Sus padres le visualizaban como médico o abogado o comerciante. Pero él se mezcló con los latinos del Harlem y acabó siendo uno de los iconos de la salsa niuyorquina apodado “El Judío Maravilloso”.
Su sola mención se me adviene con una avalancha de gratas memorias. ¡Salsa gorda! ¡Ummmmmmmm!
Y no me refiero a la salsa que da tantos trabajos escurrir por los pescuezos apretados de las botellas de kétchup ni la que mamita vaciaba con abandono en esos guisos y cocimientos tan suyos, tan amorosos, ni ese bermejo y cruel engaño en las heridas de embuste. No.
Me refiero al género musical que marcó mi generación con su mezcla de ritmos, sabor y lirismo, y me refiero a esas memorias de adolescente que se me quedaron en la vida porque son la vida misma.
Ese periodo de mi existencia lo pasé batiendo en cajones de la lechería, candungos de metal y purrones plásticos hasta las “tantas de la noche” en un vano esfuerzo por emular mis héroes musicales de entonces.
Puedo señalar sin esfuerzo ese momento exacto de mi existencia, al amparo del remoto cruce rural de carreteras y junto a los panas de siempre, creyendo que hacíamos música y no el escándalo demencial del que se nos acusaba.
Sin considerar nuestro aparatoso homenaje, el nuevo género toma forma y constancia y establece las constelaciones vivas de un universo musical que nos representa con fidelidad, nos define con precisión.
La salsa trae consigo una inolvidable travesía musical con cada espectáculo, con cada número. Añadido el agasajo tentador de un olimpo de imágenes y figuras memorables como Aníbal, la salsa “bien bailá” convertida en hombre, el verbo hecho carne, y el niño bonito, ídolo de siempre. La salsa nutre toda una realeza del sabor: el rey de la puntualidad, el del timbal, el del bajo, el del trombón, la reina, y un surtido generoso de príncipes, barones, condes y caballeros.
Uno de sus productos más singulares, Lawrence “Larry” Harlow, “El Judío Maravilloso”, leyenda de la Fania (Harlow se acredita la producción de un gran número de éxitos en el catálogo musical del famoso sello, y eso son grandes ligas) es un sujeto que me cuesta abordar sin que al final se transparente mi admiración por su obra y trayectoria musical.
Nominado al Grammy, homenajeado y premiado, autor de la única ópera salsera y un incansable promotor cultural; la lista es larga e impresionante. En mi mente está grabada su estampa de salsero energético, despechugado y greñudo, batiendo con desaforo las blancas y las negras, el brazo en alto midiendo con precisión el tempo desenfrenado de un éxito musical en pleno “swing”.
Esa aprehensión inicial se desdobla e incrementa cuando Israel Ira Kahn se llega hasta la puerta y me recibe con honesta cordialidad, la sosegada disposición de quien no conoce la premura, ajeno, por virtud de sus logros, al imperioso discurrir de la ciudad en cuyo corazón se formó como músico, director de orquesta y productor musical.
El espacio en el medio Manhattan que comparte con su esposa (editora del programa televisivo de noticias de CBS “60 Minutes”), es un lugar de gusto exquisito, habitado por el exotismo de lo lejano, de lo antiguo, el misterio de lo alienígena, los placeres de lo invaluable e inasible, la dignidad atemporal de las verdaderas reliquias, esas que se tocan con los ojos y se miran con el entendimiento.
Las mesas y recovecos están adornados por instrumentos musicales de antigüedad absoluta y explícita belleza. Obras de artistas de desmesurada fama y nombres impronunciables (por mí) cubren las paredes.
Israel se acomoda en un amplio sillón, me mira y sonríe complacido. La imagen perfecta del hombre respetable y exitoso que es, tan acicalado y cómodo, tan rollizo y próspero, tan Israel Ira Kahn. Y tan alejado del Larry que recuerdo.
Aparte de su estatus como leyenda de la salsa, título indisputable e indiscutible después de casi cuarenta años en el negocio, ahora me cuesta colocar el hombre que tengo enfrente sobre la imagen tan sólidamente dibujada en mi arsenal de recuerdos.
Tocado obviamente por el tiempo, la melena felina y retante de sus años mozos (símbolo de nuestra propia rebeldía adolescente) se reduce, recoge y asienta tímida en un peinado más conservador y sus ojos, que ya le han comenzado a fallar, pronto serán sometidos al tratamiento láser.
Tan distante de aquel joven que “quería explorar un tipo de música que permitiera la improvisación, el ‘swing’”, pero no encajaba en el mundo del jazz y el bebop, en ese momento “casi exclusivo de los músicos negros y drogadictos intravenosos”. Pero las “tienditas de discos de papá y mamá en el Harlem hispano” le abrieron las puertas a los ritmos afrocaribeños, éxitos de Cuba y Puerto Rico que el joven Israel escuchaba con fascinación y se empeñaba en imitar en su instrumento.
A fuerza de golpes e insistencia entró “de pianista en una de las orquestas que en ese tiempo hacían su temporada en los Hamptons”. Allí, y en Cuba (donde la revolución interrumpe sus estudios), el joven afina su habilidad musical junto a los mejores intérpretes del mundo musical afroantillano, dando forma a un estilo distintivo e innovador.
Los sencillos números bailables reciben de sus manos nueva instrumentación, “poetas y soneros añaden letras más elaboradas y mayor riqueza interpretativa y nace lo que conocemos cómo ‘salsa dura’, de la bien gordota” (apelativo que el salsero nunca usa en vano).
El artista, que describe como “salsa monga” el tipo de salsa que se produce ahora, tiene poco que decir sobre el futuro de un género que él ayudo a establecer y popularizar (considerando a Víctor Manuelle como el único interprete prometedor) y observa consternado el fenómeno del reguetón, un ritmo que “carece de valor musical. Sus interpretes juran una influencia directa de la salsa. Yo no veo esa influencia por ningún lado”.
Víctima de los mismos males que aquejan la industria musical, su documental sobre la historia de la salsa y el DVD del concierto celebrando sus 35 años en la música (grabado en vivo en el Anfiteatro Tito Puente) “se ha vendido por miles en Suramérica y yo no he visto un centavo de eso. Ese evento es un clásico porque muchos de los músicos que se reunieron esa vez ya no están con nosotros”.
Activo sobre las tarimas salseras alrededor del mundo con su orquesta Latin Legends, Israel muestra la suave disposición de quien anda por la vida no dando lo que le sobra, sino repartiendo generoso de lo que más tiene: ese amor por la salsa y el ritmo, ese entusiasmo bullanguero y conspiratorio, esa energía electrificante, esa improvisación musical contagiosa, atrayente. El judío que conozco, El Maravilloso, siempre ha tenido salsa de la dura para todos, condimento para el espíritu.
Aprehensivo, sí, pero conociendo la naturaleza esquiva de los nombres entre los judíos, ausculto con timidez su nombre ‘yiddish’ antes de empezar nuestra charla.
“Mi padre sufrió un accidente de auto y el médico que le operó y salvó su vida se apedillaba Harlowe, con ‘e’ al final. En homenaje, mi padre adoptó el nombre artístico de Buddy Harlowe”, comenta sobre su progenitor, músico durante los cuarenta en el famoso Tavern on The Green niuyorquino y quien por un tiempo trabajó para el padre de la periodista Barbara Walters. “Yo empecé con el nombre artístico Larry Harlowe, pero a los hispanos se le hacía difícil de pronunciar y le quitamos la ‘e’”.
Es entonces que descubro que quien abrió la puerta y habita este espacio no es Larry Harlow, es Israel Ira Kahn, un próspero judío nacido en Brooklyn en el seno de una familia musical de descendencia rusa y austriaca.
Entonces, pregunto incrédulo: ¿qué le sucedió a este buen chico (cuyos padres presionaban para que fuera médico, abogado, comerciante, todo menos músico) para que se juntara con los latinos de Harlem en tan arriesgadas aventuras musicales?
Y me dice en inglés, el mismo inglés apretado y dificultoso del niuyorquino nativo, “I got salsified”, y seguidamente explota en una carcajada sonora, verdadera, de esas risas estrepitosas y desordenadas que espantan los pichones del tendido eléctrico, escandalizan a las señoras mayores y hacen llorar a los nenes chiquitos.
“I love that word!”, concluye entretenido.
Entonces desaparece Israel Ira Kahn y regresa Larry Harlow, El Maravilloso, despechugado y greñudo, batiendo con desaforo las blancas y las negras, el brazo en alto midiendo con precisión el tempo desenfrenado de un éxito salsero en pleno “swing”.
Y por ese breve instante me invade un alborozo adolescente, el elegante apartamento pierde sustancia, la ciudad y su agite se desvanecen, como por encanto regreso al Cruce, a mi barrio, con un candungo de latón para batir al ritmo con los panas. Y soy feliz.
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