La década del Sesenta se aleja con una advertencia:
dos brotes de cólera en Buenos Aires, uno en 1867 y
el otro en 1868 dejan centenares de víctimas.
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Todavía hay restos humanos –asegura Malonese–, y
muchos se conservan en buen estado a pesar de los
años. Todas las construcciones que hay bajo tierra
son grandes. En esa época había mucho terreno libre
y se utilizaban amplios espacios que, con el pasar
de los años, se cerraban y se les construía encima.”
Pero las distintas epidemias que azotaron la ciudad
obligaron a las autoridades locales del momento a
destinar campos alejados como lugares de entierro
para los miles de muertos.
Así fue como surgió el “cementerio provisorio por
epidemia de cólera”, bajo la actual Plaza España, en
Barracas, que luego fue reemplazado por el “Del Sud”,
donde hoy está el parque Ameghino, en Parque
Patricios. Este último fue habilitado en 1867
durante un brote epidémico, y cerró sus puertas
cuando llegó al límite de sepultura de 18 mil
cadáveres, con la fiebre amarilla de 1871
A
comienzos de 1870, Buenos Aires es todavía la Gran
Aldea. En ella conviven el Gobierno Nacional, el de
la Provincia de Buenos Aires y el municipal. El
censo de 1869 había registrado en la Ciudad de
Buenos Aires 187.000 habitantes. Se inaugura el
tranvía de la Recoleta a la Plaza de la Victoria. Se
fundan la Compañía de Gas y el Banco Nacional, y el
primer bandoneón desembarca en brazos de un marinero
alemán. Por cada librería hay cien billares y 150
pulperías. Un dato es preocupante: sobre 19.000
viviendas urbanas, 2.300 son de madera o barro y
paja. Hay un incipiente sistema de aguas corrientes,
pero el grueso de la población se surte de pozos o
directamente del río, por medio de los aguateros. En
este último caso, las quejas por la suciedad del
agua son constantes. La construcción no acompaña el
ritmo del flujo inmigratorio. Comienza el
hacinamiento de inmigrantes en los barrios del sur.
La higiene urbana deja mucho que desear.
El 4
de abril de 1869, recién fue posible brindar al
público el servicio de agua corriente. Era una
entrega limitada y la calidad del producto dudosa.
Sólo unas 1.200 viviendas se beneficiaban con el
agua que tomaba del río la empresa que administraba
el ferrocarril del oeste. El servicio comenzaba a
las 7 de la mañana y se extendía hasta las 2 de la
tarde. Esto se debió a que aún no funcionaba la
torre tanque de 43 metros de alto de la Plaza Lorea.
Pero la inauguración oficial tuvo lugar poco
después, el 25 de mayo de 1869. Fue el primer
depósito elevado de agua, estuvo emplazado en la
parte oriental de la Plaza Congreso y funcionó entre
los años 1869 a 1887. El resto de la población no
"disfrutaba" del agua corriente, obtenía el agua de
los pozos, aljibes o comprándola, sucia, a los
aguateros. Las condiciones higiénicas y sanitarias
de Buenos Aires eran muy deficientes: no había
cloacas, electricidad, limpieza y, prácticamente,
agua corriente ya que eran pocos lo que podían
usarla.
Los residuos se arrojaban en la calle o se
amontonaban en múltiples basurales como el que
estaba ubicado al oeste del Cementerio del Sur.
En algunas casas había "pozos negros", a modo de
modernos baños. Múltiples zanjones, nauseabundos,
ayudaban a desembarazarse de las excretas y de la
basura, pero cuando el río crecía subía el agua,
devolvía todos esos elementos y se inundaba parte de
la ciudad. Los retretes eran pozos y su profundidad
alcanzaba en la mayoría de los casos las capas de
agua subterránea que luego, a su vez, era consumida
por la población.
Las calles eran de tierra, casi siempre fangosas, ya
sea por las lluvias, ya sea por las aguas servidas
que arrojaban los habitantes displicentemente y que
recorriendo las principales arterias, siguiendo la
pendiente, quedaban estancadas en algún punto y
facilitaban la procreación de insectos,
especialmente los mosquitos.
Lo que más llamaba la atención de los extranjeros
que se atrevían a visitarnos, era el mal olor que
invadía el aire y que la población no parecía
percibir.
Este hedor provenía de tres fuentes:
De la industria de los saladeros, situados casi en
el centro de la ciudad y cuyos desperdicios, carne
putrefacta, eran arrojados al riachuelo de Barracas,
corrompiendo el agua que luego era recogida por los
aguateros y vendida a la población, en especial
cuando las lluvias escaseaban. Era frecuente, que el
agua que se compraba contuviera hojas y restos de
basura.
Un segundo factor era la basura que permanecía
muchas horas sin ser recogida, y que era usada para
rellenar zanjas, tapar pantanos, nivelar veredas,
porque era más barato.(¿como
el ceamse de nuestros días?)
Y el tercero, el más macabro, era el sistema de
inhumaciones. En el interior del cementerio, el
sepulturero recibía una boleta del conductor del
carro fúnebre. Luego de leerla, tomaba el cuerpo y
lo llevaba hasta el lugar en que lo iba a enterrar;
cavaba allí una fosa tan poco profunda que,
finalizada su labor, aún se observaba la vestimenta
del cadáver. Los muertos se pudrían prácticamente a
la vista del transeúnte y sus miasmas pronto se
mezclaban con la hediondez que despedían los
saladeros. Una memoria de la Comisión de Salubridad
alertó al gobierno de la necesidad de brindar agua
limpia, sino también sacar los focos permanentes de
infección que rodeaban las viviendas.
Una
página que desea reflejar el sentimiento por el querido
Parque Patricios