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Luis
González y González (1925-2003)
La historia como novela verdadera
Francisco
de la Guerra
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Uno de los grandes méritos del historiador
mexicano Luis González y González, recién fallecido el
pasado 13 de diciembre, fue prestar oídos y voz a las
voces de la tradición oral, como fuentes de una historia
cotidiana y popular tradicionalmente ignorada por las
grandes corrientes de la historiografía, sobre todo por
las estructuralistas, que en busca de las grandes leyes
del acontecer humano descuidaron éste a cambio de modelos
y esquemas más o menos rígidos. Coherentes con su ejemplo,
recordamos una anécdota según la cual el historiador contaba
que no leía novelas porque en su casa no les gustaban
las mentiras, episodio curioso, pues González y González
estuvo casado con la escritora Armida de la Vara, “fiel
colaboradora en la procreación de seis criaturas y veinticuatro
libros”, y fue amigo del escritor jalisciense Juan
Rulfo.1 Si la anécdota evocada
aquí es equivocada en sus detalles (por los problemas
consabidos de la memoria, de la fidelidad histórica y
de las fuentes), lo cierto es que en ella se expresa el
problema central y actual de la relación entre literatura
e historia –entre la novela histórica y la historia,
en particular–, la primera entendida por González
y González como falsificación y la otra como testimonio
verídico de la realidad, pero cuyos caminos narrativos,
ya lo ha dicho Arthur C. Danto,2
se cruzan en tiempos antiguos.
En coincidencia con las ideas sobre
historia y narración de Danto (1989), Luis González y
González analiza en “El regreso de la crónica”,
ponencia de sugerente nombre, la relación entre mentira
y verdad, e identifica seis especies de historia: la crónica
mayor o historia narrativa, la “vetusta historia
edificante”, la historia ciencia, la historiometría,
la historiología y la historia novelada,3
de entre las cuales, opta por la primera.
González y González se muestra sumamente crítico
con los resultados de la práctica histórica y, por ejemplo, de aquella que
ha clasificado como “edificante”, señala que suele ser “nauseabunda” aunque
en ocasiones la guíe un propósito noble –reforzar los valores nacionales,
por ejemplo–, pues juzga y enseña el pasado en beneficio del presente y del
futuro, que por lo general responden a una concepción oficial e interesada
de la historia postulada por un grupo, religión, país o gobierno.
Del caso de la historia ciencia, González y González
señala que por su incapacidad para acceder a las pruebas
documentales, ésta se ha ido convirtiendo en ‘literatura’,
en ficción, en especulaciones, a partir de teorías que
explican los hechos antes de investigarlos:
La literatura fantástica
a la que algunos reducen las filosofías de la historia
está a punto de ser suplida por la novela histórica.
Algunos historiadores educados para ser científicos
o cuantitivistas se han vuelto amantes de la ficción
en la historia. Se ha dado en suponer que las acciones
corruptas y secretas y de la vida privada, que rara
vez se prueban documentalmente, sólo se pueden decir
con subterfugios novelescos, únicamente cabe historiarlas
poniéndoles nombres ficticios a los actores, haciéndoles
dialogar e imaginando ideas, actitudes y conductas
de las que no se tienen pruebas escritas, testimonios
firmes, fotos y audios, que sí altas probabilidades
de corresponder al pensamiento y a la acción de los
protagonistas de carne y hueso. La historia novelada
y la novela histórica se hacen y consumen en forma
creciente... (González y González, 1995). |
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Luis González y González |
Ante esa tendencia que se aleja de
la verdad histórica y se aproxima a la literatura, entendida
ésta, por el momento, como invención, fantasía o imaginación,
González y González postula, paradójicamente, lo que llama
crónica mayor o historia narrativa, una
práctica que, aceptando el influjo del estilo literario
en la escritura histórica –es decir, de la narrativa
de ficción– debe llevar –dice siguiendo a
su maestro Daniel Cosío Villegas– a la elaboración
de “novelas verdaderas”, además de convertir
a los historiadores en “hacedores de novelas verídicas”.4
Para Cosío Villegas –señala González y González–
“un libro de historia debía ser una no-vela con protagonistas y hechos ciertos,
una novela verdadera” (González y González, 1995).
Desde luego, esta aspiración contradice en parte
la idea de que la novela miente, o que miente deliberadamente, aunque se refiera
sólo a la influencia que el estilo narrativo de la novela debe tener en la
escritura de la historia. A menos que esta idea pretenda la extinción del
novelista, por ejemplo, o que éste deje de inventar situaciones para dedicarse
a investigar y escribir por obligación sobre hechos verdaderos. Quizás el
dilema para los historiadores radique en cómo adquirir ese estilo sin leer
novelas, y si las leen, en cómo evitar caer bajo el influjo de “los cuenteros”,
como ha ocurrido con muchos novelistas cuya formación es la de historiadores.
La relación entre literatura e historia
es antigua, como lo muestran una serie de textos, sobre
todo aquellos producidos en épocas lejanas, que oscilan
entre una u otra disciplina –dependiendo de lo que
sus lectores busquen en ellos–, con independencia
del papel que tales escritos debían cumplir en el tiempo
de su elaboración; sin embargo, su problematización, a
partir de sus diferencias, es relativamente moderna. En
el caso de la antigüedad, las fronteras entre una y otra
práctica narrativa se confunden. Si un historiador, por
ejemplo, indaga sobre la guerra de Troya, no tendrá documentos
más antiguos para sustentar sus teorías que La Iliada,
de Homero, texto clasificado en la actualidad como un
poema épico. Para un historiador riguroso, se tratará
de un documento bastante defectuoso por ese carácter literario;
sin embargo, tendrá que reconocer, no obstante, mitos
y leyendas, que es el texto más informativo sobre esa
guerra. Algo similar ocurre con el tema de la conquista
de América: las fuentes principales, las crónicas de los
conquistadores, frailes e indígenas, a pesar de su tono
literario y épico, tienen también un propósito testimonial,
es decir, poseen un “núcleo histórico”5.
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Por esa razón, es curiosa la manera
en que González y González plantea el retorno de la crónica,
crónica mayor o historia narrativa, como la llama, al
oficio de historiar, ya despojada de su carácter mítico
y ficcional, pero no de su identidad narrativa.
Historia en vilo
Esta crónica o “novela verdadera”,
señala González y González, se ocupa de la “historia
menuda, la petite histoire tan amada por los franceses”.
Si la literatura se encarga de un ámbito –el de
la vida privada o familiar, que no ha sido atendida por
la historia– González y González opina que la crónica
es el género que puede ocupar actualmente ese espacio
con tanta eficacia como la ficción literaria, pero con
una gran diferencia respecto a la narración literaria:
la veracidad. Así, para González, el oficio del historiador
está comprometido con la verdad y ésta es el núcleo del
sentido de los textos históricos.
González y González postula –con la bandera de la
veracidad– para la historia, no sólo incursionar en la temática tradicional
de la literatura sino incluso ser, narrativamente, tan eficaz como ella, lo
que de manera implícita plantea la extinción de la literatura, meta que, objetivamente,
es decir, dentro de una visión realista, suena tan utópica como la extinción
del Estado, porque tal planteamiento, a nuestro parecer, surge de una concepción
prejuiciosa ante la literatura: concebir a la narrativa de ficción, y sobre
todo a la de temática histórica, como una expresión de la mentira, con toda
la connotación moralmente negativa que el término contiene. Pero esta visión
se debe, como ya lo señaló el historiador, a que cada vez se leen más novelas
históricas y menos obras de historia. Sin embargo, se debe reconocer que si
bien es cierto que la literatura no ha firmado un compromiso con la veracidad,
su cruce con la historia ocurre en otro ámbito y plantea otros problemas morales
que son distintos de los fines que persigue la historia como tal. Nuestra
posición es que las diferencias entre historia y literatura se han intensificado
a partir de la aparición de la historia como una ciencia moderna –por eso
González y González califica a su disciplina como oficio y trata de aproximarla
al estilo literario.
Sin embargo, González y González –y ésta es su
gran aportación– sostiene que la crónica puede lograr
la misma eficacia literaria pero comprometida con la veracidad:
“Por supuesto, el género de la crónica está comprometido
con la verdad.
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Visita de Lázaro Cárdenas
a San Jóse de Gracia en 1940. Luis González, Pueblo en vilo,
FCE, México, 1984. |
El cronista debe referir sólo acaeceres
reales y ceder los posibles a los cuenteros. El que la
historia vivida sea inalcanzable en su totalidad, no exime
a los narradores verídicos de la obligación de sólo hacer
proposiciones ciertas y de no ocultar ningún sucedido
importante” (González y González, 1995). Aun así,
acepta el historiador, la crónica cede el espacio de lo
incierto a “los cuenteros”, con lo cual casi
volvemos al mismo callejón inicial: ¿cómo acceder a esos
espacios secretos, inalcanzables para la historia, y qué
validez tiene imaginarlos si sabemos que no podemos documentarlos?
La información periodística, dice González, es un recurso,
pero a condición de ser sometida a un examen crítico riguroso.
“El compromiso con la verdad exige grandes esfuerzos
de recolección, de crítica y de hermenéutica de testimonios.”
La objetividad en el desfiladero
Y aquí nos encontramos con otro problema: el de la objetividad
periodística. ¿Cómo sabemos que lo que se dice constituye la verdad y no una
falsificación de la realidad –lo cual, por cierto, es peor que callar–, que
dará por resultado la conformación de una imagen irreal del mundo? Una verdad
dudosa, aun sometida a exámenes rigurosos, puede pasar por verdad indiscutible
a la historia, o puede ocurrir el caso contrario, el ocultamiento de un hecho,
que es descubierto por la literatura.
Por ejemplo, para plantear un caso
literario, la matanza de obreros de una bananera de la
Fruit Co. en la costa atlántica de Colombia en
1928, que se refiere en Cien años de soledad, de
Gabriel García Márquez (1967), es un crimen más conocido
por la ficción que por las crónicas periodísticas o la
historia colombianas. Lo mismo ocurre respecto a la matanza
de Huitzilac en 1927, durante la campaña en que Álvaro
Obregón buscó la reelección a la presidencia de México,
episodio ocultado en su momento por la prensa e ignorado
por las historias nacionales, pero que fue ficcionalizado
primero por Martín Luis Guzmán en su novela La sombra
del caudillo (1929) y mucho más tarde por Jorge Ibargüengoitia
en Los relámpagos de agosto (1964).6
Desde luego, aceptamos, estos hechos son elaborados como
verdades literarias no históricas, pero su repercusión,
su recepción, en las respectivas realidades sociales fue,
a fin de cuentas, como la revelación de verdades que conmocionan
y hacen dudar de la eficacia histórica. En los casos anteriores
vemos que la ficción literaria cumple la función de sacar
a la luz los hechos ocultados u olvidados (en el mejor
de los casos) en las crónicas y la historia.
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Campesino de San José de Gracia,
Michoacán.
Luis González, Pueblo en vilo, FCE, México, 1984 |
Pero González y González aclara que
“sólo por la manera de expresar la crónica puede
confundirse con la literatura. Algunos, por la proclividad
a lo anecdótico de los cronistas, sitúan la crónica en
el género periodístico, encuentran una enorme similitud
entre la historia narrativa y el reportaje. Como quiera,
el color amarillo de éste se distingue del color azul
de la crónica” (González y González, 1995). Suponemos
que esa metáfora de color azul se refiere a lo frío y
objetivo a la hora de contar las pequeñas historias, a
diferencia de ese escandaloso tono amarillo. Finalmente,
en coincidencia con Danto, González y González postula
que, por sus características, la crónica pertenece strictu
sensu al género histórico. Quizá ni siquiera cabe
distinguir entre la pura narración y la interpretación
de los hechos –virtud que, diremos aquí de paso,
corresponde a la estructura narrativa. Aunque con menos
ínfulas que los historiadores que se dicen científicos,
los autores de crónicas, aun sin quererlo, organizan e
interpretan sus narraciones. Sin embargo, el modo de interpretar
de los narradores consiste en ligar los hechos con otros
sucedidos anteriores y con la intención de quienes los
perpetraron (González y González, 1995).
La historia de las estirpes condenadas
No podemos cerrar este breve artículo
sin comentar el ejemplo de los cien años de historia que
encierra Pueblo en vilo, cuya primera edición es
de 1968 –apenas un año después de Cien años de
soledad de García Márquez–, como ejemplo de
esa historia menuda que puede construirse con objetividad,
cruzando las técnicas de la investigación histórica con
las técnicas narrativas de la novela. En esa labor, González
y González ha logrado inscribir el nombre de su San José
de Gracia, Michoacán, al lado de otros poblados latinoamericanos,
algunos imaginarios como Macondo, Comala y Santa María,
nacidos de los esfuerzos de los patriarcas juveniles que
han construido silenciosamente nuestras naciones.
Notas
1 Luis González y González,
“Autosemblanza” y “Un típico
niño ranchero”, en Laberinto, suplemento
cultural de Milenio, Núm. 28, año 1, 27/XII/2003.
2 Arthur C. Danto.
Historia y narración. Ensayos de filosofía analítica
de la historia, introd. de Fina Birulés, Paidós,
Barcelona, 1989.
3 Luis González
y González, El oficio de historiar, El Colegio
Nacional/Clío, México, 1995. pp. 299-311.
4 González y González,
“Plan de operaciones”, en ibid. pp.
13-43.
5 Tomo el concepto
del prólogo de Emilio Crespo Güemes a La Iliada,
Gredos, Madrid, 2000.
6 Juan Gustavo Cobo
Borda, ‘García Márquez y Álvaro Mutis: la
política y el olvido’, en La Gaceta, Fondo
de Cultura Económica, Núm. 377, México, mayo, 2002.
En torno a Huitzilac, Cfr. La novela de la Revolución
Mexicana, México, Aguilar, 1958, y La sombra de
Serrano, Proceso, México. 1981.
Mario Vargas Llosa plantea un caso interesante de
falsificación cuando confiesa que en su papel de
periodista contribuyo a ‘fabricarle’
una imagen de intelectual al economista Hernando
de Soto, porque antes de decepcionarse de él creyó
que sería un buen presidente para el Perú, por sus
ideas ‘liberales’, es decir, de libre
mercado. Cfr. El pez en el agua, Seix Barral, Memorias,
México, 1993 (pp. 174-178). |
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Bibliografía
CASTRO Leal, Antonio, La novela
de la Revolución Mexicana, Aguilar, México, 1958.
COBO Borda, Juan Gustavo, “García Márquez y
Álvaro Mutis: la política y el olvido”, en La
Gaceta, FCE, Núm. 377, México, mayo, 2002.
DANTO, Arthur C., Historia y narración. Ensayos
de filosofía analítica de la historia, introd. de
Fina Birulés, Paidós, Barcelona, 1989.
GONZÁLEZ y González, Luis, El oficio de
historiar, El Colegio Nacional/Clío, México,
1995.
----- Pueblo en vilo, FCE, México, 1984.
HOMERO, La Iliada, Gredos, Madrid, 2000.
PERUS, Françoise, Historia y Literatura,
Instituto Mora, México, 1994.
RICOEUR, Paul, Relato: historia y ficción,
México, Dosfilos, 1994.
VARGAS Llosa, Mario, La verdad de las mentiras,
Seix Barral, Barcelona, 1990
----- El pez en el agua, Seix Barral, Memorias,
México, 1993.
Varios autores, La sombra de Serrano, Proceso,
México. 1981. |
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