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Correo del Maestro Núm. 93,febrero 2004

Luis González y González (1925-2003)
La historia como novela verdadera

Francisco de la Guerra

Uno de los grandes méritos del historiador mexicano Luis González y González, recién fallecido el pasado 13 de diciembre, fue prestar oídos y voz a las voces de la tradición oral, como fuentes de una historia cotidiana y popular tradicionalmente ignorada por las grandes corrientes de la historiografía, sobre todo por las estructuralistas, que en busca de las grandes leyes del acontecer humano descuidaron éste a cambio de modelos y esquemas más o menos rígidos. Coherentes con su ejemplo, recordamos una anécdota según la cual el historiador contaba que no leía novelas porque en su casa no les gustaban las mentiras, episodio curioso, pues González y González estuvo casado con la escritora Armida de la Vara, “fiel colaboradora en la procreación de seis criaturas y veinticuatro libros”, y fue amigo del escritor jalisciense Juan Rulfo.1 Si la anécdota evocada aquí es equivocada en sus detalles (por los problemas consabidos de la memoria, de la fidelidad histórica y de las fuentes), lo cierto es que en ella se expresa el problema central y actual de la relación entre literatura e historia –entre la novela histórica y la historia, en particular–, la primera entendida por González y González como falsificación y la otra como testimonio verídico de la realidad, pero cuyos caminos narrativos, ya lo ha dicho Arthur C. Danto,2 se cruzan en tiempos antiguos.

En coincidencia con las ideas sobre historia y narración de Danto (1989), Luis González y González analiza en “El regreso de la crónica”, ponencia de sugerente nombre, la relación entre mentira y verdad, e identifica seis especies de historia: la crónica mayor o historia narrativa, la “vetusta historia edificante”, la historia ciencia, la historiometría, la historiología y la historia novelada,3 de entre las cuales, opta por la primera.

González y González se muestra sumamente crítico con los resultados de la práctica histórica y, por ejemplo, de aquella que ha clasificado como “edificante”, señala que suele ser “nauseabunda” aunque en ocasiones la guíe un propósito noble –reforzar los valores nacionales, por ejemplo–, pues juzga y enseña el pasado en beneficio del presente y del futuro, que por lo general responden a una concepción oficial e interesada de la historia postulada por un grupo, religión, país o gobierno.

Del caso de la historia ciencia, González y González señala que por su incapacidad para acceder a las pruebas documentales, ésta se ha ido convirtiendo en ‘literatura’, en ficción, en especulaciones, a partir de teorías que explican los hechos antes de investigarlos:

La literatura fantástica a la que algunos reducen las filosofías de la historia está a punto de ser suplida por la novela histórica. Algunos historiadores educados para ser científicos o cuantitivistas se han vuelto amantes de la ficción en la historia. Se ha dado en suponer que las acciones corruptas y secretas y de la vida privada, que rara vez se prueban documentalmente, sólo se pueden decir con subterfugios novelescos, únicamente cabe historiarlas poniéndoles nombres ficticios a los actores, haciéndoles dialogar e imaginando ideas, actitudes y conductas de las que no se tienen pruebas escritas, testimonios firmes, fotos y audios, que sí altas probabilidades de corresponder al pensamiento y a la acción de los protagonistas de carne y hueso. La historia novelada y la novela histórica se hacen y consumen en forma creciente... (González y González, 1995).

 

 

Luis González y González

Ante esa tendencia que se aleja de la verdad histórica y se aproxima a la literatura, entendida ésta, por el momento, como invención, fantasía o imaginación, González y González postula, paradójicamente, lo que llama crónica mayor o historia narrativa, una práctica que, aceptando el influjo del estilo literario en la escritura histórica –es decir, de la narrativa de ficción– debe llevar –dice siguiendo a su maestro Daniel Cosío Villegas– a la elaboración de “novelas verdaderas”, además de convertir a los historiadores en “hacedores de novelas verídicas”.4

Para Cosío Villegas –señala González y González– “un libro de historia debía ser una no-vela con protagonistas y hechos ciertos, una novela verdadera” (González y González, 1995).

Desde luego, esta aspiración contradice en parte la idea de que la novela miente, o que miente deliberadamente, aunque se refiera sólo a la influencia que el estilo narrativo de la novela debe tener en la escritura de la historia. A menos que esta idea pretenda la extinción del novelista, por ejemplo, o que éste deje de inventar situaciones para dedicarse a investigar y escribir por obligación sobre hechos verdaderos. Quizás el dilema para los historiadores radique en cómo adquirir ese estilo sin leer novelas, y si las leen, en cómo evitar caer bajo el influjo de “los cuenteros”, como ha ocurrido con muchos novelistas cuya formación es la de historiadores.

La relación entre literatura e historia es antigua, como lo muestran una serie de textos, sobre todo aquellos producidos en épocas lejanas, que oscilan entre una u otra disciplina –dependiendo de lo que sus lectores busquen en ellos–, con independencia del papel que tales escritos debían cumplir en el tiempo de su elaboración; sin embargo, su problematización, a partir de sus diferencias, es relativamente moderna. En el caso de la antigüedad, las fronteras entre una y otra práctica narrativa se confunden. Si un historiador, por ejemplo, indaga sobre la guerra de Troya, no tendrá documentos más antiguos para sustentar sus teorías que La Iliada, de Homero, texto clasificado en la actualidad como un poema épico. Para un historiador riguroso, se tratará de un documento bastante defectuoso por ese carácter literario; sin embargo, tendrá que reconocer, no obstante, mitos y leyendas, que es el texto más informativo sobre esa guerra. Algo similar ocurre con el tema de la conquista de América: las fuentes principales, las crónicas de los conquistadores, frailes e indígenas, a pesar de su tono literario y épico, tienen también un propósito testimonial, es decir, poseen un “núcleo histórico”5.

Por esa razón, es curiosa la manera en que González y González plantea el retorno de la crónica, crónica mayor o historia narrativa, como la llama, al oficio de historiar, ya despojada de su carácter mítico y ficcional, pero no de su identidad narrativa.

Historia en vilo

Esta crónica o “novela verdadera”, señala González y González, se ocupa de la “historia menuda, la petite histoire tan amada por los franceses”. Si la literatura se encarga de un ámbito –el de la vida privada o familiar, que no ha sido atendida por la historia– González y González opina que la crónica es el género que puede ocupar actualmente ese espacio con tanta eficacia como la ficción literaria, pero con una gran diferencia respecto a la narración literaria: la veracidad. Así, para González, el oficio del historiador está comprometido con la verdad y ésta es el núcleo del sentido de los textos históricos.

González y González postula –con la bandera de la veracidad– para la historia, no sólo incursionar en la temática tradicional de la literatura sino incluso ser, narrativamente, tan eficaz como ella, lo que de manera implícita plantea la extinción de la literatura, meta que, objetivamente, es decir, dentro de una visión realista, suena tan utópica como la extinción del Estado, porque tal planteamiento, a nuestro parecer, surge de una concepción prejuiciosa ante la literatura: concebir a la narrativa de ficción, y sobre todo a la de temática histórica, como una expresión de la mentira, con toda la connotación moralmente negativa que el término contiene. Pero esta visión se debe, como ya lo señaló el historiador, a que cada vez se leen más novelas históricas y menos obras de historia. Sin embargo, se debe reconocer que si bien es cierto que la literatura no ha firmado un compromiso con la veracidad, su cruce con la historia ocurre en otro ámbito y plantea otros problemas morales que son distintos de los fines que persigue la historia como tal. Nuestra posición es que las diferencias entre historia y literatura se han intensificado a partir de la aparición de la historia como una ciencia moderna –por eso González y González califica a su disciplina como oficio y trata de aproximarla al estilo literario.

Sin embargo, González y González –y ésta es su gran aportación– sostiene que la crónica puede lograr la misma eficacia literaria pero comprometida con la veracidad: “Por supuesto, el género de la crónica está comprometido con la verdad.

Visita de Lázaro Cárdenas a San Jóse de Gracia en 1940.
Luis González, Pueblo en vilo, FCE, México, 1984.

El cronista debe referir sólo acaeceres reales y ceder los posibles a los cuenteros. El que la historia vivida sea inalcanzable en su totalidad, no exime a los narradores verídicos de la obligación de sólo hacer proposiciones ciertas y de no ocultar ningún sucedido importante” (González y González, 1995). Aun así, acepta el historiador, la crónica cede el espacio de lo incierto a “los cuenteros”, con lo cual casi volvemos al mismo callejón inicial: ¿cómo acceder a esos espacios secretos, inalcanzables para la historia, y qué validez tiene imaginarlos si sabemos que no podemos documentarlos? La información periodística, dice González, es un recurso, pero a condición de ser sometida a un examen crítico riguroso. “El compromiso con la verdad exige grandes esfuerzos de recolección, de crítica y de hermenéutica de testimonios.”

La objetividad en el desfiladero

Y aquí nos encontramos con otro problema: el de la objetividad periodística. ¿Cómo sabemos que lo que se dice constituye la verdad y no una falsificación de la realidad –lo cual, por cierto, es peor que callar–, que dará por resultado la conformación de una imagen irreal del mundo? Una verdad dudosa, aun sometida a exámenes rigurosos, puede pasar por verdad indiscutible a la historia, o puede ocurrir el caso contrario, el ocultamiento de un hecho, que es descubierto por la literatura.

Por ejemplo, para plantear un caso literario, la matanza de obreros de una bananera de la Fruit Co. en la costa atlántica de Colombia en 1928, que se refiere en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez (1967), es un crimen más conocido por la ficción que por las crónicas periodísticas o la historia colombianas. Lo mismo ocurre respecto a la matanza de Huitzilac en 1927, durante la campaña en que Álvaro Obregón buscó la reelección a la presidencia de México, episodio ocultado en su momento por la prensa e ignorado por las historias nacionales, pero que fue ficcionalizado primero por Martín Luis Guzmán en su novela La sombra del caudillo (1929) y mucho más tarde por Jorge Ibargüengoitia en Los relámpagos de agosto (1964).6 Desde luego, aceptamos, estos hechos son elaborados como verdades literarias no históricas, pero su repercusión, su recepción, en las respectivas realidades sociales fue, a fin de cuentas, como la revelación de verdades que conmocionan y hacen dudar de la eficacia histórica. En los casos anteriores vemos que la ficción literaria cumple la función de sacar a la luz los hechos ocultados u olvidados (en el mejor de los casos) en las crónicas y la historia.

 

Campesino de San José de Gracia, Michoacán.
Luis González, Pueblo en vilo, FCE, México, 1984

Pero González y González aclara que “sólo por la manera de expresar la crónica puede confundirse con la literatura. Algunos, por la proclividad a lo anecdótico de los cronistas, sitúan la crónica en el género periodístico, encuentran una enorme similitud entre la historia narrativa y el reportaje. Como quiera, el color amarillo de éste se distingue del color azul de la crónica” (González y González, 1995). Suponemos que esa metáfora de color azul se refiere a lo frío y objetivo a la hora de contar las pequeñas historias, a diferencia de ese escandaloso tono amarillo. Finalmente, en coincidencia con Danto, González y González postula que, por sus características, la crónica pertenece strictu sensu al género histórico. Quizá ni siquiera cabe distinguir entre la pura narración y la interpretación de los hechos –virtud que, diremos aquí de paso, corresponde a la estructura narrativa. Aunque con menos ínfulas que los historiadores que se dicen científicos, los autores de crónicas, aun sin quererlo, organizan e interpretan sus narraciones. Sin embargo, el modo de interpretar de los narradores consiste en ligar los hechos con otros sucedidos anteriores y con la intención de quienes los perpetraron (González y González, 1995).

La historia de las estirpes condenadas

No podemos cerrar este breve artículo sin comentar el ejemplo de los cien años de historia que encierra Pueblo en vilo, cuya primera edición es de 1968 –apenas un año después de Cien años de soledad de García Márquez–, como ejemplo de esa historia menuda que puede construirse con objetividad, cruzando las técnicas de la investigación histórica con las técnicas narrativas de la novela. En esa labor, González y González ha logrado inscribir el nombre de su San José de Gracia, Michoacán, al lado de otros poblados latinoamericanos, algunos imaginarios como Macondo, Comala y Santa María, nacidos de los esfuerzos de los patriarcas juveniles que han construido silenciosamente nuestras naciones.

Notas

1 Luis González y González, “Autosemblanza” y “Un típico niño ranchero”, en Laberinto, suplemento cultural de Milenio, Núm. 28, año 1, 27/XII/2003.
2 Arthur C. Danto. Historia y narración. Ensayos de filosofía analítica de la historia, introd. de Fina Birulés, Paidós, Barcelona, 1989.
3 Luis González y González, El oficio de historiar, El Colegio Nacional/Clío, México, 1995. pp. 299-311.
4 González y González, “Plan de operaciones”, en ibid. pp. 13-43.
5 Tomo el concepto del prólogo de Emilio Crespo Güemes a La Iliada, Gredos, Madrid, 2000.
6 Juan Gustavo Cobo Borda, ‘García Márquez y Álvaro Mutis: la política y el olvido’, en La Gaceta, Fondo de Cultura Económica, Núm. 377, México, mayo, 2002.
En torno a Huitzilac, Cfr. La novela de la Revolución Mexicana, México, Aguilar, 1958, y La sombra de Serrano, Proceso, México. 1981.
Mario Vargas Llosa plantea un caso interesante de falsificación cuando confiesa que en su papel de periodista contribuyo a ‘fabricarle’ una imagen de intelectual al economista Hernando de Soto, porque antes de decepcionarse de él creyó que sería un buen presidente para el Perú, por sus ideas ‘liberales’, es decir, de libre mercado. Cfr. El pez en el agua, Seix Barral, Memorias, México, 1993 (pp. 174-178).

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Bibliografía

CASTRO Leal, Antonio, La novela de la Revolución Mexicana, Aguilar, México, 1958.
COBO Borda, Juan Gustavo, “García Márquez y Álvaro Mutis: la política y el olvido”, en La Gaceta, FCE, Núm. 377, México, mayo, 2002.
DANTO, Arthur C., Historia y narración. Ensayos de filosofía analítica de la historia, introd. de Fina Birulés, Paidós, Barcelona, 1989.
GONZÁLEZ y González, Luis, El oficio de historiar, El Colegio Nacional/Clío, México, 1995.
----- Pueblo en vilo, FCE, México, 1984.
HOMERO, La Iliada, Gredos, Madrid, 2000.
PERUS, Françoise, Historia y Literatura, Instituto Mora, México, 1994.
RICOEUR, Paul, Relato: historia y ficción, México, Dosfilos, 1994.
VARGAS Llosa, Mario, La verdad de las mentiras, Seix Barral, Barcelona, 1990
----- El pez en el agua, Seix Barral, Memorias, México, 1993.
Varios autores, La sombra de Serrano, Proceso, México. 1981.

 

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