postura enérgica de parte del clero, sobre todo del Papa, podría haber resuelto a favor de los segundos el control del Estado. Y seguramente la salvación de mucha gente.



La masacre de San Patricio

El episodio más sangriento que recuerde la historia de la Iglesia Argentina se registró el 4 de julio de 1976: cinco padres palotinos fueron masacrados en el interior de la casa parroquial de la Iglesia de San Patricio. El cruel episodio pudo haber sido el punto de inflexión, el momento límite para torcer el brazo asesino de la dictadura, pero la respuesta de la jerarquía eclesiástica fue sólo de estupor. No hubo convicción y ni coraje.
En el Ministerio del Interior había un archivo con más de trescientos nombres de sacerdotes considerados miembros o simpatizantes del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM), cuyos integrantes habían hecho pública su opción por los pobres, y aquel día se decidió que la campaña represiva contra el ala progresista de la Iglesia comenzara en Estomba 1942, en el barrio residencial de Belgrano R, donde los palotinos tenían un colegio y una parroquia.
Tanto Jorge Rafael Videla como su par de la Fuerza Aérea, Orlando Ramón Agosti, y buena parte de sus familiares, se habían educado en el colegio que los palotinos tenían en Mercedes, provincia de Buenos Aires, pero eso no importó para nada. No eran aquéllas horas de lealtades ni de agradecimientos, sino de locura, rapiña y fanatismo.
Los sacerdotes Alfredo Kelly, Alfredo Leaden y Pedro Duffau, junto a los seminaristas Salvador Barbeito Doval y José Emilio Barletti, fueron sacados de sus habitaciones y acribillados a balazos por la espalda. Cinco armas diferentes, 68 balazos repartidos entre cinco hombres pacíficos y desarmados, marcaron uno de los crímenes más aberrantes de la historia de la Iglesia argentina.
Hubo ensañamiento. Hubo crueldad. Y un profundo silencio de la jerarquía eclesiástica, junto a inverosímiles hipótesis con las que se intentó explicar la matanza. Y hay una causa judicial estancada que nunca encontró a los autores del quíntuple crimen. Pero en las paredes quedó la evidencia. Los asesinos escribieron: "Por envenenar las mentes vírgenes de nuestros jóvenes. Por los policías dinamitados en Coordinación. Curas hijos de puta".
Pío Laghi quedó espantado. La habitación era un lago de sangre. Una sensación de horror lo invadió. Se arrodilló en el lugar y se puso a rezar durante un largo rato. No pudo evitar que su sotana y sus pantalones se mancharan, pero no le importó. Ese mismo día, en la ceremonia de unción de monseñor Espósito, el nuevo obispo de la diócesis de Zárate-Campana, el nuncio tomó la palabra e improvisó una homilía. Repudió el quíntuple asesinato con palabras durísimas y pidió su esclarecimiento, pero reconoció con espanto que eso iba a ser muy difícil "por la situación de ilegalidad que impera en el país" y por la libertad con que se movían "ciertos grupos que parecen gozar de una inadmisible protección". El nuncio estaba furioso, y se notaba.
"Si alguien me hubiera dicho que iba a vivir una situación semejante no le hubiera creído. Era un horror, cada día que pasaba era un horror. Todos teníamos miedo, yo tenía miedo, la gente que trabajaba conmigo tenía miedo. Los militares mentían y mentían todo el tiempo. Y encima tenía que soportar que los obispos que iban a ver al Papa a Roma le contaran mentiras, me desmentían siempre... ", me decía recordando aquellos años.
El funeral fue ese mismo día, con los cinco ataúdes alineados. El oficio religioso estuvo a cargo del arzobispo de Buenos Aires, cardenal Juan Carlos Aramburu, y alrededor de sesenta sacerdotes. En mitad del oficio fúnebre entró el comandante del Primer Cuerpo de Ejército, el entonces general Carlos Suárez Masón. Hubo murmullos y tensión, sobre todo cuando se levantó para comulgar. Pero Laghi no le negó la comunión.
El 29 de abril de 1985, durante el juicio a las juntas militares, el periodista Robert Cox contó un encuentro que tuvo con Pío Laghi unos días después del hecho:
–Nos reunimos en una habitación en penumbras en la nunciatura, nos sentamos muy cerca uno del otro junto a una mesa baja, solamente Pío Laghi y yo, y el nuncio tenía la misma impresión que yo, es decir que esto había sido hecho por las fuerzas de seguridad, que esto no era un incidente aislado, sino otra de las piezas del rompecabezas que iban cayendo en su lugar... y estaba verdaderamente horrorizado. Recuerdo con precisión cuáles fueron sus palabras, me dijo: "Tuve que darle la hostia al general Suárez Masón, puede imaginar lo que siento como cura". Hizo un gesto que no consideró apropiado para repetir ante este tribunal y agregó: "Sentí ganas de pegarle con el puño en la cara".
Si con su testimonio Roberto Cox quiso defenderlo, también puso al descubierto que el nuncio contaba con mucha información.
Al día siguiente, la Comisión Ejecutiva de la Conferencia Episcopal (Primatesta, Aramburu y Zaspe) redactó una carta que envió a la junta militar, compuesta por Videla, Massera y Agosti, que terminó convirtiéndose en un documento absolutorio:
"Sabemos, por las palabras del señor ministro del Interior y por la presencia en las exequias del señor ministro de Relaciones Exteriores y Culto y de otros altos jefes militares, cómo el gobierno participa de nuestro dolor, y nos atreveríamos a decir, de nuestro estupor".
Al final, se preguntaban con tibieza: "¿Qué fuerzas tan poderosas son las que con toda impunidad y todo anonimato pueden obrar a su arbitrio en medio de nuestra sociedad?".
Ayer no hubiese sido difícil averiguarlo, exigir el condigno castigo y apostar con esto a que el régimen parara la mano. Graciela Daleo y Andrés Castillo testimoniaron ante la Conadep que "... el teniente Pernía participó de esta operación, según sus propios dichos jactanciosos". Pero el caso es que hasta hoy no hay ni siquiera un pedido de investigación.
Si aquel documento de la CEA fue un espanto, la reacción del Vaticano no fue mejor. En un telegrama enviado a Primatesta el Papa se limitó a expresar su "enérgico rechazo de los excecrables crímenes que contradicen el espíritu civil del pueblo argentino".
Con su tibia reacción, Juan Pablo II acababa de definir el rumbo de la dictadura.
Resulta paradojal, si se tiene en cuenta que en junio de 1955 (véase el Capítulo 2) ante un hecho mucho menor como fue la expulsión del obispo Manuel Tato y del canónigo Ramón Novoa, la respuesta de la Sagrada Congregación Consistorial Vaticana fue la excomunión "latae sententia" de los responsables, lo que incluía al presidente Juan Domingo Perón.
Laghi pidió una entrevista con el ministro del Interior, general Albano Harguindeguy. El martes 13 se presentó en Balcarce 50 y dialogó con él. Luego le informó al secretario del Estado Vaticano, Cardenal Jean Villot: "El principal tema tratado fue el estado de los detenidos políticos, el secuestro y la eliminación de personas al margen de la ley y la violación de fundamentales derechos humanos". Harguindeguy sólo le repitió que había ordenado la apertura de una investigación.
En ese momento –según me contó– Laghi tomó conciencia del carácter de sus interlocutores: "Me di cuenta que frente a mí se levantaba un muro que, de a poco, fui entendiendo que era de cinismo. Los peores hombres son los que saben ser vivos, presuntuosos y cínicos...".
Nada detenía ya la furia de los represores.
Dos semanas después de la masacre, el 18 de julio, un grupo de civiles que se identificó como de la Policía Federal secuestró en la parroquia de Chamical, al sur de La Rioja, a los sacerdotes Gabriel Longueville y Carlos de Dios Murías. Fueron torturados y luego asesinados. Sus cuerpos fueron encontrados tendidos sobre las vías del ferrocarril, a siete kilómetros de Chamical. El 24 de julio, varios hombres encapuchados fueron a buscar al párroco de Sañogasta, en el oeste, pero el cura se había ido por recomendación del obispo Enrique Angelelli. Cuando el laico que los atendió les dijo que el párroco no estaba, lo acribillaron a balazos. Se llamaba Wenceslao Pedernera.
Dos hechos habían servido de preanuncio: el 20 de marzo, en una solicitada publicada por el diario local El Sol, se advertía que "no habrá paz en la diócesis riojana mientras permanezca allí su pastor, monseñor Angelelli". El 24 de marzo, día del golpe militar, en la zona de El Chamical, varios sacerdotes fueron detenidos, indagados y luego liberados.



Muerto en la ruta

A diferencia de monseñor Aramburu o del propio nuncio, el obispo de La Rioja no perdió un solo minuto y se puso a investigar en persona los tres asesinatos. Llevaba dos semanas en eso cuando el 4 de agosto, mientras volvía de celebrar una misa en la que denunciaba los asesinatos ocurridos en su diócesis, Angelelli murió. Fue en un supuesto accidente automovilístico en la ruta entre El Chamical y La Rioja, a la altura de Punta de los Llanos. La camioneta que manejaba fue embestida por un Peugeot blanco y volcó. El obispo aún vivía cuando lo sacaron de la camioneta, lo arrastraron más de veinticinco metros por el asfalto y lo abandonaron. El cadáver fue encontrado a la mañana del día siguiente.
Laghi llamó entonces a Harguindeguy, a quien le pidió un avión para ir a La Rioja junto con monseñor Raúl Primatesta, y le dijo: "Ustedes deben demostrarme que se trató de lo contrario de lo que yo pienso que ha sucedido. ¡¡¡ Ustedes lo mataron, fueron ustedes!!!".
Pasados casi treinta años, se defendió de las acusaciones diciendo esto:
–Cuando me enteré de lo de Angelelli, le hablé a Harguindeguy pidiendo un avión para ir a La Rioja, diciéndole que quería saber la verdad, si eran ellos los que lo habían matado. Les grité, les dije que habían sido ellos. Estaba harto de tanta muerte... Me dijo que no, que era un accidente, y lo mismo me repitió el cardenal Primatesta, que fue conmigo a La Rioja... ¿Cómo iba a suponer que estaba tratando con monstruos, capaces de arrojar personas desde los aviones y otras atrocidades semejantes? Se me acusa de delitos espantosos por omisión de ayuda y de denuncia, cuando mi único pecado era la ignorancia de lo que realmente sucedía.
Monseñor Angelelli estaba en la mira del Papa. El Vaticano lo consideraba el símbolo de la radicalización del clero argentino y su acercamiento al tercermundismo lo convirtió en un personaje preocupante para Pablo VI. Cuando algunos obispos acudieron a Roma para una visita "ad liminá" el sumo pontífice los recibió uno por uno. Pero la audiencia privada de Angelelli se postergaba una y otra vez. La estuvo esperando casi un mes. Al fin, cuando el Sumo Pontífice se decidió a atenderlo, lo trató de manera fría y distante. Escuchó su exposición sin asentir y sólo lo interrumpió una vez, cuando el obispo le dijo:
–Con su fervor católico La Rioja salva a Cristo. Pablo VI le respondió disgustado y cortante:
–No, Angelelli, usted está equivocado, en todo caso es La Rioja la que se salva "en" Cristo. Bueno, monseñor, venga mañana que le voy a entregar las instrucciones a las que deberá atenerse cuando regrese a su diócesis.
Fue aquella una carta personal con las normas pastorales que Angelelli debería seguir para volver a las fuentes doctrinarias, excluyendo de su obra y de su lenguaje toda extravagancia extremista, según me manifestó en una entrevista el secretario de Estado, Agostino Casaroli, el 14 de mayo de 1998.
Era tal la incomodidad que generaba el obispo de La Rioja que la Prefectura de la Casa Pontificia dio instrucciones para que no quedasen fotos del encuentro. Casaroli, con fineza argumental, me dijo: "Yo he sido siempre un hombre que estuvo a favor de las aperturas, pero a veces cerrar es útil y a veces se vuelve indispensable, y aquel momento de la Iglesia fue uno de esos".
Por su parte, Pío Laghi, cuando lo vi en Roma, me dio las seguridades de que había hecho todo lo posible para averiguar lo que había sucedido con Angelelli y que seguía haciéndolo. Me mostró una carta fechada el 5 de abril de 2000, que le había dirigido el obispo de Concepción, Tucumán, monseñor Bernardo Witte, junto con un informe sobre lo que había averiguado respecto a la muerte de Angelelli.
En esa carta hay un párrafo que llama mucho la atención y que dice:
"Hoy cumplo la promesa: le envío el resultado de mis investigaciones. Le aclaro que abrí los ojos en el año 1978, cuando el secretario de monseñor Enrique Angelelli, el presbítero Ortiz, me entregó una caja de documentos del Obispado, que él mismo se había llevado a su casa. Supongo y sé que "purificó" los contenidos, ya que alejó todo aquello que podría aclarar la verdad sobre el asesinato o accidente misterioso. Luego él mismo pidió la reducción al estado laical. Mis indagaciones han sido posibles por el prudente e inteligente apoyo del que entonces era mi secretario canciller, y hoy monseñor, Fabriciano Sigampa, mi sucesor en la querida La Rioja".
Junto con el informe, Witte le envió a Laghi una carta escrita por el arzobispo emérito de Mendoza, monseñor Cándido Rubiolo, fechada el 10 de marzo de 2000, en respuesta de una suya, reclamándole datos sobre el caso Angelelli, y que también me mostró. En lo sustancial, en esa carta Rubiolo le decía a Witte:
"Respecto del documento acerca de la muerte dudosa de monseñor Angelelli, mi opinión es favorable, pues no ha sido posible obtener más datos fidedignos.
"En cuanto al ex sacerdote A. Pinto, te informo que al día siguiente del accidente fue traído al Sanatorio Allende de Córdoba, donde yo lo visité de inmediato y conversé con el médico doctor Suárez, que lo atendía. Sin pensar que yo iría de administrador a La Rioja, recuerdo que en esa conversación el doctor Suárez me comentó que el tipo de daño causado en el sacerdote imposibilitaba que pudiese recordar el "antes" y el "después" del accidente, pues se producía un "corte" en la grabación del mismo, en el cerebro. Estando el presbítero Pinto en el Hogar de Ancianos en La Rioja, reponiéndose pasados varios días del accidente, por encargo del señor nuncio apostólico y estando a solas con él, le pedí que me narrara cómo había sido el accidente. Su respuesta fue que no recordaba nada; yo le creí, teniendo presente lo informado por el médico del sanatorio Allende.
"Lamentablemente no me hice acompañar por nadie y no tuve después la posibilidad de desmentir sus falsas informaciones. Te doy libertad para hacer uso de este informe. Quizás en la Nunciatura pueda haber algún informe dado al nuncio de entonces, monseñor Pío Laghi."
Angelelli había llegado a La Rioja después de ser obispo auxiliar en Córdoba. Con los conflictos obreros y estudiantiles que tuvieron lugar en esa provincia en 1968 y que culminaron luego en el Cordobazo, le buscaron un destino menos conflictivo. A las autoridades eclesiásticas de La Rioja les pareció ideal. ¿Qué podría hacer en esa provincia atrasada, sin sindicatos, sin industrias, impregnada de usureros y terratenientes?
Pero sin duda, Angelelli cambió a la Iglesia y revolucionó a La Rioja. Desde el pulpito cuestionó los privilegios sociales y económicos, los latifundios improductivos, la explotación del minero, del obrero y del peón. Con su respaldo se fundaron cooperativas de producción, sindicatos, centros vecinales, cooperadoras, grupos parroquiales, de campesinos, de artistas. Piadoso, ingenuo y humilde, se convirtió en un dirigente de masas. Cómo habrá sido la cosa que en junio de 1973, cuando Carlos Saúl Menem era gobernador, un grupo derechista produjo la expulsión violenta de monseñor Angelelli de la parroquia de Anillaco, supuesto lugar de nacimiento del luego presidente justicialista.
En su libro Mi vida misionera, monseñor Bernardo Witte –sucesor de Angelelli en el obispado de La Rioja– estimó que quienes mataron al obispo, a los otros dos sacerdotes y al laico, provenían de dos sectores que actuaron en coordinación recíproca: la Base Aérea de El Chamical y miembros de la organización "Defensores de la Fe" de Anillaco, aquellos enemigos de Angelelli desde la primera gobernación de Menem, entre los que se encontraba Amado Menem, el hermano mayor del ex presidente.
En una parte del informe que monseñor Witte firmó el 29 de marzo de 2000 sobre estos cuatro crímenes, y le envió a Laghi, se lee:
"Se supone que los autores de los crueles asesinatos vivían en la misma provincia de La Rioja, contando con el apoyo estratégico de otros cómplices.
"Busqué infatigablemente desde mi llegada a La Rioja (1977) datos precisos sobre los trágicos sucesos, como me lo pidió la Santa Sede. Creía sinceramente que había llegado la hora de la verdad, cuando se inició en 1988 en El Chamical el proceso contra los asesinos de los sacerdotes, confiando encontrar allí la pista que aclarara el caso del llorado pastor monseñor Enrique Angelelli.
"Es deplorable que la Justicia de Chamical no aclarara nada sobre los autores del asesinato de los sacerdotes de la propia ciudad. Muchos ciudadanos, feligreses fieles y admiradores de los sacerdotes asesinados, declararon con valentía y aportaron datos importantes. Había todo un clima de esperanza de encontrar a los autores.
"Cumplí mi deber de ciudadano y como sucesor de monseñor Angelelli, declarando en el mencionado juicio lo que había oído de terceros. Hasta di el nombre y apellido del posible secuestrador de los sacerdotes. Una religiosa de la parroquia observó a esta persona en la noche del secuestro.
"Pero el juicio de El Chamical no aclaró nada, ni en relación al asesinato de los sacerdotes, ni del laico, ni del "accidente" fatal de monseñor Angelelli. El fracaso del proceso chamicalense generó una desilusión muy fuerte, especialmente en el clero, entre religiosas y laicos más cercanos a la vida eclesial. "
En la última parte del informe, Witte señala:
"Me permito concluir con las palabras del propio monseñor Angelelli, pronunciadas en la casa parroquial de El Chamical, el mismo día de su trágica muerte: Han matado a dos de mis queridos sacerdotes, han matado al laico Wenceslalo, pero a quien buscan queda latente: Me buscan a mí".
El caso de Angelelli no fue el único "accidente". En vista de lo bien que les había salido éste, un año después, el 11 de julio de 1977, el obispo de San Nicolás de los Arroyos, Carlos Ponce de León, también moría de similar manera. Sucedió mientras se dirigía a la Capital Federal con su colaborador Víctor Oscar Martínez, con el objeto de llevar a la Nunciatura Apostólica documentación relativa a la represión ilegal implementada en esa diócesis y la de Villa Constitución, en la provincia de Santa Fe. Esa documentación involucraba a Suárez Masón, jefe del Primer Cuerpo de Ejército; al coronel Camblor, jefe del Regimiento de Junín; y más directamente al teniente coronel Saint Aaman, jefe del Regimiento con asiento en San Nicolás. La documentación desapareció y no fue reclamada por el canciller de la diócesis, monseñor Roberto Mancuso, capellán de la unidad carcelaria. A los pocos días del accidente, Víctor Martínez, que estaba haciendo el servicio militar fue arrestado y sufrió toda clase de vejaciones físicas y psíquicas durante el cautiverio.
Hacía tiempo que Ponce de León era objeto de todo tipo de amenazas, incluso de las que le hacía personalmente y sin ningún empacho el propio Saint Aaman. Según testimonió Víctor Martínez, el teniente coronel le decía en la cara:
–Tenga cuidado, usted está considerado un obispo rojo.
Martínez añadió que "el mismo jefe militar le había prohibido celebrar misa de campaña en el regimiento porque decía que allí no entraban curas comunistas.".
"A los tibios los vomita Dios..."

El Episcopado no quería ningún episodio que afectara las relaciones con el gobierno. La mayoría de los obispos legitimaron el proceso militar, elogiaron públicamente la represión y negaron las condiciones infrahumanas de los encarcelamientos. La supremacía de la derecha episcopal se extendió desde 1976 a 1978. La derecha aprobaba y diluía las críticas acerca de la efectiva actividad de los capellanes militares y del control que la jerarquía realizaba sobre sus propios miembros.
–Recuerdo que en una reunión de obispos en San Miguel, les dije a todos, casi gritándoles, mientras los familiares aguantaban afuera bajo la lluvia y el frío y nadie los recibía: "Ustedes están escondiendo en un pozo toda esta inmundicia, toda esta cosa horripilante, no se dan cuenta que el pozo se va a llenar y les va a explotar a ustedes... Me miraron y no me contestaron nada, prefirieron la cobardía–dijo Pío Laghi, haciendo memoria sobre el episcopado de la dictadura.
En mayo de 1977, monseñor Plaza decía: "Los malos argentinos que salen del país se organizan desde el exterior contra la patria, apoyados por las fuerzas oscuras, difunden noticias y realizan desde afuera campañas en combinación con quienes trabajan en la sombra dentro de nuestro territorio. Roguemos por el feliz resultado de quienes espiritualmentey temporalmente nos gobiernan. Seamos hijos de una Nación en la cual la Iglesia goza de un respeto desconocido en todos los países condenatoriamente marxistas".
En septiembre de 1978, monseñor Nicolás Derisi, rector de la Universidad Católica Argentina, aseguraba: "Creo sinceramente que la Argentina es uno de los países donde hay más tranquilidad y en donde los derechos humanos están más respetados. En este momento hay presos, pero presos por delincuencia. No veo que en este momento en la Argentina se encarcele, se mate, se atropelle contra los derechos humanos en ninguna parte. Si hay algún caso individual... somos hombres, pero no me consta que exista esta situación".
En septiembre de 1979, Raúl Primatesta, arzobispo de Córdoba y presidente de la CEA, le negaba a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de Córdoba un templo para utilizarlo durante unos días a efectos de recibir testimonios de familiares de desaparecidos.
Durante los primeros meses del golpe, Hesayne, Laguna, Espósito y Novak –nombrados obispos durante la gestión de Laghi– y también De Nevares, presionaron a las autoridades de la CEA y así se emitieron documentos firmados por Primatesta, Aramburu y Zaspe que repudiaban las acciones de la Junta Militar. Pero les faltó convicción y si bien pretendían hacer una crítica al estado de terror, se quedaban en medias tintas. Y no sólo eso: creían que el tener largas sobremesas con los jerarcas de turno les garantizaba que salvarían alguna vida. Un ejemplo de esto son las largas partidas de tenis de Laghi con Massera. "Sólo fue tres o cuatro veces a lo largo de los años que estuve como nuncio y de casualidad. No sopotaba el cinismo de Massera", me dijo Laghi cuando lo vi. Nada más ilusorio.
Un ejemplo de esto fue la Carta Pastoral colectiva del 15 de mayo de 1976, abstracta y rebuscada, que daba la sensación de ser una advertencia ante posibles pecados futuros, y no al que hacía referencia y que se acababa de cometer el día anterior:
"Si se produjeran detenciones indiscriminadas, incomprensiblemente largas, ignorancia sobre el destino de los detenidos, incomunicados de rara duración (...) si se suprimiera alguna garantía constitucional", decía, merecen una "condena sin matices cualquiera sea el bando del asesinado".
El 14 de mayo se habían llevado a un grupo de fieles de la parroquia Santa María del Pueblo, de la villa de emergencia del Bajo Flores. Entre ellos, a la monja Mónica Quinteiro y a la joven Mónica María Candelaria Mignone. De ninguna de ellas se volvió a saber nunca nada, sólo que fueron llevadas a la ESMA. Lo mismo sucedió con el grupo que operaba en la parroquia Nuestra Señora de la Unidad, en Olivos.
Entre la primavera de 1976 y mayo de 1977, la CEA se reunió con la junta militar y en un intento por reconocer la situación reinante y ponerle freno, los obispos se expresaron por primera vez con cierta dureza: "Personas constituidas en autoridad civil o militar han perdido la serenidad de discernimiento (...) Se quiere medir la vida de la Iglesia con un criterio castrense, con la consiguiente distorsión". Pero si hubo un criterio progresista duró poco. La junta se irritó y en las sucesivas reuniones que realizaba el Episcopado en la casa de retiros espirituales María Auxiliadora de San Miguel, el ala conservadora impuso mayor tolerancia.
Las contradicciones dentro de la CEA eran cada vez más evidentes y la complicidad de sus figuras más relevantes no podían disimularse. Algunos, como Juan Carlos Aramburu, arzobispo de Buenos Aires, justificaban los métodos represivos refiriéndose al país como un organismo que estaría convalesciente de una "larga y postrante enfermedad", siendo por lo tanto deber de todos "cooperar para lograr una real y positiva recuperación humana, psíquica y espiritual. Hay que defenderse tanto contra la violencia de los enemigos del orden y del país, como de la impaciencia y presión de otras fuerzas o factores de influencia con opciones o métodos divergentes", decía.
Otros directamente negaban la existencia del horror. En octubre de 1976 las violaciones a los derechos humanos eran escandalosas, pero Tórtolo, inmutable, respondía invariablemente: "No me consta".
Hacia finales del primer año de dictadura, la Conferencia Episcopal Argentina le envió a Videla una carta con la firma de Raúl Primatesta, con motivo de las fiestas de fin de año en la que se le expresaban "fervorosos y cordiales votos de una felicísima Navidad, llena de las gracias divinas que brotan a raudales de la cuna de Belén".
En la esquela se añadía que "unidos, pues, a Su Excelencia, y a quienes le acompañan, en la dura y riesgosa tarea de servir a la patria aun a costa de la propia vida, esta Comisión permanente, haciéndose intérprete del Episcopado en los sinceros deseos de que Gobierno e Iglesia puedan alcanzar las más auspiciosas metas para cimentar en la paz de Cristo una nueva aurora de grandeza y libertad para todo el noble pueblo argentino, saluda a Su Excelencia, el señor Presidente de la República, con la más distinguida consideración y la promesa de humildes y diarias oraciones al Señor ". "Firmado: Raúl Primatesta, presidente de la CEA. "
Mientras esa carta llegaba a manos de Videla, en la larga noche de la ESMA sucedía algo insólito, demencial, psicótico: quince detenidos desaparecidos fueron llevados al segundo piso del Casino de Oficiales donde el capellán del instituto oficiaría una misa. En el hall habían montado un altar sencillo y colocado varios bancos de iglesia. Los "fieles" eran muy extraños: todos lucían engrillados, esposados con las manos detrás de la espalda y encapuchados. A los oficiales les pareció que Cristo vería como una falta de respeto que le taparan la cara a sus seguidores y les sacaron las capuchas.
La primera reacción de los "fieles" fue de estupor e indignación. Allí estaba, frente a ellos, hablándoles, Jorge el Tigre Acosta, quien debía el alias a su condición de mayor torturador y más grande sanguinario de la ESMA, el hombre que torturó y mandó a "trasladar" a las monjas francesas Domon y Duquet, entre otros tantos detenidos. El testimonio que sobre ese momento aportó uno de los protagnistas, Lisandro Cubas, ante el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) fue elocuente:
"Nos dijo que para celebrar la fiesta de la Navidad cristiana habían decidido que pudiéramos oír misa, confesarnos y comulgar, los que eran creyentes, y los que no, para que tuviésemos la tranquilidad espiritual y pensáramos que la vida y la paz eran posibles, que la ESMA todo lo podía hacer. Igual, se escuchaban los gritos de los que estaban torturando, se sentían ruidos de las cadenas de los que llevaban al baño en Capucha. El sacerdote (¿se le puede llamar así?) preguntó quién se va a confesar, a lo que accedimos todos, menos tres o cuatro (una era judía y los otros ateos). A pesar de lo absurdo, en situaciones límite uno tiene que aferrarse a sus creencias religiosas. En mi caso, mi formación cristiana y la presión de todo lo vivido, hizo que me confesara. El sacerdote, en su mensaje en el momento del Evangelio, habló de la necesidad de que luego de pasar por esta experiencia, nos incorporáramos a la vida en la sociedad, buscando la paz, y abandonando la lucha de clase y la violencia. De allí nuevamente capucha y nueva duda y esperanza metida en la cabeza: ¿Será que nos dejarán libres alguna vez habiendo visto esto? Con esta misa, Acosta empezó a explicitar o crear la inquietud del proceso de recuperación en los secuestrados elegidos hasta el momento ".
Al Proceso de Reorganización Nacional (PRN) no se le escapaba el apoyo recibido de la Iglesia y las pocas reacciones clericales contrarias nunca afectaron su poder. Los documentos secretos de la junta, elaborados a principios de 1977, revelan un dato estremecedor: para las Fuerzas Armadas la Iglesia nunca representó una amenaza, fue útil a sus fines, controlada en sus desvíos y legitimadora del baño de sangre que se llevaba a cabo en las sombras.
El documento emitido en abril de 1977 por el Comando del Ejército y firmado por Viola, dice: "Si bien no hay participación activa de la Iglesia, la misma se manifiesta mediante la comprensión y aceptación de los principios básicos enunciados". Y agrega que "la existencia de una corriente de sacerdotes progresistas con algunos de sus integrantes enrolados con sus oponentes, no puede condicionar el alto concepto del Clero Argentino, ni justifica un alejamiento de la Iglesia, tan necesaria para la consecución de los Objetivos Básicos que se apoyan en los valores de la moral cristiana".
Algunos de los miembros de la jerarquía ni siquiera acordaban con la tibieza acusatoria de los documentos de la Iglesia. Monseñor Antonio Plaza, arzobispo de La Plata, pedía a sus fieles en mayo de 1977 "rezar para que tengan buenos resultados en su ardua tarea quienes nos gobiernan". Sostenía que había que "suprimir a los malos argentinos sostenidos por fuerzas oscuras".
Para cerrar el círculo, rechazaron también los reclamos Internacionales. El 17 de marzo de 1977 la CEA envió una carta a la junta militar, cuyo párrafo esencial es el que sigue:
"Comprendemos también que por un cúmulo de circunstancias en que entran intereses de todo orden, pareciera haberse desatado contra la Argentina una campaña internacional, que nos duele como ciudadanos amantes de la patria que somos y por nada quisiéramos vernos involucrados en posturas de reclamos de las que no conocemos el origen, y que, a veces, son harto dudosas en sí mismas".
No contentos con esto, en un segundo documento reiteraban que había "una campaña internacional que nos hiere, como argentinos que somos, y por nada quisiéramos vernos involucrados ni usados en reclamos de origen desconocido y muchas veces harto dudosos en sí mismos".



Buenos muchachos

Monseñor Plaza desmentía, Tórtolo negaba el horror de las cárceles, Bonamín arengaba a las tropas, Medina veía el bien en la represión, Aramburu se negaba a recibir a los organismos defensores de los derechos humanos y el obispo Sansierra afirmaba que no existían tales violaciones.
Decía Plaza: "La Iglesia brindará fortaleza espiritual a los integrantes de los cuadros policiales y a sus familias para templarlos en la adversidad". (12 de noviembre de 1976).
Decía Tórtolo: "Hay gente católica, que ha recibido la confirmación, que se alza contra la Nación argentina, destruyéndola. Cuando quienes la defienden reaccionan contra esa actitud destructiva, dicen que ellos son los perseguidos, tergiversan el espíritu y la mentalidad de Cristo... Dios habita el alma del soldado que va con Cristo y por Cristo a cumplir con su deber, rechazando a quienes se alzan contra el país". (29 de octubre de 1976.)
Decía Bonamín: "La Patria rescató en Tucumán su grandeza mancillada en otros ambientes, renegada en muchos sitiales, y la grandeza se salvó en Tucumán por el Ejército Argentino. Estaba escrito, estaba en los planes de Dios que la Argentina no podía perder su grandeza y la salvó su natural custodio: el Ejército". (5 de enero de 1976.) "Los miembros de la junta militar serán glorificados por las generaciones futuras." (24 de marzo de 1981.)
Decía Medina: "Algunas veces la represión fisica es necesaria, es obligatoria y como tal, lícita". (5 de abril de 1982.)
Decía Aramburu: "Hay que defenderse tanto contra la violencia de los enemigos del orden y del país, como de la impaciencia y presión de otra fuerzas o factores de influencia". (5 de octubre de 1976.)
Monseñor Bolatti agradecía a los militares por haber impedido que los marxistas tomaran el poder y monseñor Horacio Bozzoli, obispo de San Martín, llegaba al colmo de pedirle a la Santa Sede que silenciase a la radio vaticana "por hablar demasiado sobre la represión en la Argentina".
Laghi se preguntaba a sí mismo si el mundo se había vuelto loco, ya que todo resultaba agravado por datos objetivos: no había ninguna señal de condena al régimen militar, ni desde el Episcopado ni por parte del Vaticano. En ese sentido la audiencia personal que el papa Pablo VI les concedió el 10 de octubre de 1977 al entonces almirante Emilio Eduardo Massera y a su mujer, gestionada por el embajador argentino Rubén Blanco, lo dejó más solo. Faltaba mucho para el 23 de octubre de 1979. Aquella fue la primera vez que el papa Juan Pablo II hizo la primera mención pública sobre los desaparecidos desde la Plaza San Pedro.
En enero de 1977, acosado por las denuncias que provenían de la Nunciatura, por sus contactos con el cardenal Pironio y por los reclamos directos hechos a la Santa Sede, Pablo VI recibió en audiencia privada a monseñor Plaza y le preguntó: "¿Es cierto que en su país se están cometiendo excesos execrables contra quienes, sin ser terroristas, se oponen al nuevo gobierno militar?".
Plaza respondió sereno: "No hay nada de eso, Santidad, se trata de versiones falsas e infundadas que hacen circular quienes se han escapado y refugiado en Europa".
En esos momentos había en la Argentina 340 centros clandestinos de detención y el terror obraba con total impunidad. Los vuelos de la muerte. La apropiación de los recién nacidos. Los partos en cautiverio. Las torturas. Los "asados" en que eran quemadas las víctimas. El robo de las viviendas. Los tanques de ácido en que disolvían los cadáveres...
En 1978 las muestras de apoyo al Proceso eran claras. Los diarios de la época dan pruebas de que la cúpula episcopal almuerza una vez más con Videla. Que Plaza festeja a la Santa Sede porque muestra "mayor comprensión sobre la situación argentina, que otros ambientes en los que se aprueban las campañas de descrédito", que le agradece a Videla en nombre de todo el país y que le responde por carta a Amnesty asegurando que "no existen presos políticos". Que monseñor Aramburu se siente "aliviado" porque la campaña contra Videla en Roma "resultó imperceptible". Que Quarracino mezcla los derechos humanos con el comunismo.
Que monseñor Ildefonso María Sansierra, arzobispo de San Juan, dice con ironía inaceptable: "Yo voy a la cárcel y me dejan salir siempre, nunca me quedo adentro".
Para el Mundial de fútbol, la CEA pedía "mostrar la hospitalidad y la decencia, amistad y la dignidad nacional", y Pío Laghi constataba que el campeonato había dejado una "muy buena imagen de la Argentina ".
El obispo Victorio Bonamín, pro vicario de las fuerzas armadas invocaba: "Señor Dios de los Ejércitos en cuyas manos está el destino de los pueblos: escucha la oración que te dirigimos, implorando Tu bendición sobre estos sables y estas insignias y, en especial, sobre los nuevos generales del Ejército que los reciben como signo de la función y el poder que hoy asumen. Saben que su vida de soldado en cumplimiento de sus funciones específicas no está ni debe estar separada de Tu Santa Religión. Estos hombres comparten la misma fe de Tu Iglesia y la quieren vivir a través de la actividad y el servicio propios de la vocación militar que les enseñaste; por eso quieren Tu bendición en este momento solemne de su existencia...".
Héctor Sobrino Aranda, ex diputado justicialista por Santa Fe, fue a Paraná a pedir por el marido de una mujer desesperada. Lo recibió monseñor Adolfo Tórtolo, arzobispo y vicario castrense, quien con su respuesta mostró la posición generalizada de la curia:
–Monseñor, le pido que me ayude a averiguar por este hombre que es un desaparecido. Lo han secuestrado por izquierda.
–¿Por izquierda? ¿Cómo por izquierda, qué significa eso? Yo no tengo referencia alguna de que eso ocurra en este país.
El 26 de enero de 1979 el brigadier general Orlando Agosti dejó sus funciones de comandante en jefe de la Fuerza Aérea y esa ceremonia marcó el comienzo de la etapa de transición en el Episcopado argentino. En su discurso de despedida, Agosti expresó:
"El combate ha terminado (...), hemos vencido con las armas (...) La subversión marxista, que estuvo en vísperas de lograr el poder total, ha sido erradicada de nuestra Patria (...) Mostremos también que nuestras almas no se han contaminado con la pestilencia que debimos limpiar".
El discurso era otro, había cambiado su eje y comenzaba a centrarse en los posibles pedidos de esclarecimiento. Había que contrarrestar todas las voces que pudieran menoscabar la imagen del Proceso. Acallar las campañas internas y las que venían desde el exterior.
El 25 de setiembre el brigadier Omar Graffigna, sucesor de Agosti, definió así al enemigo:
"Cambiará de tácticas y de terreno, una y otra vez. Aparentará estar en retirada, fuera de combate, para reaparecer en los más remotos lugares. Procurará infiltrarse en las aulas y en las universidades, en las organizaciones y en todos los campos de la vida de la Nación. Procurará dividirnos, procurará enfrentar a las Fuerzas Armadas entre sí y a éstas con la ciudadanía. Nuestra respuesta es la unión y la cohesión".
Massera quería ser protagonista en la nueva etapa de "institucionalización" del Proceso. Pretendía ser presidente constitucional y creía contar para esto con los buenos oficios del equipo que había "reeducado" mediante torturas en la ESMA. Realizaba giras internacionales y buscaba consenso entre grupos de exiliados argentinos.
Monseñor Octavio Derisi, rector de la Universidad Católica Argentina, directamente se opuso a la visita de la Comisión y declaró: "Yo le pido a Dios que su trabajo sea objetivo y que no se deje influenciar por los que han causado el problema de la Argentina: los familiares de estos guerrilleros que han matado, secuestrado y robado". Monseñor Sansierra, arzobispo de San Juan, pedía al gobierno que si la Comisión "se saliese de su rol" utilizara sus facultades soberanas para poner fin a su misión. Y monseñor Bolatti se indignaba porque "los extranjeros no pueden venir a decirnos lo que tenemos que hacer".
En 1984, la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (Conadep) que el presidente Raúl Alfonsín había creado el 15 de diciembre de 1983 con figuras notables de la civilidad, llegó a una cifra escalofriante: cerca de 9.000 desaparecidos entre 1976 y 1977, casi 1.000 en 1978 y alrededor de 300 en 1979. Pero por 1978 la opinión pública internacional y aun los mismos argentinos veían un país tranquilo y pacificado. El Proceso era exitoso.
Cuando vino la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, encabezada por Edmundo Vargas Carreño, la gente salía a festejar los triunfos del Mundial y pegaban en los vidrios de sus autos y en los de sus oficinas calcomanías –muchas de ellas fabricadas en Editorial Atlántida– que decían: "Somos derechos y humanos". También les arrojaban piedras e insultaban a los familiares de los desaparecidos que hacían cola, sobre la avenida de Mayo, para reclamar ante esa Comisión.
En ese año había clima de guerra. El conflicto con Chile por el Canal de Beagle estaba a punto de explotar. Ocupado en estos preparativos, la dictadura disminuyó la represión interna. Con la intervención a último momento de Juan Pablo II, que había sido ungido el 28 de octubre, y de su enviado personal, el cardenal Antonio Samoré, se evitó el enfrentamiento. Pero también esta mediación se transformó en un nuevo obstáculo para el reclamo por los derechos humanos. El Papa no podía fallar y cualquier pedido podía entorpecer las negociaciones de paz. Laghi priorizó nuevamente su función diplomática e ignoró su tarea pastoral.
En 1979 el énfasis del gobierno militar estaba puesto en las disputas sucesorias. Los candidatos más firmes eran Luciano Benjamín Menéndez y Leopoldo Fortunato Galtieri. La elección recayó sobre este último, quien mantenía una buena relación con el entonces presidente, Roberto Viola.
Los diarios daban cuenta de que Plaza le había dicho al nuevo Papa que "la mala imagen de la Argentina es consecuencia de los actos de argentinos terroristas". También, que Sansierra aseguraba que "el Papa minimizó el problema de los derechos humanos en la Argentina", porque "sucede en todas partes, quizá más que allí". Pero lo cierto fue que el 28 de octubre de 1979 cambió la película. Juan Pablo II admitió por primera vez el tema de los desaparecidos y en desacuerdo con el clero local, que seguía expresando su abierto apoyo a los métodos empleados por la dictadura, expresó: "Pedimos que se apure lo antes posible la anunciada definición de las posiciones de los encarcelados y sea mantenido un compromiso riguroso para la tutela, en cada circunstancia en que se pida el respeto de las leyes, del respeto de la persona física y moral, también de los culpables o indiciados de violencia".
Más tarde, en una reunión frente a veinte obispos y prelados en visita "ad limine" en su biblioteca privada, el Santo Padre consideró que la violencia en la Argentina se había desatado por la violación de los derechos humanos y había dado lugar a una masacre de cuya magnitud aún no se tenía conciencia.
Pero ésa era la hora de la institucionalización y la jerarquía acomodó su discurso a esta nueva etapa del PRN que organizan las Fuerzas Armadas. La nueva estrategia consistía en echar un manto de silencio sobre el pasado y desviar la atención hacia otras cuestiones. Trabajan sobre esa idea y, en la Jornada de la Paz del 2 de enero de 1979, el cardenal Aramburu se alegró porque "los jóvenes violentos son cosa del pasado" ya que según decía "las masas juveniles están buscando a Cristo, el Supremo Maestro de la Verdad". Hablaba de "los daños y muertes producidos por la subversión" y reclamaba "con profundo ánimo pacifista" información acerca de los "desaparecidos".
Mientras, Primatesta insistía con el "sí a la paz" y el "sí a la vida" y desataba una campaña en la que suplicaba "a las autoridades, a todas las instancias competentes que actúen para que se prohiba y se ponga remedio al aborto voluntario". Preocupado por el aborto se olvidaba de los miles de desaparecidos porque, aseguraba, en "situación de guerra los argumentos y los límites éticos entran en un cono de sombra y oscuridad".
Aramburu, Primatesta y Quarracino, secundados por López, Iriarte y Laguna, tomaron aquel año las riendas del Episcopado, aunque los guerreros de la primera etapa seguían interviniendo. Aramburu y Primatesta fueron presidentes de la CEA en forma rotativa y emergió con claridad la figura de Jorge Novak, obispo de Quilmes, en la línea de cuestionamiento al Proceso y de compromiso popular. Quarracino, hombre de poder dentro de la CELAM y para la reunión de marzo de 1979 se aseguró que no hubiera en sus filas ninguna "infiltración" de izquierda. Consecuentemente, no formaron parte de la representación de los episcopados latinoamericanos ni Novak, ni Hesayne, ni De Nevares. Se quiso impedir que en México se discutiera sobre la situación argentina y los medios de comunicación notaron esta resistencia: "Los obispos argentinos dieron la impresión de un grupo compacto inaccesible".
Ellos tampoco recibieron a los exiliados, unos 5.000 que intentaron una entrevista a través de sus delegados. El documento final de Puebla –sobre el que hablaremos con más amplitud en el Capítulo 7– denunció que "en los últimos años se afianza en nuestro continente la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional, que es de hecho más una ideología que una doctrina".
"Está vinculada –continuaba– a un determinado modelo económico político, de características elitistas y verticalistas que suprime toda participación amplia del pueblo de las decisiones políticas y pretende justificarse en ciertos países de América Latina como doctrina defensora de la civilización occidental y cristiana.
"Desarrolla un sistema represivo, en concordancia con su concepto de "guerra permanente" y en algunos casos expresa una clara intencionalidad de protagonismo político. "
Sin embargo, la III Conferencia Episopal Latinoamericana soslayó toda referencia a la represión en la Argentina y destacó en cambio la "pureza de la doctrina" y la "evangelización liberadora, ajena a las ideologías".
Con todo, los "desaparecidos" irían a constituirse en el mayor obstáculo para una transición sin tropiezos. Contra eso se desplegó una astuta maniobra: nombrarlos, pero sin darles una consideración especial, instalando a la par otros problemas como el aborto o el divorcio, para distraer la atención.
A pesar de los esfuerzos de la jerarquía, la diócesis de Quilmes, de la mano de monseñor Novak, se transformó en el centro de las voces de disenso, acompañada por la de Viedma, con Miguel Hesayne, quien en diciembre de 1979 le dirigió una carta a la Comisión de la CEA, en la que dijo sin arribajes:
"Sabemos con certeza y por diversos medios en cuanto Iglesia que nuestras Fuerzas Armadas han torturado y han hecho desaparecer a hermanos e hijos nuestros en la fe, no importa el número".
En 1980 el modo eclesiástico predominante fue el de formular principios generales, abstractos, soltar datos perdidos entre documentos y declaraciones, y disculpar a la dictadura militar. Ya lo tenían decidido: buscarían el diálogo, el olvido, el perdón y la reconciliación. Y no hubo una sola alusión a los militares como responsables de los secuestros, torturas y asesinatos.
El nuncio Pío Laghi inauguró 1980 con esta nueva receta:
"Su Santidad predica la paz. La violencia ha engendrado violencia, tanto impulsada por unos, que querían llevar adelante un proceso, como por otros que procuraban defenderse", decía.
"Reconocer "los errores y "entrar en ese clima del que habla el Papa, clima de perdón y de reconciliación" será necesario. "La Iglesia tiene muy en claro esto", aseguraba.
Pero el problema de los derechos humanos, de los desaparecidos, persistía en aparecer una y otra vez, contrariando su especial condición. Pío Laghi no quería irritar al gobierno y por eso evitaba hablar de temas concretos: "Por mi parte prefiero hablar de dignidad del hombre antes que de derechos humanos. Sé bien que esta última expresión basta, muchas veces, para crear un ámbito poco sereno, poco propicio para que se entienda, su sentido profundo, incluso de carácter religioso", explicaba.
La unión de la cruz y la espada seguía su marcha.
La junta militar envió su mensaje de cuarto aniversario aquel 24 de marzo desde la Iglesia Stella Maris y Videla clausuró con un discurso el Congreso Nacional Mariano. Adolfo Pérez Esquivel, un militante cristiano del ala progresista recibió el Premio Nobel de la Paz y esto indignó a la derecha católica. La revista Criterio reflejó en su número 1846 este disgusto:
"La noticia cayó como un balde de agua fría, porque unos la interpretaron como una condena indirecta al gobierno militar, y otros –la mayoría– porque se preguntan quién es este argentino que tan pocos conocen en su propio país".
La mimetización Iglesia-Estado quedó en evidencia en el documento que Videla le envió a Primatesta invitándolo al diálogo, y que publicó el diario Clarín el 27 de abril. La invitación se fundamentaba de esta manera:
"La Iglesia Católica, una de las instituciones mas importantes de una sociedad como la nuestra, ha evidenciado un sentido espiritual y trascendente que está fuera de toda discusión. Ha participado a lo largo de toda la historia nacional iluminando con la sabiduría de su magisterio, los momentos decisivos de nuestra evolución política y social".
La respuesta de la CEA a Videla llevó como título Evangelio, diálogo y sociedad y en lo esencial decía así:
"Ante el llamado al diálogo formulado por el Superior Gobierno de la Nación, los obispos sentimos el deber de hacer llegar nuestra palabra a las autoridades y a la ciudadanía toda (...)
"La obligación de promover el diálogo político universal atañe de modo especial a la autoridad pública, que con ello cumple una parte relevante de su misión específica (...) Los argentinos debemos tenernos fe (...)
"Entre las causas que hieren la unidad del cuerpo social, figuran la inmoralidad generalizada, los delitos económicos, los desaparecidos y los detenidos sin proceso. "
En otro pasaje se aludía elípticamente a los reclamos de los familiares de desaparecidos y los envolvía en un manto de sospechas: "Crean una desconfianza general y destruyen profundamente el tejido social, aquellos que instrumentan la tragedia y el dolor de otros para fines inconfesados, y aquellos que persisten en una voluntad de violencia y destrucción", decía el documento episcopal.
Mientras Primatesta y Aramburu limaban cualquier aspereza que pudiera surgir entre el gobierno y el Episcopado y se muestran abiertos al diálogo, los obispos Hesayne y De Nevares encabezaban un movimiento popular cada vez más fuerte.
Y aunque sus decisiones no pesaban en la CEA, se erigían como referentes de la Iglesia popular.
En 1981, luego de seis años y medio de gestión en el país, Pío Laghi fue promovido a la nunciatura de Estados Unidos y reemplazado en la Argentina por Ubaldo Calabresi.
En su despedida, agradeció a la Iglesia, a los medios y también a los dictadores: "Me ha tocado dialogar con gobernantes llenos de respeto y cariño hacia mi persona", dijo.
Qué extraño.
Cuando estuvimos en Roma, dijo no recordar el saludo y sólo tenía quejas hacia los argentinos y, sobre todo, hacia los militares, "por su cinismo".





Apertura y amnistía

Con el italiano Ubaldo Calabresi como embajador, en el Episcopado emergieron nuevas figuras necesarias al escenario político que se avecinaba: Desiderio Collino, obispo de Lomas de Zamora; Jorge Casaretto, de San Isidro; Carmelo Giaquinta, obispo auxiliar de Viedma; y Bernardo Witte, sucesor de Angelelli en La Rioja.
De Nevares, Hesayne y Novak se distanciaron de este nuevo diseño de poder y afianzaron el camino del disenso. Hesayne invitó a Pérez Esquivel por "su lucha auténticamente cristiana" y propuso el "Día del llanto nacional" en memoria de los "errores pasados y actuales". Desamparadas por la jerarquía, las Madres de Plaza de Mayo dirigieron el 12 de diciembre de 1981 a los obispos una carta solicitándoles que "públicamente reclamen al gobierno militar para que nos digan dónde están nuestros hijos antes de Navidad. Nunca hemos tenido el honor de ser recibidas por la asamblea plenaria", fue su triste conclusión. De Nevares se levantó en defensa de estas mujeres, a las que se culpaba de ser "instrumentalizadas por la izquierda". Pero la CEA no contestó y tampoco las recibió.
La guerra de las Malvinas y la primera visita de Juan Pablo II, dieron paso en 1982 a la "reconciliación". El gobierno militar se había debilitado irremediablemente y aunque el Episcopado no le retiró su apoyo, tampoco quería quedar expuesto. Se abocó entonces a una nueva tarea: encontrar un lugar entre los políticos y sindicalistas cercanos a ocupar el poder vacante y para ello creó la Comisión de Enlace.
Aramburu, Primatesta, López y Quarracino como interlocutores del gobierno, redujeron la cuestión de los desaparecidos y guardaron para sí un rol inexistente. "La Iglesia de la Argentina se ocupó en reiteradas oportunidades de la situación de los desaparecidos" declaraba Aramburu. Pero de inmediato se ponía a resguardo: "siempre somos muy prudentes en estos temas". Su extrema prudencia hizo que jamás recibiera a las Madres.
La nueva política oficial de la Iglesia era sosegar a la sociedad, soslayar los reclamos por los desaparecidos, diluirlos en nombre de la "reconciliación" porque "todos hemos fallado". Así se expresaba Juan Pablo II, a través del nuevo nuncio, Ubaldo Calabresi, en la jerarquía de la Iglesia argentina que, una vez más, recorría el camino hacia el olvido y el perdón sin preguntarse por sus errores ni buscar responsables.
Con ese ánimo, el 19 de diciembre se estableció la Jornada de Reconciliación en la que, según la convocatoria hecha por monseñor Justo Laguna, se "elevará una plegaria común por todos los que han caído víctimas de la violencia subversiva o la represión, y por los muertos en las Malvinas de uno y otro bando".
Así, con preclara liviandad, se mezclaron todos los muertos, como si fueran víctimas del mismo equívoco, y se esparcieron las culpas como si todos fueran responsables, porque según Quarracino "todos hemos pecado contra el amor, por ideologías, por interés, por resentimiento, por equivocados idealismos o por excesiva defensa de valores", según publicó Crónica el 22 de diciembre. Dada tan tremenda responsabilidad colectiva, añadió que correspondía "una clara y amplia ley de olvido".
Se preparó así el camino para la futura ley de autoamistía que al año siguiente se darían los militares: "La Iglesia, en la Argentina, con su Episcopado a la cabeza, quiere ser en nuestra comunidad nacional, en esta difícil hora, signo e instrumento de reconciliación".
Empero, los centros clandestinos de detención seguían funcionando y de los desparecidos, nada. A las Madres se les habían sumado las Abuelas y todas seguían buscando información. Para monseñor Medina, vicario castrense, "la información total la deben tener aquellas personas que puedan poner remedio a las deficiencias que hayamos tenido, pero informar a cualquiera, cualquier problema, es antipedagógico", según consideró como un "maestro" el 14 de agosto de 1982.
Por contrapartida, Hesayne acusaba a "los corazones cínicos que no sólo han matado, sino que tampoco quieren recibir el Evangelio de Dios y por eso no desean reparar con sinceridad las inhumanas desapariciones y los injustos encarcelamientos y torturas" y pedía que los militares definieran "si quieren realmente vivir el Evangelio o meramente servirse de la Iglesia Católica".
El gobierno militar mordía su derrota, percibía su debilidad y buscaba abandonar el poder de la manera más digna que le fuera posible. Ideaba una puerta que pusiese punto final a la guerra sucia y se cerrara de un portazo ante los reclamos por los excesos cometidos. La palabra en danza era amnistía. Después sí, vendrían las elecciones democráticas. Con la anuencia de los titulares de la CEA y de la Pastoral Social, se dio paso al Documento de Punto Final dado a conocer por los militares en abril. Laguna pensaba que "un auténtico perdón nos va a ayudar a todos los argentinos", y Aramburu, en un giro asombroso, afirmaba que "la Iglesia siempre apoyó a las Madres". Quarracino imaginaba un caos interminable si los militares llegaban a ser citados por los "tribunales de justicia", porque, aseguraba, sería el "envenenamiento de las relaciones humanas en el país". Se preguntaba, como si no existiese una respuesta posible: "¿Desde cuándo habría que hacer comenzar ese ejercicio de justicia? ¿Desde qué año, desde qué época? ¿Acaso desde el 76? ¿ Y por qué no desde el 73...? ¿Por qué no empezar desde antes, desde 1960 o del 68?".
El 28 de abril de 1983 se dio por terminada la "guerra sucia" y por muertos a todos los desaparecidos. El nuncio Ubaldo Calabresi enmudeció. Pero, como si Dios hubiese soltado algunos ángeles, ante este silencio complaciente, Novak se opuso al documento y el padre Rubén Capitanio, de la parroquia Nuestra Señora de la Paz de Neuquén, les negó la participación en los sacramentos a los responsables del proceso militar.
El Episcopado tenía la mira puesta en las próximas elecciones y esquivaba el compromiso, con el mismo argumento que ha usado desde la noche de los tiempos: "por su carácter jurídico no le compete a la Iglesia expedirse sobre el tema".
Los desaparecidos, los torturados, los niños secuestrados, los asesinatos de los sacerdotes palotinos, de monseñor Angelelli, del obispo Ponce de León, de las monjas francesas, no habían significado nada. No alcanzaban ni siquiera para reclamar justicia.
Como si esto fuera poco, en diciembre de 1984, el papa Juan Pablo II recibió a monseñor Plaza con todos los honores. Veinte días antes, las Madres de Plaza de Mayo le habían enviado una carta en la que le decían que "monseñor Antonio Plaza, arzobispo de La Plata, fue visto en campos de concentración por testigos que así lo han denunciado".
Jaime de Nevares no se alzó contra la autoridad papal pero pidió que "se aclare lo que ha sucedido" y declaró abiertamente que la ley de amnistía era "nula por razones naturales".
En su ambigua posición, la Iglesia, que ya había perdido su primera oportunidad de reivindicación ante el caso de los padres palotinos, perdió la segunda ocasión de torcer el rumbo criminal de las juntas militares y no ser condenada por la historia. En las Pascuas de 1978 un obispo italiano, monseñor Luigi Bettazzi, había propuesto crear en la Argentina un Vicariato de Solidaridad para centralizar las denuncias sobre desapariciones y violaciones de los derechos humanos. En Chile funcionaba exitosamente. Y el Episcopado chileno no fue cuestionado por su rol. En una carta dirigida al Papa, había expresado: "El extremo peligro que corren habitualmente en este país millares de personas libradas al arbitrio, prisioneras y amenazadas de muerte si ningún elemento nuevo interviene, nos espanta y nos provoca todavía un mayor horror, porque estas exacciones son presentadas como necesarias para la sobrevivencia del mundo occidental y cristiano. Es por esto que, conscientes de nuestra impotencia, nos dirigimos a Su Santidad, en la que ponemos nuestras esperanzas, porque sólo la potencia y la autoridad espiritual de la que Ud. dispone, pueden lograr que cesen en la Argentina la tortura y la muerte".
Y agregaba: "...nos hace sufrir como una mancha sobre el rostro de la iglesia el silencio cruel de la jerarquía argentina. Es por ello, Santidad, que le suplicamos dé a nuestros hermanos que sufren la señal que ellos esperan para reavivar sus esperanzas".
Desde la Secretaría de Estado, monseñor Casaroli pidió a través de la nunciatura argentina, el envío de una propuesta formal a la Conferencia del Episcopado para que la analizara y emitiera su opinión. El 6 de septiembre de 1978, Bettazzi recibió la respuesta de la jerarquía local: "No se considera oportuna la concreción de dicha propuesta".
En ese momento el cardenal Primatesta presidía la CEA, el vicario castrense era Tórtolo; el pro vicario, Bonamín; y el cardenal primado de la Argentina era Juan Carlos Aramburu. Asustados porque el Vicariato pudiera favorecer "al comunismo" perdieron así la segunda ocasión de purgar sus culpas.
Años después, Bettazzi reveló que la posición del Episcopado "nos dejó amargados y desconcertados a la vez. Tuvimos la impresión de que se estaba cometiendo una lamentable equivocación".
Ese mismo monseñor fue quien, en 1997, cuando Laghi recibía ataques por su actuación en la Argentina, le mandó una carta de solidaridad, felicitándolo por su actitud serena: "El primer deber es no hacerse echar, después no podemos intervenir más".
Cuando finalmente Juan Pablo II aludió a los desaparecidos y le preguntaron a Laghi su opinión sobre esa postura, el nuncio respondió:
–Si el Santo Padre, como es verdad, ha dicho esas palabras con relación a la situación de los detenidos desaparecidos en Argentina y Chile, significa que nosotros debemos enfrentarnos con esa realidad y también hacer nuestro examen de conciencia, sin tergiversaciones de ningún tipo (...) Sólo una vez reconocida la falla, podremos entrar en ese clima del cual habla el Papa, de perdón y reconciliación, pero no podemos decir "olvidémoslo todo ", esto es algo que la Iglesia tiene muy claro.
Laghi se anticipó así tres años y medio a la condena del Vaticano al llamado Documento Final con el que la cuarta y última junta militar quiso clausurar la tragedia.



Gente agradecida

La preferencia de Pío Laghi por una frase aprendida en latín cuando estudiaba en el Instituto Salesiano de Faenza –Gutta cavat lapidem, non vi, sedsaepe cadendo (La gota de agua orada la piedra, no con la fuerza sino con su continua caída)– parecía haber anticipado la tarea minuciosa e insistente en que se embarcaría. Nunca dejó que esa gota se convirtiera en manantial. La gente hacía largas colas en la calle, cada día eran más y la tarea era agobiante. La información corrió rápido y los familiares de detenidos y desaparecidos se multiplicaban. El nuncio a veces perdía la serenidad. Lo cierto es que el destino estaba poniendo a prueba sus debilidades más recónditas y él caminaba sobre ellas como un equilibrista siempre al borde de la caída.
La junta militar era todavía un monstruo insaciable y estaba ávido de nuevos sacrificios. Imperturbable, laborioso, el nuncio escuchó cada caso, tomó nota y confeccionó algunos folios en los cuales había trascripto, según la categoría, los nombres de los detenidos, de los secuestrados y de los desaparecidos cuyos familiares se habían dirigido a la Nunciatura para pedir su intervención.
Con prudencia, llevó la primera lista en sus manos y se la entregó al general Harguindeguy en Balcarce 50. Años más tarde, esas listas fueron reconocidas por ciertas anotaciones realizadas con su pulcra caligrafía y sobre esa base lo señalaron como cómplice. Bajo esta óptica las listas eran la prueba incuestionable de su encubrimiento.
Sin embargo, lo cierto fue que Laghi entregó los primeros dieciséis nombres en tres páginas dactilografiadas y que pidió por ellos: la hija de Emilio Mignone, el director de cine Raimundo Gleyzer, el militante comunista Antony Silva Romero, el doctor Antonio Misitch, de la Comisión Nacional de Energía Atómica y los abogados laborales Roberto Sinigaglia y Héctor Natalio Sobel, eran algunos de los que allí figuraban.
Con obstinación elaboró la segunda, ya con 63 nombres, 17 de los cuales eran fugitivos de la dictadura de Pinochet. En esta lista había tres sacerdotes: Elias Musse, Juan Deuzeide y el español Javier Martín. También intercedió por Juan Martín Guevara, hermano del Che.
Con seriedad, Harguindeguy le admitía a Laghi la posibilidad de algunos abusos y prometía ocuparse. El nuncio se iba satisfecho con esa vaga respuesta. Hablaba con prudencia y pedía con mesura. Él era parte del poder y se serenaba con los escasos resultados de sus gestiones. Pero las listas abrieron un enigma sin solución: ¿eran la prueba de la firmeza del nuncio ante la represión o una formalidad construida entre encubridores para esquivar el juicio de la historia?
Laghi, un hombre inteligente, preparado para establecer convenios, cerrar acuerdos, sellar pactos, rondaba en aquel tiempo a los miembros de las diversas juntas convencido de su poder de negociación, en tanto que por el otro lado recopilaba información. De vez en cuando alguien era localizado. Laghi apiló varias cartas como ésta, fechada en San Juan un 17 de marzo de 1980:
"El que suscribe, Mauricio Saturnino Montenegro, tiene el agrado de dirigirse a usted para comunicarle la muy grata noticia de haber obtenido la libertad el pasado jueves 13 de marzo (...) Quiere asimismo expresarle el sincero agradecimiento por vuestra solícita preocupación que manifestó siempre, cuando mi madre y mi hermana acudieron en ayuda y orientación, en la medida de vuestras posibilidades, para la obtención de mi libertad".
Otra, fechada en Buenos Aires, el 22 de mayo de 1978, y firmada por Clara Delfino de Bramardo, lleva en el margen, de puño y letra del nuncio, la palabra "liberata", y dice así:
"Me permito molestarlo nuevamente pero esta vez con la alegría de poder informarle que mi hija Nilda Clara Bramardo se encuentra nuevamente con nosotros. Muy emocionada y en nombre de toda mi familia, pedimos disculpa por todas las molestias ocasionadas y le agradecemos profundamente toda la dedicación, atención y comprensión que ha tenido con nosotros, y el aliento que nos ha sabido brindar en las horas difíciles que nos ha tocado vivir".
Pero nada más. Silencio. Evasivas. Y él repetía el envío de sus listas sucesivas, la tercera, la cuarta, la séptima...
"Nunca estuvo detenido". "Desconocemos su paradero". "Salió del país". "No obran en nuestro poder antecedentes". "Fueron expulsadas". "Se ha solicitado su búsqueda".
En el terrible invierno de 1976 percibió que los detenidos a disposición del PEN eran localizados, pero que los desaparecidos caían en un pozo negro al que nadie tenía acceso. Algo tenebroso ocurría cerca de él. La palabra desaparecido no existía todavía como entidad dialéctica y faltaba conocer un abanico de perversiones inimaginables. Con la única ayuda del padre Luigi Parussini, hoy fallecido, confeccionaba las listas de los casos, a los que se sumaban otros que le remitía monseñor Galán desde la Secretaria General del Episcopado, con la colaboración del presbítero Jaime Garmendia.
El 2 de septiembre de 1976, Garmendia le mandaba a Parussini y éste a Laghi, la "séptima lista de desaparecidos y la quinta de detenidos a los efectos de las gestiones que usted tan generosamente realiza, según me ha comunicado monseñor Carlos Galán".
Laghi acompañaba sus pedidos con cartas personales que apenas rozaban la maraña represiva. La del 2 de agosto tenía los nombres de catorce detenidos, medio mes después sólo de dos: Torres y Resta fueron ubicados como detenidos a disposición del PEN. De los otros doce, Harguindeguy le informó que no sabía absolutamente nada y acompañaba la respuesta con una nota cuya frase final sonaba a sentencia: "...garantizamos la libertad y la paz a todos los que en paz y libertad quieren vivir". Para aumentar el laberinto de reclamos y respuestas vacías, el Ministerio del Interior respondía a veces con el paradero de otros detenidos nunca nombrados por la Nunciatura.
Emilio Mignone, fundador del CELS y padre de Mónica, una joven secuestrada que nunca más apareció, dejó plasmada la contradictoria personalidad del delegado papal con una descripción abreviada, pero precisa, de los tres encuentros que tuvo con Pío Laghi entre el 14 de mayo y el 4 de julio de 1976:
"Primero estuvo de acuerdo en mis juicios. En el segundo encuentro desviaba la conversación y trataba de justificar a las autoridades. Pero en el tercero estalló y dijo: estamos gobernados por criminales".
¿Qué hacía entonces Laghi jugando al tenis con criminales como Emilio Eduardo Massera? ¿Qué hacía bendiciendo la mesa que ademas compartía con los miembros de las juntas? Desde el Vaticano, la gente del Opus Dei susurra: "¿No lo sabe? ¿No sabe que Massera y Laghi son masones?". Pero de los dos sólo uno figura en las listas secretas de la P2 halladas en Arezzo: Massera.
Más de diez personas por día desfilaban ante la mirada del nuncio, a veces firme, a veces esquiva, las más de las veces impotente o insondable. Y frente a cada reclamo tomaba nota con su caligrafía clara y legible. A veces sorprendía a los mismos familiares que venían buscando ayuda, mostrándoles el nombre de la víctima en alguna de las listas. Tales gestos lo señalaron más tarde como cómplice de las atrocidades cometidas.
"Yo no podía asegurar que tenía la fuerza para resolver el caso... Yo como nuncio me dirigía a los capellanes militares, y de las cárceles, a los mismos obispos, para tener informaciones. Ordenaba y acumulaba las muchas informaciones que recibía, con la esperanza de que ellas fuesen útiles para alguno. Encuentro amargo que este espíritu sea confundido hasta el extremo de darle la interpretación exactamente opuesta, o sea que tenía un conocimiento directo, destinado a aprobar y a colaborar en los sufrimientos de otras personas. Lo que pasaba es que los capellanes militares se confundían, y se llegaron a creer militares... ", dijo Laghi.
El Premio Nobel de la Paz, Pérez Esquivel, frecuentó la nunciatura en 1976 y reconoció que Laghi "hizo todo lo que estaba a su alcance para salvar vidas y para ayudar a la gente. Recuerdo que se levantaba y, sin ocultar la terrible angustia que lo acosaba, caminaba por su despacho revoleando los brazos como si fuesen las aspas de un molino". Pérez Esquivel también cayó detenido en abril de 1977 y Laghi debió pedir por él.
Como su investidura convertía a cualquiera que lo acompañara en intocable, desde principios de 1977, realizó en su auto con patente diplomática, numerosos viajes a Ezeiza, a Puerto Iguazú o a otros puntos fronterizos.
–Querría saber si la peregrinación ya tiene fecha fijada.
–Sí, se hace el viernes próximo a partir de las catorce. Usted debe encontrarse a esa hora en el lugar que monseñor Celli le ha indicado, nosotros pasaremos por allí a recogerlo.
La "peregrinación" no era otra cosa que el camino a la salvación. Se sabía que el teléfono de la nunciatura estaba intervenido por las escuchas que hacían el Ejército, la Armada, la Fuerza Aérea y la Cancillería. Con naturalidad, cada mes se presentaba un militar vestido de civil en la puerta del palacio de Avenida Alvear y dejaba un cassette con las conversaciones grabadas para ser entregadas al nuncio. Por eso la palabra "peregrinación "era la clave para las citas que sacarían a la víctima del país. Había diferentes itinerarios y diversos destinos. La salida más delicada era el aeropuerto de Ezeiza: Laghi en persona acompañaba en su automóvil con chapa diplomática a la víctima y ya en el aeropuerto se dirigían inmediatamente al salón VIP donde entregaban la documentación, evitando así el control de Migraciones. Los que tenían apellido italiano eran recibidos por el gobierno de Roma y el propio Laghi se ocupaba de tramitar los papeles para asegurar que no fueran deportados.
El nuncio también realizó acuerdos con embajadores de otros países para el ingreso de los perseguidos a las embajadas amigas. Tales eran la de Venezuela, Suecia y México. En esta última se alojaba la familia Campera y la de Abal Medina.
Por aquellos duros días el Proceso de Reorganización Nacional se consolidaba. Hacia 1979 el enemigo había sido diezmado sin un mínimo de legalidad. Por la ESMA pasaron 5.000 personas. Todos fueron torturados, encapuchados, engrillados. Con los ojos vendados permanecieron largo tiempo con una vianda mínima, un jarro de agua y sin luz. El grupo de tareas 3.2.2 se movía con comodidad en esas tinieblas. El Tigre Acosta. Rubén Chamorro. Antonio Pernías. Y Alfredo Astiz, "el ángel rubio" que hirió por la espalda a principios de 1977 a la joven sueca Dagmar Hagelin y la dejó lisiada.
En 1978, según la Conadep, desaparecieron cerca de 1.000 personas. Laghi le envió ese año a Harguindeguy nueve listas. En una de ellas incluyó 302 nombres. Estaba inquieto, perdía la paciencia, a veces alzaba la voz. Y se cuestionaba sin reservas, abrumado por el peso de su tarea. Pero continuó con ese mecanismo hasta finales de 1980, en que fue llamado a los Estados Unidos. Pero el nuevo destino no fue un alivio: Laghi estaba cansado, eran demasiados los que se había tragado la oscuridad y sentía que él los había dejado muy solos.
Como una burla del destino, casi al final de su gestión, dos familias argentinas acudieron a la Santa Sede por la desaparición de sus parientes. A través de la Secretaría de Estado, llegó a la Nunciatura Apostólica el pedido Número 51.472 para que el nuncio hiciese lo que "tuviese a su alcance". Él contestó con una frase cargada de amargura y fastidio:
"Conozco a los firmantes de ambas cartas. La representación pontificia se ocupa continuamente y sin pausa de los diferentes casos, pero en lo que se refiere a los desaparecidos, nada puedo hacer".
Pío Laghi admitía su derrota.
Los curas milicos

El padre Enzo Giustozzi, sacerdote de la Pequeña Obra de la Divina Providencia, integraba la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Lo convenció monseñor Jaime de Nevares: "Yo soy uno de los presidentes, pero vivo en Neuquén, a 1.300 kilómetros de acá, por lo que necesito que seas mi alter ego en Buenos Aires".
Cuando se multiplicaron los arrestos y secuestros, Giustozzi y monseñor Laguna, obispo de Morón, se reunían en la Catedral de San Isidro. El primero recordó hace poco: "Cuando había que sacar a alguien del país, había sólo dos lugares adonde recurrir: la Nunciatura y la Embajada de Suecia".
En julio de 1997, el padre Giustozzi envió una carta al diario Página 12:
En un encuentro del clero de San Isidro en el año 1976, el nuncio dio una charla a 60 ó 70 sacerdotes. En una parte, dijo: "Si estoy confesando y viene un militar y me dice: "Padre, yo torturo gente", respondo: "Usted no puede hacer eso. Y si él me dice: "Pero es que cumplo órdenes"; yo debo decirle: "No puede cumplir esas órdenes porque son inmorales. Y si no está dispuesto a desobedecer esas órdenes debo negarle la absolución sacramental". Alzó la vista y concluyó: "Yo no sé qué harán los capellanes militares".
Años más tarde, con el informe de la Conadep y las audiencias del juicio a las primeras tres juntas militares, el nuncio tuvo una respuesta contundente: la figura del padre Von Wernich sintetizó el fatídico rol de los curas milicos.
Desde la Brigada de Investigaciones de La Plata, uno de los tres centros clandestinos más importantes de esa zona bonaerense, Camps llevó a cabo lo que él creía era una experiencia de recuperación de prisioneros y a resultas de esto, durante un año, un grupo de detenidos tuvo un trato especial. Christian Von Wernich se encargó de avisar a sus familiares y de controlar las visitas periódicas. Los elegidos debían ser "recuperados" y sacados del país como propaganda favorable al régimen. Pero el plan falló y dejó a la vista hechos aberrantes.
El ex policía Julio Emmed declaró ante la Conadep bajo testimonio 683:
"En 1977 revistaba como agente de policía de la provincia de Buenos Aires (...) A principios de 1978 se me llama al despacho del comisario general, en presencia del padre Von Wernich, y se me pregunta si soy capaz de dormir a alguien con un golpe de yudo en la parte trasera de un automóvil (....), era para trasladar a tres subversivos que habían colaborado con la represión (...) En la Brigada nos esperaban el padre, quien había hablado y bendecido a los tres ex subversivos. La familia tenía que esperarlos en Brasil y les habían mandado flores (...) Nosotros íbamos como custodios, teníamos que llevarlos a Aeroparque a embarcar (...) En el coche móvil número 3 iba yo, el padre Von Wernich y un NN de 22 años (...) A una señal yo debía dar el golpe que adormecería a la persona. Pego el golpe cerca de la mandíbula pero no logro adormecerlo (...) Se entabla una lucha y le descargo varios golpes en la cabeza con la culata del arma. Había tanta sangre que el cura, el chofer y los que íbamos al lado quedamos manchados (...), en ese momento estaban vivos. Los tiran a los tres por el pasto y el médico les aplica dos inyecciones a cada uno, directamente en el corazón, con un líquido rojizo (..) Dos mueren, pero el médico da por muertos a los tres (...)
"Más tarde el cura me habla de una forma especial, por la impresión que me había causado lo ocurrido. Me dice que lo que habíamos hecho era necesario, un acto patriótico para bien del país (...) Quien aplicó las inyecciones letales era el oficial médico."
Bergés Von Wernich respondió a las acusaciones en una entrevista:
–Yo me pongo en el lugar de las personas que me acusan y los comprendo. Suponen que esas ocho, y no siete, como dicen, están con vida y quieren "blanquearlas", quieren difundir la idea de que están muertos para que la organización Montoneros los deje tranquilos y no los busque más (...) Yo los acompañé a cada uno de ellos a salir por Aeroparque, o por agua, según indicara el procedimiento, por eso nadie me puede convencer que aparecieron muertos por ahí, porque yo me jugué (...) Decir que me salpiqué la sotana de sangre, cuando se sabe que yo nunca uso sotana (...) Se presentaron unos testimonios aberrantes, pero yo quisiera ver si son ciertos. Desconfió.
En el legajo 4952 de la Conadep consta que "el capellán de los servicios penitenciarios, padre Felipe Perlanda López, se dirigió a uno de los detenidos después de la tortura y le dijo: ¡Querido, ¿qué puedo hacer por vos si no colaboras con las autoridades que te interrogan? ".
La monstruosidad estaba latente desde antes del golpe militar: en La Nación del 6 de febrero de 1976, ya el capellán Mackinnon invocaba a Dios "para que nuestro uniforme no tenga otra mancha que la de la sangre propia, o ajena derramada por una causa justa; porque esta sangre no mancha, dignifica".
La cantidad de testimonios sobre las actividades que cumplían los "curas milicos" en los centros de detención, ya recogidos por la Conadep, ya registrados por los fiscales en el juicio a las juntas militares, fue impresionante:

"(...) ¿Podía ignorar Primatesta, que una Institución de su diócesis, el colegio del Buen Pastor, servía de tránsito para las "desaparecidas" que debían dar a luz?"
CFR. DDJ. TESTIMONIO DE JOSÉ L. ASTELARRA

"(...) En la Cárcel de Caseros, año 1980, el capellán Cacabellos presenció torturas."
TESTIMONIO DE EUSEBIO HÉCTOR TEJADA
LEGAJO NRO. 6482

"(...) El capellán Pelanda López hablaba con los detenidos, justificaba las torturas (...) El obispo Witte sabía de los nacimientos en cautiverio y daba misa a los prisioneros.
TESTIMONIO DE PLUTARCO ANTONIO SCHALLER
LEGAJO NRO. 4952

"(...) El obispo de Jujuy, Miguel Medina, da una misa en la Penitenciaria del Penal de Villa Gorriti y dice saber todo lo que sucede, pero que esto está bien, pues es en bien de la Patria."
TESTIMONIO DE ERNESTO REYNALDO SAMAN
LEGAJO NRO. 4841

"(...) El capellán Julio Mackinnon se dedicó a interrogar a los prisioneros sobre su actuación política, entre ellos a Hugo Vaca Narvaja, y dejó como evidencia una sola cosa: el que habló con él por lo general después fue muerto. Todo el que iba a entrevistar, después era sacado y fusilado, como pasó con el mismo Vaca Narvaja." "(...)

Plaza llegó incluso a patear a los estaqueados y a ordenarles que hablaran (...) Después viene el cura y se queda, solo conmigo, me levanta la venda y me dice que él me va a tomar declaración, pero que si no hablaba iban a venir "Texas" y "Gastón", los torturadores.

" "(...) Medina vio las cicatrices que tenía ella en las muñecas por los diez días que estuvo maniatada y replicó: "qué va a hacer, eso le pasa por no hablar". "
TESTIMONIO DE GUSTAVO R. LARRATORRES

"(...) Monseñor Grasselli, en una oficina que se encontraba en la parroquia Stella Maris, cercana a Retiro, daba información a las familiares de desaparecidos. Tenía un fichero con nombres y todos los datos de desaparecidos."
DENUNCIA POR LA DESAPARICIÓN
DEL PERIODISTA ENRIQUE RAAB
LEGAJO NRO. 2776

Al ser citado por la Conadep, monseñor Graselli dio la versión opuesta:
"(...) Por orden del entonces vicario castrense, yo comencé a ocuparme de recibir a estas personas que venían a buscar una ayuda, un apoyo. Entonces comencé a confeccionar un fichero. Algunos, atacándome, dicen que es un fichero, pero son tarjetas con el nombre de la persona desaparecida, la fecha en que recibía al familiar, el documento de la persona desaparecida, el lugar y la fecha en el reverso (...) La verdad es que no me he tomado el trabajo de contarlas, pero son aproximadamente 2.500 (...) Arreglé una salida del país de unos "desaparecidos" (...) Fui a ver al nuncio Pío Laghi y me dijo que los recibiría con los brazos abiertos, pero que tuviera mucho cuidado porque la Nunciatura estaba custodiada".
A dos meses del comienzo del movimiento de Abuelas de Plaza de Mayo, en diciembre de 1977, María Mariani fue con su marido a la Capilla Stella Maris. Le habían dicho que monseñor Graselli poseía mucha información y querían realizar otro intento por recuperar a Clara Anahí, su nieta desaparecida. Chicha Mariani contó que Graselli los recibió sonriente y que en medio del relato se tomó la cabeza y mientras movía las fichas con ambas manos, les dijo:
–¡Cuánto han tardado! ¡Casi un año! ¿Cómo es posible? ¿Recién vienen? Ya es muy difícil encontrarla... Dígame: ¿Usted se la llevaría?–le preguntó al marido, que recién venía de Europa.
Chicha se apresuró a contestar:
–No, no sin la nena... Y Graselli le dijo:
–Me refiero a las dos, señora, a la nena y a usted.
–Apenas la encontremos nos vamos todos–contestó el marido.
Graselli les prometió que haría lo posible. Que volvieran en quince días. Una crueldad más. Se fueron confiados. Había que esperar quince días para que Clara estuviese en sus brazos. Y a volar a Italia con lo único que les quedaba.
Volvieron. Pero monseñor Graselli ya no era el mismo. Evitaba mirarlos a los ojos y revisaba nerviosamente su fichero –donde estaban los nombres de los desaparecidos– buscando algo. Finalmente, levantó la vista y habló:
–Ya está perdida la nena... Lamentablemente, ya no puedo hacer nada. Está ubicada muy alto... No se la puede tocar... y ustedes han demorado demasiado en venir a acá. Yo hubiera podido hacer algo antes, pero ya es tarde. Lo lamento, no puedo hacer más nada.
Otro que sabía y callaba. De nuevo un hombre de la Iglesia pidiéndoles silencio y olvido. Salieron del despacho y Chicha Mariani se mareó.Tomó asiento para recuperar el aire que le faltaba y vio, por primera vez, los bancos repletos con madres y abuelas que esperaban. Eran unos tres metros de pasillo hasta la calle. Mientras estaban en ese trance de confusión y desesperanza, salieron por allí Tórtolo y Graselli. De afuera entraban destellos de luz que se colaban en la sombra del lugar. La imagen de Tórtolo extendiendo la mano para que ese puñado de desesperadas le besara el anillo tenía algo de irreal y de siniestro. Y a Chicha Mariani se le quedó grabada para siempre en el alma.
En 1999 Graselli compareció en el juicio de la Cámara Federal de La Plata. Y fue de nuevo el olvido, la falta de memoria. Monseñor parecía un ser perplejo que no reconocía un pasado lleno de testigos. Volvió a negarlo todo, hasta que le preguntaron por el fichero y ante el asombro de la sala, contestó:
–Lo tengo en el lugar donde vivo.
Se llevaron a Grasselli a la casa y volvieron con él y el preciado fichero, que parecía estar intacto después de más de veinte años.
Chicha había visto la ficha de su nieta. Lo vio a Graselli escribir la primera y la segunda vez, en las dos entrevistas que mantuvo con que él. Buscó, buscó y buscó, pero la ficha de Clara no estaba. Alguien la había retirado de allí. Y monseñor volvió a insistir:
–Nunca supe nada de niños desaparecidos.
Alicia de la Cuadra llegó al despacho de Graselli en marzo de 1977, llevada por los consejos de quienes habían quebrado el silencio de hierro que envolvía a la Argentina. El prelado escuchó su relato, sin ninguna vacilación revisó su fichero y fue concreto:
–A Elena hay muchas posibilidades de que la pasen a disposición del Poder Ejecutivo. Cuando esto suceda, véame da nuevo y veré qué puedo hacer. Pero de todas maneras, si no llegaran a ponerla bajo el PEN, no se preocupe: hay hospitales en los cuales las chicas son muy bien atendidas. En cambio, de su hijo Roberto poco es lo que puedo decirle, ya pasó mucho tiempo...
Alicia se fue de allí envuelta en la incertidumbre y el miedo. Cuando tiempo después regresó, el estoico monseñor le confirmó sus sospechas:
–Efectivamente, Elena está detenida, posiblemente en los alrededores de La Plata.
–Entonces, monseñor, dígame exactamente en qué lugar...
–No, eso no me lo pida. ¿ Y sabe por qué le digo que no? Porque si usted se entera del lugar va a andar dando vueltas y vueltas. Eso la puede perjudicar a ella. Y usted no va a conseguir nada.
Luego agregó con tono amenazador:
–Usted no me dijo que Elena estaba embarazada de siete meses...
–No estoy segura de si se lo dije o no... Pero no ha de ser de siete, todavía...
Graselli se ofuscó. Sus datos eran precisos. Y poco dispuesto a que lo contradijeran, reveló de un golpe todo su poder:
–¡Sí! está embarazada de siete meses. El médico dice que está de siete. Ahora no puedo decirle nada más, ni tampoco hacer más nada por usted. Tiene que tener fe.
–Pero comprenda, monseñor. Yo pido una sola cosa: que me digan de qué acusan a mi hija. ¿Qué podía hacer de grave con esa enorme panza que tenía?
Graselli le apoyó la mano en el hombro a modo de consuelo y ensayó con tono paternal una explicación:
–Eso yo ya no puedo saberlo, señora... Es cierto, los militares a veces se extralimitan. Es que le tienen tanto miedo al comunismo, ¿sabe?
Enriqueta Santander buscaba a su hijo Alfredo Moyano y a su nuera María Asunción Artigas de Moyano, embarazada de tres meses, secuestrados por segunda vez y desaparecidos el 30 de diciembre de 1977. El hijo era un pintor que estaba terminando sus estudios secundarios para ingresar en la carrera de psicología y la nuera estaba por comenzar a asistir a la Facultad de Medicina de La Plata. Cuando el 31 de diciembre Enriqueta Santander fue a buscarlos para compartir los festejos de fin de año, se encontró con la casa saqueada. Muebles rotos, luces encendidas, muestras del desenfreno violento de los que se arrogaban la salvación de la patria. No quedaba nada y desde esa desolación comenzó a buscar en las tinieblas. A tientas, llegó también a ver a monseñor Graselli:
–Están detenidos con otros veinte uruguayos–le confirmó el prelado.
Luego, sin un asomo de pudor, le confirmó que además de secuestradores, los salvadores de la patria eran ladrones:
–No se preocupe. Esa es una costumbre que tienen ellos, se llevan todo. Posiblemente a la criatura también se la van a quedar, porque es "botín de guerra".
Más tarde, en una segunda entrevista, volvió como tantas otras veces a alardear de su poder sobre las sombras:
–Señora, lo que yo no sepa ni pueda averiguar, tenga por seguro que no lo va a saber ni usted ni nadie. Soy el único que puede llegar a saber algunas cosas y, en su caso, lamentablemente, no sé nada.
El vicariato castrense, con sus 250 capellanes y sus 130 capillas, sostuvo a los "soldados del Evangelio", reconoció la "presencia de Dios en el soldado" y bendijo "la guerra contra el mal". Sus máximas figuras: Adolfo Tórtolo, José Medina, el provicario Victorio Bonamín y Antonio Plaza, capellán de la policía de Ramón Camps, fueron sin lugar a duda sus ideólogos. Y se apoyaron en lo que Rubén Dri llamó "la teología de la muerte".
Roma siguió ignorando lo que sucedía y desconociendo la calidad de sus interlocutores. El cardenal Villot, de acuerdo al informe que había enviado el vicariato castrense, pedía a monseñor Tórtolo "intensificar sus esfuerzos" para un mejor trato de los detenidos "y un más rápido curso de los procedimientos policiales".
Y en el colmo de la ingenuidad, le pedía a Laghi que le transmitiese al arzobispo de Paraná su "gratitud por las informaciones proporcionadas, su aprecio por el empeño en el cumplimiento de su misión y su reconocimiento por la obra que como vicario castrense está desarrollando a favor de los prisioneros".
Victorio Bonamín creía que estaba librando una "guerra santa", consideraba que a los prisioneros había que destruirlos "porque ustedes vienen a alterar el orden natural, que es el orden que Dios confió a los hombres para su organización social".
Evidentemente, para una tarea de este tipo, la acción persuasiva de la Iglesia a través de los capellanes fue para los militares una verdadera bendición. "El militar, viene inmediatamente después del santo", o sea del sacerdote, decía Bonamín.
Para Tórtolo no había tortura, ni malos tratos, ni excesos de ningún tipo. Sólo concedió que había "incertidumbre por no saber por qué habían sido arrestados", y que las celdas eran por lo general "estrechísimas", con lo que reconoció que visitaba las prisiones con frecuencia y que mantenía contacto con los capellanes militares.
Esta actitud de los capellanes se extendía a la Policía Federal, a todos los cuerpos de Ejército, a la Fuerza Aérea, a la ESMA y a otras tantas unidades castrenses.
En su carta del 27 de junio de 1984 las Madres de Plaza de Mayo le decían al Papa Juan Pablo II: "Es imprescindible que los capellanes y los sacerdotes que han estado asociados con los victimarios y que tampoco muestran arrepentimiento, proporcionen a las autoridades competentes la información que indudablemente poseen acerca de los detenidos desaparecidos, para que se conozca qué ha pasado con todos y cada uno de ellos". Nunca hubo respuesta.
Pero las Madres de Plaza de Mayo no desfallecieron. Lejos de eso, apuntaron alto, muy alto, a la súper jerarquía y le iniciaron en 1997 a Pío Laghi un juicio, en Roma y ante el Vaticano. Pidieron que le quitaran la inmunidad de la que goza por ser cardenal y ciudadano vaticano, para que pudiese ser juzgado. Sostuvieron que de 1974 a 1980 "Laghi colaboró activamente con los sanguinarios integrantes de la dictadura militar y encaró una campaña destinada a ocultar en la Argentina y en el resto del mundo el horror, la muerte y la destrucción que estaban sucediendo en el país". Pero otra vez el Vaticano calló y mantuvo la inmunidad del ex nuncio.
Para la presidenta de las Madres, Hebe de Bonafini, Laghi es un monstruo:
"Fue uno de los hombres que gobernó el país desde las sombras, uno de los artífices del destino de más de 30.000 desaparecidos, 15.000 fusilados en las calles, 9.000 presos políticos y un millón y medio de exiliados. Es más, tomó a su cargo la expulsión del país de los sacerdotes y congregaciones religiosas cuyas denuncias podían obstaculizar la represión militar, acalló las denuncias internacionales sobre la desaparición de más de treinta sacerdotes y obispos católicos, organizó junto con los integrantes del Episcopado la asignación de capellanes militares, policiales y penitenciarios que garantizaban el silencio sobre las ejecuciones y sobre las torturas y las violaciones que presenciaban.
"No es que había una omisión. Participaba directamente en las decisiones, porque si había sacerdotes para que confortasen a los que tiraban vivos a nuestros hijos al mar, la Iglesia estaba participando muy directamente. Que el nombre de mi hijo figure en una lista de las que hacía Laghi, no quiere decir nada. Era una formalidad. Una forma de cubrirse las espaldas para decir después que se había ocupado del caso. Queremos que vaya a la cárcel como un asesino."
Las Madres también acusaron a Tórtolo, a Bonamín y a Plaza, quien decía que "siete horas de tortura no son pecado" y sobre los que muchos tienen malos recuerdos. Pero con Laghi es otra cosa, fuera de las Madres, la opinión suele ser francamente positiva.
Enterado de la presentación en su contra, el cardenal Pironio le envió de inmediato a su amigo Laghi una carta que decía: "Te acompaño en esta dolorosa e injusta campaña de los periódicos (...)Te conozco bien y sé todo lo que has hecho en nuestro momento dificil (...) Cuenta con mi sincera amistad y mis oraciones. Gracias de nuevo por todo".
El 21 de mayo de 1997, monseñor Novak y Gerardo Tomás Farell le enviaron un fax con "las expresiones de nuestra más firme solidaridad (... ) Sepa que aquí lo seguimos apreciando en toda la medida del servicio que prestó a la Iglesia en la Argentina, con ocasión de su misión como nuncio apostólico".
En igual sentido se pronunció monseñor Miguel Esteban Hesayne, a quien las Madres incluyeron como testigo de cargo en el juicio en Italia: "A ninguna persona, ni tampoco a institución alguna, he dado mi nombre para tal presentación... Dejo constancia que el cardenal Pío Laghi, siendo nuncio en la Argentina, dispensó generosamente sus buenos oficios cuantas veces fueron solicitados por perseguidos por la dictadura militar, salvando así numerosas vidas humanas".
Algo similar creía Jacobo Timerman, director del diario La Opinión y víctima de la dictadura militar, quien fue detenido en abril de 1977 y estuvo a punto de desaparecer. En 1998, en una entrevista se refirió así a Pío Laghi:
"Recibió a mi familia muchas veces, intercedió por mí ante el poder, facilitó a mi esposa el acceso al correo diplomático del Vaticano para enviar al exterior información sobre mi situación. No tenía fuerza para exigir mi libertad, pero sí influir para que no me matasen (... ) Laghi era un hombre abrumado por la realidad argentina, siempre preocupado por qué hacer, cómo poder ayudar (...)
"En aquel período, él hacía lo que hacíamos todos los que habíamos elegido quedarnos en Buenos Aires para enfrentar la situación: lo que podíamos. No éramos omnipotentes. Se hacía lo que se podía. Eran tiempos terriblemente difíciles (...)
"Yo le estoy agradecido a la suerte por haberlo conocido y no solo para consolarnos mutuamente, sino para compartir las formas de lucha que, para salvar a lagente, él utilizaba. Estaba en permanente búsqueda de caminos o alternativas que pudiesen aliviar a quienes sufrían. Y lo hacía sin pausa, aunque tenía claro que no tenía fuerza (...) Estados Unidos, en Buenos Aires, tenía mucho mayor peso político que el Vaticano, por lo tanto su embajador, Raúl Castro, era mucho más poderoso que Laghi. Y, sin embargo, tampoco él podía hacer nada (...)
"Podía influir, sí, para preservarme la vida, pero tampoco pudo por sí mismo obtener mi liberación (...) Yo no puedo olvidar que durante aquel durísimo proceso, tanto yo como mi familia, estuvimos acompañados por monseñor Laghi, quien extremó todos los recursos posibles para que mi caso tuviera un epílogo feliz (...) Y sé de muchos otros casos, por lo que puedo dar constancia de este hombre sufrido, sufriente, conmovido, abrumado, prudente, que fue monseñor Laghi. Incluso había mandado muchos informes al Vaticano y, presionado por ellos, el Papa había aceptado recibir a un diplomático israelí para escuchar de sus labios mi caso, pero ya no hizo falta (...)
"No tengo vacilaciones en repetirlo: Laghi fue un hombre piadoso, increíblemente inteligente y sagaz, que no arrojaba su inteligencia y su sagacidad a la cara de la gente con la que conversaba. Era un hombre humilde, terriblemente humano y servicial, para mí fue una buena experiencia haberlo conocido (...) Si no se entiende lo que decía antes, que se hacía lo que se podía, se puede llegar a una total distorsión como son esas acusaciones. Laghi fue para mí un maestro de prudencia y astucia (...)
"Quizás yo era un ingenuo por creer que con algunas iniciativas yo mismo podía tener influencia sobre los militares, que con esas iniciativas ayudaba un poco. Pero la verdad es que, influencia, no tenía ninguna (...) Nadie, absolutamente nadie, podía influir sobre ellos (...) Laghi trataba de obtener lo que podía, como muchos otros y yo mismo, ¿esto significa que éramos cómplices del Proceso? Y en el caso de Laghi no podía hacer mucho más que preguntar, pedir, ocuparse, muchos lo insultaban, estaban locos. Porque la verdad era ésa: ¡los militares estaban realmente locos! Aun siendo nuncio apostólico, tenía un peso chiquito, limitado (...)
"Si se le hace un juicio a Laghi, ¿se imagina los juicios que habría que hacer a mucha gente en el mundo entero y en este país? Lo que pasa es que la nuestra era la más dificil, incómoda y peligrosa de las posiciones. Nosotros no pertenecíamos a la guerrilla ni a los "montos", estábamos en desacuerdo con ellos pero defendíamos su derecho a la vida".



Homenaje debido

Por el parlante comienzan anunciar a los funcionarios presentes: Aníbal Ibarra, Cecilia Felgueras, Daniel Filmus, Antonio Cafiero, Mario O'Donnel, Alicia Pierini... Un golpe de vista permite ver que hay una delegación de Madres de Plaza de Mayo y que por la Línea Fundadora está Laura Bonaparte. También se encuentran el ex embajador ante la Santa Sede, Rubén Blanco; y el embajador de Irlanda. El locutor nombra a los obispos: Rodríguez Melgarejo, Galán, Melville, Ogñenovich (al escuchar a este último se escucha un murmullo de desaprobación), el rabino Daniel Goldman... A continuación se leen, entre otras, las adhesiones de los obispos Laguna, Casaretto y Giaquinta, y del vice gobernador de la provincia de Buenos Aires, Felipe Sola.
Fueron necesarios veinticinco años de silencio, de sospechas infundadas, de ocultamiento y de verdades a medias para que la Iglesia aventara sus humanas miserias y pudiera ofrecerles a los padres palotinos el homenaje debido.
La misa con la que se recuerda la sangrienta noche del 4 de julio de 1976 tiene una convocatoria inusual. Bajo los lemas "Que todos sean uno para que el mundo crea" y "Juntos vivieron, juntos murieron" vecinos, autoridades, instituciones y colegios colman la parroquia San Patricio de Belgrano. Muchos deben seguir la celebración desde afuera, por pantalla gigante.
Desde el pulpito, el cardenal Jorge Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, concelebra la misa con el nuncio Santos Abril, otros doce obispos y sesenta sacerdotes. Es la primera vez que un cardenal primado y un nuncio ofician una misa en esa Iglesia, desde las exequias de los cinco palotinos, a cargo en 1976 del cardenal Aramburu y el nuncio Pío Laghi.
Bergoglio da consuelo y reconocimiento a la comunidad palotina e insta a "despejar etiquetas" lamentando el manto de sospechas que cayó sobre las víctimas. Por eso, destaca la fidelidad de los religiosos al Evangelio y recuerda a los presentes que "las baldosas de laparroquia están ungidas con la sangre de quienes el mundo no pudo reconocer".
"Yo soy testigo de lo que era la vida de Alfie (Kelly), porque lo acompañé en la dirección espiritual y en la confesión hasta su muerte. Sólo pensaba en Dios. Lo nombro a él porque soy testigo de su corazón, y en él, a todos los demás", agrega el cardenal.
También agradece a Dios porque en una ciudad turbulenta y difícil, "El nos dio una señal y nos mostró a quienes dieron su vida por los otros". Parafraseando a Jesús, agrega: "Debemos pedirle perdón a Dios porque ellos (los asesinos) no sabían lo que hacían".
Bergoglio recibe las ofrendas de la misa de manos de las madres de Salvador y Emilio, los dos seminaristas muertos. John Killpatrick, rector de la provincia Irlandesa, recién llegado de Dublin, habla –traductor mediante– del "aniversario extraordinario" y de quienes "murieron por fidelidad a algún aspecto del Evangelio". Felicita a todos los sacerdotes por "el coraje mostrado en todos estos años" y anuncia que desde hoy habrá una placa recordatoria en la Basílica de San Silvestri, en Roma, y próximamente un monumento en Dublín.
Un telegrama recién llegado de Roma es leído por el sacerdote argentino, Sergio Schaub: "Oramos por la beatificación de nuestros hermanos para que toda la Iglesia los venere y podamos presentar el testimonio de sus vidas como signo del amor paterno y misericordioso de Dios". Lo envía el Consejo General de los Padres Palotinos presidido por el padre James Freeman.
"Acuérdate de nuestros hermanos" es la oración por los difuntos que reza el obispo Guillermo Leaden, hermano de Alfredo, uno de los cinco sacerdotes asesinados.
Para comulgar se forma una fila interminable y los obispos y sacerdotes se mezclan entre la gente distribuyendo el sacramento.
Sobre la entrada principal de la Iglesia pende la alfombra roja, aún manchada, sobre la que hace veinticinco años se desangraron los religiosos.
El padre Pedro Dufau tenía previsto decir el 4 de julio de 1976 esta homilía. No alcanzó a leerla. Pío Laghi la encontró en su habitación la noche que lo mataron. Decía así:
"Si leemos atentamente el Antiguo Testamento, veremos cómo los mensajeros que Dios envió a su pueblo, muy pocas veces fueron escuchados, otras veces fueron expulsados o muertos. Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa. Y Jesús experimentó en carne propia la validez de ese refrán, ya que cuando tuvo la feliz idea de ir a Nazareth, donde había transcurrido prácticamente toda su vida, sólo encontró el recelo, la envidia de los suyos, y, tal como dice Lucas, por poco le quitan la vida. Si Dios permanentemente habla en la historia de los pueblos y de cada hombre, no menos cierto es que todos sabemos encontrar la forma de no escucharlo. Si el hombre no tuviera nada que cambiar, no harían falta los profetas. Pero, desde el momento que el Profeta denuncia el pecado del hombre y de los pueblos, su tarea se torna difícil y antipática. Y un recurso siempre utilizado para no tener ni siquiera la oportunidad de escucharlos, es el de sacarlos del medio, encarcelándolos, matándolos. A todos, a menudo, la Palabra de Dios nos resulta un poco antipática y contra corriente, porque es una Palabra dura, recta, intransigente. No cede ante el rico, no afloja ante el poderoso, no se atemoriza ante las dificultades".
Desde aquel frío invierno de 1976, habían pasado muchos años.
En el camino quedó la sangre, la valentía y la dignidad de muchos que, como decía el padre Pedro, "no aflojaron ante el poderoso, no se atemorizaron". Y llevaron la palabra de Dios a todas partes, salvaron en nombre de ella muchas vidas, por encima de quienes aún hoy siguen buscando explicaciones a lo poco que hicieron, en lugar de arrepentirse por lo mucho que dejaron de hacer, por cobardía o por indignidad.
Como una ráfaga de viento suave que entra por la ventana, como el sonido de un canto que llega desde lejos, queda entre nosotros una prueba conmovedora. Tres días antes de la masacre de San Patricio, el 1 de Julio de 1976 a la medianoche, el padre Alfredo Kelly escribió en su diario personal:
"He tenido una de las más profundas experiencias en la oración. Durante la mañana me di cuenta de la gravedad de la calumnia que está circulando acerca de mí. A lo largo del día he estado percibiendo el peligro en que está mi vida. Por la noche he orado intensamente, al finalizar no he sabido mucho más, creo sí que he estado más calmo y más tranquilo frente a la posibilidad de la muerte. Lloré mucho, pero lloré suplicando al Señor que la riqueza de su gracia que me ha dado para vivir, acompañara a aquellos a quienes he tratado de amar, recordé también a los que han recibido la gracia a través de mi intercesión, lloré mucho por tener que dejarlos. Nunca he dudado de que fue El quien me concedió la gracia y tampoco que no soy indispensable, aunque tengo mucho que decirles aún, sé que el Espíritu Santo se lo dirá... Y mi muerte física será como la de Cristo, un instrumento misterioso, el mismo Espíritu irá a algunos de sus hijos, pedí para que fuese a Jorge y a Emilio, para los que me odian, para los que recibieron a través de mí, para el florecimiento de las vocaciones, para crear hombres dentro de la sociedad que sean necesarios, los que El desea. Me di cuenta entre mis lágrimas de que estoy muy apegado a la vida, que mi vida y mi muerte, su entrega, tienen por designio amoroso de Dios, mucho valor. En resumen: que entrego mi vida, vivo o muerto al Señor, pero que en cuanto pueda tengo que luchar por conservarla. Que seré llamado por el Padre en la hora y modo que Él quiera y no cuando yo u otros lo quieran.
"Ahora, justo en este momento estoy indiferente, me siento feliz de una manera indescriptible. Ojalá que esto sea leído, servirá para que otros descubran también la riqueza del amor de Cristo, y se comprometan con El y sus hermanos, cuando El quiera que se lea. No pertenezco ya a mí mismo porque he descubierto a quien estoy obligado a pertenecer. Gracias Señor. "

<<CAPITULO ANTERIOR | PROXIMO CAPITULO>>

VOLVER AL INDICE