Volumen 6 - Nº33 - 1996

Revista de Divulgación Científica y Tecnológica de la
Asociación Ciencia Hoy

ARTICULO

Ciencia, Raza y Racismo en el Siglo XVIII


EDUARDO BITLLOCH

Derde Wereld Centrum, Katholieke Universiteit Nijmegen, Holanda

 

Los afanes clasificatorios de los naturalistas del siglo XVIII condujeron
a los conceptos de especie y de raza, cuya aplicación al género humano
tiene considerables consecuencias.

Si bien no existen fundamentos científicos que permitan sostener la superioridad o inferioridad física o intelectual de una raza humana con respecto a otra, diversos acontecimientos registrados en la actualidad demuestran que tal doctrina o actitud política -porque a esto se limita el racismo- estaba adormecida, pero no olvidada ni, mucho menos, superada. Sus defensores recurrieron en el pasado y recurren en el presente a la ciencia, con el fin de confirmar "cientificamente" la existencia de razas superiores e inferiores.

La paternidad histórica de las ideas racistas se atribuye al conde Joseph Arthur de Gobineau, que vivió entre 1816 y 1882, pero las fuentes "científicas" del racismo datan del siglo XVIII, cuando las grandes transformaciones culturales desembocaron en una nueva ciencia, la antropologia, producto del interés por estudiar al hombre en el marco de la historia natural.

En ese siglo tuvieron lugar los primeros intentos de clasificar al ser humano según sus diferencias físicas, siguiendo el principio linneano de especie. La utilización de un nuevo concepto, el de raza, considerada como una subdivisión de la especie humana basada en criterios biológicos, condujo a la paulatina diferenciación histórica de dos tendencias antropológicas: los partidarios de la irreductibilidad esencial de las razas humanas postularon el poligenismo, es decir, el origen múltiple y radicalmente distinto de los diversos grupos étnicos, como piedra angular de su sistema; los partidarios de la unidad de la especie humana, defensores, pues, del monogenismo, explicaban las diferencias anatómicas y fisiológicas de los hombres por la acción del medio, y las creían accidentales y modificables con el tiempo.

Tales posturas opuestas, cuyo origen e implicaciones prácticas eran entonces poco nítidas, fueron el centro de la discusión antropológica en el siglo XVIII. Pero los grandes debates entre monogenistas y poligenistas iban a tener lugar en el XIX, con figuras como el poligenista George Robins Gliddon (1809-1857), Josiah Clark Nott (1804-1873) y Théophile Simar (1883-1930), cuyo magnífico libro (1922) es imprescindible para estudiar en profundidad estos temas.

Sin embargo, el siglo de las luces no inventó la antropologia: en parte ya fue enunciada en el Renacimiento, con las innovaciones cientificas de Copérnico y Galileo, y con los descubrimientos geográficos de los siglos XV y XVI, que resultaron, al mismo tiempo, en un redescubrimiento de la humanidad. ¿Qué actitud adoptar ante los nuevos pueblos?, ¿cómo relacionarse con ellos?, ¿cómo interpretar sus costumbres y sus creencias? fueron preguntas corrientes en esos siglos, que dieron lugar a las bases del pensamiento antropológico.

En 1684, en un articulo anónimo, aparecido en el Journal des savants, una de las más prestigiosas revistas europeas de esa época, y atribuido posteriormente al médico y viajero francés Francois Bernier (1620-1688), el autor argumentó que era posible dividir la Tierra teniendo en cuenta las características físicas de los hombres que la habitaban, además de por regiones, como lo hacían los geógrafos. Bernier fue asi el primero en utilizar el concepto de raza en el sentido antropológico. Distinguió cuatro razas o especies de hombres, que diferenció por sus caracteristicas físicas y su medio geográfico: la primera comprendía los europeos, los africanos del norte, los persas, los árabes y los habitantes de la India y la Insulindia; la segunda, los demás africanos; la tercera, los asiáticos amarillos, y la cuarta, los lapones. En cuanto a los americanos, pese a notar Bernier en ellos un color oliváceo y un rostro diferente del de los europeos, no los clasificó como una raza aparte, sino que los incluyó en la primera. Como es evidente, tal división racial era por completo superficial; pero su importancia radica en la actitud positivista que subyace en ella: para Bernier la humanidad proporcionaba un conjunto de hechos a ser analizados.

A fines de ese mismo siglo XVII, el médico inglés Edward Tyson (1650-1708), en una monografía que es modelo de investigación positiva, es decir, fundada en la observación, sentó las bases de la anatomía comparada, vía de acceso a la antropología física. Con el estudio sistemático y comparativo de un mono superior, Tyson puso en cuestión los caracteres distintivos

del ser humano y, por ende, su especificidad, ya que el hombre comenzaba a redescubrirse y redefinirse científicamente con relación a las especies animales que le estaban más próximas. Tyson quería determinar por qué el mono es mono y el hombre, hombre. Llegó a la conclusión de que un chimpancé era un animal, pero tan próximo al hombre que debía considerárselo un animal mítico, ubicado entre los simios y el ser humano. Si bien no obtuvo respuesta a su interrogante sobre el hombre, su trabajo abrió un nuevo capítulo de la historia natural, de la cual la antropología era entonces considerada una parte.

A Bernier y Tyson los siguieron, en materia de pensamiento antropológico, dos ilustres científicos del siglo XVIII, el sueco Carl von Linné o Linneo (1707-1778) y el francés Georges-Louis Leclerc de Buffon (1707-1788). Linneo, clasificador por excelencia y amante de la armonía y el método, retomó y al mismo tiempo renovó, en lo que al hombre respecta, la tradición de Aristóteles (en la Historia de los animales) y de Galeno, que ubicaba al hombre en el inventario general de todos los seres vivientes. En la primera edición de su Systema naturae, Linneo clasificó al hombre y a los monos en el grupo de los antropomorfos, un subconjunto de los cuadrúpedos, porque por entonces no reconocia signos orgánicos que le permitieran ubicar al ser humano en lugar privilegiado de la escala de los vivientes. Años más tarde, en el prefacio de Fauna Suecica, manifestó que había clasificado al hombre como cuadrúpedo porque no era planta ni piedra, sino un animal, tanto por su género de vida como por su locomoción, y porque, además, no había podido encontrar un solo carácter distintivo por el cual el hombre se pudiera diferenciar del mono. Señaló, también, que no era gusano porque tenía cabeza, no era insecto porque carecía de antena, no era pez porque no tenía aletas, y tampoco era pájaro porque no tenía alas.

Linneo nunca reconoció en el lenguaje un factor diferenciador del ser humano, pero entendió que con la razón, la nobilissima ratio, el hombre superaba a todos los animales; a partir de la décima edición de Systema naturae reemplazó a los cuadrúpedos por los mamíferos y, como primer orden de estos, puso a los primates, entre los cuales colocó al hombre.

Esta concepción, con la razón como factor diferenciador, permite entender el concepto de Homo sapiens, en contraposición al de Homo sylvestris, que englobaba a los antropoides. Linneo reservaba una categoría especial al hombre salvaje, ferus, al que definía como mudo, erizado de pelos, caminando en cuatro manos: mutus, hirsutus, tetrapus. En tal grupo incluía a los chicos salvajes: el hombre oso de Lituania, el hombre lobo de Hesse y el hombre buey de Bamberg, todos los cuales pertenecían a la categoría Homo europaeus, de la cual sólo el azar los había separado. Otra clase especial era el Homo monstruosus, que podía cambiar por influencia del clima (como lo habían hecho los habitantes de los altos Alpes, ágiles y tímidos, y los patagones, grandes y perezosos) o por el arte (como los hombres sin barba, algunos de los cuales vivían en América, o los hotentotes, que solamente poseían un testiculo). Entre los monstruos artificiales incluía Linneo tanto a los que tenían el cráneo deformado -los chinos- como a los que tenían el rostro achatado -los canadienses-. El hombre salvaje y el monstruoso son categorías creadas por la pura imaginación, y no forman parte, obviamente, de los intentos de realizar una clasificación científica.