5.
Jinetes del Apocalipsis
–Esa imagen no se me borró jamás; era un hombre con sotana negra y cinturón
violeta. Sólo pude verlo desde la cintura para abajo porque estaba encadenada y
encapuchada, y hasta hoy me pregunto cuál sería su cara...
Miriam Lewin fue secuestrada el 17 el mayo de 1977 por una patrulla de la Fuerza
Aérea, en la avenida Crovara de La Matanza. Tenía sólo dieciocho años, militaba
en Montoneros y, tal como Firmenich recomendaba desde su dorado exilio, llevaba
una pastilla de cianuro entre sus ropas. Le habían enseñado que era su deber
suicidarse antes que delatar a un compañero bajo torturas y poner en peligro a
toda la célula de la organización. Cuando se vio perdida, Miriam se la metió en
la boca. Pero sus captores la vieron y rápidamente ordenaron un lavaje de
estómago para salvarla, ahí nomás en la calle y frente a algunos transeúntes
aterrados que pasaban. Incluso, uno de ellos que la quiso defender, fue atacado
a culatazos y patadas por los atacantes, que bajo amenazas de muerte
desapareció del lugar.
Pero lo de ellos no fue una actitud de buenos cristianos: creían que viva podría
aportar una preciosa información. Pero no fue así: Miriam jamás dijo una palabra
durante los dos años en que permaneció desparecida. La torturaron y mantuvieron
detenida en un centro ilegal situado en Virrey Ceballos 632 del barrio de
Congreso, próximo a la Jefatura de Policía, en la Capital Federal, hasta que la
Armada la pidió creyéndola comprometida en un atentado contra esa fuerza. El 27
de mayo de 1978 Miriam fue trasladada a la ESMA y llevada a la Capucha, la sala
de torturas. Un día en que, encadenada y encapuchada, la bajaban por las
escaleras para ir al baño, divisó frente a sí la parte inferior de una sotana.
El hombre que la llevaba puesta subía y si no tropezó con él fue porque el
guarda que la acompañaba le había levantado levemente la capucha para que
pudiese ver los escalones.
Muchas órdenes religiosas usan sotana negra, pero sólo los obispos y arzobispos
llevan cinturón de seda violeta. Miriam nunca supo de quién se trataba, pero su
testimonio es una prueba más del "fraterno" compromiso que altas autoridades de
la Iglesia argentina tuvieron con los Jinetes del Apocalipsis: los militares
del Proceso de Reorganización Nacional (PRN). Poco antes de que éstos llegaran
en sus briosos corceles, Pablo VI había enviado a la Argentina al nuncio Pío
Laghi. "Ese país está viviendo momentos muy peligrosos. Se ha declarado una
lucha fraticida y me temo que el único que podría frenarla ya está demasiado
viejo para hacerlo" –le indicó, haciendo alusión a su persona.
Santo perfil
–No sé por qué decidí ir a su país cuando el Papa me propuso. Ir a la Argentina
fue lo peor que hice en mi vida, si me hubiera quedado en Jerusalem, nada de
esto hubiera pasado. La gente en su país es extraña, retorcida, mentirosa. Allí
pasaron cosas horribles, a mí, por ejemplo, me destruyeron la vida con
infamias... –dijo Pío Laghi antes de despedirnos, una tarde de diciembre de
2000, muy cerquita de la navidad, en la residencia para cardenales donde vive, a
metros de la Plaza de San Pedro. Lo miré y no supe qué responderle mientras él
estrechaba mi mano con calidez. En sus ojos pude ver cierta angustia y un rencor
velado conservado desde el fondo de los tiempos.
Pío Laghi nació en Castiglioni di Forli el 21 de mayo de 1922. Quinto y último
hijo de una familia de campesinos, sus padres, Antonio y Laura, enfrentaron la
pobreza de la posguerra y fueron trasladándose de pueblo en pueblo por Italia.
El fascismo llegó ese mismo año y el resultado fue obvio: Pío creció en un clima
de ferviente autoritarismo.
A los diez años, mientras estudiaba en la escuela parroquial, trabajaba en la
peluquería del fígaro Archimede, en Faenza. Para el secundario se anotó en el
Instituto Salesiano y a los dieciséis años ingresó al Seminario, donde cursó el
liceo clásico. A los diecinueve obtuvo el "maturita clásica ", el bachillerato,
y en septiembre de 1941 comenzó el curso de Teología en el Seminario de Faenza.
En 1942 se inscribió en la Pontificia Universidad Lateranense de Roma, pero fue
por un rato, nomás. En julio de 1943, cuando los aliados desembarcaron en
Italia, los bombardeos lo llevaron fuera de la ciudad. Benito Mussolini fue
ejecutado y el país se sumergió en la guerra civil, así que Laghi prefirió
quedarse en Faenza, hasta que todo pasó. De regreso a Roma, completó sus
estudios de Teología y el 20 de abril de 1946 se ordenó en la capilla del
Obispado de Faenza.
Su experiencia pastoral comenzó a los veinticuatro años en Puerto Garibaldi, un
pueblo de pescadores destruido por la guerra. "Los niños tienen miedo de mi
sotana negra y cuando aparezco escapan. Trataré de tener paciencia y buen
corazón para ser pequeño entre los pequeños"–escribió en su diario.
Entre 1947 y 1950 rindió su tesis doctoral, ingresó a la Facultad Jurídica del
Laterano, en Roma, y tres años después accedió a la Pontificia Academia
Eclesiástica, la escuela que prepara a los diplomáticos de la Santa Sede. Pablo
VI pidió personalmente su traslado a Roma.
Su primer destino, en 1952, fue Nicaragua, como agregado de la Nunciatura. En
1954 fue trasladado a Washington y luego a Nueva Delhi, como auditor de la
Nunciatura. En 1964 regresó a Roma, donde lo ascendieron a consejero para los
Asuntos Públicos de la Iglesia. Allí preparó el histórico viaje de Pablo VI a
Nueva York, el 4 de noviembre de 1965. Y obtuvo la autorización para publicar
las Actas y Documentos de la Santa Sede relativos a la Segunda Guerra Mundial.
En 1969 fue nombrado delegado apostólico en Jerusalén y Palestina. Cuando llegó
a Tierra Santa tenía cuarenta y siete años y acababa de terminar la Guerra de
los Seis Días. Allí solucionó un conflicto por un histórico edificio católico en
el centro de Jerusalén, que había sido vendido a una entidad judía de Nueva York
por 600.000 dólares.
En abril de 1974, la Secretaría Apostólica decidió su traslado a la Argentina en
forma urgente, por los acontecimientos del país, que sangraba por izquierda y
por derecha.
Antes de que pudiera deshacer las valijas, el escenario estaba montado: a las
catorce y diez del 1 de julio de 1974, mientras el DC-10 de Alitalia que lo
traía a bordo aterrizaba en Ezeiza, la radio y la televisión anunciaban la
muerte del general Juan Domingo Perón y José El Brujo López Rega movía los
hilos de una patética "Isabel Presidente". Que la viuda de Perón se llamara en
realidad María Estela Martínez pero usara su nombre artístico, constituía todo
un síntoma de la descomposición reinante: Argentina tenía una bailarina de
folklore como Jefa de Estado. El Brujo o el "Hermano Daniel", según los ámbitos
esotéricos en los que se movía, también comandaba la Triple A –Alianza
Anticomunista Argentina– una banda de asesinos a sueldo de ultraderecha,
compuesta por miembros de los servicios de inteligencia, policías, militares y
ciertos militantes peronistas. Del otro lado, los Montoneros habían roto con
Perón, y junto con el ERP, se cobraban cada día su cuota de violencia.
Inflación, corrupción, el poder sindical desmadrado, ataques terroristas... El
país estaba sumido en las sombras y en el caos.
Pío Laghi depositó su valija en el centro mismo de la encrucijada. Por
cualquiera de los caminos que eligiera, llegaría a la prueba más difícil
reservada al alma humana: la del poder. Poco después de la caída de Isabel,
debería ejercerlo en medio de la dictadura más atroz y con el clero argentino
fragmentado y la cúpula del Episcopado aplaudiendo a los jerarcas militares. A
la derecha, los conservadores, llamados a dejar en la memoria de la Iglesia su
mancha más oscura; al centro, los progresistas, que peleaban como podían en la
búsqueda de la justicia; y por fin, a la izquierda, estaban los combativos, que
abrazaron la violencia y sirvieron así equivocadamente al régimen, que desplegó
el más perverso plan de venganza.
Más tarde, cuando todos esos personajes se insertaron en el teatro sangriento
inaugurado por el golpe militar, Laghi en su función de representar al Papa ante
la Iglesia y el gobierno, debería lidiar con todos ellos. Era un hombre de una
fe inquebrantable. Pero Dios parecía estar ausente en la Argentina de entonces
y el nuncio sintió la soledad con mayúsculas.
Esa soledad comenzó ni bien tocó tierra. En Il Cardinale e i desaparecidos–un
libro editado en Italia en 1999 y que no se conoce en habla hispana– sus
autores, los periodistas argentinos Bruno Passarelli y Fernando Elenberg,
contaron que a Laghi lo fueron a recibir a Ezeiza unos cuantos prelados, entre
ellos Adolfo Tórtolo, Antonio Caggiano y Raúl Primatesta, pero absolutamente
nadie del gobierno, y contaron la siguiente anécdota:
"Al día siguiente de su arribo, Laghi participó del funeral de Perón en el
Palacio Legislativo y fue inocente protagonista, a las pocas horas del inicio de
su misión diplomática, de un nuevo y desconcertante episodio. Hubiera querido
unirse a los otros embajadores acreditados para dar a la nueva presidenta el
consuelo del Santo Padre, pero no había podido presentar las cartas
credenciales debido al rápido devenir de las circunstancias (...) Se quedó en
silencio, absorto en la plegaria, sin que nadie lo reconociera (...) En los
diarios del día siguiente Laghi leyó una nueva e increíble noticia que agravó
su desorientación. Isabelita había recibido en la residencia de Olivos, como
"delegado pontificio" a un tal monseñor Andrés Karame que era anunciado como
"representante del Santo Padre" y de la Iglesia oriental. A Isabelita le había
transmitido las condolencias de Pablo VI y del patriarca oriental Máximo Hakim.
"El religioso, cuya iniciativa resultaba inexplicable para monseñor Laghi, era
un árabe, obispo de la Iglesia Maronita Católica del rito Oriental. Pero sucedió
una cosa más grave todavía: en la puerta de la residencia presidencial de
Olivos, Karame hizo breves declaraciones a la prensa: "Me ha mandado el Papa
para presentar, en su nombre, las condolencias de la Iglesia a la señora".
Laghi quedó confundido. Leyó repetidamente la noticia creyendo haber
comprendido mal. Al fin se consoló pensando que sólo en una batahola tan grande
como aquella que vivía el país sudamericano, se podían justificar gestos tan
aventurados e irresponsables como el descrito."
Por el testimonio de quienes fueron favorecidos por la intervención de Pío
Laghi o abandonados a su suerte por sus omisiones durante la dictadura militar,
por sus declaraciones a los medios de comunicación, por sus amistades, por las
entrevistas que concedió, por la larga y cruda conversación que mantuvo conmigo
en Roma en diciembre de 2000, se puede reconstruir a pinceladas el retrato de un
hombre contradictorio y complejo. Es apenas el perfil de un ser atormentado que,
como dice Brecht, "luchó, pero sólo un día". Buscar en él a un hombre mejor o
imprescindible, es precipitarse al vacío.
El golpe
Al día siguiente del golpe, Laghi recibía en la Nunciatura Apostólica, situada
sobre la elegante avenida Alvear de Buenos Aires, los primeros llamados de
parientes y amigos que pedían por las personas detenidas por los militares.
Aunque pudiera sospechar una pizca de ilegalidad, la figura del entonces
general Jorge Rafael Videla era todavía para él la de un militar de pocas
palabras y de ferviente vocación católica, lector fanático de la Biblia, que se
presentaba con una frase tranquilizadora: "Yo he dividido mi despacho de
presidente de la Nación en dos partes: en una atiendo mis tareas oficiales y a
la otra la he transformado en capilla y allí rezo y me inspiro en la idea de
Dios". Ni siquiera existía aún, como figura dialéctica, el término desaparecido
y tampoco era posible imaginar los "traslados" de personas vivas que atontadas
con Pentotal (o Pentonaval, en la jerga militar) eran arrojadas al mar desde
aviones de la Armada.
Eso sí, apenas llegó, el nuevo Nuncio construyó una relación personal con Robert
Hill, el embajador de Estados Unidos en Argentina, –un republicano de pura cepa,
defensor de la Doctrina de Seguridad Nacional que había llegado al país en
1973– la que le rindió buenos frutos. De acuerdo con esto, estuvo al tanto de la
gravedad de la crisis en la que estaba envuelta la Argentina, es más, también
supo con detalles –según las comunicaciones secretas que Laghi envió al
Vaticano en esa fecha y corroboradas personalmente con una fuente pontificia–
del golpe que se avecinaba y de los probables protagonistas militares. Nunca
pudo ignorar que el jefe del Episcopado, monseñor Adolfo Servando Tórtolo, había
sido enviado por Videla a convencer a Isabelita de renunciar al cargo, cuando
ésta se encontraba acosada por el juicio político y el incendio. María Seoane y
Vicente Muleiro, en El Dictador, cuentan que Isabel se reunió con Pío Laghi en
la Nunciatura la tarde del 8 de enero de 1975.
"El 13 de enero, Laghi se reunió con su amigo Hill y el secretario político de
la embajada estadounidense, Wayne Smith. Les contó con lujo de detalles, cómo
había sido la reunión de Isabel con los militares. Hill a su vez, contó su
reunión con Laghi en un documento secreto (confidential a 114, priority 4122)
enviado a su jefe Kissingery que sólo se conocería veintidós años después,
cuando una investigación periodística reveló y analizó documentos secretos de la
Embajada de Buenos Aires, desclasificados por el departamento de Estado. Hill
le escribió a Kissinger: "1) Laghi relató la confrontación de la Sra. de Perón
en la tarde del 5 de enero con los tres comandantes en Jefe. Según la Sra. de
Perón ella los había invitado a Olivos por otro tema, pero al llegar los tres
inmediatamente le exigieron que renunciara por el bien del país. Le aseguraron
que estaban a favor del proceso de institucionalizacion y que no querían violar
la Constitución: sin embargo estaban sometidos a la tremenda presión de los
oficiales subordinados que ya no aceptaban a la Sra. de Perón como presidenta y
querían poner fin a la corrupción de su gobierno. Por la tanto para evitar un
golpe lo mejor que ella podía hacer era apartarse y permitir que el poder pasara
a un sucesor constitucional. Si no (ellos) no se hacían responsables. 2) La
Sra. de Perón le dijo a Laghi que se negó rotundamente e insistió en que era la
única peronista con suficiente respaldo para controlar la situación. Si ella se
hacía a un lado dejando a Luder en su lugar, en dos meses habría una
desintegración total de la base política del gobierno, y en consecuencia, los
propios militares se verían forzados a asumir el control directo. Y esto,
insistió ella, sería desastroso para el país, ya que favorecería a los
terroristas y volcaría al movimiento peronista hacia la izquierda . Les dijo que
mantener el orden y la disciplina en sus instituciones era problema de ellos y
no debían usar ese argumento para exigir su renuncia. 3) El punto de vista de
los comandantes militares era bastante distinto, sostenían que era más probable
evitar la desintegración con su ausencia que con su presencia. La Sra. de Perón
le dijo a Laghi que especialmente el almirante Massera usó un lenguaje muy duro.
Le contó que Massera le dijo que los militares no temían una lucha si ésta era
una de las consecuencias. La Sra. de Perón contó entonces que les dijo a los
comandantes que tendrían que sacarla arrastrando de la Casa Rosada, usando la
fuerza fisica. Admitió haberse puesto muy emotiva y haber estallado en llanto
(lo que hace suponer que debe haber sido muy perturbador para Videla, altamente
disciplinado y nada sensible) ". No se sabe cuánto tiempo, desde aquel fatídico
24 de marzo de 1976, le llevó al nuncio comprender que el brazo ejecutor del
terror, el planificador del exterminio, era el mismo Estado. El mismo participó,
como indican los documentos secretos enviados por Hill a Estados Unidos y los
suyos propios enviados a Roma, de los prolegómenos de la peor crisis
institucional de la historia argentina, de los inicios de la tragedia. "Es
cierto que hablé con Isabel Perón y que ella me contó que los militares la
presionaban para que se fuera. ¿Cómo podía yo imaginar todo lo que vino después?
¿Cómo podía imaginar por un segundo que esta gente iba a hacer lo que hizo?",
me dijo Laghi casi disculpándose, cuando hablamos en Roma. Pero no debió haber
sido mucho más allá de septiembre de 1979, cuando sus dudas se aclararon. El 6
llegó a Buenos Aires una delegación de la Comisión Internacional de Derechos
Humanos de la OEA, presidida por Andrés Aguilar, Luis Demetrio Tinoco Castro y
Marco Gerardo Monroy Cabra, que recogió testimonios de familiares de
desaparecidos, visitó las cárceles donde estaban los presos "blanqueados" (en
su mayoría, detenidos antes del proceso militar) y entrevistó a políticos,
sindicalistas, periodistas, jueces, autoridades universitarias, religiosas,
militares y policiales, entidades profesionales, comerciales, empresariales y
de derechos humanos, y hasta a los ex presidentes, lo que incluyó a Isabelita,
detenida en El Messidor. Por supuesto, la comisión también se reunió con el
cardenal primado, Raúl Primatesta, presidente de la Conferencia Episcopal, quien
expuso sus puntos de vista acerca de la situación de los derechos humanos en
la Argentina.
Es cierto que no se halló un solo centro ilegal de detención y tampoco a ningún
desaparecido, ni siquiera en la ESMA, a la que visitaron. Esto tenía su
explicación: los que aún tenían la suerte de estar vivos, fueron trasladados en
masa a las islas del Delta y permanecieron allí mientras duró la observación
"in loco" de la comisión, que se extendió entre el 6 y el 20 de septiembre de
1979.
Curiosamente, los "desaparecidos" de la ESMA fueron a dar a la casa de
ejercicios espirituales que el Arzobispado de Buenos Aires tenía en una isla del
Tigre, según testimonió uno de los detenidos, Mario Villani, por más que a la
hora de tener que dar explicaciones, la Curia dijo que esa propiedad ya no le
pertenecía por cuanto se la había vendido –¡oh, casualidad!– a la Armada. Y
curiosidad o no, quien la vendió fue monseñor Esteban Graselli, secretario del
Vicariato Castrense y amigo de Pío Laghi. Esa casa tenía un sugestivo nombre: El
Silencio. Y como todas en el Delta, se levantaba sobre pivotes en previsión de
las crecidas del Paraná. La mayor parte de los detenidos fueron mantenidos
debajo de la casa, atados a esos pivotes.
–Recuerdo que durante más de dos semanas nos tuvimos que aguantar los mosquitos
y que se nos mojaban los pies cuando llovía y el río subía. Nos tenían atados a
los pivotes, debajo de la casa–contó una ex detenida.
Cuando los investigadores se fueron, y una vez que la isla había sido utilizada,
los marinos la vendieron a una compañía privada, en octubre de 1980.
Pero el informe de trescientas páginas que produjo y editó poco después la CIDH
fue catastrófico para el gobierno. Luego de leerlo –y Laghi sin duda lo leyó–
nadie pudo seguir alegando que no sabía lo que pasaba en la Argentina. En
Buenos Aires, Córdoba, La Plata y Rosario, la comisión hizo investigaciones y
recibió denuncias. Por cada una de ellas el gobierno se vio obligado a dar una
explicación falsa, pero explicación al fin, y en cada caso la CIDH evaluó si la
misma se justificaba o no. De más está decir que no le creyó ni una sola. Valga
enunciar algunas de las que se detallan en ese informe:
CASO 4802. MARIO LERNER
Fue asesinado en el tercer piso de su casa siendo arrojado luego al primer
piso, el día 17 de marzo de 1977, pasadas las nueve de la noche, por fuerzas de
la policía. El gobierno contestó que fue muerto en la calle luego de resistirse.
La comisión evaluó que había que seguir investigando el caso ya que "la
respuesta no desvirtúa las alegaciones del denunciante".
CASO 2553. CLARA ANAHI MARIANI.
Fue robada cuando tenía tres meses de edad, luego de que su madre, que la
llevaba en brazos, fuera acribillada a balazos –literalmente, la ametralladora
la partió en dos– en el fondo de la casa. El informe de la CIDH consigna, sin
dar nombres, que según el denunciante "es un comentario ya generalizada en el
país, que se regalan o venden algunos bebés sacados tanto de sus hogares, donde
se producen enfrentamientos, como de los lugares de donde "desaparecen" sus
padres de las cárceles donde nacen. Clara Anahí debe haber sido regalada o
vendida como tantos otros niños. Monseñor nos dijo que él había rescatado a
varios niñitos que estaban en poder de policías que ya los habían inscripto como
suyos". El gobierno reconoció el operativo pero negó que se hubiera recogido un
beba. La CIDH dictaminó reabrir la investigación "por no encontrar elementos de
convicción que desvirtúen los hechos denunciados".
CASO 2484. DAGMAR INGRID HAGELIN.
La CIDH recibió la denuncia de que la joven de diecisiete años, hija de suecos,
fue tiroteada y secuestrada por un grupo de hombres vestidos de civil el 27 de
enero de 1977, en El Palomar, partido de Morón. La embajada sueca recibió de la
policía la información de que el operativo había sido realizado por las Fuerzas
Armadas. El 9 de enero de 1979 el gobierno respondió a la CIDH que no se
registraban antecedentes de su detención y por nota del 5 de mayo negó su
participación en los hechos. La comisión dictaminó luego de su visita la
conveniencia de activar ante la justicia la causa por "privación ilegítima de la
libertad". Hagelin fue vista en la ESMA en sillas de ruedas y varios detenidos
aseguraron que la "trasladaron" porque devolverla lisiada equivalía a reconocer
un atropello a los derechos humanos que habían negado.
¿Qué otra prueba hacía falta? Represión indiscriminada, tortura,
aniquilamiento, desaparición, robo de niños y de bienes... No cabía ninguna duda
de que tal cantidad de casos no podían ser frutos de "excesos" sino de una feroz
política de Estado.
Con el infierno como escenario, Pío Laghi se movió en una Iglesia de doble cara.
La menos pública, que no se calló ni se doblegó frente a los abusos, estaba
representada por los monseñores Jaime de Nevares, Miguel Esteban Hesayne,
Enrique Angelelli, Alberto Devoto y Carlos Ponce de León. Otra, que
directamente avalaba las acciones de la dictadura, la encabezaban los obispos
Adolfo Tórtolo, Victorio Bonamín, José Miguel Medina, Antonio Plaza, Horacio
Bozzolli y un séquito de vicarios castrenses que concebían la purificación a
través de la sangre. Por fin, estaban los conservadores, aunque equidistantes,
como Primatesta, con el que simpatizó enseguida y entabló amistad.
Mientras tanto, la Iglesia complementaba a la Junta Militar. Cuando la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos de la OEA llegó en septiembre de 1979 a la
Argentina, el cardenal Primatesta recibió a sus miembros y les entregó un
informe lavado que no sólo no aportó datos, sino que justificó la actitud de
las Fuerzas Armadas, según testimonios de gente de CIDH.
Aunque no caben las disculpas, el nuncio –según él mismo declaró años más
tarde– no se animó a entrometerse en los poderes, ni en la acción del Episcopado
argentino. Se lo impedía su investidura diplomática y además, hacerlo hubiera
contradecido el espíritu de no intervención recomendado por el Concilio Vaticano
II.
El documento Sollicitudo Ommium Ecclesiarum aprobado por Pablo VI en 1969,
precisaba sin matices que "el nuncio debe respetar y sostener a los episcopados
locales con fraterno y discreto consejo" sin enfrentar a la jerarquía local.
Ningún pontífice podía imponer su voluntad por encima de la conferencia
episcopal del país. Laghi había colaborado en la redacción de este punto, a las
órdenes del secretario del Consejo para Asuntos Públicos de la Iglesia, cardenal
Antonio Samoré, quien fue luego mediador en el conflicto argentino chileno por
el canal del Beagle, Laghi, desde la comodidad de su despacho romano, estableció
el criterio que limitaba la intervención del nuncio, sin saber que alguna vez
sería su prisionero. Fue así como optó por no romper relaciones con los
militares. Se limitó a realizar negociaciones subterráneas, secretas, en
silencio, para aliviar el sufrimiento de los detenidos y de sus familias. Y esta
opción fue la que años más tarde lo arrastró frente a la mirada interrogante de
las víctimas y de sus familias. Justo él, un representante de Dios.
Viaje al Jardín de la República
Parecía un viaje cualquiera, una visita más de las que realiza un hombre de su
rango. Llegó a Tucumán respondiendo a la invitación del obispo de Concepción,
monseñor Juan Carlos Ferro, quien estaba ansioso por mostrarle al nuncio las
obras de restauración de la curia local. Todo transcurrió en un clima amable,
pero al final, ya con un pie en el aeropuerto, Pío Laghi fue protagonista de una
situación que teñiría de sospechas sus seis años en Argentina.
Era junio de 1976, –tres meses después del golpe– y el general Antonio Bussi
gobernaba la provincia con mano de hierro. El Operativo Independencia funcionaba
a pleno y las tropas del ejército se agazapaban en el monte tucumano, asesinando
a mansalva. A punto de partir, Bussi le pidió Laghi que confortara a su tropa.
Frente a él, al segundo comandante de la V Brigada, coronel Alberto Cattaneo, y
a un grupo de jefes y oficiales, Laghi bendijo y legitimó así la lucha
antisubversiva:
"Los valores cristianos están amenazados por una ideología que es rechazada por
el pueblo y la Nación reacciona como cualquier organismo vivo, generando
anticuerpos frente a los gérmenes que intentan destruir su extructura e
instrumentando su defensa con los medios que la situación impone.
"Como dice monseñor Primatesta, nunca la violencia es justa, pero la justicia no
debe ser violenta, aunque hay situaciones en la cuales la autodefensa exige a
veces tomar actitudes que pueden implicar el respeto del derecho hasta el
límite de lo posible (...)
"Por eso cada uno tiene su cuota de responsabilidad: la Iglesia y las Fuerzas
Armadas; la primera está insertada en el proceso y acompaña a la segunda, no
solamente con sus oraciones, sino con acciones en defensa y promoción de los
derechos humanos y de la Patria (...) Sigan las órdenes "con subordinación y
valor", como dicen ustedes."
El diario La Nación publicó las declaraciones el 27 de junio de 1976 y el país
conoció así la clara expresión de la derecha episcopal. Pero, tiempo más tarde,
Laghi rechazó estas palabras y no las reconoció como suyas:
"Claro, ellos controlaban la prensa, la manejaban a su antojo, yo protesté, pedí
una rectificación pero no me escucharon. Allí empecé a entender que estábamos
frente a gente muy desleal, muy artera", le confesó Pío Laghi al periodista
Bruno Pasarelli.
Ese viaje a la provincia del noroeste argentino, denominada Jardín de la
República por su extraordinario verdor, tuvo también otra derivación que se
conocería más tarde. El 24 de septiembre de 1984, el escritor Ernesto Sabato,
titular de la Conadep, le entregó al presidente Raúl Alfonsín, junto al informe
final con el reporte de las 8.961 personas desaparecidas, otra lista secreta en
sobre lacrado que contenía el detalle de 1.351 personas que fueron acusadas de
complicidad por los sobrevivientes. En ella figuraba el nuncio Pío Laghi, quien
para entonces, ya era Nuncio apostólico del Vaticano ante los Estados Unidos.
Precisamente, el libro sobre Pío Laghi que escribieron Pasarelli y Elenberg,
comienza su primera página con estas palabras:
"Para el cardenal Pío Laghi, el 21 de marzo de 1997 fue uno de los días más
amargos de su vida. Aquella mañana cuando, desde la oficina de prefecto de la
Congregación para la Educación Católica –que tiene una vista espectacular a la
Plaza San Pedro– inició la lectura de los diarios italianos del día, se le heló
la sangre. En la página diez, dedicada a las noticias internacionales, el
Corriere della Sera publicaba un amplio articulo a cuatro columnas cuyo título
en caracteres destacados decía: "Cardenal y verdugo". Lo acompañaba un subtítulo
inequívoco: Argentina. Pío Laghi acusado de ser parte integrante de la dictadura
militar.
"En un recuadro se anticipaba que la Asociación Madres de Pinza de Mayo, con
sede en Buenos Aires, lo había denunciado ante la magistratura italiana por
haber participado en "el secuestro, tortura y homicidio de miles de personas"
durante su gestión en calidad de Nuncio Apostólico en Argentina entre 1974 y
1980. "
Por supuesto, no fue aquella la primera vez que monseñor Laghi supo que lo
acusaban, era sí la primera vez que la noticia salía en el principal diario de
Italia.
En el documento secreto de la Conadep, la acusación provenía del testimonio 0440
de Juan Martín, ex desaparecido y exiliado en Madrid. Martín contó que su
encuentro con el Nuncio se dio en unos galpones próximos al helipuerto, en el
Ingenio Nueva Baviera de Tucumán, convertido en campo de concentración. El
sobreviviente dijo que recibió la orden de presentarse ante Pío Laghi junto con
dos detenidos más. Le sacaron las esposas y la venda de los ojos. Le ordenaron
lavarse, le dieron ropa en buen estado y pudo afeitarse por primera vez. Los
llevaron a los tres a plena luz, ante altos oficiales y clérigos. Martín quedó
perplejo:
–Su presencia era imponente: alto, fornido, vestido con sotana y cubierta la
cabeza con un sombrero de ala, ancha y copa semicilíndrica, el nuncio no
facilitaba precisamente la comunicación–describió.
El general Bussi había tomado la iniciativa y casi gritando para sobrepasar el
ruido ensordecedor de las hélices del helicóptero, lo había presentado sin
decir su nombre:
–Éste es uno de los detenidos.
A continuación, según Martín, el Nuncio le preguntó delante de sus
secuestradores si estaba bien cuidado.
–Pregúntele si alguna vez usamos la picana eléctrica... Eso de la violación de
los derechos humanos que a usted tanto le interesa... –interrumpió Bussi,
envalentonado.
Martín llevaba cinco meses secuestrado, lo habían torturado salvajemente, pero
era obvio que no podía decirlo delante de Bussi. El Nuncio le preguntó si su
familia sabía que estaba detenido y cuál era su nombre, hecho lo cual lo
abrazó, le entregó una Biblia y lo invitó a tener fe y esperanza.
Pero Laghi negó que tal escena hubiera existido y dio sus explicaciones:
aseguró que él nunca usó un sombrero negro de ala ancha y copa semicilíndrica y
dijo que la fecha de detención de Martín fue dos meses posterior a su visita
aTucumán. Pero aquellos datos volvían desde casi una década atrás y aunque
algunas voces se alzaron en su defensa, nunca se disipó la duda.
"Cometí un error al ir a Tucumán, lo reconozco. Nunca imaginé que allí me
esperaba gente tan perversa. Nunca vi a nadie, como me culpan. Nunca vi una
persona torturada, ni encadenada. No sé de qué me hablan. Eso no quiere decir
que entre la gente que me trajeron para saludarme hubieran metido alguien en
esas condiciones. Pasaron muchos años de aquello. Después los diarios deformaron
todo lo que dije, pedí que rectificaran y nunca me respondieron. ¿Cómo puedo
darme cuenta?", me aclaró en Roma sobre este episodio, sentado frente a mí.
Monseñor Jaime de Nevares le declaró al diario Clarín, el 13 de abril de 1995,
respecto a estos hechos: "Laghi se ocupó mucho del problema de los perseguidos y
los desaparecidos".
Y el propio Emilio Mignone, fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales
(CELS) y con una hija desaparecida, consideró factible que "el detenido haya
visto a otro prelado, probablemente a un capellán militar".
Como quiera que sea, el anticipo del Corriere della Sera se cumplió: el 4 de
mayo de 1997 la presidenta de las Madres, Hebe de Bonafini, con el patrocinio
del abogado Sergio Shocklender, compareció ante la Procuración de la República
de Roma pidiendo el procesamiento de Laghi, no obstante saber que como ciudadano
vaticano, el ex nuncio tiene inmunidad. Según Passarelli y Elenberg, "da la
impresión de que el verdadero objetivo de la denuncia no sería sólo Laghi, sino
también Juan Pablo II y la Iglesia en general, por su rol durante la masacre
argentina de los años setenta".
Independientemente del papel de Laghi, el informe de la Conadep y el Diario del
Juicio permitieron reconstruir el aniquilamiento sistemático que llevó adelante
el llamado Proceso de Reorganización Nacional (PRN) y demostrar la fuerte
identificación del cristianismo de derecha con la dictadura. Los militares se
jactaban de las excelentes relaciones que mantenían con la curia, pero
torturaban y asesinaban al clero que había optado por la denuncia o el
esclarecimiento. El general Albano Harguindeguy, ministro del Interior, se
encargaba en forma directa y personal de todos los hechos vinculados con el
sector progresista de la Iglesia católica, mientras los ritos y los símbolos de
la fe cristiana acompañaban a los detenidos en los campos de concentración.
En una entrevista concedida a la revista Familia Cristiana, reproducida por el
diario Clarín, el 13 de marzo de 1977, el entonces almirante Emilio Massera
–luego destituido de su grado militar– y que Pío Laghi ayudó a que se
entrevistara con el Papa en 1977, expresaba:
"Nosotros, cuando actuamos como poder político, seguimos siendo católicos; los
sacerdotes católicos, cuando actúan como poder espiritual, siguen siendo
ciudadanos. Sería pecado de soberbia pretender que unos y otros son infalibles
en sus juicios y sus decisiones. Sin embargo, como todos obramos a partir del
amor, que es el sustento de nuestra religión, no tenemos problemas y las
relaciones son óptimas, tal como corresponde a cristianos ".
Por su parte, el coronel Juan Bautista Sasiaiñ, jefe de la Policía Federal,
afirmaba en La Nación del 10 de abril de 1976:
"El Ejército valora al hombre como tal, porque el Ejército es cristiano".
Pero los testimonios prestados en 1984 ante la Conadep y en 1985 en el juicio a
las juntas militares, develaron la hipocresía y demostraron el grado de
alienación reinante:
ELENA ALFARO. DDJ, P.317. EX DETENIDA EN EL CENTRO DE DETENCIÓN EL VESUBIO,
declaró ante la mirada asombrada del tribunal: "Siempre la Iglesia estaba
presente, los desaparecidos estaban obligados a llevar el Rosario, les pegaban
y les hacían rezar el Rosario, y en una pistola vi la inscripción: "Por la
Patria y por Dios".
LISANDRO RAÚL CUBAS. LEGAJO NRO. 6974, dio un testimonio alucinante sobre el
pacto entre la Iglesia y las Fuerzas Armadas. En la Navidad de 1977, quince
prisioneros encapuchados, engrillados y esposados con las manos detrás de la
espalda fueron llevados al Casino de Oficiales. El capitán Acosta les anunció
que iban a oír misa, a confesarse, y a comulgar para celebrar la fiesta
navideña: "Yo por mi formación cristiana y la presión de lo que estaba viviendo
me confesé"–reconoció.
JUAN MARTÍN. LEGAJO NRO. 0440. "Antes de permitirnos acostar en el suelo, el
personal de guardia nos obligaba a rezar en voz alta un Padre Nuestro y un Ave
María. "
GRACIELA DALEO Y ANDRÉS CASTILLO. LEGAJO NRO. 4816. "Massera, Chamorro, Acosta y
algunos de los miembros del grupo de tareas N° 3 les desean (Feliz Navidad) a
unos treinta prisioneros, engrillados y esposados."
SACERDOTE PATRICK RICE. LEGAJO NRO. 6976. "Nos llevaron a la Comisaría 36 de la
Policía Federal de Villa Soldati. Me torturaron y decían que los romanos no
sabían nada cuando perseguían a los cristianos en comparación a los militares
argentinos. "
SACERDOTE ORLANDO VIRGILIO YORIO. LEGAJO NRO. 6328. "Un hombre me interrogó y me
dijo: "Usted es un cura idealista, un místico, diría yo, un cura piola,
solamente tiene un error que es haber interpretado demasiado materialmente la
doctrina de Cristo. Cristo habla de los pobres, pero cuando habla de los pobres
habla de los pobres de espíritu y usted hizo una interpretación materialista de
eso, y se ha ido a vivir con los pobres materialmente. En la Argentina, los
pobres de espíritu son los ricos y usted en adelante deberá dedicarse a ayudar a
los ricos que son los realmente necesitados espiritualmente"
Viaje al Infierno
No fueron uno o dos los curas que sufrieron en carne propia los rigores de la
dictadura. Por el contrario, una gran cantidad de seminaristas, sacerdotes,
pastores y religiosas resultaron detenidos, todos fueron torturados y en su
mayoría se encuentran "desaparecidos". Algunos eran tercermundistas, otros,
montoneros, pero muchos carecían de una postura ideológica, simplemente trataban
de ayudar a los familiares a sobrellevar su angustia y dolor, lo mínimo
esperable de cualquier cristiano auténtico. Esta es parte de esa lista:
JORGE ÓSCAR ADUR. Sacerdote asuncionista, párroco de Nuestra Señora de la
Unidad, en La Lucila, salió del país en 1976, pero fue secuestrado en Brasil, en
julio de 1980. Se convirtió en capellán de los Montoneros. Desaparecido.
HÉCTOR FEDERICO BACCINI. Ex seminarista, organista, Ríe secuestrado en La Plata
el 25 de noviembre de 1976. Desaparecido.
CARLOS ARMANDO BUSTOS. Sacerdote de los Franciscanos Capuchinos a punto de
ingresar a la Fraternidad del Evangelio del padre Carlos de Foucauld. Trabajaba
como taxista. Fue secuestrado en la calle por policías de civil cuando se
dirigía la misa de la Basílica de Pompeya, el 9 de mayo de 1977. Trabajó mucho
tiempo en la villa de "Ciudad Oculta", en Buenos Aires, desde donde mantuvo
relación directa con el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, aun
cuando Mugica hizo su apuesta por el peronismo, siendo él un crítico feroz del
régimen. Desaparecido. Gracias a la inciativa de los capuchinos, todos los años
se le realiza un homenaje en la Iglesia de Pompeya.
MAURICIO SILVA. Uruguayo de nacimiento, entró muy joven a la congregación de los
salesianos. Su hermano Jesús también tomó la misma opción. Realizó sus estudios
en Argentina y sus primeras experiencias fueron en la Patagonia. Luego entró de
novicio a la Fraternidad y cuando terminó, entró a trabajar a una fábrica de
ladrillos. Intenso y de profunda vocación, más tarde se metió con los
"cirujas"–los que revisan la basura para juntar cartón, latas y cualquier
producto que puedan vender– donde estuvo un largo tiempo. En 1973 decidió
dedicarse al mundo de los barrenderos, y por lo tanto se hizo barrendero de la
municipalidad de Buenos Aires. Realizó una intensa actividad política y
gremial. Salió de la Argentina durante la dictadura y en 1977, a pesar de los
consejos en contra, decidió regresar, y una vez en el país, continuó con su vida
de siempre: barrendero. En junio de 1977, junto al regional latinoamericano de
la Fraternidad, Joao Cara, visitó a Pío Laghi en la nunciatura, estaba también
su secretario Kevin Mullen. "Quédense tranquilos, que el gobierno se compormetió
a no tocar más a curas y religiosas", dijo Cara, años después. El 7 de junio del
mismo año, el cardenal Aramburu les dijo lo mismo que Mullen, pero agregó que en
la última Asamblea de los obispos, un general había ido a visitarlos en
helicóptero para decirles que el gobierno no tenía nada contra los curas y las
monjas. Y Aramburu le entregó a Mauricio un documento que le permitía dar misa y
confesar. Cuando fue detenido, llevaba esos documentos encima. Mauricio Silva
desapareció alrededor de junio-julio de 1977. Cara fue a la nunciatura y Mullen
pegó un puñetazo a la mesa y dijo: "¡No!¡Esto no debe ser. Los militares nos
habían prometido!". Varios meses después, monseñor Pichi, del arzobispado de La
Plata, les informó que había localizado a Silva en Campo de Mayo y que estaba a
disposición de la justicia militar. Un mes más tarde, Pichi les dijo que no
tenía noticias del sacerdote. Informaciones vaticanas dicen que el Papa Paulo VI
pidió por él y que los militares lo mataron, porque no podían dejarlo vivo en el
estado deplorable en que estaba y por eso decidieron "trasladarlo".
VÍCTOR BOINCHENKO. Pastor protestante, oriundo de Cosquín, fue secuestrado en
Córdoba el 3 de Abril de 1976.
CARLOS ANTONIO DI PIETRO Y RAÚL EDUARDO RODRÍGUEZ. Seminarista y religioso
asuncionistas secuestrados el 4 de junio de 1976 en San Miguel, provincia de
Buenos Aires. Vivían en la Comunidad de los Religiosos Asuncionistas ubicada en
el barrio La Manuelita de San Miguel, de donde fueron sacados por civiles y
uniformados.
EMILIO FOURCADE. Sacerdote secuestrado el 8 de marzo de 1976. Estuvo en el Campo
de La Ribera y luego fue "trasladado".
ANÍBAL GADEA. Seminarista católico secuestrado en 1977.
JORGE GALLI. Sacerdote, fue secuestrado en 1976, en San Nicolás, provincia de
Buenos Aires.
LUIS OSCAR CERVAN. Religioso católico secuestrado el 4 de noviembre de 1976, en
Tucumán.
PABLO MARÍA GAZARRI. Sacerdote, trabajaba en la Parroquia de Nuestra Señora Del
Carmen, del barrio de Villa Urquiza, de Capital Federal. Estaba por ingresar en
la Fraternidad del Evangelio con el fin de dedicarse al apostolado entre los
pobres. Fue secuestrado en la calle el 27 de noviembre de 1976, estuvo en la
ESMA y fue "trasladado".
FRANCISCO JALICS. Sacerdote jesuita, fue secuestrado el 23 de mayo de 1976 en el
Barrio Rivadavia. Estuvo en la ESMA y posteriormente en una casa en Don
Torcuato. Fue liberado el 23 de octubre de 1976 junto al padre Yorio, sacerdote
de la misma Comunidad. Salió del país.
JUAN IGNACIO ISLA CASARES. Seminarista obrero de la Parroquia Nuestra Señora de
la Unidad de Olivos, de donde era párroco el padre Jorge Adur. Fue secuestrado
y posiblemente asesinado el 4 de junio de 1976 en Boulogne, partido de San
Isidro, provincia de Buenos Aires. Su hermano Marcelo, que estaba secuestrado
en otro auto, presenció el tiroteo y vio que ponían un cuerpo en el baúl del
auto.
MAURICIO AMILCAR LÓPEZ. Pastor protestante, fue rector de la Universidad de San
Luis y pertenecía al Consejo Mundial de Iglesias como delegado ejecutivo.
Secuestrado el 1 de enero de 1977, en su casa en Mendoza. Le robaron dinero,
objetos de valor y documentación personal. El Consejo Mundial de Iglesias
exhortó a Videla a ubicar el paradero del pastor.
RAÚL EDUARDO RODRÍGUEZ. Religioso asuncionista, seminarista de la Congregación
de la Sagrada Familia de San Isidro, secuestrado el 4 de junio de 1976 en la
Comunidad de los Religiosos Asuncionistas de San Miguel, provincia de Buenos
Aires, junto con Carlos Di Pietro. Fue sacado por civiles y uniformados.
Realizaba trabajo pastoral en villas de emergencias y era estudiante de
Teología.
NELIO ROUGIER. Sacerdote de Hermanitos del Evangelio, fue secuestrado en
septiembre de 1975 en Tucumán, cuando viajaba desde Córdoba.
PATRICK RICE. Sacerdote católico de nacionalidad irlandesa, secuestrado el 12
de octubre de 1976 en la Capital Federal. Perteneciente a la orden de los
Pequeños hermanos del Evangelio o la Fraternidad de Charles de Foucauld,
Patrick trabajó mucho tiempo en relación directa con el arzobispo Aramburu, con
el que logró armar una buena relación. La característica de esta orden era la
mimetización de sus integrantes con los obreros: Rice fue albañil muchos años
hasta que lo secuestraron. Liberado el 3 de diciembre de 1976, fue custodiado
hasta que partió en el avión. Estuvo como detenido desaparecido y luego fue
"legalizado". Fue bárbaramente torturado.
HENRI DE SOLAN. Hermano de la Fraternidad del Evangelio, trabajaba en la
provincia de Corrientes. Fue detenido en septiembre de 1976 y deportado a
Francia en febrero de 1978, acusado de facilitar una máquina de escribir a un
grupo opositor al gobierno.
JAMES WEEKS. Sacerdote norteamericano, fue secuestrado en Córdoba el 3 de agosto
de 1976 junto a cinco seminaristas. Liberado, salió del país.
JULIO SAN CRISTÓBAL. Hermano de La Salle, fue secuestrado el 5 de febrero de
1976.
ALICE DOMON. Religiosa francesa de las Misiones Extranjeras de París secuestrada
en la Iglesia de la Santa Cruz de la Capital Federal el 8 de diciembre de 1977.
Estuvo prisionera en la ESMA y luego fue "trasladada". Desaparecida.
LÉONIE RENÉE DUQUET. Religiosa francesa de las Misiones Extranjeras de París,
catequista de Castelar, tenía sesenta años cuando fue secuestrada en Ramos Mejía
el 10 de diciembre de 1977. Fue llevada a la ESMA, y finalmente "trasladada".
Desaparecida.
Ambas monjas fueron terriblemente torturadas. En sus peores momentos de dolor,
la hermana Alice que estaba en "Capucha" preguntaba por la suerte de sus
compañeros, en forma particular por el "muchachito rubio", que no era otro que
el capitán Astiz, infiltrado entre los familiares de desaparecidos que
concurrían a la Iglesia de la Santa Cruz , en el barrio de Flores, y delator de
un grupo de doce personas más, que gracias a él fueron secuestrados y
asesinados.
A punta de pistola, Alice fue obligada a enviar una carta en francés a su
congregación junto a una foto, sacada durante su cautiverio delante de una
bandera y un cartel del Partido Montonero, que fue armada en la ESMA, tal como
se testimonió en el juicio.
Si la actitud de la Iglesia, del nuncio y por ende del Vaticano, hubiera sido
otra, el destino de todas esas personas hubiera variado de manera radical. En
julio de 1976 los "duros" y los "blandos" de la dictadura estaban en plena
definición de territorios, y una postura enérgica de parte del clero, sobre todo
del Papa, podría haber resuelto a favor de los segundos el control del Estado. Y
seguramente la salvación de mucha gente.
La masacre de San Patricio
El episodio más sangriento que recuerde la historia de la Iglesia Argentina se
registró el 4 de julio de 1976: cinco padres palotinos fueron masacrados en el
interior de la casa parroquial de la Iglesia de San Patricio. El cruel episodio
pudo haber sido el punto de inflexión, el momento límite para torcer el brazo
asesino de la dictadura, pero la respuesta de la jerarquía eclesiástica fue sólo
de estupor. No hubo convicción y ni coraje.
En el Ministerio del Interior había un archivo con más de trescientos nombres de
sacerdotes considerados miembros o simpatizantes del Movimiento de Sacerdotes
para el Tercer Mundo (MSTM), cuyos integrantes habían hecho pública su opción
por los pobres, y aquel día se decidió que la campaña represiva contra el ala
progresista de la Iglesia comenzara en Estomba 1942, en el barrio residencial de
Belgrano R, donde los palotinos tenían un colegio y una parroquia.
Tanto Jorge Rafael Videla como su par de la Fuerza Aérea, Orlando Ramón Agosti,
y buena parte de sus familiares, se habían educado en el colegio que los
palotinos tenían en Mercedes, provincia de Buenos Aires, pero eso no importó
para nada. No eran aquéllas horas de lealtades ni de agradecimientos, sino de
locura, rapiña y fanatismo.
Los sacerdotes Alfredo Kelly, Alfredo Leaden y Pedro Duffau, junto a los
seminaristas Salvador Barbeito Doval y José Emilio Barletti, fueron sacados de
sus habitaciones y acribillados a balazos por la espalda. Cinco armas
diferentes, 68 balazos repartidos entre cinco hombres pacíficos y desarmados,
marcaron uno de los crímenes más aberrantes de la historia de la Iglesia
argentina.
Hubo ensañamiento. Hubo crueldad. Y un profundo silencio de la jerarquía
eclesiástica, junto a inverosímiles hipótesis con las que se intentó explicar la
matanza. Y hay una causa judicial estancada que nunca encontró a los autores
del quíntuple crimen. Pero en las paredes quedó la evidencia. Los asesinos
escribieron: "Por envenenar las mentes vírgenes de nuestros jóvenes. Por los
policías dinamitados en Coordinación. Curas hijos de puta".
Pío Laghi quedó espantado. La habitación era un lago de sangre. Una sensación de
horror lo invadió. Se arrodilló en el lugar y se puso a rezar durante un largo
rato. No pudo evitar que su sotana y sus pantalones se mancharan, pero no le
importó. Ese mismo día, en la ceremonia de unción de monseñor Espósito, el nuevo
obispo de la diócesis de Zárate-Campana, el nuncio tomó la palabra e improvisó
una homilía. Repudió el quíntuple asesinato con palabras durísimas y pidió su
esclarecimiento, pero reconoció con espanto que eso iba a ser muy difícil "por
la situación de ilegalidad que impera en el país" y por la libertad con que se
movían "ciertos grupos que parecen gozar de una inadmisible protección". El
nuncio estaba furioso, y se notaba.
"Si alguien me hubiera dicho que iba a vivir una situación semejante no le
hubiera creído. Era un horror, cada día que pasaba era un horror. Todos teníamos
miedo, yo tenía miedo, la gente que trabajaba conmigo tenía miedo. Los
militares mentían y mentían todo el tiempo. Y encima tenía que soportar que los
obispos que iban a ver al Papa a Roma le contaran mentiras, me desmentían
siempre... ", me decía recordando aquellos años.
El funeral fue ese mismo día, con los cinco ataúdes alineados. El oficio
religioso estuvo a cargo del arzobispo de Buenos Aires, cardenal Juan Carlos
Aramburu, y alrededor de sesenta sacerdotes. En mitad del oficio fúnebre entró
el comandante del Primer Cuerpo de Ejército, el entonces general Carlos Suárez
Masón. Hubo murmullos y tensión, sobre todo cuando se levantó para comulgar.
Pero Laghi no le negó la comunión.
El 29 de abril de 1985, durante el juicio a las juntas militares, el periodista
Robert Cox contó un encuentro que tuvo con Pío Laghi unos días después del
hecho:
–Nos reunimos en una habitación en penumbras en la nunciatura, nos sentamos muy
cerca uno del otro junto a una mesa baja, solamente Pío Laghi y yo, y el nuncio
tenía la misma impresión que yo, es decir que esto había sido hecho por las
fuerzas de seguridad, que esto no era un incidente aislado, sino otra de las
piezas del rompecabezas que iban cayendo en su lugar... y estaba verdaderamente
horrorizado. Recuerdo con precisión cuáles fueron sus palabras, me dijo: "Tuve
que darle la hostia al general Suárez Masón, puede imaginar lo que siento como
cura". Hizo un gesto que no consideró apropiado para repetir ante este tribunal
y agregó: "Sentí ganas de pegarle con el puño en la cara".
Si con su testimonio Roberto Cox quiso defenderlo, también puso al descubierto
que el nuncio contaba con mucha información.
Al día siguiente, la Comisión Ejecutiva de la Conferencia Episcopal (Primatesta,
Aramburu y Zaspe) redactó una carta que envió a la junta militar, compuesta por
Videla, Massera y Agosti, que terminó convirtiéndose en un documento
absolutorio:
"Sabemos, por las palabras del señor ministro del Interior y por la presencia en
las exequias del señor ministro de Relaciones Exteriores y Culto y de otros
altos jefes militares, cómo el gobierno participa de nuestro dolor, y nos
atreveríamos a decir, de nuestro estupor".
Al final, se preguntaban con tibieza: "¿Qué fuerzas tan poderosas son las que
con toda impunidad y todo anonimato pueden obrar a su arbitrio en medio de
nuestra sociedad?".
Ayer no hubiese sido difícil averiguarlo, exigir el condigno castigo y apostar
con esto a que el régimen parara la mano. Graciela Daleo y Andrés Castillo
testimoniaron ante la Conadep que "... el teniente Pernía participó de esta
operación, según sus propios dichos jactanciosos". Pero el caso es que hasta hoy
no hay ni siquiera un pedido de investigación.
Si aquel documento de la CEA fue un espanto, la reacción del Vaticano no fue
mejor. En un telegrama enviado a Primatesta el Papa se limitó a expresar su
"enérgico rechazo de los excecrables crímenes que contradicen el espíritu civil
del pueblo argentino".
Con su tibia reacción, Juan Pablo II acababa de definir el rumbo de la
dictadura.
Resulta paradojal, si se tiene en cuenta que en junio de 1955 (véase el Capítulo
2) ante un hecho mucho menor como fue la expulsión del obispo Manuel Tato y del
canónigo Ramón Novoa, la respuesta de la Sagrada Congregación Consistorial
Vaticana fue la excomunión "latae sententia" de los responsables, lo que incluía
al presidente Juan Domingo Perón.
Laghi pidió una entrevista con el ministro del Interior, general Albano
Harguindeguy. El martes 13 se presentó en Balcarce 50 y dialogó con él. Luego le
informó al secretario del Estado Vaticano, Cardenal Jean Villot: "El principal
tema tratado fue el estado de los detenidos políticos, el secuestro y la
eliminación de personas al margen de la ley y la violación de fundamentales
derechos humanos". Harguindeguy sólo le repitió que había ordenado la apertura
de una investigación.
En ese momento –según me contó– Laghi tomó conciencia del carácter de sus
interlocutores: "Me di cuenta que frente a mí se levantaba un muro que, de a
poco, fui entendiendo que era de cinismo. Los peores hombres son los que saben
ser vivos, presuntuosos y cínicos...".
Nada detenía ya la furia de los represores.
Dos semanas después de la masacre, el 18 de julio, un grupo de civiles que se
identificó como de la Policía Federal secuestró en la parroquia de Chamical, al
sur de La Rioja, a los sacerdotes Gabriel Longueville y Carlos de Dios Murías.
Fueron torturados y luego asesinados. Sus cuerpos fueron encontrados tendidos
sobre las vías del ferrocarril, a siete kilómetros de Chamical. El 24 de julio,
varios hombres encapuchados fueron a buscar al párroco de Sañogasta, en el
oeste, pero el cura se había ido por recomendación del obispo Enrique
Angelelli. Cuando el laico que los atendió les dijo que el párroco no estaba,
lo acribillaron a balazos. Se llamaba Wenceslao Pedernera.
Dos hechos habían servido de preanuncio: el 20 de marzo, en una solicitada
publicada por el diario local El Sol, se advertía que "no habrá paz en la
diócesis riojana mientras permanezca allí su pastor, monseñor Angelelli". El 24
de marzo, día del golpe militar, en la zona de El Chamical, varios sacerdotes
fueron detenidos, indagados y luego liberados.
Muerto en la ruta
A diferencia de monseñor Aramburu o del propio nuncio, el obispo de La Rioja no
perdió un solo minuto y se puso a investigar en persona los tres asesinatos.
Llevaba dos semanas en eso cuando el 4 de agosto, mientras volvía de celebrar
una misa en la que denunciaba los asesinatos ocurridos en su diócesis,
Angelelli murió. Fue en un supuesto accidente automovilístico en la ruta entre
El Chamical y La Rioja, a la altura de Punta de los Llanos. La camioneta que
manejaba fue embestida por un Peugeot blanco y volcó. El obispo aún vivía cuando
lo sacaron de la camioneta, lo arrastraron más de veinticinco metros por el
asfalto y lo abandonaron. El cadáver fue encontrado a la mañana del día
siguiente.
Laghi llamó entonces a Harguindeguy, a quien le pidió un avión para ir a La
Rioja junto con monseñor Raúl Primatesta, y le dijo: "Ustedes deben demostrarme
que se trató de lo contrario de lo que yo pienso que ha sucedido. ¡¡¡ Ustedes lo
mataron, fueron ustedes!!!".
Pasados casi treinta años, se defendió de las acusaciones diciendo esto:
–Cuando me enteré de lo de Angelelli, le hablé a Harguindeguy pidiendo un avión
para ir a La Rioja, diciéndole que quería saber la verdad, si eran ellos los que
lo habían matado. Les grité, les dije que habían sido ellos. Estaba harto de
tanta muerte... Me dijo que no, que era un accidente, y lo mismo me repitió el
cardenal Primatesta, que fue conmigo a La Rioja... ¿Cómo iba a suponer que
estaba tratando con monstruos, capaces de arrojar personas desde los aviones y
otras atrocidades semejantes? Se me acusa de delitos espantosos por omisión de
ayuda y de denuncia, cuando mi único pecado era la ignorancia de lo que
realmente sucedía.
Monseñor Angelelli estaba en la mira del Papa. El Vaticano lo consideraba el
símbolo de la radicalización del clero argentino y su acercamiento al
tercermundismo lo convirtió en un personaje preocupante para Pablo VI. Cuando
algunos obispos acudieron a Roma para una visita "ad liminá" el sumo pontífice
los recibió uno por uno. Pero la audiencia privada de Angelelli se postergaba
una y otra vez. La estuvo esperando casi un mes. Al fin, cuando el Sumo
Pontífice se decidió a atenderlo, lo trató de manera fría y distante. Escuchó su
exposición sin asentir y sólo lo interrumpió una vez, cuando el obispo le dijo:
–Con su fervor católico La Rioja salva a Cristo. Pablo VI le respondió
disgustado y cortante:
–No, Angelelli, usted está equivocado, en todo caso es La Rioja la que se salva
"en" Cristo. Bueno, monseñor, venga mañana que le voy a entregar las
instrucciones a las que deberá atenerse cuando regrese a su diócesis.
Fue aquella una carta personal con las normas pastorales que Angelelli debería
seguir para volver a las fuentes doctrinarias, excluyendo de su obra y de su
lenguaje toda extravagancia extremista, según me manifestó en una entrevista el
secretario de Estado, Agostino Casaroli, el 14 de mayo de 1998.
Era tal la incomodidad que generaba el obispo de La Rioja que la Prefectura de
la Casa Pontificia dio instrucciones para que no quedasen fotos del encuentro.
Casaroli, con fineza argumental, me dijo: "Yo he sido siempre un hombre que
estuvo a favor de las aperturas, pero a veces cerrar es útil y a veces se vuelve
indispensable, y aquel momento de la Iglesia fue uno de esos".
Por su parte, Pío Laghi, cuando lo vi en Roma, me dio las seguridades de que
había hecho todo lo posible para averiguar lo que había sucedido con Angelelli y
que seguía haciéndolo. Me mostró una carta fechada el 5 de abril de 2000, que le
había dirigido el obispo de Concepción, Tucumán, monseñor Bernardo Witte, junto
con un informe sobre lo que había averiguado respecto a la muerte de Angelelli.
En esa carta hay un párrafo que llama mucho la atención y que dice:
"Hoy cumplo la promesa: le envío el resultado de mis investigaciones. Le aclaro
que abrí los ojos en el año 1978, cuando el secretario de monseñor Enrique
Angelelli, el presbítero Ortiz, me entregó una caja de documentos del Obispado,
que él mismo se había llevado a su casa. Supongo y sé que "purificó" los
contenidos, ya que alejó todo aquello que podría aclarar la verdad sobre el
asesinato o accidente misterioso. Luego él mismo pidió la reducción al estado
laical. Mis indagaciones han sido posibles por el prudente e inteligente apoyo
del que entonces era mi secretario canciller, y hoy monseñor, Fabriciano
Sigampa, mi sucesor en la querida La Rioja".
Junto con el informe, Witte le envió a Laghi una carta escrita por el arzobispo
emérito de Mendoza, monseñor Cándido Rubiolo, fechada el 10 de marzo de 2000, en
respuesta de una suya, reclamándole datos sobre el caso Angelelli, y que también
me mostró. En lo sustancial, en esa carta Rubiolo le decía a Witte:
"Respecto del documento acerca de la muerte dudosa de monseñor Angelelli, mi
opinión es favorable, pues no ha sido posible obtener más datos fidedignos.
"En cuanto al ex sacerdote A. Pinto, te informo que al día siguiente del
accidente fue traído al Sanatorio Allende de Córdoba, donde yo lo visité de
inmediato y conversé con el médico doctor Suárez, que lo atendía. Sin pensar
que yo iría de administrador a La Rioja, recuerdo que en esa conversación el
doctor Suárez me comentó que el tipo de daño causado en el sacerdote
imposibilitaba que pudiese recordar el "antes" y el "después" del accidente,
pues se producía un "corte" en la grabación del mismo, en el cerebro. Estando el
presbítero Pinto en el Hogar de Ancianos en La Rioja, reponiéndose pasados
varios días del accidente, por encargo del señor nuncio apostólico y estando a
solas con él, le pedí que me narrara cómo había sido el accidente. Su respuesta
fue que no recordaba nada; yo le creí, teniendo presente lo informado por el
médico del sanatorio Allende.
"Lamentablemente no me hice acompañar por nadie y no tuve después la posibilidad
de desmentir sus falsas informaciones. Te doy libertad para hacer uso de este
informe. Quizás en la Nunciatura pueda haber algún informe dado al nuncio de
entonces, monseñor Pío Laghi."
Angelelli había llegado a La Rioja después de ser obispo auxiliar en Córdoba.
Con los conflictos obreros y estudiantiles que tuvieron lugar en esa provincia
en 1968 y que culminaron luego en el Cordobazo, le buscaron un destino menos
conflictivo. A las autoridades eclesiásticas de La Rioja les pareció ideal. ¿Qué
podría hacer en esa provincia atrasada, sin sindicatos, sin industrias,
impregnada de usureros y terratenientes?
Pero sin duda, Angelelli cambió a la Iglesia y revolucionó a La Rioja. Desde el
pulpito cuestionó los privilegios sociales y económicos, los latifundios
improductivos, la explotación del minero, del obrero y del peón. Con su respaldo
se fundaron cooperativas de producción, sindicatos, centros vecinales,
cooperadoras, grupos parroquiales, de campesinos, de artistas. Piadoso, ingenuo
y humilde, se convirtió en un dirigente de masas. Cómo habrá sido la cosa que en
junio de 1973, cuando Carlos Saúl Menem era gobernador, un grupo derechista
produjo la expulsión violenta de monseñor Angelelli de la parroquia de Anillaco,
supuesto lugar de nacimiento del luego presidente justicialista.
En su libro Mi vida misionera, monseñor Bernardo Witte –sucesor de Angelelli en
el obispado de La Rioja– estimó que quienes mataron al obispo, a los otros dos
sacerdotes y al laico, provenían de dos sectores que actuaron en coordinación
recíproca: la Base Aérea de El Chamical y miembros de la organización
"Defensores de la Fe" de Anillaco, aquellos enemigos de Angelelli desde la
primera gobernación de Menem, entre los que se encontraba Amado Menem, el
hermano mayor del ex presidente.
En una parte del informe que monseñor Witte firmó el 29 de marzo de 2000 sobre
estos cuatro crímenes, y le envió a Laghi, se lee:
"Se supone que los autores de los crueles asesinatos vivían en la misma
provincia de La Rioja, contando con el apoyo estratégico de otros cómplices.
"Busqué infatigablemente desde mi llegada a La Rioja (1977) datos precisos sobre
los trágicos sucesos, como me lo pidió la Santa Sede. Creía sinceramente que
había llegado la hora de la verdad, cuando se inició en 1988 en El Chamical el
proceso contra los asesinos de los sacerdotes, confiando encontrar allí la pista
que aclarara el caso del llorado pastor monseñor Enrique Angelelli.
"Es deplorable que la Justicia de Chamical no aclarara nada sobre los autores
del asesinato de los sacerdotes de la propia ciudad. Muchos ciudadanos,
feligreses fieles y admiradores de los sacerdotes asesinados, declararon con
valentía y aportaron datos importantes. Había todo un clima de esperanza de
encontrar a los autores.
"Cumplí mi deber de ciudadano y como sucesor de monseñor Angelelli, declarando
en el mencionado juicio lo que había oído de terceros. Hasta di el nombre y
apellido del posible secuestrador de los sacerdotes. Una religiosa de la
parroquia observó a esta persona en la noche del secuestro.
"Pero el juicio de El Chamical no aclaró nada, ni en relación al asesinato de
los sacerdotes, ni del laico, ni del "accidente" fatal de monseñor Angelelli. El
fracaso del proceso chamicalense generó una desilusión muy fuerte, especialmente
en el clero, entre religiosas y laicos más cercanos a la vida eclesial. "
En la última parte del informe, Witte señala:
"Me permito concluir con las palabras del propio monseñor Angelelli,
pronunciadas en la casa parroquial de El Chamical, el mismo día de su trágica
muerte: Han matado a dos de mis queridos sacerdotes, han matado al laico
Wenceslalo, pero a quien buscan queda latente: Me buscan a mí".
El caso de Angelelli no fue el único "accidente". En vista de lo bien que les
había salido éste, un año después, el 11 de julio de 1977, el obispo de San
Nicolás de los Arroyos, Carlos Ponce de León, también moría de similar manera.
Sucedió mientras se dirigía a la Capital Federal con su colaborador Víctor Oscar
Martínez, con el objeto de llevar a la Nunciatura Apostólica documentación
relativa a la represión ilegal implementada en esa diócesis y la de Villa
Constitución, en la provincia de Santa Fe. Esa documentación involucraba a
Suárez Masón, jefe del Primer Cuerpo de Ejército; al coronel Camblor, jefe del
Regimiento de Junín; y más directamente al teniente coronel Saint Aaman, jefe
del Regimiento con asiento en San Nicolás. La documentación desapareció y no fue
reclamada por el canciller de la diócesis, monseñor Roberto Mancuso, capellán de
la unidad carcelaria. A los pocos días del accidente, Víctor Martínez, que
estaba haciendo el servicio militar fue arrestado y sufrió toda clase de
vejaciones físicas y psíquicas durante el cautiverio.
Hacía tiempo que Ponce de León era objeto de todo tipo de amenazas, incluso de
las que le hacía personalmente y sin ningún empacho el propio Saint Aaman.
Según testimonió Víctor Martínez, el teniente coronel le decía en la cara:
–Tenga cuidado, usted está considerado un obispo rojo.
Martínez añadió que "el mismo jefe militar le había prohibido celebrar misa de
campaña en el regimiento porque decía que allí no entraban curas comunistas.".
"A los tibios los vomita Dios..."
El Episcopado no quería ningún episodio que afectara las relaciones con el
gobierno. La mayoría de los obispos legitimaron el proceso militar, elogiaron
públicamente la represión y negaron las condiciones infrahumanas de los
encarcelamientos. La supremacía de la derecha episcopal se extendió desde 1976 a
1978. La derecha aprobaba y diluía las críticas acerca de la efectiva actividad
de los capellanes militares y del control que la jerarquía realizaba sobre sus
propios miembros.
–Recuerdo que en una reunión de obispos en San Miguel, les dije a todos, casi
gritándoles, mientras los familiares aguantaban afuera bajo la lluvia y el frío
y nadie los recibía: "Ustedes están escondiendo en un pozo toda esta inmundicia,
toda esta cosa horripilante, no se dan cuenta que el pozo se va a llenar y les
va a explotar a ustedes... Me miraron y no me contestaron nada, prefirieron la
cobardía–dijo Pío Laghi, haciendo memoria sobre el episcopado de la dictadura.
En mayo de 1977, monseñor Plaza decía: "Los malos argentinos que salen del país
se organizan desde el exterior contra la patria, apoyados por las fuerzas
oscuras, difunden noticias y realizan desde afuera campañas en combinación con
quienes trabajan en la sombra dentro de nuestro territorio. Roguemos por el
feliz resultado de quienes espiritualmentey temporalmente nos gobiernan. Seamos
hijos de una Nación en la cual la Iglesia goza de un respeto desconocido en
todos los países condenatoriamente marxistas".
En septiembre de 1978, monseñor Nicolás Derisi, rector de la Universidad
Católica Argentina, aseguraba: "Creo sinceramente que la Argentina es uno de
los países donde hay más tranquilidad y en donde los derechos humanos están más
respetados. En este momento hay presos, pero presos por delincuencia. No veo
que en este momento en la Argentina se encarcele, se mate, se atropelle contra
los derechos humanos en ninguna parte. Si hay algún caso individual... somos
hombres, pero no me consta que exista esta situación".
En septiembre de 1979, Raúl Primatesta, arzobispo de Córdoba y presidente de la
CEA, le negaba a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de Córdoba un
templo para utilizarlo durante unos días a efectos de recibir testimonios de
familiares de desaparecidos.
Durante los primeros meses del golpe, Hesayne, Laguna, Espósito y Novak
–nombrados obispos durante la gestión de Laghi– y también De Nevares,
presionaron a las autoridades de la CEA y así se emitieron documentos firmados
por Primatesta, Aramburu y Zaspe que repudiaban las acciones de la Junta
Militar. Pero les faltó convicción y si bien pretendían hacer una crítica al
estado de terror, se quedaban en medias tintas. Y no sólo eso: creían que el
tener largas sobremesas con los jerarcas de turno les garantizaba que salvarían
alguna vida. Un ejemplo de esto son las largas partidas de tenis de Laghi con
Massera. "Sólo fue tres o cuatro veces a lo largo de los años que estuve como
nuncio y de casualidad. No sopotaba el cinismo de Massera", me dijo Laghi cuando
lo vi. Nada más ilusorio.
Un ejemplo de esto fue la Carta Pastoral colectiva del 15 de mayo de 1976,
abstracta y rebuscada, que daba la sensación de ser una advertencia ante
posibles pecados futuros, y no al que hacía referencia y que se acababa de
cometer el día anterior:
"Si se produjeran detenciones indiscriminadas, incomprensiblemente largas,
ignorancia sobre el destino de los detenidos, incomunicados de rara duración
(...) si se suprimiera alguna garantía constitucional", decía, merecen una
"condena sin matices cualquiera sea el bando del asesinado".
El 14 de mayo se habían llevado a un grupo de fieles de la parroquia Santa María
del Pueblo, de la villa de emergencia del Bajo Flores. Entre ellos, a la monja
Mónica Quinteiro y a la joven Mónica María Candelaria Mignone. De ninguna de
ellas se volvió a saber nunca nada, sólo que fueron llevadas a la ESMA. Lo mismo
sucedió con el grupo que operaba en la parroquia Nuestra Señora de la Unidad, en
Olivos.
Entre la primavera de 1976 y mayo de 1977, la CEA se reunió con la junta
militar y en un intento por reconocer la situación reinante y ponerle freno,
los obispos se expresaron por primera vez con cierta dureza: "Personas
constituidas en autoridad civil o militar han perdido la serenidad de
discernimiento (...) Se quiere medir la vida de la Iglesia con un criterio
castrense, con la consiguiente distorsión". Pero si hubo un criterio progresista
duró poco. La junta se irritó y en las sucesivas reuniones que realizaba el
Episcopado en la casa de retiros espirituales María Auxiliadora de San Miguel,
el ala conservadora impuso mayor tolerancia.
Las contradicciones dentro de la CEA eran cada vez más evidentes y la
complicidad de sus figuras más relevantes no podían disimularse. Algunos, como
Juan Carlos Aramburu, arzobispo de Buenos Aires, justificaban los métodos
represivos refiriéndose al país como un organismo que estaría convalesciente de
una "larga y postrante enfermedad", siendo por lo tanto deber de todos "cooperar
para lograr una real y positiva recuperación humana, psíquica y espiritual. Hay
que defenderse tanto contra la violencia de los enemigos del orden y del país,
como de la impaciencia y presión de otras fuerzas o factores de influencia con
opciones o métodos divergentes", decía.
Otros directamente negaban la existencia del horror. En octubre de 1976 las
violaciones a los derechos humanos eran escandalosas, pero Tórtolo, inmutable,
respondía invariablemente: "No me consta".
Hacia finales del primer año de dictadura, la Conferencia Episcopal Argentina le
envió a Videla una carta con la firma de Raúl Primatesta, con motivo de las
fiestas de fin de año en la que se le expresaban "fervorosos y cordiales votos
de una felicísima Navidad, llena de las gracias divinas que brotan a raudales
de la cuna de Belén".
En la esquela se añadía que "unidos, pues, a Su Excelencia, y a quienes le
acompañan, en la dura y riesgosa tarea de servir a la patria aun a costa de la
propia vida, esta Comisión permanente, haciéndose intérprete del Episcopado en
los sinceros deseos de que Gobierno e Iglesia puedan alcanzar las más
auspiciosas metas para cimentar en la paz de Cristo una nueva aurora de grandeza
y libertad para todo el noble pueblo argentino, saluda a Su Excelencia, el
señor Presidente de la República, con la más distinguida consideración y la
promesa de humildes y diarias oraciones al Señor ". "Firmado: Raúl Primatesta,
presidente de la CEA. "
Mientras esa carta llegaba a manos de Videla, en la larga noche de la ESMA
sucedía algo insólito, demencial, psicótico: quince detenidos desaparecidos
fueron llevados al segundo piso del Casino de Oficiales donde el capellán del
instituto oficiaría una misa. En el hall habían montado un altar sencillo y
colocado varios bancos de iglesia. Los "fieles" eran muy extraños: todos lucían
engrillados, esposados con las manos detrás de la espalda y encapuchados. A los
oficiales les pareció que Cristo vería como una falta de respeto que le taparan
la cara a sus seguidores y les sacaron las capuchas.
La primera reacción de los "fieles" fue de estupor e indignación. Allí estaba,
frente a ellos, hablándoles, Jorge el Tigre Acosta, quien debía el alias a su
condición de mayor torturador y más grande sanguinario de la ESMA, el hombre que
torturó y mandó a "trasladar" a las monjas francesas Domon y Duquet, entre
otros tantos detenidos. El testimonio que sobre ese momento aportó uno de los
protagnistas, Lisandro Cubas, ante el Centro de Estudios Legales y Sociales
(CELS) fue elocuente:
"Nos dijo que para celebrar la fiesta de la Navidad cristiana habían decidido
que pudiéramos oír misa, confesarnos y comulgar, los que eran creyentes, y los
que no, para que tuviésemos la tranquilidad espiritual y pensáramos que la vida
y la paz eran posibles, que la ESMA todo lo podía hacer. Igual, se escuchaban
los gritos de los que estaban torturando, se sentían ruidos de las cadenas de
los que llevaban al baño en Capucha. El sacerdote (¿se le puede llamar así?)
preguntó quién se va a confesar, a lo que accedimos todos, menos tres o cuatro
(una era judía y los otros ateos). A pesar de lo absurdo, en situaciones límite
uno tiene que aferrarse a sus creencias religiosas. En mi caso, mi formación
cristiana y la presión de todo lo vivido, hizo que me confesara. El sacerdote,
en su mensaje en el momento del Evangelio, habló de la necesidad de que luego de
pasar por esta experiencia, nos incorporáramos a la vida en la sociedad,
buscando la paz, y abandonando la lucha de clase y la violencia. De allí
nuevamente capucha y nueva duda y esperanza metida en la cabeza: ¿Será que nos
dejarán libres alguna vez habiendo visto esto? Con esta misa, Acosta empezó a
explicitar o crear la inquietud del proceso de recuperación en los secuestrados
elegidos hasta el momento ".
Al Proceso de Reorganización Nacional (PRN) no se le escapaba el apoyo recibido
de la Iglesia y las pocas reacciones clericales contrarias nunca afectaron su
poder. Los documentos secretos de la junta, elaborados a principios de 1977,
revelan un dato estremecedor: para las Fuerzas Armadas la Iglesia nunca
representó una amenaza, fue útil a sus fines, controlada en sus desvíos y
legitimadora del baño de sangre que se llevaba a cabo en las sombras.
El documento emitido en abril de 1977 por el Comando del Ejército y firmado por
Viola, dice: "Si bien no hay participación activa de la Iglesia, la misma se
manifiesta mediante la comprensión y aceptación de los principios básicos
enunciados". Y agrega que "la existencia de una corriente de sacerdotes
progresistas con algunos de sus integrantes enrolados con sus oponentes, no
puede condicionar el alto concepto del Clero Argentino, ni justifica un
alejamiento de la Iglesia, tan necesaria para la consecución de los Objetivos
Básicos que se apoyan en los valores de la moral cristiana".
Algunos de los miembros de la jerarquía ni siquiera acordaban con la tibieza
acusatoria de los documentos de la Iglesia. Monseñor Antonio Plaza, arzobispo de
La Plata, pedía a sus fieles en mayo de 1977 "rezar para que tengan buenos
resultados en su ardua tarea quienes nos gobiernan". Sostenía que había que
"suprimir a los malos argentinos sostenidos por fuerzas oscuras".
Para cerrar el círculo, rechazaron también los reclamos Internacionales. El 17
de marzo de 1977 la CEA envió una carta a la junta militar, cuyo párrafo
esencial es el que sigue:
"Comprendemos también que por un cúmulo de circunstancias en que entran
intereses de todo orden, pareciera haberse desatado contra la Argentina una
campaña internacional, que nos duele como ciudadanos amantes de la patria que
somos y por nada quisiéramos vernos involucrados en posturas de reclamos de las
que no conocemos el origen, y que, a veces, son harto dudosas en sí mismas".
No contentos con esto, en un segundo documento reiteraban que había "una campaña
internacional que nos hiere, como argentinos que somos, y por nada quisiéramos
vernos involucrados ni usados en reclamos de origen desconocido y muchas veces
harto dudosos en sí mismos".
Buenos muchachos
Monseñor Plaza desmentía, Tórtolo negaba el horror de las cárceles, Bonamín
arengaba a las tropas, Medina veía el bien en la represión, Aramburu se negaba
a recibir a los organismos defensores de los derechos humanos y el obispo
Sansierra afirmaba que no existían tales violaciones.
Decía Plaza: "La Iglesia brindará fortaleza espiritual a los integrantes de los
cuadros policiales y a sus familias para templarlos en la adversidad". (12 de
noviembre de 1976).
Decía Tórtolo: "Hay gente católica, que ha recibido la confirmación, que se
alza contra la Nación argentina, destruyéndola. Cuando quienes la defienden
reaccionan contra esa actitud destructiva, dicen que ellos son los perseguidos,
tergiversan el espíritu y la mentalidad de Cristo... Dios habita el alma del
soldado que va con Cristo y por Cristo a cumplir con su deber, rechazando a
quienes se alzan contra el país". (29 de octubre de 1976.)
Decía Bonamín: "La Patria rescató en Tucumán su grandeza mancillada en otros
ambientes, renegada en muchos sitiales, y la grandeza se salvó en Tucumán por
el Ejército Argentino. Estaba escrito, estaba en los planes de Dios que la
Argentina no podía perder su grandeza y la salvó su natural custodio: el
Ejército". (5 de enero de 1976.) "Los miembros de la junta militar serán
glorificados por las generaciones futuras." (24 de marzo de 1981.)
Decía Medina: "Algunas veces la represión fisica es necesaria, es obligatoria y
como tal, lícita". (5 de abril de 1982.)
Decía Aramburu: "Hay que defenderse tanto contra la violencia de los enemigos
del orden y del país, como de la impaciencia y presión de otra fuerzas o
factores de influencia". (5 de octubre de 1976.)
Monseñor Bolatti agradecía a los militares por haber impedido que los marxistas
tomaran el poder y monseñor Horacio Bozzoli, obispo de San Martín, llegaba al
colmo de pedirle a la Santa Sede que silenciase a la radio vaticana "por hablar
demasiado sobre la represión en la Argentina".
Laghi se preguntaba a sí mismo si el mundo se había vuelto loco, ya que todo
resultaba agravado por datos objetivos: no había ninguna señal de condena al
régimen militar, ni desde el Episcopado ni por parte del Vaticano. En ese
sentido la audiencia personal que el papa Pablo VI les concedió el 10 de octubre
de 1977 al entonces almirante Emilio Eduardo Massera y a su mujer, gestionada
por el embajador argentino Rubén Blanco, lo dejó más solo. Faltaba mucho para
el 23 de octubre de 1979. Aquella fue la primera vez que el papa Juan Pablo II
hizo la primera mención pública sobre los desaparecidos desde la Plaza San
Pedro.
En enero de 1977, acosado por las denuncias que provenían de la Nunciatura, por
sus contactos con el cardenal Pironio y por los reclamos directos hechos a la
Santa Sede, Pablo VI recibió en audiencia privada a monseñor Plaza y le
preguntó: "¿Es cierto que en su país se están cometiendo excesos execrables
contra quienes, sin ser terroristas, se oponen al nuevo gobierno militar?".
Plaza respondió sereno: "No hay nada de eso, Santidad, se trata de versiones
falsas e infundadas que hacen circular quienes se han escapado y refugiado en
Europa".
En esos momentos había en la Argentina 340 centros clandestinos de detención y
el terror obraba con total impunidad. Los vuelos de la muerte. La apropiación de
los recién nacidos. Los partos en cautiverio. Las torturas. Los "asados" en que
eran quemadas las víctimas. El robo de las viviendas. Los tanques de ácido en
que disolvían los cadáveres...
En 1978 las muestras de apoyo al Proceso eran claras. Los diarios de la época
dan pruebas de que la cúpula episcopal almuerza una vez más con Videla. Que
Plaza festeja a la Santa Sede porque muestra "mayor comprensión sobre la
situación argentina, que otros ambientes en los que se aprueban las campañas de
descrédito", que le agradece a Videla en nombre de todo el país y que le
responde por carta a Amnesty asegurando que "no existen presos políticos". Que
monseñor Aramburu se siente "aliviado" porque la campaña contra Videla en Roma
"resultó imperceptible". Que Quarracino mezcla los derechos humanos con el
comunismo.
Que monseñor Ildefonso María Sansierra, arzobispo de San Juan, dice con ironía
inaceptable: "Yo voy a la cárcel y me dejan salir siempre, nunca me quedo
adentro".
Para el Mundial de fútbol, la CEA pedía "mostrar la hospitalidad y la decencia,
amistad y la dignidad nacional", y Pío Laghi constataba que el campeonato había
dejado una "muy buena imagen de la Argentina ".
El obispo Victorio Bonamín, pro vicario de las fuerzas armadas invocaba: "Señor
Dios de los Ejércitos en cuyas manos está el destino de los pueblos: escucha la
oración que te dirigimos, implorando Tu bendición sobre estos sables y estas
insignias y, en especial, sobre los nuevos generales del Ejército que los
reciben como signo de la función y el poder que hoy asumen. Saben que su vida de
soldado en cumplimiento de sus funciones específicas no está ni debe estar
separada de Tu Santa Religión. Estos hombres comparten la misma fe de Tu Iglesia
y la quieren vivir a través de la actividad y el servicio propios de la vocación
militar que les enseñaste; por eso quieren Tu bendición en este momento solemne
de su existencia...".
Héctor Sobrino Aranda, ex diputado justicialista por Santa Fe, fue a Paraná a
pedir por el marido de una mujer desesperada. Lo recibió monseñor Adolfo
Tórtolo, arzobispo y vicario castrense, quien con su respuesta mostró la
posición generalizada de la curia:
–Monseñor, le pido que me ayude a averiguar por este hombre que es un
desaparecido. Lo han secuestrado por izquierda.
–¿Por izquierda? ¿Cómo por izquierda, qué significa eso? Yo no tengo referencia
alguna de que eso ocurra en este país.
El 26 de enero de 1979 el brigadier general Orlando Agosti dejó sus funciones de
comandante en jefe de la Fuerza Aérea y esa ceremonia marcó el comienzo de la
etapa de transición en el Episcopado argentino. En su discurso de despedida,
Agosti expresó:
"El combate ha terminado (...), hemos vencido con las armas (...) La subversión
marxista, que estuvo en vísperas de lograr el poder total, ha sido erradicada
de nuestra Patria (...) Mostremos también que nuestras almas no se han
contaminado con la pestilencia que debimos limpiar".
El discurso era otro, había cambiado su eje y comenzaba a centrarse en los
posibles pedidos de esclarecimiento. Había que contrarrestar todas las voces
que pudieran menoscabar la imagen del Proceso. Acallar las campañas internas y
las que venían desde el exterior.
El 25 de setiembre el brigadier Omar Graffigna, sucesor de Agosti, definió así
al enemigo:
"Cambiará de tácticas y de terreno, una y otra vez. Aparentará estar en
retirada, fuera de combate, para reaparecer en los más remotos lugares.
Procurará infiltrarse en las aulas y en las universidades, en las
organizaciones y en todos los campos de la vida de la Nación. Procurará
dividirnos, procurará enfrentar a las Fuerzas Armadas entre sí y a éstas con la
ciudadanía. Nuestra respuesta es la unión y la cohesión".
Massera quería ser protagonista en la nueva etapa de "institucionalización" del
Proceso. Pretendía ser presidente constitucional y creía contar para esto con
los buenos oficios del equipo que había "reeducado" mediante torturas en la
ESMA. Realizaba giras internacionales y buscaba consenso entre grupos de
exiliados argentinos.
Monseñor Octavio Derisi, rector de la Universidad Católica Argentina,
directamente se opuso a la visita de la Comisión y declaró: "Yo le pido a Dios
que su trabajo sea objetivo y que no se deje influenciar por los que han causado
el problema de la Argentina: los familiares de estos guerrilleros que han
matado, secuestrado y robado". Monseñor Sansierra, arzobispo de San Juan, pedía
al gobierno que si la Comisión "se saliese de su rol" utilizara sus facultades
soberanas para poner fin a su misión. Y monseñor Bolatti se indignaba porque
"los extranjeros no pueden venir a decirnos lo que tenemos que hacer".
En 1984, la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (Conadep) que el
presidente Raúl Alfonsín había creado el 15 de diciembre de 1983 con figuras
notables de la civilidad, llegó a una cifra escalofriante: cerca de 9.000
desaparecidos entre 1976 y 1977, casi 1.000 en 1978 y alrededor de 300 en 1979.
Pero por 1978 la opinión pública internacional y aun los mismos argentinos
veían un país tranquilo y pacificado. El Proceso era exitoso.
Cuando vino la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA,
encabezada por Edmundo Vargas Carreño, la gente salía a festejar los triunfos
del Mundial y pegaban en los vidrios de sus autos y en los de sus oficinas
calcomanías –muchas de ellas fabricadas en Editorial Atlántida– que decían:
"Somos derechos y humanos". También les arrojaban piedras e insultaban a los
familiares de los desaparecidos que hacían cola, sobre la avenida de Mayo, para
reclamar ante esa Comisión.
En ese año había clima de guerra. El conflicto con Chile por el Canal de Beagle
estaba a punto de explotar. Ocupado en estos preparativos, la dictadura
disminuyó la represión interna. Con la intervención a último momento de Juan
Pablo II, que había sido ungido el 28 de octubre, y de su enviado personal, el
cardenal Antonio Samoré, se evitó el enfrentamiento. Pero también esta mediación
se transformó en un nuevo obstáculo para el reclamo por los derechos humanos. El
Papa no podía fallar y cualquier pedido podía entorpecer las negociaciones de
paz. Laghi priorizó nuevamente su función diplomática e ignoró su tarea
pastoral.
En 1979 el énfasis del gobierno militar estaba puesto en las disputas
sucesorias. Los candidatos más firmes eran Luciano Benjamín Menéndez y Leopoldo
Fortunato Galtieri. La elección recayó sobre este último, quien mantenía una
buena relación con el entonces presidente, Roberto Viola.
Los diarios daban cuenta de que Plaza le había dicho al nuevo Papa que "la mala
imagen de la Argentina es consecuencia de los actos de argentinos terroristas".
También, que Sansierra aseguraba que "el Papa minimizó el problema de los
derechos humanos en la Argentina", porque "sucede en todas partes, quizá más que
allí". Pero lo cierto fue que el 28 de octubre de 1979 cambió la película. Juan
Pablo II admitió por primera vez el tema de los desaparecidos y en desacuerdo
con el clero local, que seguía expresando su abierto apoyo a los métodos
empleados por la dictadura, expresó: "Pedimos que se apure lo antes posible la
anunciada definición de las posiciones de los encarcelados y sea mantenido un
compromiso riguroso para la tutela, en cada circunstancia en que se pida el
respeto de las leyes, del respeto de la persona física y moral, también de los
culpables o indiciados de violencia".
Más tarde, en una reunión frente a veinte obispos y prelados en visita "ad
limine" en su biblioteca privada, el Santo Padre consideró que la violencia en
la Argentina se había desatado por la violación de los derechos humanos y había
dado lugar a una masacre de cuya magnitud aún no se tenía conciencia.
Pero ésa era la hora de la institucionalización y la jerarquía acomodó su
discurso a esta nueva etapa del PRN que organizan las Fuerzas Armadas. La nueva
estrategia consistía en echar un manto de silencio sobre el pasado y desviar la
atención hacia otras cuestiones. Trabajan sobre esa idea y, en la Jornada de la
Paz del 2 de enero de 1979, el cardenal Aramburu se alegró porque "los jóvenes
violentos son cosa del pasado" ya que según decía "las masas juveniles están
buscando a Cristo, el Supremo Maestro de la Verdad". Hablaba de "los daños y
muertes producidos por la subversión" y reclamaba "con profundo ánimo
pacifista" información acerca de los "desaparecidos".
Mientras, Primatesta insistía con el "sí a la paz" y el "sí a la vida" y
desataba una campaña en la que suplicaba "a las autoridades, a todas las
instancias competentes que actúen para que se prohiba y se ponga remedio al
aborto voluntario". Preocupado por el aborto se olvidaba de los miles de
desaparecidos porque, aseguraba, en "situación de guerra los argumentos y los
límites éticos entran en un cono de sombra y oscuridad".
Aramburu, Primatesta y Quarracino, secundados por López, Iriarte y Laguna,
tomaron aquel año las riendas del Episcopado, aunque los guerreros de la primera
etapa seguían interviniendo. Aramburu y Primatesta fueron presidentes de la CEA
en forma rotativa y emergió con claridad la figura de Jorge Novak, obispo de
Quilmes, en la línea de cuestionamiento al Proceso y de compromiso popular.
Quarracino, hombre de poder dentro de la CELAM y para la reunión de marzo de
1979 se aseguró que no hubiera en sus filas ninguna "infiltración" de izquierda.
Consecuentemente, no formaron parte de la representación de los episcopados
latinoamericanos ni Novak, ni Hesayne, ni De Nevares. Se quiso impedir que en
México se discutiera sobre la situación argentina y los medios de comunicación
notaron esta resistencia: "Los obispos argentinos dieron la impresión de un
grupo compacto inaccesible".
Ellos tampoco recibieron a los exiliados, unos 5.000 que intentaron una
entrevista a través de sus delegados. El documento final de Puebla –sobre el que
hablaremos con más amplitud en el Capítulo 7– denunció que "en los últimos años
se afianza en nuestro continente la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional,
que es de hecho más una ideología que una doctrina".
"Está vinculada –continuaba– a un determinado modelo económico político, de
características elitistas y verticalistas que suprime toda participación amplia
del pueblo de las decisiones políticas y pretende justificarse en ciertos
países de América Latina como doctrina defensora de la civilización occidental y
cristiana.
"Desarrolla un sistema represivo, en concordancia con su concepto de "guerra
permanente" y en algunos casos expresa una clara intencionalidad de
protagonismo político. "
Sin embargo, la III Conferencia Episopal Latinoamericana soslayó toda
referencia a la represión en la Argentina y destacó en cambio la "pureza de la
doctrina" y la "evangelización liberadora, ajena a las ideologías".
Con todo, los "desaparecidos" irían a constituirse en el mayor obstáculo para
una transición sin tropiezos. Contra eso se desplegó una astuta maniobra:
nombrarlos, pero sin darles una consideración especial, instalando a la par
otros problemas como el aborto o el divorcio, para distraer la atención.
A pesar de los esfuerzos de la jerarquía, la diócesis de Quilmes, de la mano de
monseñor Novak, se transformó en el centro de las voces de disenso, acompañada
por la de Viedma, con Miguel Hesayne, quien en diciembre de 1979 le dirigió una
carta a la Comisión de la CEA, en la que dijo sin arribajes:
"Sabemos con certeza y por diversos medios en cuanto Iglesia que nuestras
Fuerzas Armadas han torturado y han hecho desaparecer a hermanos e hijos
nuestros en la fe, no importa el número".
En 1980 el modo eclesiástico predominante fue el de formular principios
generales, abstractos, soltar datos perdidos entre documentos y declaraciones, y
disculpar a la dictadura militar. Ya lo tenían decidido: buscarían el diálogo,
el olvido, el perdón y la reconciliación. Y no hubo una sola alusión a los
militares como responsables de los secuestros, torturas y asesinatos.
El nuncio Pío Laghi inauguró 1980 con esta nueva receta:
"Su Santidad predica la paz. La violencia ha engendrado violencia, tanto
impulsada por unos, que querían llevar adelante un proceso, como por otros que
procuraban defenderse", decía.
"Reconocer "los errores y "entrar en ese clima del que habla el Papa, clima de
perdón y de reconciliación" será necesario. "La Iglesia tiene muy en claro
esto", aseguraba.
Pero el problema de los derechos humanos, de los desaparecidos, persistía en
aparecer una y otra vez, contrariando su especial condición. Pío Laghi no
quería irritar al gobierno y por eso evitaba hablar de temas concretos: "Por mi
parte prefiero hablar de dignidad del hombre antes que de derechos humanos. Sé
bien que esta última expresión basta, muchas veces, para crear un ámbito poco
sereno, poco propicio para que se entienda, su sentido profundo, incluso de
carácter religioso", explicaba.
La unión de la cruz y la espada seguía su marcha.
La junta militar envió su mensaje de cuarto aniversario aquel 24 de marzo desde
la Iglesia Stella Maris y Videla clausuró con un discurso el Congreso Nacional
Mariano. Adolfo Pérez Esquivel, un militante cristiano del ala progresista
recibió el Premio Nobel de la Paz y esto indignó a la derecha católica. La
revista Criterio reflejó en su número 1846 este disgusto:
"La noticia cayó como un balde de agua fría, porque unos la interpretaron como
una condena indirecta al gobierno militar, y otros –la mayoría– porque se
preguntan quién es este argentino que tan pocos conocen en su propio país".
La mimetización Iglesia-Estado quedó en evidencia en el documento que Videla le
envió a Primatesta invitándolo al diálogo, y que publicó el diario Clarín el 27
de abril. La invitación se fundamentaba de esta manera:
"La Iglesia Católica, una de las instituciones mas importantes de una sociedad
como la nuestra, ha evidenciado un sentido espiritual y trascendente que está
fuera de toda discusión. Ha participado a lo largo de toda la historia nacional
iluminando con la sabiduría de su magisterio, los momentos decisivos de nuestra
evolución política y social".
La respuesta de la CEA a Videla llevó como título Evangelio, diálogo y sociedad
y en lo esencial decía así:
"Ante el llamado al diálogo formulado por el Superior Gobierno de la Nación, los
obispos sentimos el deber de hacer llegar nuestra palabra a las autoridades y a
la ciudadanía toda (...)
"La obligación de promover el diálogo político universal atañe de modo especial
a la autoridad pública, que con ello cumple una parte relevante de su misión
específica (...) Los argentinos debemos tenernos fe (...)
"Entre las causas que hieren la unidad del cuerpo social, figuran la inmoralidad
generalizada, los delitos económicos, los desaparecidos y los detenidos sin
proceso. "
En otro pasaje se aludía elípticamente a los reclamos de los familiares de
desaparecidos y los envolvía en un manto de sospechas: "Crean una desconfianza
general y destruyen profundamente el tejido social, aquellos que instrumentan la
tragedia y el dolor de otros para fines inconfesados, y aquellos que persisten
en una voluntad de violencia y destrucción", decía el documento episcopal.
Mientras Primatesta y Aramburu limaban cualquier aspereza que pudiera surgir
entre el gobierno y el Episcopado y se muestran abiertos al diálogo, los obispos
Hesayne y De Nevares encabezaban un movimiento popular cada vez más fuerte.
Y aunque sus decisiones no pesaban en la CEA, se erigían como referentes de la
Iglesia popular.
En 1981, luego de seis años y medio de gestión en el país, Pío Laghi fue
promovido a la nunciatura de Estados Unidos y reemplazado en la Argentina por
Ubaldo Calabresi.
En su despedida, agradeció a la Iglesia, a los medios y también a los
dictadores: "Me ha tocado dialogar con gobernantes llenos de respeto y cariño
hacia mi persona", dijo.
Qué extraño.
Cuando estuvimos en Roma, dijo no recordar el saludo y sólo tenía quejas hacia
los argentinos y, sobre todo, hacia los militares, "por su cinismo".
Apertura y amnistía
Con el italiano Ubaldo Calabresi como embajador, en el Episcopado emergieron
nuevas figuras necesarias al escenario político que se avecinaba: Desiderio
Collino, obispo de Lomas de Zamora; Jorge Casaretto, de San Isidro; Carmelo
Giaquinta, obispo auxiliar de Viedma; y Bernardo Witte, sucesor de Angelelli en
La Rioja.
De Nevares, Hesayne y Novak se distanciaron de este nuevo diseño de poder y
afianzaron el camino del disenso. Hesayne invitó a Pérez Esquivel por "su lucha
auténticamente cristiana" y propuso el "Día del llanto nacional" en memoria de
los "errores pasados y actuales". Desamparadas por la jerarquía, las Madres de
Plaza de Mayo dirigieron el 12 de diciembre de 1981 a los obispos una carta
solicitándoles que "públicamente reclamen al gobierno militar para que nos
digan dónde están nuestros hijos antes de Navidad. Nunca hemos tenido el honor
de ser recibidas por la asamblea plenaria", fue su triste conclusión. De
Nevares se levantó en defensa de estas mujeres, a las que se culpaba de ser
"instrumentalizadas por la izquierda". Pero la CEA no contestó y tampoco las
recibió.
La guerra de las Malvinas y la primera visita de Juan Pablo II, dieron paso en
1982 a la "reconciliación". El gobierno militar se había debilitado
irremediablemente y aunque el Episcopado no le retiró su apoyo, tampoco quería
quedar expuesto. Se abocó entonces a una nueva tarea: encontrar un lugar entre
los políticos y sindicalistas cercanos a ocupar el poder vacante y para ello
creó la Comisión de Enlace.
Aramburu, Primatesta, López y Quarracino como interlocutores del gobierno,
redujeron la cuestión de los desaparecidos y guardaron para sí un rol
inexistente. "La Iglesia de la Argentina se ocupó en reiteradas oportunidades de
la situación de los desaparecidos" declaraba Aramburu. Pero de inmediato se
ponía a resguardo: "siempre somos muy prudentes en estos temas". Su extrema
prudencia hizo que jamás recibiera a las Madres.
La nueva política oficial de la Iglesia era sosegar a la sociedad, soslayar los
reclamos por los desaparecidos, diluirlos en nombre de la "reconciliación"
porque "todos hemos fallado". Así se expresaba Juan Pablo II, a través del
nuevo nuncio, Ubaldo Calabresi, en la jerarquía de la Iglesia argentina que, una
vez más, recorría el camino hacia el olvido y el perdón sin preguntarse por sus
errores ni buscar responsables.
Con ese ánimo, el 19 de diciembre se estableció la Jornada de Reconciliación en
la que, según la convocatoria hecha por monseñor Justo Laguna, se "elevará una
plegaria común por todos los que han caído víctimas de la violencia subversiva o
la represión, y por los muertos en las Malvinas de uno y otro bando".
Así, con preclara liviandad, se mezclaron todos los muertos, como si fueran
víctimas del mismo equívoco, y se esparcieron las culpas como si todos fueran
responsables, porque según Quarracino "todos hemos pecado contra el amor, por
ideologías, por interés, por resentimiento, por equivocados idealismos o por
excesiva defensa de valores", según publicó Crónica el 22 de diciembre. Dada tan
tremenda responsabilidad colectiva, añadió que correspondía "una clara y amplia
ley de olvido".
Se preparó así el camino para la futura ley de autoamistía que al año siguiente
se darían los militares: "La Iglesia, en la Argentina, con su Episcopado a la
cabeza, quiere ser en nuestra comunidad nacional, en esta difícil hora, signo e
instrumento de reconciliación".
Empero, los centros clandestinos de detención seguían funcionando y de los
desparecidos, nada. A las Madres se les habían sumado las Abuelas y todas
seguían buscando información. Para monseñor Medina, vicario castrense, "la
información total la deben tener aquellas personas que puedan poner remedio a
las deficiencias que hayamos tenido, pero informar a cualquiera, cualquier
problema, es antipedagógico", según consideró como un "maestro" el 14 de agosto
de 1982.
Por contrapartida, Hesayne acusaba a "los corazones cínicos que no sólo han
matado, sino que tampoco quieren recibir el Evangelio de Dios y por eso no
desean reparar con sinceridad las inhumanas desapariciones y los injustos
encarcelamientos y torturas" y pedía que los militares definieran "si quieren
realmente vivir el Evangelio o meramente servirse de la Iglesia Católica".
El gobierno militar mordía su derrota, percibía su debilidad y buscaba abandonar
el poder de la manera más digna que le fuera posible. Ideaba una puerta que
pusiese punto final a la guerra sucia y se cerrara de un portazo ante los
reclamos por los excesos cometidos. La palabra en danza era amnistía. Después
sí, vendrían las elecciones democráticas. Con la anuencia de los titulares de la
CEA y de la Pastoral Social, se dio paso al Documento de Punto Final dado a
conocer por los militares en abril. Laguna pensaba que "un auténtico perdón nos
va a ayudar a todos los argentinos", y Aramburu, en un giro asombroso, afirmaba
que "la Iglesia siempre apoyó a las Madres". Quarracino imaginaba un caos
interminable si los militares llegaban a ser citados por los "tribunales de
justicia", porque, aseguraba, sería el "envenenamiento de las relaciones
humanas en el país". Se preguntaba, como si no existiese una respuesta posible:
"¿Desde cuándo habría que hacer comenzar ese ejercicio de justicia? ¿Desde qué
año, desde qué época? ¿Acaso desde el 76? ¿ Y por qué no desde el 73...? ¿Por
qué no empezar desde antes, desde 1960 o del 68?".
El 28 de abril de 1983 se dio por terminada la "guerra sucia" y por muertos a
todos los desaparecidos. El nuncio Ubaldo Calabresi enmudeció. Pero, como si
Dios hubiese soltado algunos ángeles, ante este silencio complaciente, Novak se
opuso al documento y el padre Rubén Capitanio, de la parroquia Nuestra Señora de
la Paz de Neuquén, les negó la participación en los sacramentos a los
responsables del proceso militar.
El Episcopado tenía la mira puesta en las próximas elecciones y esquivaba el
compromiso, con el mismo argumento que ha usado desde la noche de los tiempos:
"por su carácter jurídico no le compete a la Iglesia expedirse sobre el tema".
Los desaparecidos, los torturados, los niños secuestrados, los asesinatos de
los sacerdotes palotinos, de monseñor Angelelli, del obispo Ponce de León, de
las monjas francesas, no habían significado nada. No alcanzaban ni siquiera para
reclamar justicia.
Como si esto fuera poco, en diciembre de 1984, el papa Juan Pablo II recibió a
monseñor Plaza con todos los honores. Veinte días antes, las Madres de Plaza de
Mayo le habían enviado una carta en la que le decían que "monseñor Antonio
Plaza, arzobispo de La Plata, fue visto en campos de concentración por testigos
que así lo han denunciado".
Jaime de Nevares no se alzó contra la autoridad papal pero pidió que "se aclare
lo que ha sucedido" y declaró abiertamente que la ley de amnistía era "nula por
razones naturales".
En su ambigua posición, la Iglesia, que ya había perdido su primera oportunidad
de reivindicación ante el caso de los padres palotinos, perdió la segunda
ocasión de torcer el rumbo criminal de las juntas militares y no ser condenada
por la historia. En las Pascuas de 1978 un obispo italiano, monseñor Luigi
Bettazzi, había propuesto crear en la Argentina un Vicariato de Solidaridad
para centralizar las denuncias sobre desapariciones y violaciones de los
derechos humanos. En Chile funcionaba exitosamente. Y el Episcopado chileno no
fue cuestionado por su rol. En una carta dirigida al Papa, había expresado: "El
extremo peligro que corren habitualmente en este país millares de personas
libradas al arbitrio, prisioneras y amenazadas de muerte si ningún elemento
nuevo interviene, nos espanta y nos provoca todavía un mayor horror, porque
estas exacciones son presentadas como necesarias para la sobrevivencia del mundo
occidental y cristiano. Es por esto que, conscientes de nuestra impotencia, nos
dirigimos a Su Santidad, en la que ponemos nuestras esperanzas, porque sólo la
potencia y la autoridad espiritual de la que Ud. dispone, pueden lograr que
cesen en la Argentina la tortura y la muerte".
Y agregaba: "...nos hace sufrir como una mancha sobre el rostro de la iglesia el
silencio cruel de la jerarquía argentina. Es por ello, Santidad, que le
suplicamos dé a nuestros hermanos que sufren la señal que ellos esperan para
reavivar sus esperanzas".
Desde la Secretaría de Estado, monseñor Casaroli pidió a través de la
nunciatura argentina, el envío de una propuesta formal a la Conferencia del
Episcopado para que la analizara y emitiera su opinión. El 6 de septiembre de
1978, Bettazzi recibió la respuesta de la jerarquía local: "No se considera
oportuna la concreción de dicha propuesta".
En ese momento el cardenal Primatesta presidía la CEA, el vicario castrense era
Tórtolo; el pro vicario, Bonamín; y el cardenal primado de la Argentina era
Juan Carlos Aramburu. Asustados porque el Vicariato pudiera favorecer "al
comunismo" perdieron así la segunda ocasión de purgar sus culpas.
Años después, Bettazzi reveló que la posición del Episcopado "nos dejó amargados
y desconcertados a la vez. Tuvimos la impresión de que se estaba cometiendo una
lamentable equivocación".
Ese mismo monseñor fue quien, en 1997, cuando Laghi recibía ataques por su
actuación en la Argentina, le mandó una carta de solidaridad, felicitándolo por
su actitud serena: "El primer deber es no hacerse echar, después no podemos
intervenir más".
Cuando finalmente Juan Pablo II aludió a los desaparecidos y le preguntaron a
Laghi su opinión sobre esa postura, el nuncio respondió:
–Si el Santo Padre, como es verdad, ha dicho esas palabras con relación a la
situación de los detenidos desaparecidos en Argentina y Chile, significa que
nosotros debemos enfrentarnos con esa realidad y también hacer nuestro examen de
conciencia, sin tergiversaciones de ningún tipo (...) Sólo una vez reconocida la
falla, podremos entrar en ese clima del cual habla el Papa, de perdón y
reconciliación, pero no podemos decir "olvidémoslo todo ", esto es algo que la
Iglesia tiene muy claro.
Laghi se anticipó así tres años y medio a la condena del Vaticano al llamado
Documento Final con el que la cuarta y última junta militar quiso clausurar la
tragedia.
Gente agradecida
La preferencia de Pío Laghi por una frase aprendida en latín cuando estudiaba en
el Instituto Salesiano de Faenza –Gutta cavat lapidem, non vi, sedsaepe cadendo
(La gota de agua orada la piedra, no con la fuerza sino con su continua caída)–
parecía haber anticipado la tarea minuciosa e insistente en que se embarcaría.
Nunca dejó que esa gota se convirtiera en manantial. La gente hacía largas colas
en la calle, cada día eran más y la tarea era agobiante. La información corrió
rápido y los familiares de detenidos y desaparecidos se multiplicaban. El
nuncio a veces perdía la serenidad. Lo cierto es que el destino estaba poniendo
a prueba sus debilidades más recónditas y él caminaba sobre ellas como un
equilibrista siempre al borde de la caída.
La junta militar era todavía un monstruo insaciable y estaba ávido de nuevos
sacrificios. Imperturbable, laborioso, el nuncio escuchó cada caso, tomó nota y
confeccionó algunos folios en los cuales había trascripto, según la categoría,
los nombres de los detenidos, de los secuestrados y de los desaparecidos cuyos
familiares se habían dirigido a la Nunciatura para pedir su intervención.
Con prudencia, llevó la primera lista en sus manos y se la entregó al general
Harguindeguy en Balcarce 50. Años más tarde, esas listas fueron reconocidas por
ciertas anotaciones realizadas con su pulcra caligrafía y sobre esa base lo
señalaron como cómplice. Bajo esta óptica las listas eran la prueba
incuestionable de su encubrimiento.
Sin embargo, lo cierto fue que Laghi entregó los primeros dieciséis nombres en
tres páginas dactilografiadas y que pidió por ellos: la hija de Emilio Mignone,
el director de cine Raimundo Gleyzer, el militante comunista Antony Silva
Romero, el doctor Antonio Misitch, de la Comisión Nacional de Energía Atómica y
los abogados laborales Roberto Sinigaglia y Héctor Natalio Sobel, eran algunos
de los que allí figuraban.
Con obstinación elaboró la segunda, ya con 63 nombres, 17 de los cuales eran
fugitivos de la dictadura de Pinochet. En esta lista había tres sacerdotes:
Elias Musse, Juan Deuzeide y el español Javier Martín. También intercedió por
Juan Martín Guevara, hermano del Che.
Con seriedad, Harguindeguy le admitía a Laghi la posibilidad de algunos abusos
y prometía ocuparse. El nuncio se iba satisfecho con esa vaga respuesta. Hablaba
con prudencia y pedía con mesura. Él era parte del poder y se serenaba con los
escasos resultados de sus gestiones. Pero las listas abrieron un enigma sin
solución: ¿eran la prueba de la firmeza del nuncio ante la represión o una
formalidad construida entre encubridores para esquivar el juicio de la historia?
Laghi, un hombre inteligente, preparado para establecer convenios, cerrar
acuerdos, sellar pactos, rondaba en aquel tiempo a los miembros de las diversas
juntas convencido de su poder de negociación, en tanto que por el otro lado
recopilaba información. De vez en cuando alguien era localizado. Laghi apiló
varias cartas como ésta, fechada en San Juan un 17 de marzo de 1980:
"El que suscribe, Mauricio Saturnino Montenegro, tiene el agrado de dirigirse a
usted para comunicarle la muy grata noticia de haber obtenido la libertad el
pasado jueves 13 de marzo (...) Quiere asimismo expresarle el sincero
agradecimiento por vuestra solícita preocupación que manifestó siempre, cuando
mi madre y mi hermana acudieron en ayuda y orientación, en la medida de
vuestras posibilidades, para la obtención de mi libertad".
Otra, fechada en Buenos Aires, el 22 de mayo de 1978, y firmada por Clara
Delfino de Bramardo, lleva en el margen, de puño y letra del nuncio, la palabra
"liberata", y dice así:
"Me permito molestarlo nuevamente pero esta vez con la alegría de poder
informarle que mi hija Nilda Clara Bramardo se encuentra nuevamente con
nosotros. Muy emocionada y en nombre de toda mi familia, pedimos disculpa por
todas las molestias ocasionadas y le agradecemos profundamente toda la
dedicación, atención y comprensión que ha tenido con nosotros, y el aliento que
nos ha sabido brindar en las horas difíciles que nos ha tocado vivir".
Pero nada más. Silencio. Evasivas. Y él repetía el envío de sus listas
sucesivas, la tercera, la cuarta, la séptima...
"Nunca estuvo detenido". "Desconocemos su paradero". "Salió del país". "No obran
en nuestro poder antecedentes". "Fueron expulsadas". "Se ha solicitado su
búsqueda".
En el terrible invierno de 1976 percibió que los detenidos a disposición del
PEN eran localizados, pero que los desaparecidos caían en un pozo negro al que
nadie tenía acceso. Algo tenebroso ocurría cerca de él. La palabra desaparecido
no existía todavía como entidad dialéctica y faltaba conocer un abanico de
perversiones inimaginables. Con la única ayuda del padre Luigi Parussini, hoy
fallecido, confeccionaba las listas de los casos, a los que se sumaban otros que
le remitía monseñor Galán desde la Secretaria General del Episcopado, con la
colaboración del presbítero Jaime Garmendia.
El 2 de septiembre de 1976, Garmendia le mandaba a Parussini y éste a Laghi, la
"séptima lista de desaparecidos y la quinta de detenidos a los efectos de las
gestiones que usted tan generosamente realiza, según me ha comunicado monseñor
Carlos Galán".
Laghi acompañaba sus pedidos con cartas personales que apenas rozaban la maraña
represiva. La del 2 de agosto tenía los nombres de catorce detenidos, medio mes
después sólo de dos: Torres y Resta fueron ubicados como detenidos a disposición
del PEN. De los otros doce, Harguindeguy le informó que no sabía absolutamente
nada y acompañaba la respuesta con una nota cuya frase final sonaba a
sentencia: "...garantizamos la libertad y la paz a todos los que en paz y
libertad quieren vivir". Para aumentar el laberinto de reclamos y respuestas
vacías, el Ministerio del Interior respondía a veces con el paradero de otros
detenidos nunca nombrados por la Nunciatura.
Emilio Mignone, fundador del CELS y padre de Mónica, una joven secuestrada que
nunca más apareció, dejó plasmada la contradictoria personalidad del delegado
papal con una descripción abreviada, pero precisa, de los tres encuentros que
tuvo con Pío Laghi entre el 14 de mayo y el 4 de julio de 1976:
"Primero estuvo de acuerdo en mis juicios. En el segundo encuentro desviaba la
conversación y trataba de justificar a las autoridades. Pero en el tercero
estalló y dijo: estamos gobernados por criminales".
¿Qué hacía entonces Laghi jugando al tenis con criminales como Emilio Eduardo
Massera? ¿Qué hacía bendiciendo la mesa que ademas compartía con los miembros
de las juntas? Desde el Vaticano, la gente del Opus Dei susurra: "¿No lo sabe?
¿No sabe que Massera y Laghi son masones?". Pero de los dos sólo uno figura en
las listas secretas de la P2 halladas en Arezzo: Massera.
Más de diez personas por día desfilaban ante la mirada del nuncio, a veces
firme, a veces esquiva, las más de las veces impotente o insondable. Y frente a
cada reclamo tomaba nota con su caligrafía clara y legible. A veces sorprendía a
los mismos familiares que venían buscando ayuda, mostrándoles el nombre de la
víctima en alguna de las listas. Tales gestos lo señalaron más tarde como
cómplice de las atrocidades cometidas.
"Yo no podía asegurar que tenía la fuerza para resolver el caso... Yo como
nuncio me dirigía a los capellanes militares, y de las cárceles, a los mismos
obispos, para tener informaciones. Ordenaba y acumulaba las muchas informaciones
que recibía, con la esperanza de que ellas fuesen útiles para alguno. Encuentro
amargo que este espíritu sea confundido hasta el extremo de darle la
interpretación exactamente opuesta, o sea que tenía un conocimiento directo,
destinado a aprobar y a colaborar en los sufrimientos de otras personas. Lo que
pasaba es que los capellanes militares se confundían, y se llegaron a creer
militares... ", dijo Laghi.
El Premio Nobel de la Paz, Pérez Esquivel, frecuentó la nunciatura en 1976 y
reconoció que Laghi "hizo todo lo que estaba a su alcance para salvar vidas y
para ayudar a la gente. Recuerdo que se levantaba y, sin ocultar la terrible
angustia que lo acosaba, caminaba por su despacho revoleando los brazos como si
fuesen las aspas de un molino". Pérez Esquivel también cayó detenido en abril de
1977 y Laghi debió pedir por él.
Como su investidura convertía a cualquiera que lo acompañara en intocable, desde
principios de 1977, realizó en su auto con patente diplomática, numerosos
viajes a Ezeiza, a Puerto Iguazú o a otros puntos fronterizos.
–Querría saber si la peregrinación ya tiene fecha fijada.
–Sí, se hace el viernes próximo a partir de las catorce. Usted debe encontrarse
a esa hora en el lugar que monseñor Celli le ha indicado, nosotros pasaremos por
allí a recogerlo.
La "peregrinación" no era otra cosa que el camino a la salvación. Se sabía que
el teléfono de la nunciatura estaba intervenido por las escuchas que hacían el
Ejército, la Armada, la Fuerza Aérea y la Cancillería. Con naturalidad, cada
mes se presentaba un militar vestido de civil en la puerta del palacio de
Avenida Alvear y dejaba un cassette con las conversaciones grabadas para ser
entregadas al nuncio. Por eso la palabra "peregrinación "era la clave para las
citas que sacarían a la víctima del país. Había diferentes itinerarios y
diversos destinos. La salida más delicada era el aeropuerto de Ezeiza: Laghi en
persona acompañaba en su automóvil con chapa diplomática a la víctima y ya en el
aeropuerto se dirigían inmediatamente al salón VIP donde entregaban la
documentación, evitando así el control de Migraciones. Los que tenían apellido
italiano eran recibidos por el gobierno de Roma y el propio Laghi se ocupaba de
tramitar los papeles para asegurar que no fueran deportados.
El nuncio también realizó acuerdos con embajadores de otros países para el
ingreso de los perseguidos a las embajadas amigas. Tales eran la de Venezuela,
Suecia y México. En esta última se alojaba la familia Campera y la de Abal
Medina.
Por aquellos duros días el Proceso de Reorganización Nacional se consolidaba.
Hacia 1979 el enemigo había sido diezmado sin un mínimo de legalidad. Por la
ESMA pasaron 5.000 personas. Todos fueron torturados, encapuchados, engrillados.
Con los ojos vendados permanecieron largo tiempo con una vianda mínima, un
jarro de agua y sin luz. El grupo de tareas 3.2.2 se movía con comodidad en esas
tinieblas. El Tigre Acosta. Rubén Chamorro. Antonio Pernías. Y Alfredo Astiz,
"el ángel rubio" que hirió por la espalda a principios de 1977 a la joven sueca
Dagmar Hagelin y la dejó lisiada.
En 1978, según la Conadep, desaparecieron cerca de 1.000 personas. Laghi le
envió ese año a Harguindeguy nueve listas. En una de ellas incluyó 302 nombres.
Estaba inquieto, perdía la paciencia, a veces alzaba la voz. Y se cuestionaba
sin reservas, abrumado por el peso de su tarea. Pero continuó con ese mecanismo
hasta finales de 1980, en que fue llamado a los Estados Unidos. Pero el nuevo
destino no fue un alivio: Laghi estaba cansado, eran demasiados los que se había
tragado la oscuridad y sentía que él los había dejado muy solos.
Como una burla del destino, casi al final de su gestión, dos familias
argentinas acudieron a la Santa Sede por la desaparición de sus parientes. A
través de la Secretaría de Estado, llegó a la Nunciatura Apostólica el pedido
Número 51.472 para que el nuncio hiciese lo que "tuviese a su alcance". Él
contestó con una frase cargada de amargura y fastidio:
"Conozco a los firmantes de ambas cartas. La representación pontificia se ocupa
continuamente y sin pausa de los diferentes casos, pero en lo que se refiere a
los desaparecidos, nada puedo hacer".
Pío Laghi admitía su derrota.
Los curas milicos
El padre Enzo Giustozzi, sacerdote de la Pequeña Obra de la Divina Providencia,
integraba la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Lo convenció
monseñor Jaime de Nevares: "Yo soy uno de los presidentes, pero vivo en Neuquén,
a 1.300 kilómetros de acá, por lo que necesito que seas mi alter ego en Buenos
Aires".
Cuando se multiplicaron los arrestos y secuestros, Giustozzi y monseñor Laguna,
obispo de Morón, se reunían en la Catedral de San Isidro. El primero recordó
hace poco: "Cuando había que sacar a alguien del país, había sólo dos lugares
adonde recurrir: la Nunciatura y la Embajada de Suecia".
En julio de 1997, el padre Giustozzi envió una carta al diario Página 12:
En un encuentro del clero de San Isidro en el año 1976, el nuncio dio una
charla a 60 ó 70 sacerdotes. En una parte, dijo: "Si estoy confesando y viene un
militar y me dice: "Padre, yo torturo gente", respondo: "Usted no puede hacer
eso. Y si él me dice: "Pero es que cumplo órdenes"; yo debo decirle: "No puede
cumplir esas órdenes porque son inmorales. Y si no está dispuesto a desobedecer
esas órdenes debo negarle la absolución sacramental". Alzó la vista y concluyó:
"Yo no sé qué harán los capellanes militares".
Años más tarde, con el informe de la Conadep y las audiencias del juicio a las
primeras tres juntas militares, el nuncio tuvo una respuesta contundente: la
figura del padre Von Wernich sintetizó el fatídico rol de los curas milicos.
Desde la Brigada de Investigaciones de La Plata, uno de los tres centros
clandestinos más importantes de esa zona bonaerense, Camps llevó a cabo lo que
él creía era una experiencia de recuperación de prisioneros y a resultas de
esto, durante un año, un grupo de detenidos tuvo un trato especial. Christian
Von Wernich se encargó de avisar a sus familiares y de controlar las visitas
periódicas. Los elegidos debían ser "recuperados" y sacados del país como
propaganda favorable al régimen. Pero el plan falló y dejó a la vista hechos
aberrantes.
El ex policía Julio Emmed declaró ante la Conadep bajo testimonio 683:
"En 1977 revistaba como agente de policía de la provincia de Buenos Aires (...)
A principios de 1978 se me llama al despacho del comisario general, en
presencia del padre Von Wernich, y se me pregunta si soy capaz de dormir a
alguien con un golpe de yudo en la parte trasera de un automóvil (....), era
para trasladar a tres subversivos que habían colaborado con la represión (...)
En la Brigada nos esperaban el padre, quien había hablado y bendecido a los tres
ex subversivos. La familia tenía que esperarlos en Brasil y les habían mandado
flores (...) Nosotros íbamos como custodios, teníamos que llevarlos a Aeroparque
a embarcar (...) En el coche móvil número 3 iba yo, el padre Von Wernich y un NN
de 22 años (...) A una señal yo debía dar el golpe que adormecería a la persona.
Pego el golpe cerca de la mandíbula pero no logro adormecerlo (...) Se entabla
una lucha y le descargo varios golpes en la cabeza con la culata del arma. Había
tanta sangre que el cura, el chofer y los que íbamos al lado quedamos manchados
(...), en ese momento estaban vivos. Los tiran a los tres por el pasto y el
médico les aplica dos inyecciones a cada uno, directamente en el corazón, con
un líquido rojizo (..) Dos mueren, pero el médico da por muertos a los tres
(...)
"Más tarde el cura me habla de una forma especial, por la impresión que me había
causado lo ocurrido. Me dice que lo que habíamos hecho era necesario, un acto
patriótico para bien del país (...) Quien aplicó las inyecciones letales era el
oficial médico."
Bergés Von Wernich respondió a las acusaciones en una entrevista:
–Yo me pongo en el lugar de las personas que me acusan y los comprendo. Suponen
que esas ocho, y no siete, como dicen, están con vida y quieren "blanquearlas",
quieren difundir la idea de que están muertos para que la organización
Montoneros los deje tranquilos y no los busque más (...) Yo los acompañé a cada
uno de ellos a salir por Aeroparque, o por agua, según indicara el
procedimiento, por eso nadie me puede convencer que aparecieron muertos por ahí,
porque yo me jugué (...) Decir que me salpiqué la sotana de sangre, cuando se
sabe que yo nunca uso sotana (...) Se presentaron unos testimonios aberrantes,
pero yo quisiera ver si son ciertos. Desconfió.
En el legajo 4952 de la Conadep consta que "el capellán de los servicios
penitenciarios, padre Felipe Perlanda López, se dirigió a uno de los detenidos
después de la tortura y le dijo: ¡Querido, ¿qué puedo hacer por vos si no
colaboras con las autoridades que te interrogan? ".
La monstruosidad estaba latente desde antes del golpe militar: en La Nación del
6 de febrero de 1976, ya el capellán Mackinnon invocaba a Dios "para que nuestro
uniforme no tenga otra mancha que la de la sangre propia, o ajena derramada por
una causa justa; porque esta sangre no mancha, dignifica".
La cantidad de testimonios sobre las actividades que cumplían los "curas
milicos" en los centros de detención, ya recogidos por la Conadep, ya
registrados por los fiscales en el juicio a las juntas militares, fue
impresionante:
"(...) ¿Podía ignorar Primatesta, que una Institución de su diócesis, el colegio
del Buen Pastor, servía de tránsito para las "desaparecidas" que debían dar a
luz?"
CFR. DDJ. TESTIMONIO DE JOSÉ L. ASTELARRA
"(...) En la Cárcel de Caseros, año 1980, el capellán Cacabellos presenció
torturas."
TESTIMONIO DE EUSEBIO HÉCTOR TEJADA
LEGAJO NRO. 6482
"(...) El capellán Pelanda López hablaba con los detenidos, justificaba las
torturas (...) El obispo Witte sabía de los nacimientos en cautiverio y daba
misa a los prisioneros.
TESTIMONIO DE PLUTARCO ANTONIO SCHALLER
LEGAJO NRO. 4952
"(...) El obispo de Jujuy, Miguel Medina, da una misa en la Penitenciaria del
Penal de Villa Gorriti y dice saber todo lo que sucede, pero que esto está bien,
pues es en bien de la Patria."
TESTIMONIO DE ERNESTO REYNALDO SAMAN
LEGAJO NRO. 4841
"(...) El capellán Julio Mackinnon se dedicó a interrogar a los prisioneros
sobre su actuación política, entre ellos a Hugo Vaca Narvaja, y dejó como
evidencia una sola cosa: el que habló con él por lo general después fue muerto.
Todo el que iba a entrevistar, después era sacado y fusilado, como pasó con el
mismo Vaca Narvaja." "(...)
Plaza llegó incluso a patear a los estaqueados y a ordenarles que hablaran (...)
Después viene el cura y se queda, solo conmigo, me levanta la venda y me dice
que él me va a tomar declaración, pero que si no hablaba iban a venir "Texas" y
"Gastón", los torturadores.
" "(...) Medina vio las cicatrices que tenía ella en las muñecas por los diez
días que estuvo maniatada y replicó: "qué va a hacer, eso le pasa por no
hablar". "
TESTIMONIO DE GUSTAVO R. LARRATORRES
"(...) Monseñor Grasselli, en una oficina que se encontraba en la parroquia
Stella Maris, cercana a Retiro, daba información a las familiares de
desaparecidos. Tenía un fichero con nombres y todos los datos de
desaparecidos."
DENUNCIA POR LA DESAPARICIÓN
DEL PERIODISTA ENRIQUE RAAB
LEGAJO NRO. 2776
Al ser citado por la Conadep, monseñor Graselli dio la versión opuesta:
"(...) Por orden del entonces vicario castrense, yo comencé a ocuparme de
recibir a estas personas que venían a buscar una ayuda, un apoyo. Entonces
comencé a confeccionar un fichero. Algunos, atacándome, dicen que es un
fichero, pero son tarjetas con el nombre de la persona desaparecida, la fecha en
que recibía al familiar, el documento de la persona desaparecida, el lugar y la
fecha en el reverso (...) La verdad es que no me he tomado el trabajo de
contarlas, pero son aproximadamente 2.500 (...) Arreglé una salida del país de
unos "desaparecidos" (...) Fui a ver al nuncio Pío Laghi y me dijo que los
recibiría con los brazos abiertos, pero que tuviera mucho cuidado porque la
Nunciatura estaba custodiada".
A dos meses del comienzo del movimiento de Abuelas de Plaza de Mayo, en
diciembre de 1977, María Mariani fue con su marido a la Capilla Stella Maris. Le
habían dicho que monseñor Graselli poseía mucha información y querían realizar
otro intento por recuperar a Clara Anahí, su nieta desaparecida. Chicha Mariani
contó que Graselli los recibió sonriente y que en medio del relato se tomó la
cabeza y mientras movía las fichas con ambas manos, les dijo:
–¡Cuánto han tardado! ¡Casi un año! ¿Cómo es posible? ¿Recién vienen? Ya es muy
difícil encontrarla... Dígame: ¿Usted se la llevaría?–le preguntó al marido,
que recién venía de Europa.
Chicha se apresuró a contestar:
–No, no sin la nena... Y Graselli le dijo:
–Me refiero a las dos, señora, a la nena y a usted.
–Apenas la encontremos nos vamos todos–contestó el marido.
Graselli les prometió que haría lo posible. Que volvieran en quince días. Una
crueldad más. Se fueron confiados. Había que esperar quince días para que Clara
estuviese en sus brazos. Y a volar a Italia con lo único que les quedaba.
Volvieron. Pero monseñor Graselli ya no era el mismo. Evitaba mirarlos a los
ojos y revisaba nerviosamente su fichero –donde estaban los nombres de los
desaparecidos– buscando algo. Finalmente, levantó la vista y habló:
–Ya está perdida la nena... Lamentablemente, ya no puedo hacer nada. Está
ubicada muy alto... No se la puede tocar... y ustedes han demorado demasiado en
venir a acá. Yo hubiera podido hacer algo antes, pero ya es tarde. Lo lamento,
no puedo hacer más nada.
Otro que sabía y callaba. De nuevo un hombre de la Iglesia pidiéndoles silencio
y olvido. Salieron del despacho y Chicha Mariani se mareó.Tomó asiento para
recuperar el aire que le faltaba y vio, por primera vez, los bancos repletos
con madres y abuelas que esperaban. Eran unos tres metros de pasillo hasta la
calle. Mientras estaban en ese trance de confusión y desesperanza, salieron por
allí Tórtolo y Graselli. De afuera entraban destellos de luz que se colaban en
la sombra del lugar. La imagen de Tórtolo extendiendo la mano para que ese
puñado de desesperadas le besara el anillo tenía algo de irreal y de siniestro.
Y a Chicha Mariani se le quedó grabada para siempre en el alma.
En 1999 Graselli compareció en el juicio de la Cámara Federal de La Plata. Y
fue de nuevo el olvido, la falta de memoria. Monseñor parecía un ser perplejo
que no reconocía un pasado lleno de testigos. Volvió a negarlo todo, hasta que
le preguntaron por el fichero y ante el asombro de la sala, contestó:
–Lo tengo en el lugar donde vivo.
Se llevaron a Grasselli a la casa y volvieron con él y el preciado fichero, que
parecía estar intacto después de más de veinte años.
Chicha había visto la ficha de su nieta. Lo vio a Graselli escribir la primera
y la segunda vez, en las dos entrevistas que mantuvo con que él. Buscó, buscó y
buscó, pero la ficha de Clara no estaba. Alguien la había retirado de allí. Y
monseñor volvió a insistir:
–Nunca supe nada de niños desaparecidos.
Alicia de la Cuadra llegó al despacho de Graselli en marzo de 1977, llevada por
los consejos de quienes habían quebrado el silencio de hierro que envolvía a la
Argentina. El prelado escuchó su relato, sin ninguna vacilación revisó su
fichero y fue concreto:
–A Elena hay muchas posibilidades de que la pasen a disposición del Poder
Ejecutivo. Cuando esto suceda, véame da nuevo y veré qué puedo hacer. Pero de
todas maneras, si no llegaran a ponerla bajo el PEN, no se preocupe: hay
hospitales en los cuales las chicas son muy bien atendidas. En cambio, de su
hijo Roberto poco es lo que puedo decirle, ya pasó mucho tiempo...
Alicia se fue de allí envuelta en la incertidumbre y el miedo. Cuando tiempo
después regresó, el estoico monseñor le confirmó sus sospechas:
–Efectivamente, Elena está detenida, posiblemente en los alrededores de La
Plata.
–Entonces, monseñor, dígame exactamente en qué lugar...
–No, eso no me lo pida. ¿ Y sabe por qué le digo que no? Porque si usted se
entera del lugar va a andar dando vueltas y vueltas. Eso la puede perjudicar a
ella. Y usted no va a conseguir nada.
Luego agregó con tono amenazador:
–Usted no me dijo que Elena estaba embarazada de siete meses...
–No estoy segura de si se lo dije o no... Pero no ha de ser de siete, todavía...
Graselli se ofuscó. Sus datos eran precisos. Y poco dispuesto a que lo
contradijeran, reveló de un golpe todo su poder:
–¡Sí! está embarazada de siete meses. El médico dice que está de siete. Ahora no
puedo decirle nada más, ni tampoco hacer más nada por usted. Tiene que tener fe.
–Pero comprenda, monseñor. Yo pido una sola cosa: que me digan de qué acusan a
mi hija. ¿Qué podía hacer de grave con esa enorme panza que tenía?
Graselli le apoyó la mano en el hombro a modo de consuelo y ensayó con tono
paternal una explicación:
–Eso yo ya no puedo saberlo, señora... Es cierto, los militares a veces se
extralimitan. Es que le tienen tanto miedo al comunismo, ¿sabe?
Enriqueta Santander buscaba a su hijo Alfredo Moyano y a su nuera María Asunción
Artigas de Moyano, embarazada de tres meses, secuestrados por segunda vez y
desaparecidos el 30 de diciembre de 1977. El hijo era un pintor que estaba
terminando sus estudios secundarios para ingresar en la carrera de psicología y
la nuera estaba por comenzar a asistir a la Facultad de Medicina de La Plata.
Cuando el 31 de diciembre Enriqueta Santander fue a buscarlos para compartir
los festejos de fin de año, se encontró con la casa saqueada. Muebles rotos,
luces encendidas, muestras del desenfreno violento de los que se arrogaban la
salvación de la patria. No quedaba nada y desde esa desolación comenzó a buscar
en las tinieblas. A tientas, llegó también a ver a monseñor Graselli:
–Están detenidos con otros veinte uruguayos–le confirmó el prelado.
Luego, sin un asomo de pudor, le confirmó que además de secuestradores, los
salvadores de la patria eran ladrones:
–No se preocupe. Esa es una costumbre que tienen ellos, se llevan todo.
Posiblemente a la criatura también se la van a quedar, porque es "botín de
guerra".
Más tarde, en una segunda entrevista, volvió como tantas otras veces a alardear
de su poder sobre las sombras:
–Señora, lo que yo no sepa ni pueda averiguar, tenga por seguro que no lo va a
saber ni usted ni nadie. Soy el único que puede llegar a saber algunas cosas y,
en su caso, lamentablemente, no sé nada.
El vicariato castrense, con sus 250 capellanes y sus 130 capillas, sostuvo a
los "soldados del Evangelio", reconoció la "presencia de Dios en el soldado" y
bendijo "la guerra contra el mal". Sus máximas figuras: Adolfo Tórtolo, José
Medina, el provicario Victorio Bonamín y Antonio Plaza, capellán de la policía
de Ramón Camps, fueron sin lugar a duda sus ideólogos. Y se apoyaron en lo que
Rubén Dri llamó "la teología de la muerte".
Roma siguió ignorando lo que sucedía y desconociendo la calidad de sus
interlocutores. El cardenal Villot, de acuerdo al informe que había enviado el
vicariato castrense, pedía a monseñor Tórtolo "intensificar sus esfuerzos" para
un mejor trato de los detenidos "y un más rápido curso de los procedimientos
policiales".
Y en el colmo de la ingenuidad, le pedía a Laghi que le transmitiese al
arzobispo de Paraná su "gratitud por las informaciones proporcionadas, su
aprecio por el empeño en el cumplimiento de su misión y su reconocimiento por la
obra que como vicario castrense está desarrollando a favor de los prisioneros".
Victorio Bonamín creía que estaba librando una "guerra santa", consideraba que
a los prisioneros había que destruirlos "porque ustedes vienen a alterar el
orden natural, que es el orden que Dios confió a los hombres para su
organización social".
Evidentemente, para una tarea de este tipo, la acción persuasiva de la Iglesia
a través de los capellanes fue para los militares una verdadera bendición. "El
militar, viene inmediatamente después del santo", o sea del sacerdote, decía
Bonamín.
Para Tórtolo no había tortura, ni malos tratos, ni excesos de ningún tipo. Sólo
concedió que había "incertidumbre por no saber por qué habían sido arrestados",
y que las celdas eran por lo general "estrechísimas", con lo que reconoció que
visitaba las prisiones con frecuencia y que mantenía contacto con los
capellanes militares.
Esta actitud de los capellanes se extendía a la Policía Federal, a todos los
cuerpos de Ejército, a la Fuerza Aérea, a la ESMA y a otras tantas unidades
castrenses.
En su carta del 27 de junio de 1984 las Madres de Plaza de Mayo le decían al
Papa Juan Pablo II: "Es imprescindible que los capellanes y los sacerdotes que
han estado asociados con los victimarios y que tampoco muestran arrepentimiento,
proporcionen a las autoridades competentes la información que indudablemente
poseen acerca de los detenidos desaparecidos, para que se conozca qué ha pasado
con todos y cada uno de ellos". Nunca hubo respuesta.
Pero las Madres de Plaza de Mayo no desfallecieron. Lejos de eso, apuntaron
alto, muy alto, a la súper jerarquía y le iniciaron en 1997 a Pío Laghi un
juicio, en Roma y ante el Vaticano. Pidieron que le quitaran la inmunidad de la
que goza por ser cardenal y ciudadano vaticano, para que pudiese ser juzgado.
Sostuvieron que de 1974 a 1980 "Laghi colaboró activamente con los sanguinarios
integrantes de la dictadura militar y encaró una campaña destinada a ocultar en
la Argentina y en el resto del mundo el horror, la muerte y la destrucción que
estaban sucediendo en el país". Pero otra vez el Vaticano calló y mantuvo la
inmunidad del ex nuncio.
Para la presidenta de las Madres, Hebe de Bonafini, Laghi es un monstruo:
"Fue uno de los hombres que gobernó el país desde las sombras, uno de los
artífices del destino de más de 30.000 desaparecidos, 15.000 fusilados en las
calles, 9.000 presos políticos y un millón y medio de exiliados. Es más, tomó a
su cargo la expulsión del país de los sacerdotes y congregaciones religiosas
cuyas denuncias podían obstaculizar la represión militar, acalló las denuncias
internacionales sobre la desaparición de más de treinta sacerdotes y obispos
católicos, organizó junto con los integrantes del Episcopado la asignación de
capellanes militares, policiales y penitenciarios que garantizaban el silencio
sobre las ejecuciones y sobre las torturas y las violaciones que presenciaban.
"No es que había una omisión. Participaba directamente en las decisiones, porque
si había sacerdotes para que confortasen a los que tiraban vivos a nuestros
hijos al mar, la Iglesia estaba participando muy directamente. Que el nombre de
mi hijo figure en una lista de las que hacía Laghi, no quiere decir nada. Era
una formalidad. Una forma de cubrirse las espaldas para decir después que se
había ocupado del caso. Queremos que vaya a la cárcel como un asesino."
Las Madres también acusaron a Tórtolo, a Bonamín y a Plaza, quien decía que
"siete horas de tortura no son pecado" y sobre los que muchos tienen malos
recuerdos. Pero con Laghi es otra cosa, fuera de las Madres, la opinión suele
ser francamente positiva.
Enterado de la presentación en su contra, el cardenal Pironio le envió de
inmediato a su amigo Laghi una carta que decía: "Te acompaño en esta dolorosa e
injusta campaña de los periódicos (...)Te conozco bien y sé todo lo que has
hecho en nuestro momento dificil (...) Cuenta con mi sincera amistad y mis
oraciones. Gracias de nuevo por todo".
El 21 de mayo de 1997, monseñor Novak y Gerardo Tomás Farell le enviaron un fax
con "las expresiones de nuestra más firme solidaridad (... ) Sepa que aquí lo
seguimos apreciando en toda la medida del servicio que prestó a la Iglesia en la
Argentina, con ocasión de su misión como nuncio apostólico".
En igual sentido se pronunció monseñor Miguel Esteban Hesayne, a quien las
Madres incluyeron como testigo de cargo en el juicio en Italia: "A ninguna
persona, ni tampoco a institución alguna, he dado mi nombre para tal
presentación... Dejo constancia que el cardenal Pío Laghi, siendo nuncio en la
Argentina, dispensó generosamente sus buenos oficios cuantas veces fueron
solicitados por perseguidos por la dictadura militar, salvando así numerosas
vidas humanas".
Algo similar creía Jacobo Timerman, director del diario La Opinión y víctima de
la dictadura militar, quien fue detenido en abril de 1977 y estuvo a punto de
desaparecer. En 1998, en una entrevista se refirió así a Pío Laghi:
"Recibió a mi familia muchas veces, intercedió por mí ante el poder, facilitó a
mi esposa el acceso al correo diplomático del Vaticano para enviar al exterior
información sobre mi situación. No tenía fuerza para exigir mi libertad, pero sí
influir para que no me matasen (... ) Laghi era un hombre abrumado por la
realidad argentina, siempre preocupado por qué hacer, cómo poder ayudar (...)
"En aquel período, él hacía lo que hacíamos todos los que habíamos elegido
quedarnos en Buenos Aires para enfrentar la situación: lo que podíamos. No
éramos omnipotentes. Se hacía lo que se podía. Eran tiempos terriblemente
difíciles (...)
"Yo le estoy agradecido a la suerte por haberlo conocido y no solo para
consolarnos mutuamente, sino para compartir las formas de lucha que, para salvar
a lagente, él utilizaba. Estaba en permanente búsqueda de caminos o alternativas
que pudiesen aliviar a quienes sufrían. Y lo hacía sin pausa, aunque tenía claro
que no tenía fuerza (...) Estados Unidos, en Buenos Aires, tenía mucho mayor
peso político que el Vaticano, por lo tanto su embajador, Raúl Castro, era mucho
más poderoso que Laghi. Y, sin embargo, tampoco él podía hacer nada (...)
"Podía influir, sí, para preservarme la vida, pero tampoco pudo por sí mismo
obtener mi liberación (...) Yo no puedo olvidar que durante aquel durísimo
proceso, tanto yo como mi familia, estuvimos acompañados por monseñor Laghi,
quien extremó todos los recursos posibles para que mi caso tuviera un epílogo
feliz (...) Y sé de muchos otros casos, por lo que puedo dar constancia de este
hombre sufrido, sufriente, conmovido, abrumado, prudente, que fue monseñor
Laghi. Incluso había mandado muchos informes al Vaticano y, presionado por
ellos, el Papa había aceptado recibir a un diplomático israelí para escuchar de
sus labios mi caso, pero ya no hizo falta (...)
"No tengo vacilaciones en repetirlo: Laghi fue un hombre piadoso,
increíblemente inteligente y sagaz, que no arrojaba su inteligencia y su
sagacidad a la cara de la gente con la que conversaba. Era un hombre humilde,
terriblemente humano y servicial, para mí fue una buena experiencia haberlo
conocido (...) Si no se entiende lo que decía antes, que se hacía lo que se
podía, se puede llegar a una total distorsión como son esas acusaciones. Laghi
fue para mí un maestro de prudencia y astucia (...)
"Quizás yo era un ingenuo por creer que con algunas iniciativas yo mismo podía
tener influencia sobre los militares, que con esas iniciativas ayudaba un poco.
Pero la verdad es que, influencia, no tenía ninguna (...) Nadie, absolutamente
nadie, podía influir sobre ellos (...) Laghi trataba de obtener lo que podía,
como muchos otros y yo mismo, ¿esto significa que éramos cómplices del Proceso?
Y en el caso de Laghi no podía hacer mucho más que preguntar, pedir, ocuparse,
muchos lo insultaban, estaban locos. Porque la verdad era ésa: ¡los militares
estaban realmente locos! Aun siendo nuncio apostólico, tenía un peso chiquito,
limitado (...)
"Si se le hace un juicio a Laghi, ¿se imagina los juicios que habría que hacer a
mucha gente en el mundo entero y en este país? Lo que pasa es que la nuestra era
la más dificil, incómoda y peligrosa de las posiciones. Nosotros no
pertenecíamos a la guerrilla ni a los "montos", estábamos en desacuerdo con
ellos pero defendíamos su derecho a la vida".
Homenaje debido
Por el parlante comienzan anunciar a los funcionarios presentes: Aníbal Ibarra,
Cecilia Felgueras, Daniel Filmus, Antonio Cafiero, Mario O'Donnel, Alicia
Pierini... Un golpe de vista permite ver que hay una delegación de Madres de
Plaza de Mayo y que por la Línea Fundadora está Laura Bonaparte. También se
encuentran el ex embajador ante la Santa Sede, Rubén Blanco; y el embajador de
Irlanda. El locutor nombra a los obispos: Rodríguez Melgarejo, Galán, Melville,
Ogñenovich (al escuchar a este último se escucha un murmullo de desaprobación),
el rabino Daniel Goldman... A continuación se leen, entre otras, las adhesiones
de los obispos Laguna, Casaretto y Giaquinta, y del vice gobernador de la
provincia de Buenos Aires, Felipe Sola.
Fueron necesarios veinticinco años de silencio, de sospechas infundadas, de
ocultamiento y de verdades a medias para que la Iglesia aventara sus humanas
miserias y pudiera ofrecerles a los padres palotinos el homenaje debido.
La misa con la que se recuerda la sangrienta noche del 4 de julio de 1976 tiene
una convocatoria inusual. Bajo los lemas "Que todos sean uno para que el mundo
crea" y "Juntos vivieron, juntos murieron" vecinos, autoridades, instituciones y
colegios colman la parroquia San Patricio de Belgrano. Muchos deben seguir la
celebración desde afuera, por pantalla gigante.
Desde el pulpito, el cardenal Jorge Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires,
concelebra la misa con el nuncio Santos Abril, otros doce obispos y sesenta
sacerdotes. Es la primera vez que un cardenal primado y un nuncio ofician una
misa en esa Iglesia, desde las exequias de los cinco palotinos, a cargo en 1976
del cardenal Aramburu y el nuncio Pío Laghi.
Bergoglio da consuelo y reconocimiento a la comunidad palotina e insta a
"despejar etiquetas" lamentando el manto de sospechas que cayó sobre las
víctimas. Por eso, destaca la fidelidad de los religiosos al Evangelio y
recuerda a los presentes que "las baldosas de laparroquia están ungidas con la
sangre de quienes el mundo no pudo reconocer".
"Yo soy testigo de lo que era la vida de Alfie (Kelly), porque lo acompañé en la
dirección espiritual y en la confesión hasta su muerte. Sólo pensaba en Dios.
Lo nombro a él porque soy testigo de su corazón, y en él, a todos los demás",
agrega el cardenal.
También agradece a Dios porque en una ciudad turbulenta y difícil, "El nos dio
una señal y nos mostró a quienes dieron su vida por los otros". Parafraseando a
Jesús, agrega: "Debemos pedirle perdón a Dios porque ellos (los asesinos) no
sabían lo que hacían".
Bergoglio recibe las ofrendas de la misa de manos de las madres de Salvador y
Emilio, los dos seminaristas muertos. John Killpatrick, rector de la provincia
Irlandesa, recién llegado de Dublin, habla –traductor mediante– del "aniversario
extraordinario" y de quienes "murieron por fidelidad a algún aspecto del
Evangelio". Felicita a todos los sacerdotes por "el coraje mostrado en todos
estos años" y anuncia que desde hoy habrá una placa recordatoria en la Basílica
de San Silvestri, en Roma, y próximamente un monumento en Dublín.
Un telegrama recién llegado de Roma es leído por el sacerdote argentino, Sergio
Schaub: "Oramos por la beatificación de nuestros hermanos para que toda la
Iglesia los venere y podamos presentar el testimonio de sus vidas como signo
del amor paterno y misericordioso de Dios". Lo envía el Consejo General de los
Padres Palotinos presidido por el padre James Freeman.
"Acuérdate de nuestros hermanos" es la oración por los difuntos que reza el
obispo Guillermo Leaden, hermano de Alfredo, uno de los cinco sacerdotes
asesinados.
Para comulgar se forma una fila interminable y los obispos y sacerdotes se
mezclan entre la gente distribuyendo el sacramento.
Sobre la entrada principal de la Iglesia pende la alfombra roja, aún manchada,
sobre la que hace veinticinco años se desangraron los religiosos.
El padre Pedro Dufau tenía previsto decir el 4 de julio de 1976 esta homilía. No
alcanzó a leerla. Pío Laghi la encontró en su habitación la noche que lo
mataron. Decía así:
"Si leemos atentamente el Antiguo Testamento, veremos cómo los mensajeros que
Dios envió a su pueblo, muy pocas veces fueron escuchados, otras veces fueron
expulsados o muertos. Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su
familia y en su casa. Y Jesús experimentó en carne propia la validez de ese
refrán, ya que cuando tuvo la feliz idea de ir a Nazareth, donde había
transcurrido prácticamente toda su vida, sólo encontró el recelo, la envidia de
los suyos, y, tal como dice Lucas, por poco le quitan la vida. Si Dios
permanentemente habla en la historia de los pueblos y de cada hombre, no menos
cierto es que todos sabemos encontrar la forma de no escucharlo. Si el hombre no
tuviera nada que cambiar, no harían falta los profetas. Pero, desde el momento
que el Profeta denuncia el pecado del hombre y de los pueblos, su tarea se torna
difícil y antipática. Y un recurso siempre utilizado para no tener ni siquiera
la oportunidad de escucharlos, es el de sacarlos del medio, encarcelándolos,
matándolos. A todos, a menudo, la Palabra de Dios nos resulta un poco antipática
y contra corriente, porque es una Palabra dura, recta, intransigente. No cede
ante el rico, no afloja ante el poderoso, no se atemoriza ante las
dificultades".
Desde aquel frío invierno de 1976, habían pasado muchos años.
En el camino quedó la sangre, la valentía y la dignidad de muchos que, como
decía el padre Pedro, "no aflojaron ante el poderoso, no se atemorizaron". Y
llevaron la palabra de Dios a todas partes, salvaron en nombre de ella muchas
vidas, por encima de quienes aún hoy siguen buscando explicaciones a lo poco que
hicieron, en lugar de arrepentirse por lo mucho que dejaron de hacer, por
cobardía o por indignidad.
Como una ráfaga de viento suave que entra por la ventana, como el sonido de un
canto que llega desde lejos, queda entre nosotros una prueba conmovedora. Tres
días antes de la masacre de San Patricio, el 1 de Julio de 1976 a la medianoche,
el padre Alfredo Kelly escribió en su diario personal:
"He tenido una de las más profundas experiencias en la oración. Durante la
mañana me di cuenta de la gravedad de la calumnia que está circulando acerca de
mí. A lo largo del día he estado percibiendo el peligro en que está mi vida.
Por la noche he orado intensamente, al finalizar no he sabido mucho más, creo
sí que he estado más calmo y más tranquilo frente a la posibilidad de la muerte.
Lloré mucho, pero lloré suplicando al Señor que la riqueza de su gracia que me
ha dado para vivir, acompañara a aquellos a quienes he tratado de amar, recordé
también a los que han recibido la gracia a través de mi intercesión, lloré mucho
por tener que dejarlos. Nunca he dudado de que fue El quien me concedió la
gracia y tampoco que no soy indispensable, aunque tengo mucho que decirles aún,
sé que el Espíritu Santo se lo dirá... Y mi muerte física será como la de
Cristo, un instrumento misterioso, el mismo Espíritu irá a algunos de sus hijos,
pedí para que fuese a Jorge y a Emilio, para los que me odian, para los que
recibieron a través de mí, para el florecimiento de las vocaciones, para crear
hombres dentro de la sociedad que sean necesarios, los que El desea. Me di
cuenta entre mis lágrimas de que estoy muy apegado a la vida, que mi vida y mi
muerte, su entrega, tienen por designio amoroso de Dios, mucho valor. En
resumen: que entrego mi vida, vivo o muerto al Señor, pero que en cuanto pueda
tengo que luchar por conservarla. Que seré llamado por el Padre en la hora y
modo que Él quiera y no cuando yo u otros lo quieran.
"Ahora, justo en este momento estoy indiferente, me siento feliz de una manera
indescriptible. Ojalá que esto sea leído, servirá para que otros descubran
también la riqueza del amor de Cristo, y se comprometan con El y sus hermanos,
cuando El quiera que se lea. No pertenezco ya a mí mismo porque he descubierto a
quien estoy obligado a pertenecer. Gracias Señor. "