Recuerdo los primeros tiempos de la transición y aquellas primeras elecciones del 77 y 79. Éramos los novatos improvisadores de algo que nos parecía un sueño. Los carteles, en blanco y negro; la propaganda, fabricada en fotocopiadoras primitivas que se atascaban en los momentos más cruciales; los mítines, “a capella”. Los candidatos “todo-terreno”, lo mismo anunciábamos los actos sacando la cabeza por la ventanilla de nuestros propios coches con un megáfono de mano que distorsionaba las voces y se confundía con el ruido ambiental, que decorábamos el lugar del evento con banderas, carteles y símbolos del partido; éramos el Juan Palomo del “yo me lo guiso y yo me lo como”. Los partidos no tenían un duro y aguzábamos la imaginación.

     El progreso, la costumbre, las nuevas tecnologías, la profesionalización de la política lo han cambiado todo. Al punto de la mañana, los partidos reciben consignas que los militantes repiten como loros a lo largo del día; oyes a uno y los has oído a todos. Las campañas se encargan a empresas especializadas que poco tienen que ver con la ideología y sólo buscan resultados. El candidato se ha convertido en una Doña Rogelia que otras manos manejan y otros cerebros ponen las palabras en su boca.

Y así pasa lo del vídeo sobre inseguridad ciudadana del PP. “Reúnan todas las imágenes que indiquen que las ciudades y los pueblos españoles son inhabitables”, y la empresa contratada entregó un vídeo de tres minutos que ponía los pelos de punta. Pero, ¿qué pasó? Pues que nadie veíamos esas escenas en nuestras calles y que, entre ellas, dos pertenecían al tiempo en que eran ministros de Interior Mayor Oreja y Rajoy, y otra, a un enfrentamiento de la policía colombiana con narcotraficantes. ¿Nadie revisó ese vídeo? Aunque me parezca una dejación imperdonable, prefiero suponer que no; porque si lo revisaron y lo dejaron significa que creen que somos un país de idiotas que no tenemos vista ni oído ni memoria. La publicidad y la propaganda tienen unas reglas que excluyen la falsedad, la exageración, la manipulación y el engaño. Y el vídeo se volvió en contra de sus promotores como le pasó al PSOE con aquél del Doverman y a CIU con el suyo de la última campaña.

       Yo creo que los políticos deben retomar las riendas de sus propagandas, con ayuda, sí, de las nuevas técnicas pero, sobre todo, porque ya es hora de que se enteren de que los ciudadanos españoles nos dejamos engañar cada vez menos.

 

       Tengo que confesar que soy una maniática obsesiva del lenguaje y no hay nada que me produzca más desazón que incurrir en faltas de gramática o de sintaxis y jamás me ofendo si alguien me corrige y sufro lo indecible cuando oigo disparates. Tal vez deberían reimplantar en la escuela el examen oral porque lo cierto es que aprendemos a hablar pero nadie nos enseña a hablar bien.

       Cuando se habla en público, he observado dos tipos de gentes. Uno, más cerca del animal y del hombre primitivo, que sólo emite sonidos y que es incapaz de construir una frase completa con su sustantivo, su verbo y su predicado (ya no hablo de oraciones subordinadas); a juzgar por lo visto, debe ser condición indispensable para presentarse al casting de Gran Hermano y similares o para ser estrella del fútbol. El segundo tipo es el que cree que alargar las palabras y fabricar vocablos incomprensibles resulta más culto. En este apartado incluyo a políticos, periodistas, empresarios y profesionales que nos están destrozando el idioma con superesdrújulas como “ínfraestructura”, “cómercializacion”, “éspontaneidad” y con inventos del Averno como “usabilidad” por “uso”, “conceptualidad” por “concepto”, “practicidad” por “práctica” o “posicionamiento” por “posición”. A éstos les recomiendo la lectura del libro del siglo XVIII del Padre Isla Fray Gerundio de Campazas, alias zote, en el que se verán retratados.

         Pero lo que hace tiempo me tiene sin vivir en mí es una palabra que tenía una clara definición y a la que, de pronto, se le ha dado un nuevo significado. La primera vez que conocí su existencia fue porque quería hacer una pequeña obra en casa y compré una revista titulada “Restauración”; mi sorpresa fue mayúscula al comprobar que todo eran recetas de cocina. Hasta entonces, para mí y para la Academia, “restaurar” era restablecer a un rey en su trono o arreglar una cosa estropeada. Y por ese mismo camino, el cocinero, que ya había sufrido la cursi denominación de chef, ha pasado a ser el “restaurador”. Como si se dedicara a devolver el trono del fogón a la berza o a reponer el pellejo de los garbanzos o a colocar artísticamente las pepitas de la sandía. Con lo que se produce una tremenda confusión. Si un chaval me dice que estudia en la Escuela de Restauración no sé si anda entre pinceles, espátulas y barnices o se mueve entre pucheros, coladores y espumaderas. Creo que la palabra “restaurar” ya estaba patentada. No seamos horteras, por favor.

       A raíz de la noticia aparecida en este periódico sobre el convenio firmado por La Iglesia Mormona y el Archivo Histórico de La Rioja, he recibido varias llamadas que me exponían su preocupación de que “una secta se llevara nuestros datos”.

      En 1985 pasé un mes en Estados Unidos invitada por su Departamento de Estado en un programa para instruir a jóvenes políticos (yo lo era entonces) de jóvenes democracias (la nuestra también lo era) y me llevaron a Salt Lake City, capital del estado de Utah y centro de la Iglesia mormona. En aquellos tiempos, yo no sabía nada de sectas y la tomé como una religión cristiana de las muchas que allí proliferan.

      En la segunda década del XIX, Joseph Smith fundó La Iglesia De Jesucristo De los Santos y De los Últimos Días tras recibir la visita del ángel Mourini, quien le reveló la existencia de El Libro de Mormón considerado por sus seguidores como el Tercer Testamento. Los principios de la nueva religión fueron tumultuosos, hasta el punto de dar con el fundador en la cárcel por practicar la poligamia y que el Gobierno Federal se viera obligado a mandar un ejército. Pero en 1890 renunciaron a la poligamia, aceptaron las leyes vigentes y, a cambio, se les concedió la “denominación de Iglesia”.

       La pareja de jovencitos rubios y espigados con pantalón negro y camisa blanca impoluta que vemos por nuestras ciudades, están cumpliendo los dos años obligatorios que deben dedicar a su Iglesia para la evangelización y obtención de datos genealógicos que depositan, a su vuelta, en el mayor centro de genealogía del mundo. Aunque su religión es integrista y dogmática y su moral muy puritana, los mormones son gentes sencillas y acogedoras que ponen por encima de todo la familia, el respeto a los mayores y la veneración por los antepasados. Cuando, años más tarde, inicié mi trabajo sobre las sectas destructivas, los vi en algunos catálogos pero yo no los incluí nunca.

      He hablado con la directora de nuestro Archivo y me ha explicado cómo se ha hecho el convenio a través del Ministerio de Cultura. De su trabajo, hacen tres copias: el microfilm-matriz de sales de plata se queda en el Ministerio, la segunda copia es para nuestro archivo y la tercera para ellos. Por supuesto, son datos públicos. Creo que nos están haciendo un estupendo trabajo que nos habría costado años, esfuerzo y dinero.

      He querido contar todo esto para tranquilidad de quienes me han llamado y de quienes, estando preocupados, no se han atrevido a hacerlo.

 

       Acabo de regresar de esa isla donde he asistido al Coloquio sobre Europa, el Mediterráneo y la lucha contra el terrorismo organizado por la Asociación europea de ex-parlamentarios. Como imagino que nadie sabe de qué hablo, les diré que todos los países tienen asociaciones de “ex”, (los llamados “cementerios de elefantes” o “asilos de diplodocos”) y, cada dos años, celebran una reunión con temas de debate interesantes que se tratan desde una perspectiva distinta, ajenos a las luchas partidistas y al interés electoralista y donde reina la serenidad y la experiencia.

       Para la historia europea, el Mediterráneo ha constituido un hito donde la cultura y el comercio se desarrolló en ciudades míticas como Menfis, Atenas, Cartago, Alejandría, Roma, Venecia y Granada, gracias a numerosos encuentros, intercambios, mezcla de razas, ductilidad y fuertes ambiciones que, desgraciadamente, tantas veces llevaron a guerras crueles. Con el añadido de que allí nacieron las tres grandes religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el islamismo.

      El debate se centró sobre dos opciones: el choque de civilizaciones o el diálogo de civilizaciones. La propuesta del Presidente Rodríguez Zapatero, tan denostada en nuestros lares, fue seguida, aceptada e incluida en las conclusiones por unanimidad como única solución para obtener la paz, la tolerancia, la democracia, la seguridad, el desarrollo sostenido e igualitario, la eliminación de la pobreza, el tratamiento de los movimientos migratorios y la defensa de los derechos del hombre. Entre las adendas que presentaba la delegación española y que fueron admitidas, quiero destacar la de instalar en Granada la Universidad Euro-Árabe, aprobada por la Comisión y el Parlamento europeos hace quince años y que aún no se ha puesto en marcha.

        Sobre Chipre, les aconsejo abstenerse de ir si no son ustedes millonarios ingleses jubilados. El viaje fue todo un éxito a excepción de dos fallos: uno, personal: el último día, por precipitada, me caí en un escalón y me hice una solemne brecha en una rodilla con lo cual, aunque me curaron muy bien, pude constatar con orgullo la maravilla de servicios sanitarios que tenemos en España. El segundo, la incongruencia de que, hablando de alianza de civilizaciones, lo hacíamos en una pequeña isla dividida irreconciliablemente en dos por la falta de diálogo y acuerdo entre los greco-chipriotas y los turco-chipriotas. No tenemos remedio.

 

       Se cuenta que San Pedro tenía dos hermanas: una guapa y una fea. Un día, la fea fue a verle para protestar por tal injusticia: “Todo el mundo ve guapa a mi hermana y a mí me ve fea”. San Pedro, que para aquel entonces ya tenía las llaves del Cielo, se compadeció y le entregó un objeto. “Toma –le dijo–; esto es un espejo; a partir de ahora sólo te juzgarás como te veas tú”. Desde entonces, la hermana fea fue feliz y el espejo se convirtió en un objeto bondadoso que no desmiente lo que queremos ver. Nunca me dice que tengo una arruga más en la frente, ni que me ha salido una nueva pata de gallo, ni que se ha añadido una raya en el código de barras de mis labios. El único que se saltó esa orden del Clavero del Cielo fue el espejito mágico de la madrastra de Blanca Nieves: “Reina y señora, la más hermosa ya no eres, pues desde ahora lo es... ¡Blanca Nieves!” Tal vez por eso Walt Disney le pintó rostro de diablo.

      Y es que sólo en los cuentos y en las fábulas hablaban los animales y los objetos hasta que la informática cambió las reglas. Acabo de enterarme de que un inventor –seguro que con rostro e intenciones diabólicas– ha sacado a la luz una báscula parlante. Es un aparato que yo uso poco: sólo cuando noto que me cuesta más de lo normal abrocharme el botón del pantalón o subirme la cremallera de la falda. Si veo que avanza una rayita, sé que con disminuir la ración de pan vuelvo a la normalidad. Pero me temo que, a partir de ahora, ya no va a ser así. Cuando vaya a bajarme satisfecha de la lectura de la nueva báscula, una voz desagradable y nasal me dirá: “Deténgase, ilusa; no se vaya tan satisfecha; sepa usted que su masa corporal –eso que se ha puesto tan de moda– está desproporcionada con su estatura; que una ola de celulitis invade sus muslos; que tiene excesiva retención de líquido en el vientre; que sus huesos son de papel de fumar; que su circulación de retorno tiene más atascos que un fin de semana; y que ese poquito de colesterol que posee es del malo (que yo ignoraba que también había grados en los colesteroles). Y me quedaré con la autoestima por los suelos proyectando un mes abrumador de visitas al nefrólogo, al hematólogo, al dietista y al traumatólogo para terminar inexorablemente en el siquiatra. Pues no, queridos lectores; me niego a que me amargue la vida ese nuevo invento del Maligno; porque cuando ya no existan más que esas básculas en el mercado, iré a ver a San Pedro y, como su hermana la fea, le pediré una que me deje vivir tranquila y, sobre todo... ¡que sea muda!