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Diario de una mochilera

Martes 20.01.2009

Despedida

Publicado: 10.10.2008 | 18:51 en



Latinoamérica


Cuando empecé a planear mi viaje por Latinoamérica no tuve un cuenta un factor fundamental. Mi idea era estar unas dos semanas por país y llegar a México, como mucho, en cinco o seis meses. Visto desde mi rutina en Buenos Aires, medio año me parecía muchísimo; nunca había viajado por tanto tiempo (mucho menos sola) y no sabía hasta dónde iba a aguantar. Además, cada vez que decía que me iba a ir a recorrer América latina me contaban historias de secuestros, muertes, robos, violencia y me advertían acerca de la insalubridad de la comida, de la inseguridad del transporte, de los peligros de las grandes ciudades... Pero mis ganas de irme y de ver la realidad con mis propios ojos fueron más fuertes que cualquier historia con la que intentaran convencerme de que me quedara en la "seguridad" de mi casa. Mi itinerario de viaje nunca existió como tal: salí el 28 de enero con un pasaje de ida a La Quiaca y el objetivo de llegar a México por tierra. Sabía qué países quería visitar en el recorrido y cuáles iba a dejar para futuros viajes, pero si me preguntaban a qué ciudades iba a ir o cuánto tiempo pensaba quedarme en cada lugar, no tenía una respuesta concreta. Lo que sí sé ahora, ocho meses después de haber salido de Buenos Aires, es que si hubiese seguido mi plan de "dos semanas por país" ya hubiese llegado a México hace rato. Pero como dije, antes de salir no tuve en cuenta el factor que más influyó en mi recorrido: la gente.


Este viaje me demostró que un país no es solamente un conjunto de paisajes, no es una página de historia en un libro, no es un pedazo de tierra. Un país es arte, es comida, es tradiciones, es cultura, es creación; un país es su gente. Recorriendo el continente conocí a muchísimas personas de todas las nacionalidades: muchos viajaban como yo, otros estaban cumpliendo su sueño de llegar a México en bicicleta o moto, algunos habían decidido cruzar el Atlántico para trabajar como voluntarios y otros tantos habían decidido quedarse y poner su propio negocio. Me crucé con investigadores, músicos, artesanos, pintores, escritores, ingenieros, profesores, cada uno con sus motivos por haberse ido de su país y dedicarse a viajar. Afortunadamente, gracias al idioma pude charlar con los locales, escuchar sus historias, dejarme guiar para conocer sus ciudades, hablar acerca de mi país y de mi familia, intercambiar relatos sobre nuestros estilos de vida, nuestros objetivos y nuestros sueños. Conocí comunidades que viven en armonía perfecta con la naturaleza, alejados del caos de la ciudad, conocí citadinos que necesitan la velocidad de sus ciudades para sentirse con más energía, conocí gente que tiene amor pero no libertad, conocí gente que perdió a sus seres queridos y gente que tiene todo lo que siempre soñó. Cada uno me contó sus historias y me enseñó algo nuevo, y gracias a ellos mi estadía en cada país fue mucho más especial. Me doy cuenta hoy, recordando a todas estas personas, que yo no fui la única que se acercó con curiosidad: los locales nunca se cansaron de preguntarme de dónde era, por dónde había viajado, qué lugar me había gustado más, qué me traía por su tierra, qué pensaba de su país, si había tenido algún problema, a qué me dedicaba, cómo estaba conformada mi familia, cuáles eran mis objetivos...


A lo largo de ocho meses fui formándome una idea de ciudades y países que solamente existían en mi mente como nombres en un mapa. Descubrí que Bolivia tiene paisajes fascinantes y únicos en el mundo; descubrí que Ecuador, a pesar de poseer uno de los territorios más pequeños, tiene una biodiversidad inimaginable; descubrí que en Perú habitaron muchísimas civilizaciones además de los incas, cada una con su estilo de vida y su propio arte; descubrí que Colombia tiene ciudades cosmopolitas y regiones casi inexploradas. Tras pisar Cartagena de Indias me embarqué hacia Panamá. El archipiélago de San Blas me dio la bienvenida a Centroamérica y allí pude conocer a la comunidad de Kuna Yala y aprender que no hace falta hablar el mismo idioma para poder comunicarse. En Panamá me sorprendí con la diversidad étnica de sus habitantes y en Costa Rica me deslumbré con la frondosidad de sus paisajes. Nicaragua me mostró de frente la historia reciente de su país y Honduras me dejó espiar una pequeña parte del enorme legado de los mayas. Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia me transmitieron la calidez y la alegría sudamericana; Panamá, Costa Rica, Nicaragua y Honduras me sorprendieron con su mezcla étnica, y me enseñaron acerca de su historia y sufrimiento.


Y mi viaje, como me imaginé que pasaría, tuvo algunos cambios repentinos. Estando en Honduras me surgió una invitación a Vancouver por parte de una prima de mi mamá que vive allá. Así que me tomé un avión y me fui más al norte de lo que imaginé que iba a llegar. Al pasar de América latina a Canadá pude realmente ver y comprender los países que había visitado hasta el momento. Dicen que uno tiene que salir de su ambiente y verlo de afuera para conocer el lugar en el que vive. Apenas pisé suelo canadiense sentí silencio: era la falta de ruido, de música, de gritos, del caos y la calidez latina a la que me había acostumbrado demasiado bien y que ahora extrañaba. Después de perseguir al verano durante más de siete meses llegué, por fin, al otoño. Pasé dos lindas semanas en Vancouver y me di cuenta de que una etapa importante se estaba cerrando. Los ocho meses me hicieron sentir nostalgia y cansancio; además de no tener el dinero y el tiempo suficiente, me di cuenta de que tampoco tenía energía para recorrer todo Honduras, El Salvador, Guatemala y México (y tal vez Cuba) y volver por tierra a Buenos Aires antes de las fiestas. Así que decidí dejar esa porción del continente para un futuro viaje y volver nuevamente a Sudamérica para hacer algunas paradas antes de regresar a mi casa.


No llegué a México pero gané mucho más de lo que había salido a buscar. Conocí nueve países, cada uno con su personalidad y sus atractivos; probé todas las comidas, me nutrí del arte y la música de cada país, aprendí mucho más acerca de la historia del continente, caminé por ciudades y mercados, me paré en la calle a hablar con la gente y, sobre todo, aprendí a viajar sin miedo y sin prejuicios. Pude ver la realidad de cada país con mis propios ojos, sin intermediarios, y contar mi experiencia totalmente subjetiva a través de imágenes y palabras. Logré separar el concepto "latinoamericano" de ciertas ideas que parecen estar arraigadas en el inconsciente colectivo y pude desprenderme de las nociones previas que tenía acerca de cada nacionalidad. Absorbí la cultura de cada país y logré formar mi propia idea de lo que significa ser un viajero.


Así como no me gusta etiquetar a las personas por nacionalidad, tampoco estoy de acuerdo con el estereotipo que existe del mochilero. A veces se piensa que alguien que viaja solamente con una mochila debe hacer todo el camino a dedo, tener la billetera vacía (o ni tener billetera), comer solamente en la calle, dormir donde se pueda y bañarse cuando la situación lo amerite. Creo que más que el equipaje (o la falta de) lo que cuenta es la mirada que se tiene sobre los lugares. Sea mochilera, sea viajera, sea turista, lo que me interesa es sumergirme en la cultura de cada país, compartir un modo de vida distinto al mío, escuchar las historias de personas que viven a miles de kilómetros de mi casa y de mi realidad, sentir una gran cercanía hacia seres humanos con otros idiomas o tradiciones. Viajar, para mí, implica comer la misma comida que los locales, utilizar su medio de transporte, compartir su música y sus festejos, intentar sentir de la misma forma que ellos. Viajar es aprender a ver más allá de la escenografía montada para el turista, es vivir como un local pero observar como un extraño, sin perder el asombro hacia las cosas nuevas y distintas. Y en el fondo la mochila es lo de menos: bien podría estar arrastrando una valija, un bolso, un container o solamente una cartera, y mi equipaje jamás me haría cambiar mis vivencias ni mi forma de ver el mundo.


Gracias por acompañarme durante estos 250 días y miles de kilómetros de viaje por el continente.


Copán, el París de los mayas

Publicado: 06.10.2008 | 17:57 en

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Finalmente, después de ocho meses de recorrer el continente, entré a territorio maya. Ubicada en el noroeste de Honduras, casi en el límite con Guatemala, Copán no fue solamente una ciudad de gran importancia ceremonial y política, sino también uno de los principales centros artísticos y científicos de la antigua civilización mesoamericana. Para los viajeros que anden por Centroamérica, Copán es una de las paradas fundamentales dentro de la extensa Ruta Maya que abarca grandes áreas de Honduras, Guatemala, El Salvador, Belice y el sur y sudeste de México.


Creo que para disfrutar verdaderamente de este circuito (y no verlo, como dicen algunos, como "otra colección de piedras") hay que conocer mínimamente la historia de los mayas. A diferencia de los incas en Sudamérica, los mayas nunca desaparecieron: sus descendientes siguen habitando partes de esta extensa región, mantienen algunas de sus tradiciones (aunque en muchos casos se han mezclado con las costumbres españolas) y hablan uno de los 44 dialectos maya, además de español. Pero hay que hacer una diferenciación: las ruinas que conforman la Ruta Maya son el legado de la antigua civilización precolombina que floreció y decayó hace miles de años. Es difícil resumir más de 2000 años de historia ya que los mayas atravesaron distintos estadíos según la región de Mesoamérica en la que se encontraran, pero a grandes rasgos se puede afirmar que la civilización maya pasó por tres períodos claramente diferenciados.


Entre el 2000 a.C. y el 300 d.C., época conocida como preclásica, los mayas formaron pequeñas comunidades sedentarias dedicadas al cultivo y la caza. Desde temprano ofrecieron culto a los dioses de la naturaleza, construyeron sus famosas pirámides escalonadas y se dedicaron al estudio y desarrollo de la astronomía.


El período clásico (250 ? 900 d.C) marcó el apogeo de esta civilización: los mayas llegaron a conformar una de las sociedades más densamente pobladas y culturalmente dinámicas del mundo. Demostraron conocimientos muy avanzados en matemática y astronomía y desarrollaron un sistema de escritura por jeroglíficos, uno de los más sofisticados del hemisferio occidental. Durante esta época hubo también un gran desarrollo intelectual, artístico y arquitectónico; muchos consideran al arte maya de este período como la más bella y sofisticada del continente.


Con el aumento de la población comenzaron a realizarse construcciones a gran escala y así surgieron importantes ciudades-estado como Tikal (en lo que hoy es Guatemala), Palenque (en México) y Copán (en Honduras). Cada ciudad era independiente y manejada por su propio gobernante; cada sociedad contaba con su propia zona de cultivo, su centro ceremonial, su campo de pelota y su sector de viviendas. Los restos más notables de esta época son las pirámides escalonadas construidas en los centros religiosos, los palacios de los gobernantes y las estelas (esculturas hechas en honor a sus reyes).


Entre el 790 y 889 d.C., parte de los asentamientos maya empezaron a colapsar: la construcción de templos, palacios y monumentos cesó; los mayas abandonaron varias ciudades y la población disminuyó drásticamente (se estima que pasó de tres millones a 450.000 en menos de un siglo), especialmente en las tierras bajas del centro y del sur de la región. Aunque las causas siguen siendo un misterio, entre las explicaciones posibles se habla de desastres naturales, enfermedades, agotamiento de las tierras de cultivo, revueltas campesinas, guerras internas e invasiones externas.


Pero mientras tanto las ciudades del norte de la región seguían con su desarrollo normal. Del siglo X al XVI, durante el período postclásico, las ciudades maya del Yucatán (hoy territorio mexicano) como Chichén Itza, Uxmal, Edzná y Cobá siguieron creciendo. Durante un tiempo una de las dinastías gobernó toda la península, hasta que en 1450 una revuelta puso fin a ese dominio y el área pasó a ser una agrupación de ciudades-estado enfrentadas entre sí. Para 1697 los españoles ya habían adquirido el control total de la región. La civilización maya sigue viva en sus descendientes, aunque muchos elementos  de la cultura tradicional se fueron mezclando con las costumbres españolas y dieron lugar a nuevas manifestaciones.


Por su ubicación, Copán puede ser tanto la puerta de entrada como de salida de la Ruta Maya. Se accede desde Copán Ruinas, un cálido pueblito de casa bajas, calles de piedra, barcitos y montañas que también vale la pena explorar. Si para muchos Tikal (en Guatemala) fue "la Nueva York de los mayas", otros están de acuerdo en afirmar que, por su importancia artística y cultural, Copán fue el París de esta civilización.


Aunque el complejo de ruinas puede recorrerse en pocas horas, hay muchísimas cosas para ver y descubrir. Tal vez los restos más importantes descubiertos en el área son las estelas: grandes bloques de piedra (entre 3 y 5 metros de altura y dos o tres metros de diámetro) esculpidos para  retratar y honorar a los gobernantes y para relatar, a través de jeroglíficos, hechos históricos de su vida. En Copán se descubrieron más de 4500, aunque muchas de las que se exhiben al público son réplicas.


Otro hallazgo de muchísima importancia e interés histórico es la Escalinata de los jeroglíficos, una escalera de 63 escalones conformada por más de 1500 bloques tallados que narran la historia de uno de los mayores reyes de Copán y de la ciudad en sí. Es el texto precolombino más extenso que se ha encontrado en América, representa algo así como "una enciclopedia maya". Lamentablemente muchos escalones se dañaron o se movieron de su ubicación original, lo que ha dificultado aún más su desciframiento.


Otro sector interesante es el campo de pelota, el área donde los mayas practicaban un deporte de gran importancia social y mitológica. El juego de pelota fue practicado por muchas civilizaciones centroamericanas, por lo que las reglas variaban de un sector a otro. Los mayas consideraban este juego un ritual y al campo de juego como un lugar de transición entre la vida y la muerte: era muy común que el perdedor fuera decapitado frente a los espectadores.


Además de las ruinas en sí recomiendo visitar el museo adyacente (la entrada a ambos lugares cuesta 22 dólares y se puede recorrer todo en un día). Dentro del museo hay muchísimas esculturas originales que muestran aún más rasgos de la cosmovisión de los mayas y demuestran lo talentosos que fueron artísticamente. Hay también una impresionante réplica a escala real del Templo de Rosalila que fue descubierto en 1989 bajo tierra y copiado por artesanos locales para poder ser exhibido al público. Los templos construidos por los mayas eran dedicados a los gobernantes de turno y generalmente cuando el rey cambiaba el último templo era destruido y reemplazado por otro. Rosalila, al parecer, fue considerado tan sagrado por los mayas que fue dejado intacto.


La Ruta Maya es extensa y hay muchísimo para conocer. Si bien por cambios de planes no podré recorrerla en este viaje, creo que aquellos que anden por Guatemala, México, Belice, Honduras y/o El Salvador no deberían perderse la oportunidad de conocer las ruinas y la historia de esta fascinante civilización.


Cruzando Honduras en cuatro días

Publicado: 12.09.2008 | 19:22 en

Después de pasar el fin de semana en Las Peñitas, un pueblito costero al noroeste de Nicaragua, decidimos volver a León (a 20 km) para cruzar a Honduras y, en lo posible, llegar ese mismo día a Tegucigalpa, la capital. A Belu le quedaban pocos días de viaje y queríamos conocer las ruinas mayas de Copán, ubicadas al noroeste de Honduras, muy cerca del límite con Guatemala. Pero para eso íbamos a tener que recorrer más de 600 km, tener por lo menos un día para dedicarle a las ruinas y viajar otros 400 km para volver a Tegucigalpa y lograr que Belu se tomara el avión a tiempo el jueves a la mañana. Era domingo. 


 


 


 


 


 


El problema para ir desde un punto a otro era que no había un transporte que fuera directamente desde León hasta alguna ciudad de Honduras. En Centroamérica, las compañías de colectivos que cruzan de un país a otro van de capital a capital, entonces si queríamos viajar directo a Tegucigalpa íbamos a tener que volver a Managua y salir desde ahí. Como esa opción implicaba perder por lo menos cuatro horas de viaje (dos para ir y dos para volver a donde estábamos) decidimos hacer todo el trayecto por partes. No fue la mejor idea pero no nos quedaba otra.


 


 


 


 


 


A las 11 de la mañana salimos de Las Peñitas y en menos de una hora estábamos de vuelta en León. De ahí viajamos hasta Chinandega (30 km, 1 hora de viaje) y de Chinandega a Guasaule (el pueblo fronterizo a 75 km). Cuando nos estábamos acercando a la frontera nos pasó algo que no me había pasado, de manera tan exagerada, en ninguna otra frontera.


 


 


 


 


 


Cuatro o cinco personas se pusieron a correr al lado de la combi, dos se agarraron del marco de la ventana más cercana a nosotras, metieron la cabeza adentro y, con la combi todavía en marcha, nos ofrecieron desesperadamente su servicio de bicitaxi para llevarnos hasta la oficina de migraciones de Honduras. Ya nos habíamos acostumbrado al acoso de los taxistas, entonces automáticamente les dijimos que no, pero cuando nos bajamos de la combi nos encerraron y quisieron agarrar nuestras cosas casi a la fuerza para subirlas a las bicis. No teníamos ninguna intención de hacer el trayecto en taxi así que les dijimos no gracias por enésima vez y empezamos a caminar, mientras ellos iban al lado nuestro sin darse por vencidos ("el trayecto es muy largo, se van a perder, les hacemos buen precio..."). Lo que nos dio un poco de miedo fue que la frontera estaba totalmente desierta: casi no había gente, los pocos que estaban nos miraban y nos decían que tuviéramos cuidado, no había policía, ni un solo turista y la oficina de migraciones de Nicaragua no se veía por ningún lado. Se notaba que, insistencia aparte, los bicitaxistas estaban intentando hacer su trabajo, así que finalmente aceptamos que nos llevaran al otro lado por 10 córdobas cada una (un dólar entre las dos). Nos subimos una a cada taxi ?que no era más que una bicicleta con un carro atado adelante? y rezamos llegar bien. Cuando estábamos andando nos cruzamos con un chofer de colectivo que nos dijo: "Tengan cuidado, fíjense con quién van que después nosotros no vamos a enterrar los cuerpos". Un alivio escucharlo.


 


 


 


 


 


Sin dudas esta fue la frontera más fea que crucé, más que nada por la desolación y por lo vulnerables que nos sentimos. Durante el viaje en taxi nos pusimos a charlar con los taxistas que querían saber de dónde éramos. Belu me contó más tarde que su taxista le preguntó "si viajaba con Visa, Master, American o cheques del viajero", y cuando ella le respondió que no tenía tarjetas el taxista le dijo: "¡Ah! Entonces viene con efectivo...". Finalmente después de los 15 minutos más largos de mi vida llegamos a migraciones.


 


 


 


 


 


Existe un acuerdo entre Nicaragua, Honduras, Guatemala y El Salvador (el CA-4) por el que no hay fronteras para circular entre estos países, el sello de entrada de cualquiera de los cuatro sirve para estar 90 días en toda la región. Pero como nosotras no habíamos conseguido transporte directo de un país al otro nos veíamos obligadas a pasar sí o sí por el puesto fronterizo; tal vez podríamos haber seguido caminando de largo sin necesidad de hacer ningún trámite (es lo más probable) pero no queríamos tener problemas después, así que fuimos a migraciones. El de control de Nicaragua nos dijo que si no pagábamos US$ 2 no nos dejaría salir del país y la mujer que estaba al lado, atendiendo la ventanilla de Honduras, nos dijo que si no pagábamos US$ 3 no podríamos entrar a Honduras. Les dijimos que ya habíamos pagado los US$ 5 para entrar a Nicaragua y les preguntamos si a pesar del CA-4 igualmente teníamos que pagar a lo que nos respondieron, de muy mal modo, que ese acuerdo "no servía para Argentina". Discutimos un rato pero la verdad que no queríamos quedarnos en esa tierra de nadie mucho rato más, así que no nos quedó otra que pagar los aranceles. Lo que nos dio bronca fue no saber si nos correspondía pagar esa plata o no porque no había nadie cruzando en ese momento. Pero bueno, al menos ya estábamos del otro lado.


 


 


 


 


 


Después de lidiar con los cambistas (que nos prometieron "un muy buen cambio de dólares a lempiras: un dólar, 16 lempiras", cuando estaba casi a 19) caminamos unos 200 metros hacia "la terminal": una combi estacionada al costado del camino de tierra, rodeada de pulperías y algún que otro puesto callejero. Nos enteramos para nuestra alegría que el último transporte directo a Tegucigalpa había salido a las 5 de la tarde. Eran las 5 y media. Por suerte alcanzamos, por pocos minutos, la última combi a Choluteca, la ciudad más cercana a la frontera (47 km) y a 136 km de la capital.


 


 


 


 


 


En Centroamérica el sol se pone mucho más temprano, entre las 6 y las 7 de la tarde, así que cuando llegamos a Choluteca ya era de noche. Tuve una sensación de inseguridad que hasta el momento no había sentido en ningún lado: eran las ocho de la noche y la ciudad estaba oscura y desierta, había escasos postes de luz y nada de vigilancia, las pocas personas que andaban por ahí estaban sentadas a la sombra y nos decían cosas a lo lejos, las camionetas que pasaban al lado nuestro bajaban la velocidad e imitaban nuestro paso. No nos dio la sensación de estar en un lugar tranquilo, sino que el ambiente que se respiraba era de miedo, parecía que la gente estaba escondida en la seguridad de sus casas y no se animaba a salir. Nos quedamos en un hotel muy seguro y limpio (y barato, pagamos unos 4 dólares cada una) y despedimos el día comiendo las famosas baleadas hondureñas: una tortilla de harina de trigo rellena de pure de frijoles refritos, queso crema y mantequilla. Muy ricas.


 


 


 


 


 


El lunes nos fuimos a primera hora a Tegucigalpa. Tres horas después llegamos a lo que, a mi parecer y por todos los lugares que conocí hasta ahora, me pareció la ciudad más insegura en la que estuve, mucho más que Choluteca. En general soy poco alarmista y ya estoy acostumbrada a que me digan que las capitales son peligrosas (me lo dijeron de La Paz, de Lima, de Quito, de Bogotá...), y siempre estoy alerta pero sin llegar a un estado de paranoia. En Tegucigalpa me sentí expuesta y todo lo que deseaba era irme lo antes posible a otro lado.


 


 


 


 


 


Tegucigalpa está separada de Comayagüela por el río Choluteca y ambas ciudades forman, en conjunto, la capital de Honduras. Tegucigalpa está del lado derecho y Comayagüela del izquierdo, ambas a 990 metros de altura y al pie del cerro El Picacho. No existe una gran terminal de transporte, sino que cada empresa tiene su oficina en la calle y los colectivos estacionan en la vereda; estas mini-terminales están ubicadas a pocas cuadras una de otra, todas en Comayagüela. De este lado también hay un mercado enorme que nos recomendaron no cruzar porque era bastante peligroso. Apenas entramos a la capital vimos cómo personas en la calle le tiraban botellas a los colectivos, también notamos que todas las casas tenían alambre de púa y rejas y que cada negocio tenía un guardia armado en la entrada.


 


 


 


 


 


Por suerte conseguimos un transporte directo a Copán Ruinas (Copán son las ruinas en sí y Copán Ruinas es el pueblito ubicado a 1 km). Salimos a la 1 del mediodía, a las 5 llegamos a San Pedro Sula donde tuvimos que hacer cambio de colectivo y a eso de las 9 de la noche estábamos en Copán Ruinas. Habíamos llegado a tiempo y estábamos felices. Al día siguiente, martes, caminamos por el pueblo y recorrimos todo el complejo de ruinas al que los hondureños llaman orgullosos "El París de los mayas". Tanto el pueblo como las ruinas nos encantaron y, para no ser injusta, en el próximo posteo contaré esa experiencia.


 


 


 


 


 


El miércoles volvimos a Tegucigalpa para que Belu tomara el avión a Buenos Aires el jueves a la mañana. Nos enteramos, medio tarde, de que el aeropuerto de Tegucigalpa es uno de los más peligrosos del mundo ya que la pista termina frente a una sierra; todos recomiendan viajar desde el aeropuerto de San Pedro Sula, segunda ciudad en importancia de Honduras. Nuevamente en Tegucigalpa, nos recomendaron que no viajáramos en colectivo dentro de la ciudad ya que los robos a mano armada eran muy frecuentes (una mujer nos contó que a ella la habían asaltado cinco veces), así que nos subimos a un taxi para ir a un hotel que nos habían recomendado por el centro. El taxista también nos dijo que tuviéramos cuidado porque había mucho ladrón, especialmente por la zona del mercado (mientras nos decía eso íbamos por medio del mercado, a paso de hombre y con las ventanas abiertas), y también nos dijo que muchos taxistas se dedicaban a robar a sus pasajeros (una tranquilidad escuchar eso mientras vamos en un taxi). Por lo que vimos mucha gente anda armada, en la puerta de un ciber, por ejemplo, leímos el siguiente cartel: "Por favor no entrar armado, dejar su arma con el guardia". Esa noche fuimos a comer pizza a una cuadra y media del hotel, y a pesar de que estábamos en el sector "turístico" de la ciudad, todos los lugares de comida cerraban a las 8 o antes y las calles quedaban con poca iluminación y sin gente ni vigilancia.


 


 


 


Al día siguiente huímos de la ciudad: Belu rumbo a Argentina y yo a San Pedro Sula, ciudad que según me dijeron es "más insegura que Tegucigalpa".


León y Granada: hermanas y rivales

Publicado: 29.08.2008 | 18:03 en

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"¿Para qué van a ir a León? ¡No hay nada para ver ahí! Solamente la Catedral..." León es una de las antiguas capitales de Nicaragua y la principal sede intelectual, cultural y universitaria del país; "la Catedral" es una de las más grandes de Centroamérica y ha sobrevivido a temblores, erupciones volcánicas y guerras; y la frase fue dicha por la dueña de uno de los hostales de Granada, ciudad con la que Léon ha rivalizado a lo largo de toda su historia.


León y Granada, ubicadas a casi 140 km de distancia, son las dos ciudades coloniales de Nicaragua. Ambas fueron fundadas en 1524 por el conquistador español Francisco Hernández de Córdoba y constituyeron los primeros asentamientos coloniales en Centroamérica. Muchos creen que con visitar una de las dos es suficiente pero la verdad es que a pesar de sus (pocas) similitudes, cada una de las ciudades tiene una personalidad muy marcada que vale la pena descubrir. No por nada fueron, y en muchos aspectos siguen siendo, rivales históricos. Y para entender el por qué de este enfrentamiento hay que conocer algo de la historia del país.


En las guías turísticas, Granada figura como "LA" ciudad que hay que conocer de Nicaragua. A pesar de estar situada más cerca del Pacífico que del Atlántico, Granada fue uno de los puertos más importantes de Centroamérica: el Río San Juan le permitió disponer de una ruta navegable que iba desde el Lago de Nicaragua hasta el mar Caribe y de ahí hacia el resto de los países americanos y Europa. Durante el siglo XVII, la riqueza y prosperidad generada por las actividades comerciales favorecieron el auge económico de la ciudad; y Granada, además, se convirtió en el centro más importante del Partido Conservador de Nicaragua.


En 1610, mientras Granada crecía, León era destruida por un terremoto y por la erupción del volcán Momotombo, uno de los tantos que existen en el país. La ciudad debió ser trasladada a unos 30 km al noroeste, donde ha quedado asentada hasta la actualidad. A pesar de no contar con la riqueza de Granada, los españoles la nombraron capital de la colonia y allí se firmó el acta de independencia, tanto de Nicaragua como de Costa Rica, en 1821. León ganó muchísima importancia cultural e intelectual, pasó a ser el centro eclesiástico de Nicaragua y Costa Rica y la sede del Partido Liberal de Nicaragua.


La fuerte rivalidad política entre uno y otro partido y las diferencias económicas e ideológicas (entre otros factores) llevaron a León y Granada a enfrentarse en una guerra civil a mediados de los '50. Granada fue tomada por William Walker, un filibustero estadounidense contratado por los leoneses, quien, tras detruir gran parte de la ciudad, se proclamó presidente de Nicaragua y luego huyó del país en 1856. Hasta 1852, la capital del país se mantuvo en León, aunque durante algunos años se traslado a Granada y luego de vuelta a León, según el partido político de turno; finalmente para resolver la situación se eligió a Managua, ciudad intermedia, como capital definitiva.


Cuando llegamos a Granada, ciudad de unos 929 km2 y 116.000 habitantes, sentimos un ambiente mucho más de pueblo que de ciudad. Nos bajamos del colectivo en medio de un mercado que ocupaba la vereda de ambos lados, caminamos por la calle, esquivando a los colectivos y motos que pasaban a toda velocidad, y fuimos familiarizándonos con el terreno. El mercado, como todos los que vimos hasta ahora, vendía dvds de música y películas que aún están en cartelera, ropa, zapatos, frutas, verduras y algún que otro aparato electrónico. Unas seis cuadras más adelante nos chocamos con el Parque Central, la zona más cara y "exclusiva" de Granada donde están los hoteles de lujo, los restaurantes internacionales y la imponente Catedral. En medio del parque había puestitos de comida, carritos de helado, juegos de tiro al blanco, espectáculos ocasionales de danza, y, todo alrededor del perímetro del parque, carrozas tiradas por caballos, listas para hacer un city tour. Granada nos pareció una ciudad tranquila y agradable y en una tarde conocimos su arquitectura, sus museos, el malecón y su historia. Yo no conozco España, pero dicen que caminar por ciertas calles de Granada es como transportarse a una ciudad española. Las construcciones son coloridas, hay muchos bares con mesitas en la calle y las iglesias parecen aparecer de la nada.  


Tres días después nos fuimos a León, conocida como la Ciudad de poetas y locos. Con 820 km2 y 174.000 habitantes, León tampoco se siente como una ciudad: todas las viviendas son bajas, hay pulperías en cada esquina y la gente se sienta en mecedoras frente a la puerta de sus casas. Llegamos de casualidad el día de la Gritería Chiquita, una fiesta que se celebra cada 14 de agosto en honor a la Virgen María. Los leoneses salen a partir de las 6 de la tarde por las calles y van de puerta en puerta preguntando "¿Quién causa tanta alegría?", a lo que los dueños de cada casa responden efusivamente "¡La asunción de María!", mientras les dan comida, caramelos o ropa. El ritual se repite una y otra vez hasta las 12 de la noche cuando comienzan, en toda la ciudad, los petardos y fuegos artificiales para recibir el 15 de agosto, día de la Asunción. Esta celebración se realizó por primera vez en 1947 como agradecimiento a la Virgen por cesar la erupción del volcán Cerro Negro, y através de los años pasó de ser una festividad de penitencia a consolidarse como una tradición alegre. El ambiente que sentimos esa tarde fue como estar en la tarde de Nochebuena, cuando todos se empiezan a preparar para los grandes festejos.


León, además de su fuerte religiosidad, tiene un espíritu de rebeldía que no sentimos en Granada. Si Granada es un museo viviente de la época colonial, León es un testimonio de la historia reciente de Nicaragua: los años de la dictadura, de la revolución y de la guerra quedaron perpetuados en sus paredes, en sus murales y en la destrucción de algunas de sus construcciones. En esta ciudad la historia se ve y el sandinismo se siente en el aire: hay por todos lados banderas e iconografía del FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional, partido que lidera el actual presidente Daniel Ortega), pintadas en contra de Somoza (antiguo dictador de Nicaragua) y murales recordando a Sandino.


Basta con hacer un recorrido por León para chocarse de frente con ciertos eventos que marcaron la historia del país. En el Museo de la Revolución hay recortes de diarios de la época (años '70 y '80) y fotos de la guerra que muestran a la ciudad convertida en un campo de batalla, así como  cascos y granadas que pertenecieron a la Guardia Nacional. En la Casa del Obrero hay una placa que recuerda y conmemora a Rigoberto López Pérez, el poeta y periodista leonés que le disparó a Anastacio Somoza García en 1956 con intención de darle fin a la dictadura y fue asesinado en el acto. La enorme Basílica Catedral de la Asunción de León sufrió varios bombardeos y sirvió de defensa a las fuerzas sandinistas durante 1979, y hoy alberga los restos de Rubén Darío, el gran poeta leonés. Al aire libre, casi al lado de la Catedral, el Mausoleo de Héroes y Mártires de León erigido por el FSLN recuerda a Sandino, a López Pérez y a otros que perecieron durante la revolución y la guerra.


Granada y León son dos ciudades distintas y desbordantes de historia. Algunos preferirán una por su arquitectura y por su calidez, otros preferirán la otra por su arte y por su juventud, pero para  adentrarse más en la historia y comprender lo que vivió el país vale la pena conocer las dos. 


Chico Largo y los misterios de Ometepe

Publicado: 18.08.2008 | 12:08 en

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"Todas las vacas que viven en esta isla eran hombres que, por no cumplir un trato con Chico Largo, fueron transformados en animales. ¿Vio cuántas que hay? Dicen que aparecen algunas que hasta tienen dientes de oro...", me cuenta Levi, sonriendo, mientras nos sirve un plato de pescado fresco con arroz, papas y ensalada. Estamos en Santo Domingo, una de las tantas playas de esta isla situada en el Lago de Nicaragua (también denominado lago Cocibolca) y conocida como Isla de Ometepe. Levi, al igual que el resto de los 35 mil ometepinos que habitan la isla, está orgulloso de su tierra y feliz por el interés que demostramos hacia las leyendas que circulan hace varias generaciones.


Sin que lo interrumpamos, prosigue con su relato: "Chico Largo era un hombre que vivió cerca de la laguna de Charco Verde, en San José del Sur, otra zona de la Isla. Dicen que hizo un pacto con el diablo para poder echar a los militares que se habían instalado aquí durante la revolución; una noche apareció disfrazado de toro y así logró espantarlos y recuperó la paz del lugar." Según Levi, la antigua finca de Chico Largo está poseída por el diablo y a veces, de noche, se ve una carreta fantasmal tirada por toros. "Dicen también que Chico Largo convirtió a mucho hombres en vacas y en peces: los obligaba a sumergirse en la Laguna Verde y cuando salían ya no eran humanos sino animales". Y mirándome a los ojos agrega, con una mezcla de picardía y miedo: "No le recomiendo que se bañe en esa laguna, nosotros nunca vamos y menos en Semana Santa: las mujeres que se meten se transforman en sirenas".


Decidí investigar un poco más acerca de este misterioso personaje y las leyendas del lugar. Las historias coincidían en los datos más generales, pero los detalles habían ido cambiando a través de los años. No hay duda de la existencia de Chico Largo, al parecer su nombre real era Francisco Rodríguez y mientras que para algunos fue "un hombre común y corriente", para otros fue un poderoso chamán descendiente de brujos indígenas. Muchos creían que tenía poderes sobrenaturales y por eso acudían a él para pedirle salud, poder y prosperidad; pero si no cumplían con su parte del pacto, Chico Largo los llevaba a El Encanto, una ciudad subterránea erigida debajo de la laguna de Charco Verde, y los convertía para siempre en vacas, toros, cerdos, peces o lagartijas. Muchos creían también que Chico Largo era el mediador entre el diablo y los hombres, y por eso le temían y lo respetaban más que a nadie en la Isla. La leyenda dice que cuando murió fue puesto en un ataúd en medio de la laguna con piedras encima para que pudiera sumergirse y llegar a El Encanto más rápidamente.


Ometepe significa "dos montañas" en lengua nahuatl (indígena) y la isla recibió esta denominación gracias a su mayor atractivo: los dos imponentes volcanes que alberga en su interior. El Maderas, con 1394 metros de altura y un diámetro máximo de 24 km, hizo su última erupción hace más de ocho siglos, por lo que hoy se lo considera extinto. El Concepción, de 1610 metros de altura y un diámetro de 36 km, expulsó lava por última vez en 1957 y produjo un temblor de 6,2 grados en la escala de Richter en el 2005. Ambos tienen su historia y eran considerados sagrados por los antiguos moradores.
Existe evidencia de vida en la isla desde el 1500 a.C. Los primeros habitantes pertenecieron a civilizaciones precolombinas de Sudamérica que se dirigían hacia México. Los volcanes de Ometepe eran considerados dioses hecho piedra, por eso les ofrecían sacrificios a manera de culto y realizaban ritos en su honor. El Maderas era llamado Coatlán ("lugar donde vive el sol") y el Concepción era denominado Choncociguatepe ("hermano de la luna"). Según dice una de las leyendas más antiguas de la isla, la isla nació tras la trágica historia de amor entre la india Ometepetl y el príncipe Nagrando, dos jóvenes que pertenecían a tribus enfrentadas. Al ser perseguidos por sus padres, decidieron terminar con su vida y murieron a pocos metros uno del otro: de Ometepetl nació la Isla de Ometepe y de Nagrando surgió la Isla Zapatera, ambas en el gran Lago de Nicaragua.
Ometepe, con sus 276 km2, es la isla más grande del mundo en agua dulce. Está situada en el departamento de Rivas, a 150 km de Managua y se accede a ella por ferry o lancha desde Granada (cuatro horas de viaje), San Jorge (una hora) y San Carlos (diez horas). Vista desde arriba, tiene forma de ocho y en cada uno de sus centros hay un volcán. Está dividida en dos municipios: Moyogalpa (o Cotzingalpa, "Pueblo de los Mosquitos") y Altagracia (o Astagalpa, "Nido de Garzas"). La gente es muy tranquila y cordial, los alojamientos son fincas manejadas por cooperativas o por familias locales y todos van de un lado a otro en moto, jeeps, colectivos, caballos o a pie. Ambos volcanes se pueden escalar, también se puede salir a remar por el Lago y nadar en el Ojo de agua, una pileta formada por agua natural, rodeada de vegetación.


En el interior del Maderas existe una laguna de 300 metros de longitud y hasta nueve metros de profundidad. Muchos ometepinos afirman que una noche de verano se produjo un acontecimiento insólito en esta laguna: una esfera de luz blanca salió del interior del volcán, iluminó su cumbre y pudo ser observada desde toda la isla, luego se elevó y se perdió entre las nubes. Más tarde comprobaron que no se había tratado de ningún movimiento sísmico y automáticamente adjudicaron el hecho a Chico Largo.


Durante nuestros cuatro días en la Isla no nos cruzamos con ninguna aparición ni tuvimos contacto con presencias fantasmales o diabólicas (aunque tampoco caminamos demasiado de noche). Lo que sí vimos, a montones, fueron lagartos, vacas y cerdos. Y todavía no entendemos muy bien por qué, pero nuestros aparatos electrónicos comenzaron a desvariar: a Belén se le reseteó completamente el celular, a mí se me borró toda la música del mp3 y a otro chico le dejó de funcionar la cámara de fotos. Tal vez haya algún campo magnético misterioso? o quizá todo sea obra de Chico Largo.  


Costa Rica: 15 días de pura vida

Publicado: 08.08.2008 | 19:11 en



Costa Rica II

Obviamente en dos semanas no se puede conocer un país, y menos uno con tantos paisajes y rincones como Costa Rica. A pesar de ser un país chiquito (51.000 km2), hay infinidad de opciones y lugares para recorrer: las pueblos de Caribe, las playas del Pacífico, los volcanes, los bosques húmedos y tropicales, los parques nacionales, las reservas ecológicas, las islas. Pero para verlo todo se necesitan dos cosas: auto y dinero.
 Como comenté anteriormente, me crucé a muchos mochileros que venían bajando desde México y directamente se habían salteado Costa Rica. ¿Por qué? "Es muy caro y puedo ver lo mismo en el resto de Centroamérica por menos plata". A pesar de que la comida es bastante cara y los tours cuestan tres veces más, Costa Rica es un país que, en mi opinión, vale la pena conocer. La dificultad mayor para quienes quieren recorrer todo y gastar poco es el transporte. Hay muchos lugares a los que directamente no se puede acceder sin un jeep o una 4x4 ?como por ejemplo los pueblos costeros del Pacífico? y hay viajes entre un punto y otro del país que se pueden acortar muchísimo teniendo transporte propio.
 Con Belu, mi amiga y compañera de viaje por el próximo mes, descubrimos que existen tres maneras de movilizarse dentro del país: alquilar un jeep o una 4x4, contratar un servicio de transporte privado (combis con aire acondicionado que cobran de U$S 20 para arriba) o viajar en transporte público (que cuesta alrededor de U$S 1.25 la hora de viaje). Nosotras hicimos todo en transporte público y nos resultó barato, pero hubo días que viajamos 12 horas para recorrer pocos kilómetros y tuvimos que cambiar de colectivo unas cinco veces. Para nosotras no fue tanto problema porque movilizarse de un lado a otro es parte del viaje, pero alguien que viene con los días contados se ve obligado a elegir una opción más rápida y ahí es cuando el presupuesto sube bastante. Los viajes son largos porque muchas rutas son de tierra y los caminos están llenos de curvas.
 Como me pasa siempre que me acerco a un nuevo país, escuché muchísimos comentarios acerca de Costa Rica. Tal vez el más repetido fue que es un lugar "lleno de gringos", un mini Estados Unidos. La verdad es que se ven muchísimos estadounidenses: mochileros, familias enteras, hombres solos, chicos que terminaron el secundario y vienen de "viaje de egresados". Por eso en los supermercados hay muchos productos importados (como la fruta de California) y los precios están más altos que en otros lugares; hay carteles en inglés hasta en los pueblitos más perdidos (ofreciendo surf lessons, vegetarian food, real estate, bike rental) y hay empleados de hostels o restaurantes que directamente no hablan español. Lamentablemente, a pesar de ser latinoamericanos, nosotros seguimos siendo turistas y se nos cobra lo mismo que a los del resto del mundo.
 Costa Rica tiene muy lindos paisajes y es un país con una gran conciencia ecológica. En los hostales la basura se separa y se ahorra energía, las playas han recibido premios por su conservación y más de un tercio del país corresponde a parques naturales o áreas protegidas. El ecoturismo está muy extendido pero, paradójicamente, el enorme influjo de turistas está dañando y destruyendo la naturaleza: las playas quedan muy sucias, los animales salvajes abandonan su hábitat y los grandes hoteles y construcciones destruyen la vegetación. A esto se le suma la deforestación que ha sufrido el país: originalmente, Costa Rica era puro bosque, pero hoy solamente ha quedado un 5 por ciento del país sin deforestar (fuera de los parques naturales y reservas).
 Los ticos (denominación que se le dio a los costarricenses por su costumbre de utilizar el diminutivo ico en vez de ito) son, como dicen ellos, pura vida. Tienen fama de ser muy amigables y en general lo son, aunque también conocimos a algunos que no nos trataron tan bien o directamente nos ignoraron, pero eso pasa en todos lados. Según nos contó un guardia de seguridad, a los ticos les encanta recibir extranjeros para llevarlos a conocer su país. En San José, la gente habla de vos, y en el Caribe, se tratan de usted, incluso entre amigos. Casi no hay población indígena, solamente un 1 por ciento y viven recluidos en reservas. Además de la gran cantidad de personas de habla inglesa, conocimos también a varios argentinos que fueron a Costa Rica y decidieron poner un negocio y quedarse a vivir.
 Ir o no ir a Costa Rica depende de qué es lo que uno busca conocer y hacer. Playas, tranquilidad, surf, naturaleza, entonces sí, es el lugar indicado; pero para una dosis de realidad latinoamericana, según me dijeron, hay que ir a Nicaragua. Así que después de nuestros 15 días en Costa Rica (donde conocimos San José, Quepos, Manuel Antonio, Jacó, La Fortuna, Montezuma, Santa Teresa y La Cruz) decidimos pasar a Nicaragua. Un viajero me dijo algo que me quedó grabado: Nicaragua es "raw" (crudo en inglés), es auténtico, pero uno se da cuenta cuando cambia de país, especialmente si pasa de Nica a Costa Rica. Costa Rica, para él, parecía Disney al lado de Nicaragua, por lo turístico, por lo yanqui, por lo caro y por lo armado. Y la verdad que entrar a Nicaragua fue un cambio: la gente es distinta, el transporte es más precario, los precios son más bajos y el país es económicamente más pobre, pero la naturaleza y los paisajes siguen siendo bien verdes e imponentes.
 Cruzamos por la frontera de Peñas Blancas, al noroeste del país, una de las más caóticas que crucé hasta ahora por la gran cantidad de gente que va de un lado a otro. Apenas entramos a Nicaragua se nos abalanzaron taxistas para ofrecernos transporte a los pueblos cercanos y chicos para que "no nos perdamos" camino a la oficina de migraciones. Después de haber sellado la entrada nos rodearon unos siete taxistas para llevarnos a San Juan del Sur, un pueblito costero a una hora de la frontera. Al principio nos querían cobrar U$S 35 por un viaje que cuesta alrededor de U$S 10, y por más que dijimos que no nos siguieron insistiendo. Nos salvó un nicaragüense que pasó y sin siquiera escucharnos hablar nos miró y nos dijo riéndose: "¡Argentinas! Ustedes sí que no van a pagar un taxi". Y así fue, nos tomamos dos colectivos y nos dispusimos a conocer la verdadera cara de este país latinoamericano.  


 


Ser peatón en Costa Rica

Publicado: 01.08.2008 | 20:19 en

 Costa Rica

Mi entrada a Costa Rica fue, hasta ahora, la más complicada. Salí temprano de Bocas del Toro (Panamá) para poder cruzar la frontera Guabito-Sixaola antes del mediodía y llegar de día a San José (son unas 8 horas entre un lugar y otro). En la ventanilla de migraciones de Costa Rica me atendió una mujer y lo primero que me preguntó era si iba para Nicaragua. Cuando le dije que sí me pidió que le mostrara mi boleto de salida de Costa Rica, le dije que no tenía porque estaba viajando por tierra y lo iba a comprar recién en la próxima frontera, entonces me exigió que le mostrara mi pasaje de vuelta a Buenos Aires. Le respondí que tampoco tenía porque no sabía exactamente desde qué parte de México iba a volver ni en qué fecha. "Si no tiene tiquete de regreso a su país no la puedo dejar entrar a Costa Rica", le volví a explicar que viajaba por tierra y sin fecha exacta de vuelta, pero insistió: "Entonces vaya a internet y reserve un aéreo a Argentina". Le dije que era imposible hacer un trámite así en cinco minutos: "Bueno, vaya a la farmacia de al lado y cómprese el boleto más barato que haya hacia Panamá o Nicaragua, sino no puedo ponerle sello de entrada, es la ley. ¡El que sigue!". Así que fui con resignación a comprar un pasaje que solamente me iba a servir para poder entrar al país. Pero la ley es la ley y sin pasaje no se cruza, aunque a los que llegan en avión, según estuve preguntando, no les exigen nada.


Costa Rica es distinto al resto de los países de Centroamérica. Muchos mochileros que me fui cruzando, en su mayoría europeos, me contaron que directamente se saltearon Costa Rica porque les parecia "muy caro"; una estadounidense incluso me dijo que era más caro que Estados Unidos (!). Por su estabilidad política la llaman la Suiza de Centroamérica, Costa Rica tiene una de las democracias más antiguas de América y fue el primer país en abolir el ejército en 1948. Por estas razones, así como por su clima cálido, sus playas y sus paisajes, muchísimos estadounidenses deciden venir aquí a retirarse. Esto favorece muchísimo al turismo pero también hace que todo esté a precio dólar. Los hostales están alrededor de 10 dólares la noche (más o menos lo mismo que Colombia, pero más caro que en Perú y Ecuador), el transporte urbano y de larga distancia es barato (mucho más que en Colombia por ejemplo), pero la comida es cara. Un casado (como llaman al almuerzo más básico que consiste en un plato de arroz, ensalada y papas junto con una porción de carne, pollo o pescado) que en otros países cuesta entre 1 y 2 dólares, acá está entre 3 y 5 (como muy barato).


Costa Rica tiene algo muy peculiar que le complica la vida a los extranjeros: las calles no tienen nombre ni numeración (y no es un chiste). En San José, algunas de las avenidas más importantes tienen denominación (Calle 1, Calle 2, etc), pero es muy raro que los ticos (costarricenses) se refieran a una dirección por su nombre. Las indicaciones son al estilo "200 metros al norte del McDonald's, al lado de la casa de techo rojo" o "300 metros al sur del antiguo higuerón -¡un árbol que ya no existe!-, frente al RostiPollo". Esto, para alguien que viene de afuera y está acostumbrado a encontrar las casas gracias a la numeración, es una pesadilla. Por más que uno busque, los números no existen, todas las casas se ubican porque están cerca de tal o cual negocio o restaurante. Incluso para pedir un taxi o delivery se les indica de esta forma, y a los ticos les funciona porque conocen muy bien sus ciudades.


El tema de las calles es algo fundamental para los viajeros que quieren conocer los pueblos y ciudades del país al que llegan. Yo suelo recorrer todos los lugares a pie, siguiendo un mapa o mi intuición, y puedo dar fe que de Bolivia hasta acá me topé con las maneras más insólitas de ordenar las calles.


En ciertas ciudades de Bolivia, por ejemplo, las calles cambian de nombre en cada esquina, entonces las avenidas pueden tener unos 7 u 8 nombres de una punta a la otra (y no son avenidas demasiado largas). En Oruro descubrí que la numeración es totalmente arbitraria y no sigue ningún tipo de lógica: en una misma cuadra se alzaba el edificio con el número 3460, vecino de una casa ubicada al 540 y de un banco al 9807. Todos a pocos metros de distancia.


Perú no fue tan complicado: todos los nombres corresponden a algún departamento o ciudad del país, a un prócer o político peruano, a una fecha importante o al resto de los países de América. Bastante parecido a Argentina. La diferencia es que todas las ciudades tienen alguna calle nombrada en honor a un líder inca. En ciertos sectores, como por ejemplo en los alrededores de la Plaza de Armas de Cusco, las calles cambian de nombre en cada esquina (literalmente) y ahí sí se hace difícil encontrar lo que se busca.


En Ecuador los nombres corresponden más que nada a personajes ilustres del país y las calles son las mismas en todas las ciudades (Bolívar, Sucre, Colón, Olmedo, Maldonado, Montalvo...). En Guayaquil se me hizo difícil encontrar una casa que estaba ubicada la manzana 3 de la 12va etapa del complejo de viviendas Sauces 1, pero después de dar unas vueltas manzana y preguntar por ahí, llegué.


Colombia, al principio, me confundió,pero cuando me explicaron el sistema me pareció uno de los más simples y mejor organizados. Una dirección típica de ese país es, por ejemplo, Calle 12-17 # 45.  De norte a sur corren las Calles (la 1, la 2, la 3...) y, perpendicularmente, se ubican las Carreras (también numeradas del 1 al número que sea necesario). Entonces la dirección anterior se leería así: Calle 12 con esquina de la Carrera 17, a la altura 45. Es imposible perderse, solamente hay que saber hacia qué lado suben los números y uno puede llegar a cualquier lado.  


Lo de Costa Rica es insólito y muy gracioso. Si en Buenos Aires usáramos este sistema jamás encontraríamos nada (¿alguien se imagina pedir un taxi para "un edificio a 350 metros al este del obelisco, al lado de las oficinas con portón blanco y puertas blindadas"?), pero en Costa Rica funciona y los 4 millones de ticos no podrían ubicarse de otra manera. En San José, además, casi no hay espacio para los peatones, las veredas son muy angostas y todos circulan por la ciudad en camionetas o colectivos, por eso la noción de las distancias cambia (cuando pido indicaciones en la calle me recomiendan tomar taxis para ir a lugares que quedan "muy lejos, como a 600 metros"). Ser un peatón en América latina es toda una experiencia: varias veces, preguntando en la calle cómo llegar a cierto lugar, me mandaron a tres direcciones distintas; pero muchísimas otras me ayudaron con la mejor de las predisposiciones e incluso me hicieron mapas de lo más detallados para que no me perdiera, y hasta ahora siempre logré llegar al lugar que buscaba. Solamente es cuestión de entrar en la lógica de cada país, comprender la organización (o, para algunos, "desorganización") de cada ciudad y pensar y actuar como un local.


 


La mezcla étnica y cultural de Panamá

Publicado: 24.07.2008 | 19:14 en

 Panamá

Panamá es un país que me confundió: la gente es tan distinta entre ciudad y ciudad (en incluso dentro de las mismas ciudades) que me parecía estar cambiando de país constantemente. Mi paso por Panamá fue más rápido que por el resto de los países, los 15 días que pasé no me alcanzaron para conocer todas las regiones del país, pero sí para hacerme una idea de la gran gama de culturas que coexisten en el lugar.


Entré a Panamá por San Blás, el archipiélago caribeño donde está asentada la comarca de Kuna Yala. Allí conocí a estas magníficas personas que han logrado mantener su autonomía y su modo de vida tradicional. A pesar de pertenecer a Panamá sentí que no encajaban en la denominación de panameños típicos, sino que eran un grupo aparte. San Blás fue uno de los lugares más lindos que conocí en todo el viaje, un paraíso de islas en medio del mar. Cuando Venancio, uno de los Kuna que habita en las islas y con quien estuve charlando, me preguntó si prefería vivir en mi país o en Kuna Yala le respondí, sinceramente, que no me molestaría para nada quedarme unos meses en la comarca. Es que después de haber estado en un mar tan transparente, en un rincón tan caribeño y auténtico, ninguna playa me sorprende. Igualmente sabía que no podía decir que conocí Panamá solamente por haber estado en San Blás, así que seguí camino.


De Kuna Yala pasé a Isla Grande y Portobelo, ambas en la costa de la provincia de Colón. Isla Grande es otro paraíso de aguas azules, palmeras, vegetación exuberante y arrecifes coralinos.  El pueblo es chiquito y sus 300 habitantes son descendientes de los afro-antillanos que trabajaron en la construcción del Canal de Panamá a principios del siglo pasado. Es un lugar amistoso, relajado, donde la gente se sienta en las veredas y descansa o conversa. Allí no está permitido circular en automóvil. Portobelo, a 15 kilómetros de Isla Grande, no es tan caribeño, pero si hay algo que tiene es historia.  Fue nombrado Portobelo por Colón en 1502, y entre los siglos XVI y XVIII fue uno de los puertos más importantes de exportación de oro y plata hacia España. Al igual que Cartagena, esta ciudad fue fortificada para impedir los ataques y saqueos, pero en 1739 fue destruida y perdió su importancia. A pesar de haber sido reconstruida pocos años después, aún hoy, con sus 4000 habitantes, tiene un aire de abandono.


Finalmente llegué a Panamá City, la ciudad promocionada como la Miami de Centroamérica, y acá fue donde la mezcla de culturas terminó de abrumarme. En los lugares anteriores me sentía en pequeñas burbujas culturales, en micromundos más cerrados en sí mismos: los Kuna tienen sus tierras y sus costumbres, los afro-antillanos viven en su isla y comparten su música y su modo de ser. Pero en Ciudad de Panamá hay una mezcla rarísima. Para empezar, Panamá es un país que sufrió la influencia externa por largos años: fue colonizada por los españoles en el siglo XVI, tras su independencia  pasó a formar parte de la Gran Colombia (una confederación conformada por lo que hoy es Colombia, Bolivia, Ecuador, Perú y Venezuela) y aunque en 1903 declaró su independencia, fue considerada una provincia colombiana hasta 1921. En 1914, Estados Unidos comenzó la construcción del Canal de Panamá con trabajadores traídos de las Antillas. A partir de ese momento, entre Panamá y Estados Unidos se sucedieron los conflictos de poder, las rupturas de relaciones y las intervenciones políticas, hasta que finalmente en 1999, gracias al Tratado Torrijos Carter, el control total del Canal fue otorgado a los panameños.


Tantos años de influencia no pasan desapercibidos. Los panameños de la capital son una mezcla de estadounidenses con colombianos, muchas veces con resultados no demasiado positivos. La gente no me pareció tan amable como en otras ciudades o pueblos, muchos me contestaron con mala gana, mostraron una actitud de impaciencia y enojo o directamente me ignoraron. La penetración cultural de Estados Unidos ha creado una ciudad en la que conviven el primer y el tercer mundo. La Miami que pregonan es una franja de edificios blancos y modernos situados en la costa, pero uno se aleja unos metros de esas construcciones y pasa a conocer el verdadero día a día de una ciudad centroamericana. El sistema de transporte es uno de los peores que experimenté hasta el momento, las rutas son desordenadas y los colectivos totalmente desvencijados. El Casco Viejo, la parte antigua de la ciudad, es un lugar interesante, y según me contaron tiene un aire a La Habana, pero está bastante venido abajo y es sucio e inseguro. Para hacer la mezcla étnica más complicada e interesante, en Panamá vive una gran comunidad de chinos que han puesto supermercados, mercaditos y negocios de electrónica.


Para terminar mi recorrido por el país me quedé unos días en Bocas del Toro, un archipiélago de islas ubicado al norte, a unos 30 kilómetros de la frontera con Costa Rica. Bocas es otra de las mecas de los mochileros de todo el mundo, todos hablan acerca de este lugar, entonces es imposible ir sin expectativas. Cuando llegué sentí, otra vez, que había cambiado de país. Originalmente, esta zona perteneció a Costa Rica y si en Panamá City había variedad de gente, este lugar es un rompecabezas de nacionalidades: hay varias comunidades indígenas (los Ngöbe-Buglé, los Teribe y los Bokotá), así como descendientes de españoles, ingleses, franceses, alemanes, norteamericanos. Parte de las islas están deshabitadas y mantienen su toque natural y autóctono, pero lamentablemente Bocas está siendo muy explotado turísticamente y está perdiendo su autenticidad.


Panamá no puede ser definida en una palabra, es un país que hay que ir conociendo por regiones, siempre teniendo en cuenta su historia y política externa. Y los panameños tampoco pueden ser clasificados fácilmente, todavía no me quedó claro quiénes son los verdaderos panameños: ¿los indígenas? ¿los afro-antillanos? ¿los de la capital? Creo que más que tener una identidad concreta, lo que los define es justamente su mezcla de nacionalidades y culturas.


Bitácora de navegación por el Caribe

Publicado: 18.07.2008 | 20:39 en

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Existen varias maneras de cruzar de Colombia a Panamá. La más rápida es en avión, en menos de una hora uno está en Panamá City. Para quienes tienen más tiempo y prefieren disfrutar del paisaje, la mejor opción es cruzar en velero: la navegación lleva entre dos y tres días, pero como se hace una escala en el archipiélago de San Blas el viaje dura en total unos cinco días. Y hay una tercera posibilidad, que ni siquiera se considera como tal pero puede hacerse: cruzar por tierra a través de la selva del Darién, algo ideal para aquellos que deseen contagiarse malaria, encontrarse con algún grupo guerrillero y perderse en esta enorme selva sin caminos marcados.
La opción más popular es el barco. A causa de esto hay una gran demanda y en general hay más pasajeros que barcos disponibles, así que hay que estar preparado para esperar unos cuantos días. Los veleros que realizan este cruce tienen capacidad para entre 4 y 10 pasajeros y conviene viajar con un capitán recomendado por los hostales ya que hay casos de viajes que resultaron desastrosos por la falta de experiencia o profesionalismo del tripulante. Yo conseguí un barco justo el mismo día que llegué a Cartagena, un velero amplio, de 15 metros de largo, con capacidad para 10 personas. Salimos un miércoles y llegamos a destino el domingo. La tripulación estaba conformada por una pareja de israelíes, un chico polaco, dos belgas, tres alemanes, el capitán y yo.


DÍA 1: Zarpamos de Cartagena
En teoría hoy salíamos a las 11 de la mañana, pero sufrimos algunos contratiempos que nos demoraron unas horas. En primer lugar, tuvimos que ir personalmente a la DAS a sellar nuestros pasaportes. Normalmente el capitán se encarga de sellar la salida del país el día anterior, pero como dos días atrás encontraron a dos mochileros indocumentados viajando por Colombia nos pidieron que fuéramos a migraciones para corroborar que éramos nosotros los que viajábamos y no otra persona usando nuestra documentación. Fue un trámite dentro de todo rápido ?aunque nos preguntaron hasta el color de nuestro cepillo de dientes? excepto para el chico israelí que estuvo retenido un largo rato en la oficina. Al parecer el pobre chico tiene la mala suerte de llamarse igual que un asesino serial colombiano buscado hace tiempo por la policía. Increíble.
Finalmente zarpamos después de almorzar, aunque nadie comió demasiado por miedo al mareo. Cuando subí al barco me acordé de lo que me contaron todos los que ya hicieron este viaje: uno, que vale la pena porque las islas de San Blas son paradisíacas, y dos, que el barco se mueve tanto que la mayoría de los pasajeros se la pasa vomitando durante los primeros dos días. Estoy bastante acostumbrada a navegar en el río aunque jamás navegué tantos días por mar abierto, pero igualmente decidí confiar en mi resistencia y en mi amor por el mar... La mala noticia es que ya antes de salir de Cartagena el cielo se había puesto negro y una gigantesca nube negra empezó a seguirnos. Rezamos para que no lloviera, pero a una hora de haber zarpado se largó el diluvio. No sé si fue la lluvia o qué, pero cuando salimos a mar abierto el barco se movió muchísimo, de arriba hacia abajo y de un costado a otro. Varios empezaron a sentirse mal y dos de los chicos se descompusieron. Lo mejor para el mareo es quedarse en la cubierta respirando aire fresco y mirando el horizonte, pero a causa de la lluvia tuvimos que amontonarnos todos en la sala y cerrar todas las ventanas para que no entrara agua. De más está decir que esa noche nadie cenó y fue casi imposible dormir. Navegamos durante toda la noche con la tormenta encima nuestro. Dormí de a ratos en uno de los sillones pero la verdad es que la situación me puso algo nerviosa.


DÍA 2: En medio del mar Caribe
Me desperté a las 7 de la mañana y la tormenta había parado.
Desayuné y me senté en la cubierta a mirar el paisaje. Estamos realmente en el medio de la nada, lo único que nos rodea es el mar más azul y transparente que vi en mi vida. No se ve tierra por ningún lado y esto genera una mezcla de sensaciones: por un lado, la inevitable desolación, el "si nos pasa algo nadie nunca sabrá qué fue de nosotros", y por otro lado, la libertad de no tener ningún tipo de obligación por unos días. Miro la inmensidad del mar Caribe y no puedo evitar caer en todos los lugares comunes: Relato de un Náufrago, Titanic, Tom Hanks y Wilson, Piratas del Caribe. Cualquier cosa puede pasar, por eso hay que saber respetar a la naturaleza. La monotonía de la navegación se rompe solamente cuando aparece una señal de vida: delfines, ballenas, tiburones, pájaros, algún barco de carga a lo lejos. A las 10 de la mañana, el mar nos mandó visitas: unos diez delfines nadaron durante 15 minutos al lado del barco, cerca de la proa, y nos dedicaron un espectáculo de saltos sólo para nosotros. Por ahora estamos navegando con el motor porque el viento no nos favorece para usar la vela. Seguimos el rumbo del sol, siempre hacia el oeste. Si todo sigue así, llegaremos mañana al mediodía a San Blas. Solamente rezo para que no se repita la tormenta de anoche.


DÍA 3: Entramos a aguas panameñas
Ya estamos todos recuperados del mareo, los chicos que estaban descompuestos están mejor y todos estamos comiendo normalmente. Seguimos en mar abierto y los delfines volvieron a aparecer para saludarnos. Estuve manejando el velero un rato; no es difícil, solamente hay que mantener el rumbo correcto y disfrutar de la navegación. Al mediodía vimos tierra a lo lejos: San Blas. Lo malo es que apenas empezamos a acercarnos al archipiélago se largo a llover torrencialmente otra vez. El barco se movió mucho para los costados y en un momento pensé que nos íbamos a dar vuelta.
Finalmente llegamos a El Porvenir, capital de la comarca de Kuna Yala, a eso de las 3. Esta isla es la principal de las 365 que conforman el archipiélago; allí está el aeropuerto, la oficina de migraciones y un hotel. San Blas es una comarca manejada por sus habitantes indígenas, los Kuna, y a pesar de ser parte de Panamá tiene un gran nivel de autonomía. Los Kuna han logrado mantener sus tradiciones y modo de vida; tienen un presidente y se reúnen periódicamente en congreso para tratar los asuntos de la comarca. No permiten ningún tipo de inversión extranjera en sus islas y ellos mismos manejan todos los servicios de alojamiento y comida para turistas. Hablan su propia lengua y las mujeres siguen usando su vestimenta tradicional (a diferencia de los hombres que se han "occidentalizado" en su manera de vestirse). Los Kuna se dedican a la confección de molas, tejidos muy detallados y coloridos con imágenes que forman parte de su imaginario colectivo y de su vida cotidiana: peces, tortugas de mar, delfines, pájaros, hojas, plantas, estrellas. Gran parte de sus ingresos y subsistencia dependen de la venta de estos productos.
Tras sellar la entrada a Panamá fuimos hacia Chichimé, otra de las islas, y tiramos el ancla a pocos metros de la costa para quedarnos acá durante los próximos dos días. La Comarca ocupa un área de 3206 km2 y posee una población de poco más de 36.000 habitantes. De las 365 islas ?"una para cada día"? solamente 36 están habitadas. Las hay de todos los tamaños: algunas, como Chichimé, albergan varias casitas y otras apenas tienen espacio para una sola palmera, hay una incluso que es sólo arena, sin ningún tipo de vegetación. El agua que las rodea es entre verde y turquesa y va cambiando de tonalidad según la intensidad del sol. Los Kuna se mueven de una isla a otra en sus canoas de madera: las mujeres se acercan a los barcos para ofrecer sus productos ?carteritas, camisas, telas, pulseras, tobilleras, molas? y los hombres van de un lado a otro en busca de peces, langostas, cangrejos y pulpos para vender a los turistas. Una cartera cuesta 5 dólares, una pulsera 2 o 3, una camisa está a 10 y una mola entre 10 y 60 dólares, dependiendo del tamaño y del trabajo; la langosta está a dos dólares, el cangrejo a tres y los peces a uno. Después de almorzar langosta nos fuimos a bucear a un arrecife cercano a Chichimé. Vimos estrellas de mar, rayas, crías de tiburón y peces de todos los colores.


DÍA 4: Relajados en San Blas
Hoy es sábado y seguimos en el paraíso, anclados frente a Chichimé. Decidí ir un rato a la isla para saludar a los Kuna que viven ahí. En el sector de la isla que está frente a nuestro barco hay tres casitas construidas enteramente con madera y palmas. En la costa están amarradas las canoas y en unas palmeras cercanas hay una red de volley y un aro de basquet. Encontré a tres mujeres sentadas trabajando en sus molas, a sus pies un nenito de 5 años jugando en la arena y al costado un hombre trabajando también en uno de sus tejidos. Me puse a hablar con este último, Venancio, ya que es uno de los que sabe más español. Venancio habla Kuna como primer idioma y ha aprendido español e inglés gracias a los turistas que llegan a la isla; también sabe palabras en francés, italiano y japonés. Me hizo todo tipo de preguntas (cómo me llamo, cuántos años tengo, de dónde soy, a qué me dedico, cuántos hermanos tengo, hace cuánto que viajo, si sé tejer, si prefiero vivir en mi país o en Kuna Yala) y fue traduciendo las respuestas para que las mujeres entendieran. Me mostró la mola que estaba tejiendo como regalo para su sobrino; el diseño fue creado por su abuela y ha pasado de generación en generación. Algunas telas llevan semanas de trabajo por el alto nivel de meticulosidad y detalle que tienen y todas se realizan completamente a mano. Existen dos tipos de molas: las tradicionales, que tienen diseños mucho más antiguos y abstractos, y las más actuales que fueron diseñadas hace unos cinco años y son las que más se ofrecen a los turistas. Venancio me contó que jamás salió de San Blas, él vive allí, como tantos otros, en una isla sin electricidad, sin luz, sin televisión. No tienen lo que muchos considerarían comodidades indispensables (aire acondicionado, internet, televisión, radio), pero sin embargo lo tienen todo? Venancio me dio su tarjeta personal con su nombre, una foto de uno de sus trabajos y su número de celular. Sí, tienen celulares y los utilizan para comunicarse de una isla a la otra, y no sé cómo ni de dónde, pero hay señal. Después de charlar con Venancio me dediqué a hacerme amiga del nene kuna y pudimos comunicarnos a pesar de no hablar el mismo idioma. Jugamos a las escondidas y dibujamos en la arena, al principio todo en silencio, y cuando tomó más confianza me habló, pero lo único que entendí de lo que me dijo fue mi nombre. Le pedí permiso a la mamá para sacarle fotos, ya que no me hubiese gustado faltarles el respeto y ella aceptó encantada. A la noche cenamos todos en la isla, los Kuna nos prepararon un banquete de comida de mar: langosta, pulpo, cangrejo, pescado. Una de las mejores comidas de todo el viaje. Hicimos una fogata y nos quedamos ahí durmiendo en hamacas.


DÍA 5: Rumbo a Ciudad de Panamá
Lamentablemente el viaje en barco terminó, a la mañana vino a buscarnos una lancha para llevarnos a tierra firme y de ahí tomamos un jeep hacia Panamá City. Sufrí el mareo de tierra, después de estar varios días navegando uno pisa tierra firme y siente que todo sube y baja. El cruce en barco fue una de las mejores partes de mi viaje y conocer a los Kuna y entrar en su forma de vida fue una experiencia impagable.


Las dos realidades de Cartagena

Publicado: 03.07.2008 | 19:25 en

Creo que no hay nadie que no tenga una imagen idealizada de Cartagena de Indias. ¿Por qué será que cada vez que decía que me iba a Colombia me miraban con cara de horror y cuando comentaba que llegaría hasta Cartagena me decían, con una mezcla de alegría y envidia, "Ay ¡Cartagena! qué lindo..."? Cuando nos nombran esta ciudad del caribe colombiano inmediatamente nos transportamos hacia esas callecitas y balcones y sentimos los siglos de historia suspendidos entre las paredes de la gran ciudad amurallada. Yo siempre la imaginé como un lugar mágico, perfecto; Cartagena era una ciudad por la que quería caminar alguna vez en mi vida. Antes de salir de Buenos Aires ya la consideraba, junto con México D.F., uno de los grandes objetivos de mi viaje. Llegar a Cartagena marcaría el fin de mi trayecto por Sudamérica, la conclusión de una primera etapa y el inicio de mi travesía por un sector del continente del todo desconocido para mí: Centroamérica.


 


Mi arribo a esta ciudad coincidió con el "aniversario" de mis cinco meses de viaje y realmente no podía imaginar un lugar mejor para terminar mi recorrido por Colombia. Llegué de noche y la primera impresión que tuve, mientras iba en colectivo desde la terminal hasta el barrio de Getsemaní, estuvo muy alejada de aquellas postales y fotos que inundan las guías turísticas. Cartagena, de noche, me pareció un lugar ruidoso, sucio y hasta peligroso en ciertos sectores. Las casas que vi no eran coloniales ni tenían balcones blancos con flores; había mucha gente vagando por la calle, mendigos, borrachos, prostitución. ¿Dónde estaba la Cartagena que me había imaginado todos estos años? ¿Estaba en Cartagena o me había equivocado de ciudad? De golpe, sin aviso, apareció frente a mi ventana parte de la famosa muralla que rodea el Centro Histórico, iluminada, enorme e imponente, y por unos segundos juro que se me cortó la respiración. Sí, había llegado a Cartagena, pero ese corto trayecto desde la terminal ya me había revelado que no estaba frente a una, sino frente a dos ciudades totalmente distintas. Cartagena es un lugar más complejo de lo que se publicita y me dispuse a no irme sin antes conocer sus dos caras.


Empecemos por la turística. Cartagena de Indias, Ciudad Heróica, destino turístico y cultural del país, idílico pueblo a orillas del mar Caribe, Patrimonio Nacional de Colombia. Todos estos títulos se refieren a una zona específica de la ciudad: el Centro Histórico, también conocido como la Ciudad Amurallada. Cartagena, fundada en 1533, fue uno de los puertos más importantes de América durante la colonización española así como el mayor centro de comercio de esclavos provenientes de África y el principal "depósito" de todas las riquezas extraídas del continente. Por estas razones, la ciudad fue asaltada varias veces por piratas y tropas inglesas, francesas y holandesas. En 1586, tras el ataque de Francis Drake (marino inglés, explorador, comerciante de esclavos, "pirata" para los españoles y "corsario" para los ingleses), el rey Felipe II ordenó construir fuertes y una muralla de 11 km para aislar y proteger la ciudad. Entre los siglos XVI y XVIII tuvo lugar una intensa fortificación defensiva de la ciudad y Cartagena se convirtió en la plaza mejor fortificada de América. La construcción más importante fue el Castillo de San Felipe de Barajas, un enorme fuerte conformado por túneles, galerías y trampas que permitió a los españoles resistir a los ataques extranjeros. Finalmente, en 1811, Cartagena declaró su independencia. En 1815, militares españoles intentaron reconquistarla pero Cartagena resistió y se ganó el título de Ciudad Heróica.


Hoy, la Ciudad Amurallada es una de las mayores atracciones turísticas de Cartagena y de Colombia. No voy a negar que es impresionante, uno cruza por entre los arcos de la Torre del Reloj (una de las entradas de la muralla) y se transporta a otro siglo. Calles de piedra, veredas angostas, casas pintadas de colores pasteles, balcones que sobresalen, hombres y mujeres paseando en carrozas tiradas por caballos, restaurantes de lujo, hoteles de primer nivel, placitas impecables. Dentro del perímetro de la muralla el tiempo quedó detenido, los siglos nunca avanzaron y es difícil no caer en el encanto. Yo caí, y todos los días que pasé en Cartagena me hice aunque sea una escapadita a este sector. Pasé días enteros caminando por las callecitas, me perdí a propósito, me senté en la vereda, miré a la gente pasar, descubrí construcciones totalmente refaccionadas y casas con la pintura descascarada, encontré restaurantes con precios desorbitados y puestos callejeros con comida barata. Pasé por una librería y me compré un libro que hace mucho tiempo quería leer: Cien años de soledad. Un cliché, sí, pero no podía estar en Colombia y no comprarlo. Para coronar, me senté en un hueco de la muralla, frente a la costa del mar Caribe y me quedé leyendo y mirando el atardecer. Una tarde perfecta. Y como si fuera poco, volví hacia la torre del reloj y me topé con un espectáculo callejero de danza afro-colombiana. No podía pedir más.


 


Pero a la Cartagena auténtica no la vi detrás de las fachadas de colores ni dentro de las carrozas, no la encontré entre las pulcras calles de piedra ni a la sombra de esos árboles tan bien cuidados. La verdadera ciudad se me fue presentando fuera de las murallas. La noche que llegué a Getsemaní ?barrio cercano al Centro, hogar de artesanos, trabajadores y, en su momento, esclavos? me pareció, como dije, un barrio sucio, de gente marginal, alcohol, drogas y prostitución. Pero de día todo se ve distinto y a la mañana siguiente cuando salí a caminar le descubrí el gusto. Todavía no estuve en Centroamérica, pero algo me dice que esta ciudad ?o por lo menos este sector de Cartagena? se parece mucho más a una ciudad centroamericana que a una sudamericana. Getsemaní es un barrio auténticamente caribeño. La gente se sienta a comer en las veredas, los vendedores de frutas y verduras ocupan cuadras y cuadras y hacen difícil la circulación por esas calles tan angostas, los vendedores de café caminan con sus termos y vasitos de plástico y entran cada media hora a los hostales a ofrecer un "tinto" (así se le llama en Colombia al café puro), las mujeres dejan las puertas de sus casas abiertas y charlan con las vecinas, los chicos corren por el medio de la calle dificultando el paso de los autos y las motos, mujeres afrocolombianas desfilan con sus vestidos de colores y su canasto en la cabeza. El calor aplasta y el sol calcina, pero la gente siempre está en la calle, ya sea sentada en el piso o en una sillita, y todos hablan, todos gritan, todos saludan. Getsemaní es un barrio al que no le importa quedar bien con nadie, se muestra como es, con su encanto y su decadencia. Es, en mi opinión, un centro histórico venido abajo, un lugar que no ha recibido la restauración de la Ciudad Amurallada y que sin embargo tiene su sabor.


Si el Centro Histórico es un hombre vestido de traje paseando en carroza, Getsemaní es un borracho sentado en la esquina, sosteniendo una botella y escupiendo al suelo. Por supuesto Cartagena no se reduce a estos dos sectores, pero creo que ambos son muy representativos de las diferencias que subyacen en esta ciudad. Por eso considero que Cartagena puede ser conocida de muchas maneras. El Centro Histórico es un valiosísimo vestigio de la época colonial, es un lugar que nos transporta y nos enriquece cultural e históricamente, es, como dije antes, mágico. Pero todo lo que se encuentra fuera de las murallas es una cachetada de realidad, es una muestra de la verdadera cultura del caribe, con todo lo positivo y lo negativo. Es lindo dejarse llevar y disfrutar del espectáculo, pero me parece aún mejor ser capaz de ver lo que pasa detrás de escena.


Cuatro maravillas de Colombia

Publicado: 28.06.2008 | 12:49 en

Para que Colombia deje de ser sinónimo de guerrilla y narcotráfico. Para que al decir Colombia no nos invada el fantasma del secuestro. Para mostrar que Colombia es mucho más que lo que se dice de ella. Para que todos sepan que Colombia también es naturaleza, es arte, es historia, es alegría, es música, es devoción. Acá van cuatro lugares que son, a mi parecer y cada uno a su manera, maravillas de este lindo país sudamericano. Están listados en el orden en que los fui conociendo.


1. La Catedral de Sal de Zipaquirá (en el departamento de Cundinamarca, a 49 km de la ciudad de Bogotá)


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De los cuatro, este es el único sitio que fue formalmente nombrado "Primera maravilla de Colombia". Si hay algo que uno se cansa de ver en Sudamérica (y lo digo con todo respeto) son museos e iglesias. Aunque la abundancia de ambos habla muy bien del continente -son un reflejo de la fe y de la importancia histórica y arqueológica de cada país- muchas veces su estructura y su temática se repite pueblo tras pueblo. Hace bastante tiempo dejé de visitar TODAS las iglesias y TODOS los museos para ir a los que realmente me interesan. Cuando me comentaron que a pocos kilómetros de Bogotá existía una catedral imponente no voy a negar que pensé "otra iglesia más", pero cuando me dijeron que estaba bajo tierra y hecha de sal, me dio curiosidad. Así que decidí ir en el día a Zipaquirá, ciudad donde se encuentra esta peculiar construcción.


Para conocer la iglesia hay que ingresar primero al Parque de la Sal, un parque temático de 32 hectáreas dedicado a la minería. Allí, un guía acompaña a los visitantes durante un recorrido de una hora por la Catedral. La historia es la siguiente. La primera catedral de sal fue construida en 1950 por los mineros de Zipaquirá, dentro de las minas donde trabajaban, en honor a la Virgen del Rosario de Guasa, su patrona. A principios de los '90 fue clausurada por inseguridad, ya que había una filtración de agua y ciertas fallas estructurales. En 1995 se inauguró la nueva catedral, esta vez erigida con ayuda de un grupo de arquitectos, pero manteniendo el estilo, estructura y espíritu de la antigua.


La Catedral de Sal está construida a 120 metros de profundidad y ocupa unos 8500 metros cuadrados, además ostenta en su interior la cruz subterránea más grande del mundo (16 metros de altura). La Catedral está dividida en tres grandes sectores: el vía crucis, las tres naves y el conjunto conformado por la cúpula, el coro, los balcones y el nartex o laberinto. Lo interesante de esta catedral es la gran simbología que encierra en cada uno de sus elementos y rincones, ninguna construcción o disposición está librada al azar: por ejemplo, las llamadas "naves" son tres pasillos que simbolizan las tres etapas en la vida del hombre (el nacimiento, la vida y la muerte) también hay cuatro inmensas columnas que representan a lo cuatro evangelistas.


El hecho de estar bajo tierra y dentro de una montaña, la oscuridad, el techo alto, el silencio, todo se une para crear un clima de respeto y meditación. En esta iglesia se puede sentir verdaderamente la fe de sus antiguos mineros.


2. El Valle de Cocora y sus famosas palmas de cera (Salento, departamento de Quindío) 


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Uno de los sectores más recomendados para visitar de Colombia es el llamado Eje Cafetero: una zona conformada por varias ciudades y pueblitos (entre ellos Armenia, Pereira y Manizales) situados en el "triángulo" formado entre Cali, Bogotá y Medellín. Esta zona, como su nombre lo indica, se dedica a la plantación y cultivo de café a gran escala y es uno de los destinos favoritos de los colombianos. Un colombiano que anteriormente se dedicó a recorrer su país (y hoy puso su propio hostal) me recomendó que fuera específicamente a Salento.


Salento es un pueblo de aproximadamente 8000 habitantes ubicado a una hora de Armenia, una de las ciudades más importantes del eje. En Salento existen varias plantaciones de café, pero el mayor atractivo está a 11 kilómetros del pueblo: el Valle de Cocora.


Vacas, caballos, pequeñas fincas, montañas y mucho verde dan un aire de cuento a este lugar. Según dicen, caminar por el Valle es como estar en un pueblito de Suiza (y yo hice el recorrido con una suiza que me confirmó esta similitud), aunque con una pequeña diferencia: dispersadas por todo el Valle están las renombradas palmas de cera. Este árbol fue descubierto en 1810 por el naturista Alexander Von Humboldt, quien se sorprendió por la altura de estas palmas que parecían formar "un bosque por encima del bosque". Lo particular de este tipo de palmera es que es exclusiva de los andes colombianos, crece a 2500-3000 m.s.n.m. y puede alcanzar los 60 metros de altura. Fue declarada árbol nacional de Colombia y símbolo patrio del país y es también el hogar y refugio del loro orejiamarillo, un ave en peligro de extinción. Lamentablemente la palma de cera también se encuentra en peligro de desaparecer debido a su explotación indiscriminada, especialmente en la época cercana a Semana Santa cuando se talan para utilizar sus hojas como ramos. Es muy triste que se esté destruyendo un lugar de tanta belleza como es este valle escondido.


3. Medellín y la Plaza de las Esculturas (Medellín, departamento de Antioquia)  


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Tal vez muchos no la consideren una maravilla en sí, pero esta ciudad tiene algo de maravilloso en sus construcciones y en su ambiente alegre y amigable. Conocida mundialmente por Pablo Escobar y su famoso cartel, Medellín es un lugar que realmente me sorprendió. Por cuestiones de tiempo estuve solamente unas horas (llegué a las 6 de la mañana y me fui a las 8 de la noche), pero aproveché para caminar un poco por el centro y conocer ciertos lugares de la ciudad que me interesaban.


Cuando llegué a la Plaza de las Esculturas, a las 8 de la mañana y con mucho sueño, me olvidé instantáneamente del cansancio y quedé boquiabierta al ver las esculturas del famoso artista colombiano Fernando Botero. La colección de esculturas está ahí, al aire libre, decorando una de las plazas de la ciudad y es, en mi opinión, un museo al aire libre. Botero es un artista que conocía pero que descubrí realmente en este país tras ver su obra en los museos de Bogotá y Medellín. Al igual que me pasó con Oswaldo Guayasamín (uno de los más grandes artistas ecuatorianos) en Quito, en Medellín me enamoré del trabajo de Botero. Ambos artistas representan, cada uno con su propio estilo, el sufrimiento y a la vez la alegría que caracteriza al pueblo latinoamericano.


Me faltó conocer bastante de Medellín como para hacerme una idea más acabada de la ciudad, pero la verdad es que me gustaron muchísimo sus construcciones modernas, sus parques y sobre todo su ambiente. Tuve la suerte de pasar un domingo en esta ciudad y pude sentir cómo viven los colombianos este día. Toda la gente estaba en las calles, la peatonal del centro estaba repleta y a lo largo de sus ocho cuadras había pequeños escenarios con shows de música y baile. Del interior de los bares y restaurantes salía el sonido del tango (al parecer muy popular en esta ciudad) y por la calle vendedores ambulantes ofrecían frutas y arepas. Fue un domingo muy alegre, a diferencia de muchos de los que viví en otras ciudades y pueblos donde las calles quedaban vacías y todas las puertas permanecían cerradas. En Medellín, ni siquiera la lluvia arruinó la alegría del fin de semana.


4. El Parque Natural Tayrona (departamento de Magdalena, en la costa del mar Caribe)


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El Parque Tayrona es "el" parque nacional de Colombia. Ubicado en la costa del mar Caribe, sus 15 mil hectáreas fueron alguna vez el hogar del antiguo pueblo de los Tayrona. Lo exótico de este parque es que en él se une la selva tropical con la playa caribeña. El parque está a unos 45 minutos en colectivo de la ciudad de Santa Marta; al ingresar hay que caminar unos 45 minutos a través de la selva para llegar a la primera playa llamada Arrecifes. Desde ahí, a 20 minutos de caminata está La Piscina, una playa ideal para hacer buceo, y a otros 20 minutos está el Cabo San Juan, una tercera playa donde la mayor parte de los turistas se queda a pasar la noche. El agua es celeste transparente y la arena es muy clara, realmente un paraíso. La sensación de estar durmiendo en un lugar que es parte playa y parte selva no tiene precio (¡y más si es en una hamaca paraguaya!). A una hora y media de caminata del Cabo está Pueblito, un sector donde aún se conservan viviendas de los tayrona. Es indescriptible, mejor miren las fotos.


Cali y Bogotá: dos conceptos de ciudad

Publicado: 23.06.2008 | 09:36 en Textos, Fotos

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Sentí algo raro durante mi estadía en Cali: a pesar de ser la tercera ciudad más poblada del país (después de Bogotá y Medellín), e incluso una de las 150 mayores conurbaciones del mundo, el ambiente que se respira es más de pueblo que de gran ciudad. Con algo más de 2 millones de habitantes, la capital del Valle del Cauca ostenta casas bajas, pocos edificios y un paisaje de sierras de fondo. Las calles parecen tranquilas, casi adormecidas, sin embargo, Cali es considerada más insegura que Bogotá y Medellín. Con una temperatura media de 26°C, en este lugar el calor se siente a toda hora y los mosquitos no dejan a los visitantes en paz. Como descubrí en la mayoría de las ciudades cercanas a la línea del Ecuador, en Cali no hay diferencia entre una estación y otra: acá, como en Guayaquil, o hace calor (mucho) o llueve.


Dediqué varios días a caminar por esta ciudad. Como dije, me sentí más en un pueblo que en una gran urbanización. La gente que uno se cruza por la calle es muy amable, todos están dispuestos a contestar preguntas de cualquier tipo con una sonrisa y a dar indicaciones para que uno llegue a destino. Los hombres tratan a (todas) las mujeres de "reinita, preciosa, mi amor". Y por cualquier lugar de la ciudad que uno camine se siente una especie de amistosidad, como si todos se conocieran de siempre y Cali no fuera más que una gran comunidad.


Durante el día, la sensación que me dio es que no pasaba demasiado. Cada mañana, cuando iba en busca de algo para desayunar, la rutina se repetía. Salía a la calle, muerta de calor, y la poca gente que me cruzaba en el trayecto era siempre la misma: a la derecha, un grupo de albañiles que estaban arreglando una casa; en la esquina, una señora sentada en la vereda, al lado de su quiosquito móvil, ofreciendo "minutos" (así le llaman a las llamadas a celular y hay muchos puestitos callejeros que funcionan de locutorios móviles); dando la vuelta, una panadería y la voz de una mujer que repetía incansablemente "A la orden, ¿qué le sirvo?"; y en la calle de enfrente, siempre, un borracho que me gritaba "¡Pili! ¡Pili! ¡Hola Pili!" mientras me sonreía y me saludaba desesperadamente con la mano.


Es que en Cali lo importante sucede de noche, no por nada la llaman la capital de la salsa. Hay muchos bares y boliches para elegir, lo malo es que, por disposición del gobierno de la ciudad, todos deben cerrar a las 2 de la mañana. Pero, como siempre, la trampa a la ley no tardó en aparecer: Andresito, en las afueras de la ciudad, es un distrito que sigue de fiesta hasta la madrugada.


Cinco días después me trasladé a Bogotá, a unas 9 horas al noreste de Cali, y lo primero que pensé cuando llegué a la capital fue ahora sí. Lo "malo" de haber crecido en Buenos Aires es que después de un tiempo siento la necesidad de estar nuevamente en una gran ciudad llena de gente, con caos y movimiento. Disfruto muchísimo de la naturaleza, de los pueblitos perdidos y del silencio, pero tal vez, paradójicamente, necesito la ciudad (por unos días) para recargar energía. Por eso llegar a Bogotá fue un respiro.


La capital colombiana está ubicada a 2640 metros de altura y asentada sobre lo que alguna vez fue un lago, su temperatura promedio es de 14°C y acá tampoco existen las estaciones: de día hace calor o llueve y de noche siempre hace frío. Y con sus 8 millones de habitantes y sus 1732 km2, el aire que se respira en Bogotá sí es el de una gran ciudad. El Distrito Capital está dividido en 20 localidades y en estas hay más de 1200 barrios en total. Es imposible conocer todo en una semana, pero al ir caminando por distintas zonas uno puede hacerse una idea de cómo es esta linda ciudad.


Pasé los primeros días en La Candelaria, el barrio más antiguo y cultural de Bogotá. La arquitectura consta de casas bajas, de colores, con amplios patios centrales y techos altos, y calles angostas y adoquinadas que por momentos me hacían sentir en San Telmo. Hay muchas iglesias, museos (entre ellos el excelente Museo Botero), bares, restaurantes, teatros, bibliotecas, universidades, y, al igual que San Telmo, esta zona es una de las preferidas por los mochileros de todo el mundo. Caminando se llega a la Plaza Bolívar, una especie de Plaza de Mayo donde se encuentra la Catedral, el Palacio de Justicia y el Capitolio Nacional. Las construcciones están dispuestas alrededor de un cuadrado central, por todos lados hay vendedores ambulantes ofreciendo todo tipo de productos (incluidos los muñecos de "Uribito", réplicas pequeñas del Presidente).


Recorrí otros sectores de la ciudad con mi amigo Mauricio, un bogotano que vivió cuatro años en Buenos Aires y decidió regresar a su país hace pocos meses. Él mismo se sorprendió con los cambios que sufrió la ciudad durante sus cuatro años de ausencia: "Las veredas son más anchas, pusieron ciclovías y shoppings por todos lados y hay muchos más espacios verdes? Todo se ve más lindo, a uno le dan ganas de estar en la calle". Tal vez hay muchos que creen, por desconocimiento, que los colombianos pasan la mayor parte del día encerrados en sus casas con miedo a salir, pero lo que ocurre es totalmente lo contrario. Los bogotanos están siempre en la calle, salen a tomar café y a comer, caminan por las avenidas y miran vidrieras, se relajan en los parques, pasean en bicicleta, visitan los incontables puestos de artesanías y museos, asisten a algún recital o festival gratuito, o simplemente se sientan por ahí a tomar sol y charlar.


Una característica que me resulta muy simpática es la cantidad de puestos callejeros de comida que hay por la ciudad. Los "menúes" que más se repiten son: perros calientes con todo (y por "todo" me refiero a jamón, queso, salsas, tocino, cebolla y papas rebalsar), hamburguesas, arepas rellenas con lo que venga (queso, pollo, chorizo, champignones, huevo, camarones, carne, vegetales) y obleas (dos tapas de oblea redondas con dulce de leche, salsa de mora y crema entremedio). También hay carritos que venden ensalada de frutas en vasito o rodajas de fruta en bolsitas, listas para comer (algo que me parece muy cómodo).


Bogotá, por ser capital (y por ser Bogotá), no se salva de las historias de inseguridad y crímenes. Ahora que pienso, no hubo una capital sobre la que no me alertaran: que Lima, que La Paz, que Quito... Por supuesto soy realista y siempre estoy alerta, porque los robos ocurren en todos lados, pero tampoco se puede vivir en un estado constante de paranoia. Los prejuicios acerca de Colombia son más fuertes aún entre los europeos. Una suiza que también viaja sola me contó que para muchos, viajar a Latinoamérica, y especialmente a Colombia, equivale a algo así como el suicidio. También escuché a una irlandesa que le decía a sus amigos: "Mejor no salgamos a la calle de noche, nos van a secuestrar, estamos en Colombia...", y más tarde, como si estuviera respondiéndoles, una colombiana dijo, entre risa e indignación: "La gente cree que viene a Bogotá y que llega a la selva, y en realidad es una ciudad como tantas otras, somos civilizados". Esto no quiere decir que en Bogotá nunca pase nada, pero lo cierto es que desde hace unos pocos años el nivel de inseguridad bajó y el turismo empezó a crecer. 
   
Desde que empecé a viajar le fui preguntando a todos los viajeros que me crucé cuáles fueron las ciudades que más les gustaron de Sudamérica, y la gran mayoría me respondió Buenos Aires y Bogotá. Además, todos me fueron preparando para Colombia: "Es uno de los países más lindos del continente, te va a encantar". Bogotá, como ciudad, lo tiene todo: (muchísima) cultura, arte, naturaleza, vida nocturna y gente cálida, simpática y amable. A veces uno cree que los habitantes de una gran ciudad son más fríos, distantes o anónimos, pero los colombianos siempre están dispuestos a ayudar o a conversar y tienen un optimismo que ninguna crisis puede destruir. Tuve la suerte de vivir varios días con la linda familia de Mauricio que, sin conocerme, me recibió cálidamente y me hizo sentir parte de la casa. Pasar constantemente de hostal a hostal es cansador, mis mejores estadías fueron en casas de familia de amigos que me hicieron sentir nuevamente en un hogar.


Creo que uno realmente ve y entiende el funcionamiento de cada pueblo, ciudad o país cuando se va a otro. De a poco estoy conociendo la cultura colombiana, su gente, su modo de vivir y de ser. En Colombia se repite algo que fui notando en todos los países que se dividen en serranía y costa: la "rivalidad" entre los habitantes de uno y otro lugar. La sentí en Perú, la sentí en Ecuador y ahora comienzo a percibirla en Colombia. Sin embargo, sigo sosteniendo, no sé hasta qué punto es real: esta rivalidad parece ser una característica que existe en todos los países que albergan geografías muy marcadas y distintas en su interior. Y si las variaciones climáticas son capaces de crear un estado de ánimo particular en la población, es lógico que distintas disposiciones geográficas generen modos contrarios de organizarse y de vivir. Siempre que haya diferencias habrá cierta competencia, pero, a mi parecer, este enfrentamiento es una manera de conservar las tradiciones y costumbres de cada sector.


Más allá de esta pregonada rivalidad, lo cierto es que en Colombia también existen diferencias, como en todos lados, entre costeños y serranos: hablan de otra manera (los bogotanos, por ejemplo, se tratan casi todo el tiempo de "usted"), escuchan otra música, tienen otros platos típicos y sus actividades diarias varían. Pero es parte de la riqueza y diversidad de este país. En pocos días estaré por el caribe colombiano (Santa Marta y Cartagena) y seguiré descubriendo los diferentes modos de vida de cada sector del país y del continente.


La frontera más polémica

Publicado: 18.06.2008 | 15:22 en

  


¿Qué me dijeron acerca del cruce Tulcán-Ipiales (Ecuador-Colombia)? De todo. Desde que salí de Buenos Aires fui escuchando comentarios acerca de esta frontera, especialmente cuando estalló el conflicto entre ambos países en marzo. Me dijeron cosas tan disímiles como: "Las empresas de transporte turístico tienen un acuerdo con la guerrilla para que las dejen circular sin problemas por las rutas", "A la guerrilla le interesa secuestrar turistas para ganar presencia en los medios internacionales", "Si querés ir por tierra tenés que pagar un seguro de U$S 100, te conviene tomar un avión", "No te preocupes, a la guerrilla solamente le interesa la gente adinerada de Colombia", y así decenas de comentarios. Obviamente estoy al tanto de que el peligro existe, pero lo más sensato en este caso me pareció indagar a los viajeros que habían pasado por la zona recientemente.


En Baños (Ecuador) conocí a dos quiteños que habían viajado a Colombia hacía pocos meses, les pregunté qué tan peligroso era ir por tierra y me dijeron que no me preocupara porque toda la ruta Panamericana (la que lleva a las principales ciudades) estaba bajo control militar. En Quito, una chica chilena me contó que en la terminal de Tulcán, hacía pocos días, habían drogado a una turista para robarle todo lo que tenía. Pero fue un caso aislado. En general, la gran mayoría de los que ya habían pasado por ahí me aseguraron que no tuviera miedo, que era una frontera como cualquier otra y que había que mantenerse alerta como en todos lados. Así que decidí hacer el trayecto Quito-Cali por tierra (son aproximadamente 16 horas y es mucho más barato que hacerlo en avión: son 5 dólares hasta la frontera y luego unos 15 hasta Cali).


Salí al mediodía de Quito y llegué a Tulcán a eso de las 6 de la tarde. Como ya estaba oscureciendo decidí pasar mi última noche en este pueblito de Ecuador. De todos los pueblos de frontera que conocí durante este viaje, Tulcán me pareció el "menos peor". En la frontera Tumbes-Huaquillas (Perú-Ecuador) sentí un ambiente mucho más pesado y peligroso que acá. A la mañana siguiente agarré mis cosas y me tomé la combi que me dejaría en LA frontera. ¿Si iba nerviosa? Sí, un poco, pero no tanto por el fantasma de las FARC, sino por estar a punto de entrar a un país nuevo con códigos desconocidos y gente con otras costumbres.


El trámite fue bastante sencillo. Sellé la salida de Ecuador y crucé el puente internacional de Rumichaca para entrar a Colombia. No había demasiada gente: algunos colombianos que cruzaban hacia Ecuador, un grupito mochileros que entraba a Colombia, personas ofreciendo cambio de dinero y muchos taxistas desparramados por ahí. Cuando llegué a la ventanilla de migraciones, lo primero que me preguntaron era cuántos días pensaba estar en el país. Pedí 60 y me miraron con cara rara, me preguntaron de qué país venía, y sin decirme sí o no agarraron mi pasaporte y lo sellaron. Lo miré: 60 días de estadía. Sonreí. Mejor tener días de más que de menos. Salí de migraciones y pasé caminando por un puesto de control militar, me quedé parada esperando que me revisaran la mochila o miraran mi pasaporte, pero nada. Solamente me dijeron: "Siga, bienvenida a Colombia".
 
Lo primero que sentí al entrar al país fue confusión. Me había acostumbrado a la dolarización de Ecuador, pero acá me resultaba difícil darme cuenta rápidamente cuánto estaban intentando cobrarme. La moneda de Colombia son los pesos colombianos y un dólar son aproximadamente 1700 pesos. Pero con 1700 pesos no se puede hacer demasiado. Una botella de agua de medio litro cuesta unos 1500 pesos, un yogur con cereales 1800, un almuerzo entre 3000 y 6000 pesos, platos a la carta arriba de 10.000, alojamiento en las principales ciudades alrededor de 17.000 (por un dormitorio compartido).


Cuando llegué a la terminal de Ipiales se me abalanzaron para ofrecerme pasajes a todos los destinos posibles. Esta "invasividad" me hizo acordar a Perú, donde también me ofrecían viajes, pasajes y tours constantemente. Un hombre me ofreció pasaje a Cali, le dije que sí y me dijo que lo siguiera, e inmediatamente apareció otro que me ofreció lo mismo y me dijo "no vaya para allá, cuidado que le quiere robar". Probablemente la intención del segundo hombre era robarle la clientela al primero, pero de todos modos decidí alejarme de ambos y preguntarle a un policía cuánto costaba un pasaje a Cali antes de comprarlo. Finalmente se lo compré al primer hombre, que resultó ser honesto. Los pasajes de larga distancia son más caros también: en Ecuador, un viaje de 10 horas costaba US$ 10, en Colombia un viaje de 11 horas cuesta entre US$ 15 y 25.
 
Con mi pasaje en mano y media hora de espera, decidí ir a desayunar. Pregunté en algunos de los restaurantes de la terminal qué servían y todos me respondieron algo así como "carne con arroz" (no es lo que acostumbro comer a las 8 de la mañana). Lo mejor que encontré, a mi gusto, fueron "huevos pericos con queso, arepas, mantequilla y café". Me senté, pedí eso y al rato le pregunté al mozo, casi en secreto, qué eran los huevos pericos: "Huevos revueltos con tomate y cebolla".


A las 9 salió el colectivo y durante las 11 horas de recorrido fui descubriendo diferencias entre el país que acababa de dejar y el nuevo al que estaba entrando. La vegetación de Colombia es más tropical, los colores de las flores y de las hojas me parecieron aún más intensos y el clima mucho más caliente. Vi muchísimas más palmeras que en Ecuador y flores muy exóticas. El paisaje que se ve por la ventana es impresionante, el colectivo va por las montañas y cruza ríos y pueblitos escondidos. En cada parada se suben mujeres ofreciendo frutas y bebidas. La alegría de la gente se siente en el aire.


Algo que me llamó la atención, y me gustó, es la forma de hablar de los colombianos. Más allá de su acento, me pareció muy curioso que utilizaran tres maneras distintas de dirigirse a los demás: "tu", "vos" y "usted". El "usted" se usa como muestra de formalidad, pero también se utiliza en las charlas informales entre padres e hijos, hermanos, amigos o novios. El "vos" es más neutro y se usa cuando el nivel de confianza no es tan alto, y el "tu" se usa entre amigos. Aunque, por lo que estuve escuchando, las tres palabras se alternan indistintamente.


Siempre lleva unos días amoldarse a un nuevo lugar, y al principio me costó entrar en la sintonía colombiana porque venía acostumbrada a la vida en Ecuador. En Colombia las distancias son mucho más largas, los trayectos entre las principales ciudades llevan varias horas (por ejemplo, ir de Cali a Bogotá son 10 horas, de Bogotá a Medellín unas 9, de Medellín a Cartagena como 20), no como en Ecuador que en 4 o 5 horas se llegaba a cualquier lado. La comida también es distinta y las carnes tienen tantas formas de ser preparadas que a veces no sé qué es lo que estoy pidiendo. El alojamiento, la comida, el transporte, todo es caro en comparación con los países anteriores.


Llegué a Cali de noche, después de un viaje agotador (hace muchísimo calor en la ruta), con muchas ganas de descansar y de prepararme para conocer este país del que todos los viajeros se enamoran.


Descubrir la sierra ecuatoriana

Publicado: 09.06.2008 | 19:41 en Textos, Fotos

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Cuando uno piensa en Ecuador, lo primero que se le viene a la mente es una palabra: calor. Pensamos en ese pequeño país y todo lo que vemos son palmeras, bananas, mar y casi sentimos la temperatura (que suponemos) agobiante. Pero el calor es solamente uno de los tantos climas de este país, la realidad es que en el Ecuador uno puede experimentar las cuatro estaciones en un día.


A pesar de poseer una de las menores superficies de América (270.670 kilómetros cuadrados), Ecuador es uno de los países con mayor biodiversidad del mundo, con 9,2 especies por km2.Y al contrario de lo que normalmente imaginamos, Ecuador no es sólo playa. Cuando uno comienza a familiarizarse con este país descubre que existen cuatro zonas completamente distintas: la costa, la sierra, la selva y las Islas Galápagos.


La selva, ubicada en la cuenca del Amazonas y conocida como El Oriente, ocupa casi la mitad del territorio, aunque solamente un 5 por ciento de la población vive en este sector. Ir al Amazonas, en mi opinión, merece un viaje aparte, por eso decidí dejar el Oriente (y toda la cuenca del Amazonas) para un viaje futuro. Adentrarse en las Islas Galápagos es, según me contaron, como transportarse en el tiempo y el espacio, es llegar a un mundo donde lo primordial es cuidar la naturaleza y preservar la flora y fauna del lugar.


Lamentablemente, un viaje a las islas puede costar, como mínimo, 600 dólares (solamente la entrada cuesta 100 dólares para extranjeros), así que tuve que conformarme con ver fotos y escuchar las historias de quienes estuvieron por allá. La costa ecuatoriana es como todos la imaginamos: mar cálido, arena clara, surf, calor, humedad. Pero no es una zona homogénea: el clima varía de un ecosistema a otro, los nativos de cada lugar tienen rasgos y raíces distintas (en Esmeraldas, por ejemplo, hay una gran comunidad afro-ecuatoriana) y cada pueblo o ciudad costera tiene su propia personalidad. 


Haciendo un panorama general de mis casi siete semanas en Ecuador me di cuenta de que dediqué, involuntariamente, la mayor parte de mi tiempo a descubrir la sierra (y eso que soy fanática del mar). Es imposible no enamorarse de los paisajes, de los colores, de la gente, de los pueblitos perdidos en medio de las montañas. Cada lugar que conocí me dejó algún recuerdo, aprendizaje o anécdota.
En Loja, primera ciudad del Ecuador a la que llegué, aprendí que el clima de la sierra es predecible e impredecible a la vez: todos los días llueve, lo que nunca se sabe es a qué hora, por eso siempre hay que estar preparado para el agua (que en general cae después del mediodía). En Cuenca sentí la calidez de la gente y descubrí que los serranos tienen una manera particular de hablar y de pronunciar las palabras, muy distinta a los costeños (en muchos casos, en vez de usar el "tú" usan el "vos", algo que los costeños jamás hacen).


En Quito conocí la "verdadera" Mitad del Mundo (que está a unos 500 metros de la original y fue "calculada con GPS") y me divertí con los experimentos que, supuestamente, prueban que estamos parados sobre la verdadera línea del Ecuador. Ejemplos: en la línea del Ecuador, es posible equilibrar un huevo (crudo) sobre la cabeza de un clavo; al sur de esta línea, el agua desagota en el sentido de las agujas del reloj y al norte de línea, en el sentido contrario (se realiza una demostración con un pequeño lavatorio al que se le tira un balde de agua con hojitas que giran para uno y otro lado según de qué lado del Ecuador estemos ubicados); en la línea del Ecuador pesamos menos (aunque no tanto como 1 kilo menos como dicen...). Fue interesante, aunque después me contaron que está todo armado y que hay cosas que no suceden así realmente. 


En Otavalo, un pueblo ubicado a 2 horas y media al norte de Quito, caminé por el enorme mercado indígena que es montado todos los sábados en las calles de este lugar, a 3000 metros sobre el nivel del mar. Mientras caminaba por el pasillo formado por los miles de puestitos, escuchaba de todos lados: "A la orden señorita, ¿qué está buscando? Le hacemos descuento". Allí tampoco me salvé de la lluvia y del frío (en la sierra hace más frío que calor).


En Baños de Agua Santa, una pequeña ciudad ubicada al pie del volcán Tungurahua, me sumergí de noche en las aguas termales y recorrí, en bicicleta, sus caminos rodeados de cascadas. Allí me enteré que Tungurahua significa "garganta de fuego" en quichua y que la vida de esta población ha estado marcada por las erupciones del volcán. Sin embargo, como muestran las obras de arte colgadas en la Basílica de la ciudad, la Virgen de Agua Santa siempre se ha encargado de proteger a su pueblo de la destrucción del Tungurahua. Constantemente se realizan simulacros de evacuación, y cuando se detecta una posible erupción, la gente tiene 16 horas para abandonar la ciudad.  


Pero el lugar que más me gustó de la sierra ecuatoriana es tal vez el menos conocido y el menos promocionado de los anteriores: el Lago Quilotoa. Cuando uno llega a este pueblito, a unas cuatro horas al sudoeste de Quito, todo lo que ve son unas pocas (poquísimas) casitas dispersadas a lo largo de unas dos cuadras (la mayoría son posadas, almacenes o restaurantes), caballos sueltos, algunas personas y mucha pero mucho niebla. Parece un lugar perdido en medio de la nada, y probablemente lo es, pero la mística que encierra este pequeñísimo pueblo lo hace inolvidable. Al adentrarse en la niebla, uno obligatoriamente debe bajar por la ladera de las montañas y allí se empieza a ver el verdadero espectáculo: una laguna verde-azul, de 3 km de diámetro, que descansa inmóvil en el cráter de un volcán.


Llegar hasta la orilla del lago demanda más de media hora de constante bajada, pero la paz que se siente al estar frente al agua es indescriptible. La subida es agotadora, especialmente por la falta de oxígeno (el lugar está a casi 4000 metros de altura), pero realmente lo vale. Se puede subir a caballo (constantemente hay mujeres y niños ofreciendo este "servicio), pero la subida a pie, a pesar de demandar muchísimo esfuerzo, es mucho más gratificante. Nosotros hicimos la bajada dos veces y al subir fuimos descubriendo que el terreno se dividía en etapas: primero el pasto, luego una difícil subida de arena, en tercer lugar lo que llamamos "las cavernas" (pasadizos por las rocas) y por último el barro. Cuando se llega nuevamente a la cima, la niebla se ha ocupado de volver a cubrir la laguna, reservando la visión para aquellos que se animen a bajar hasta su orilla.


Durante mi estadía en Ecuador conocí tanto serranos como costeños, y ambos me contaron acerca de la rivalidad que existe entre unos y otros. Además de ser físicamente distintos, sus estilos de vida e idiosincrasia también difieren. Se dice, aunque las generalizaciones no son buenas, que los serranos son más conservadores, mientras que los costeños son más liberales. Los primeros se refieren a los segundos como "monos", aunque, según me contó un amigo de Guayaquil, a los serranos les encantan las chicas de la costa... El problema, al parecer, es entre los del mismo sexo. Hay algo de realidad en esta rivalidad, pero yo personalmente no sentí odio entre unos y otros. Tal vez las mayores diferencias que encontré entre sierra y costa fueron la comida, la forma de hablar y el clima. 


Pasé mi última noche en Ecuador en Tulcán, el pueblo más norteño de los de la sierra, a 5 horas de Quito y a pocos kilómetros de la frontera más caliente y polémica: la de Colombia. Crucé el puente que une ambos países a la mañana siguiente y 11 horas después llegué sana y salva a Cali, pero los detalles los contaré en el próximo posteo.


La vida en el penal cinco estrellas

Publicado: 29.05.2008 | 13:42 en Textos

Cristina y Grace, de 24 y 19 años, son dos de ocho hermanas. Ambas ecuatorianas, nacidas en Quito, comparten algo que las diferencia de las chicas de su edad: están en pareja con dos presos.
 
La historia de amor de Cristina comenzó hace tres años y medio, cuando conoció a "Sunny" (pronunciado Soni), un holandés de 29 años, en una discoteca de Quito. "Salimos durante un mes y lo último que supe de él es que se había tomado el avión de regreso a Holanda", me cuenta Cristina mientras compartimos un vaso de gaseosa dentro de la celda de Sunny. "Unos tres meses después me llamó por teléfono y me dijo que estaba en Ecuador; imagínate mi emoción, enseguida le pregunté dónde estaba para ir a verlo y cuando me contestó que estaba preso me desmayé, literalmente me caí al piso." Minutos después de haberse despedido de Cristina, Sunny fue detenido en el aeropuerto de Quito con 2 kilos y medio de cocaína. La sentencia: 8 años de prisión. A partir de aquél llamado telefónico, Cristina comenzó a visitarlo en la cárcel tres veces por semana: miércoles, sábados y domingos, los días que el penal abre sus puertas, de 9 a 17, a las familias y amigos de los presidiarios. Finalmente, unos meses después, se casaron. "No tuve el casamiento que toda mujer sueña, de blanco y con una gran fiesta, pero estoy feliz de estar con él y noto que la cárcel lo ha cambiado para bien", me confiesa Cristina mientras mira a su marido. Si todo sale bien, Sunny conseguirá la libertad condicional a fines de este año. ¿Sus planes para cuando quede en libertad? Irse a vivir con su mujer y formar una familia. "Por intentar hacer dinero fácil perdí mi libertad, cuando salga quiero rehacer mi vida", me confiesa Sunny.
 
Nos trasladamos a otro pabellón y entramos a la celda de César, un colombiano de 28 años que también está preso por tráfico de drogas. Allí conozco a Grace, hermana menor de Cristina, quien enseguida me cuenta su historia con César. "Yo venía siempre con mi hermana a visitar a Sunny, y un día, en una de esas visitas, César me dijo un piropo. Yo no sabía quién era, y en el momento lo ignoré, pero me quedé pensando en él y me decía a mí misma que no era posible que me gustara un hombre así", me dice riéndose. "Luego empecé a venir a verlo más seguido y hoy estamos juntos hace varios meses? Ya ves, uno encuentra el amor en los lugares más inesperados." Grace me dice que siente que conoce a su pareja de toda la vida: "La primera vez que entré a su pabellón, a su celda, yo sentí que ya conocía el lugar, que había estado ahí antes? ¡y yo nunca había entrado a este sector porque Sunny está en otro pabellón! Además antes de conocerlo ya había soñado con él?". "Tal vez se conocieron en otra vida", le sugerí, y enseguida abrió los ojos y me dijo: "Sí, sí, siempre pienso eso, y a veces creo que estoy loca pero realmente siento que es así".
 
Pasé seis horas dentro del penal, hablando con varios presidiarios, la mayoría de ellos extranjeros que cayeron por tráfico de drogas. Cuando le conté a César y a Grace que me iba para Colombia, César fue inmediatamente a buscar a sus amigos colombianos que viven en el mismo pabellón. Martín, de Medellín, y Carlos, de Barranquilla, me contaron muchísimas historias acerca de la vida en esta cárcel tan particular. Particular porque, según ellos, se trata de un penal "cinco estrellas". 
 
Ubicada en una loma, cerca del centro antiguo de Quito, esta cárcel no es la que uno se imagina, no se parece en nada al estereotipo que nos formamos a partir de las películas. Los presos no viven en celdas vacías ni tienen barrotes que los separan del pasillo, tampoco están obligados a seguir una rutina o a hacer trabajos forzados. Lo más atinado es comparar las celdas con cuartos, o como dicen ellos, con "apartamentos". Cada cubículo tiene unos 2,5-3 metros de ancho por 4 metros de largo. En cada celda hay una cama marinera, televisión con cable, reproductor de DVD, equipo de música, cocina y baño; en las paredes hay fotos y pequeñas estanterías con libros. La puerta que separa cada "apartamento" del pasillo es doble: primero hay una reja y luego una puerta blanca totalmente concreta que una vez cerrada no permite ver de afuera hacia adentro.
 
En varias celdas se ofrece algún tipo de servicio: por ejemplo dentro de una se hacen fotocopias y en otra se arreglan equipos de DVD. La celda de Sunny también funciona como almacén: en las paredes hay sobrecitos de café, azúcar, galletitas, papel higiénico? Los productos no son de él, Sunny simplemente se encarga de venderlos y la ganancia queda para el dueño del negocio quien, a cambio, le da comida y vivienda. Es que en este penal, como dice Martín, quien manda es el dólar: "Si tienes dinero, vives como un rey, si no la estadía se te hace más difícil". Las celdas se compran, las mejores cuestan entre 2000 y 3000 dólares. "Si no tienes dinero para comprar tu propia celda, debes dormir en el piso de alguna, pero generalmente a las 7 de la mañana te echan", me explica Martín, quien tiene su propio cuartito al lado del de César. Cada pabellón tiene tres pisos, en el de Sunny, incluso, hay tres mesas de pool. "Una vez hubo un francés al que se le terminó la condena y no quiso irse, se quedó en su celda hasta que las autoridades se dieron cuenta y tuvieron que venir los de la embajada francesa a llevárselo", cuenta Martín a carcajadas. "Pero no todos los pabellones son así de lujosos, en el pabellón A la gente vive apilada, hay 40 o 60 personas por cuartito, allí sí que las condiciones son inhumanas. Cuando hay días de visita, empiezan a bañarse a las 4 de la mañana, imagínate que son 40 personas que comparten un baño", explica Martín, quien cuando apenas entró al penal debió vivir por un tiempo en ese sector.


Stanley, otro holandés amigo de Sunny, me lleva a recorrer el penal. Salimos del pabellón D hacia un patio pequeño, donde hay una cancha de básquet y puestos que venden comida. "La comida que nos sirven no es comida? lo mejor es comprarse en estos restaurantes o cocinarse uno mismo, porque lo que nos dan aquí nos pone enfermos", me cuenta, en inglés. Stanley también está adentro por tráfico de drogas: lo encontraron en el aeropuerto de Quito con varios kilos de cocaína. Me invita a caminar con él por el patio mientras me cuenta historias de la vida en prisión. Le pregunto cómo es un día allí adentro: "No debemos cumplir una rutina obligatoria, solamente hay que despertarse a las 7 que es cuando toman lista, pero luego cada cual hace lo que quiere. Yo hago un poco de deporte por la mañana, luego descanso, duermo un rato, almuerzo, y leo o me quedo hablando con alguno de mis amigos". Stanley casi nunca recibe visitas ya que todos sus amigos y familiares viven en Europa. "Es muy duro acostumbrarse al encierro, pero por suerte tenemos más libertad de la que uno se imagina." Me explica que todos pueden circular por los pabellones y por el patio cuando lo desean, y que si quieren pasarse todo el día durmiendo, nadie se los impide. "Hace un tiempo, este lugar era muy peligroso porque había muchas pandillas, y si no te unías a ellos eras su enemigo. Hubo varios enfrentamientos armados y muertes, pero por suerte ahora está todo más tranquilo". Le pregunto a Stanley si hubo casos de presos que huyeran y me cuenta: "Una vez vino un grupo de monjitas, al parecer un preso encerró a una, le sacó el hábito, se vistió de monja y salió caminando por la puerta principal. Otra vez hubo otro que también se escapó vestido de mujer". Seguimos caminando y llegamos al patio principal, donde unas 30 personas están amontonadas formando un círculo central: está por comenzar la pelea de gallos. En este caso, un gallo versus una gallina. Las apuestas ya están hechas y el ring está preparado. Miro por primera vez en mi vida cómo una gallina lastima a un gallo hasta dejarlo ciego y tambaleándose, totalmente ensangrentado. A mi alrededor se escuchan los gritos de aquellos que apostaron 100 o 200 dólares por uno de los dos animales: "¡Vamos! ¡Mátalo! ¡Mátalo!". La pelea termina y empieza a llover, así que entramos nuevamente a uno de los pabellones. Stanley me presenta a varios de sus amigos: un español, un rumano, un estadounidense. Cada vez que les pregunto hace cuánto están adentro, miran su reloj y me contestan con exactitud: "6 años, 3 meses, 8 días y 2 horas".
 
Este penal es sólo para hombres, pero es muy común que haya mujeres por todos lados durante los días de visita. Mi visita a esta cárcel fue totalmente improvisada. El domingo, dos chicas australianas del hostal me comentaron acerca de la posibilidad de ir a visitar a los reclusos e inmediatamente dije que sí. En la cartelera del hostal había un papel que daba los nombres de varios presos extranjeros, la dirección del penal y los horarios de entrada, así que anotamos la información y nos fuimos para allá, sin saber más que el nombre y la nacionalidad de las personas que íbamos a conocer. En la entrada nos sacaron las cámaras de fotos, celulares, maquillaje, cinturones, anteojos, objetos de vidrio; luego nos revisaron la ropa para ver si llevábamos armas, drogas, alcohol o algún otro elemento no permitido; finalmente nos pusieron dos sellos en el brazo derecho y se quedaron con nuestros pasaportes. Apenas entramos al pequeño hall que une los pabellones A, B, C y D, varias personas se nos abalanzaron: Miss ¿a quién busca? Venga conmigo ¡yo la llevo! El primer nombre que teníamos anotado era el de Sunny, así que el recluso que nos "guiaba" nos llevó al pabellón D y se puso a gritar su nombre hasta que finalmente nos dejó en la celda correspondiente. Todo a cambio de un dólar.
 
A las 3 de la tarde termino el recorrido por el penal y me despido de Stanley, quien me agradece la visita: "Es bueno ver caras nuevas y hablar con otras personas. De verdad, muchas gracias por venir". En pocas horas le informarán si se le otorgará la libertad condicional o no, así que está muy nervioso y emocionado. Me saluda y me deja nuevamente en la celda de César. Martín, otro de los colombianos, me da un papel: es una carta para su hermana. "Por favor, si vas a Medellín llévale esto a mi hermanita, yo le voy a avisar que la vas a ir a ver, ella te puede llevar a conocer mi ciudad". Guardo la carta en el bolsillo y charlamos un rato más, hasta que se hace la hora de irnos. Grace me agarra del brazo y nos vamos a la celda de Sunny a buscar a Cristina, quien está con su marido mirando una película. Salimos las tres juntas, bajamos la loma y caminamos hacia un puente. Sigue lloviendo y el frío de la sierra comienza a sentirse. Me despido afectuosamente de las dos chicas y me tomo un colectivo hacia mi hostal. Durante todo el trayecto observo la ciudad de Quito con fuerza, intentando abarcar las montañas, los edificios, la gente, los parques, en mi mirada. Todavía no termino de digerir todo lo que viví en tan pocas horas. Pienso en cuán valiosa es la libertad y a la vez admiro la fortaleza de estas dos hermanas, quienes el próximo miércoles, y el próximo sábado, y el próximo domingo, durante quién sabe cuántos meses, estarán nuevamente ahí, viviendo sus historias de amor en el lugar que jamás soñaron.


Relato de un pueblo mínimo

Publicado: 23.05.2008 | 12:09 en Textos, Fotos

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Apenas pisé este pueblito mínimo, escondido, conocido como Montañita, pensé: acá me quedo. Y parece que no fui la única.


Esta comuna, ubicada en la costa ecuatoriana y a 200 km de Guayaquil, es uno de los tantos pueblitos que conforman la Ruta del Sol. Con sólo dar una vuelta por sus cortas calles de tierra, uno puede ver qué tipo de gente habita este lugar: artesanos, músicos, surfers, escritores, hippies y muchísimos extranjeros que fueron "de pasada" y nunca más volvieron a sus países. Todas las historias que me contaron los habitantes de Montañita parecían ser la misma, lo que variaba eran los detalles. Ya hace 7 años que estoy viviendo acá, y pensar que vine solamente por 15 días, me dijo, con una sonrisa, una argentina que hoy tiene su propio local de ropa y una casa en la playa. Hace 8 años que estoy viajando por Latinoamérica, pero siempre me quedo por lo menos 6 meses en este lugar, me dijeron, en distintas conversaciones, un artesano uruguayo y un artesano/músico peruano. Hace más de tres años que tengo este local, y estamos pensando en poner una sucursal en Guayaquil, me cuenta, orgulloso, un argentino mientras me sirve una pizza. Decidí quedarme en Ecuador porque es un país que tiene una gran diversidad de gente, de paisajes, y Montañita es como un paraíso para mí, me confiesa un italiano, dueño, junto con su mujer ecuatoriana, de un hostel ubicado frente al mar.


Y así es la vida en este lugar:  hay decenas de ecuatorianos, suizos, argentinos, israelíes que decidieron quedarse a vivir en Montañita y poner un hotel, un restaurante, una pequeña agencia de viajes, un negocio de Internet, un puestito de artesanía, un poco de música. En Montañita el tiempo parece estar suspendido, acá los calendarios no importan y los relojes tampoco. Todo el año hace calor, y los meses se diferencian por la nacionalidad de los viajeros que visitan el lugar: en enero y febrero se llena de argentinos y chilenos; en junio, julio y agosto, le toca el turno a los europeos, pero incluso durante la temporada baja hay gente de todas partes del mundo. No importa la época del año, hay una energía positiva y un ambiente amigable que se mantiene constante y que es difícil de encontrar en otros lugares.


En Montañita es imposible no conocer gente, basta con caminar por la callecita principal para que los artesanos que están ubicados a los costados saluden y entablen conversaciones. Si uno decide salir a comer solo, lo más probable es que termine hablando con la gente de las mesas que lo rodean o incluso con los meseros (que no son más que viajeros que decidieron quedarse unos meses a trabajar en el pueblo). Todos tienen alguna historia para compartir. Yo llegué sola a este pueblo y me hice amigos suizos, suecos, británicos, escoceses, dominicanos, colombianos, argentinos.


Pero además de extranjeros, los locales también están muy presentes. La gran mayoría de los jóvenes nativos dedica su vida al surf. Es que Montañita es considerada la mejor playa del Ecuador para practicar este deporte, gracias a sus olas perfectas que pueden alcanzar los 6 metros de altura. Todos los años se realizan torneos internacionales de surf, y muchos de los deportistas locales fueron campeones en alguna ocasión. Tanto los principiantes como los campeones se animan a correr las olas de Montañita, y muchos organizan sus días en base a esta actividad: se despiertan bien temprano y se van al point (la punta de la playa) para aprovechar las mejores olas, luego almuerzan, descansan un rato bajo el sol y vuelven al mar a la tarde, cuando la marea sube y las olas son más definidas.


Pero quienes no practican surf no tienen tiempo de aburrirse. En las calles se escucha música constantemente y siempre hay alguien dispuesto a charlar. No hay necesidad de transporte, el pueblo es muy chico y se llega a todos lados caminando. Una opción para hacer durante el día es visitar alguna de las 21 comunas que conforman el camino conocido como la Ruta del Sol. Esta ruta empieza en Santa Elena, al sur, y termina en Puerto Cayo, al norte; y para recorrerla, los colectivos viajan a pocos metros de la costa del Pacífico.


Durante la noche, Montañita ofrece muchas opciones. Los viernes comienza a llegar la gente de Guayaquil, y los fines de semana, el pueblo se llena. Los lugares nocturnos están en sintonía con el estilo rústico del pueblo: hay puestitos ambulantes con sillas a los costados que funcionan como bares callejeros y las discotecas suelen estar construidas con materiales naturales como caña o paja y con pisos de arena. Los perros no tienen ningún problema en quedarse tirados en la arena, en medio de la pista, mientras decenas de personas bailan y saltan al ritmo de la música en vivo.


Montañita, al ser una comuna, es administrada por los nativos. Todos se conocen y conviven pacíficamente. No es raro escuchar, por los altoparlantes de algún camión o puestito, un "mensaje a la comunidad", al estilo se extravió la patente de una moto, por favor, quien la encuentre será recompensado con una botella de vino; y también queremos desearle un muy feliz cumpleaños a Margarita de parte de todos sus hijos, y para ella es la siguiente canción.


En los '60, Montañita fue un lugar de encuentro para los hippies, para todos aquellos que buscaban un modo de vida distinto, más relajado, en contacto con la naturaleza y fuera del sistema. Hoy pareciera que el tiempo no hubiese avanzado, este pueblito sigue siendo un paraíso para los hippies y los viajeros. Si hay algo que aprendí de la gente de este lugar, es que el tiempo puede sentirse y vivirse de otra manera. Cuando le conté a un artesano que mi plan era llegar en 5 o 6 meses a México, sonrió y me dijo: "Yo estoy viajando hace 8 años y todavía no salí de Sudamérica... 5 meses no es nada". Me hizo darme cuenta de que cada lugar necesita su tiempo para ser conocido; y tiene razón, porque ya voy casi 4 meses de viaje y recién estoy en Ecuador?


La sensación que me llevo es que en este pueblo el tiempo no existe. Cada una de las personas que lo habita tiene su motivo para quedarse; algunos se instalan para siempre, otros por algunos meses, muchos se quedan toda una temporada haciendo surf y varios están unos días y siguen camino. Pero todos coinciden en que hay cierta vibra o energía que hace que uno no quiera irse. Yo estuve 10 días y finalmente me vine a Quito, aunque no fue fácil cambiar mar por sierra y calor por frío. Y ahora cada vez que me piden que recomiende un pueblo para visitar en la Ruta del Sol, digo automáticamente Montañita, pero enseguida agrego: tené cuidado con ese lugar, vas a tener ganas de quedarte a vivir.


Guayaquil, la ciudad que no conoce el frío

Publicado: 15.05.2008 | 13:05 en Textos, Fotos

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Pasar, en menos de 4 horas, de una ciudad tranquila y acogedora como Cuenca a una caótica y ruidosa como Guayaquil hizo que me sintiera un poco perdida. Llegué de noche, con lluvia, y me recibió un calor húmedo, pegajoso, aplastante, como el de Buenos Aires en sus peores momentos. Me había acostumbrado a la temperatura de la sierra, cálida durante el día y más fresca por la noche, pero Guayaquil es una ciudad donde el frío no existe y las estaciones tampoco. Acá todos los días del año son (extremadamente) calurosos y el único alivio que existe frente a este agobio es el de la lluvia. La temperatura promedio de la ciudad más poblada del Ecuador es de 28°C. Bienvenidos a la costa ecuatoriana.


Mientras cruzaba el puente que une la terminal terrestre con el centro, y pasaba a formar parte del tráfico descontrolado de taxis, motos, colectivos, camiones, pensé, con algo de resignación: Otra vez en la gran ciudad... Desde que entré al país escuché y leí muchísimas historias acerca de Guayaquil: crímenes, robos a mano armada, asesinatos, inseguridad. Muchos viajeros me previnieron acerca de los peligros de esta ciudad, pero lo mismo me dijeron acerca de muchos otros lugares en los que no tuve problemas, así que decidí arriesgarme una vez más. Es cuestión de mantenerse alerta y con los ojos abiertos.


Guayaquil es sede del mayor puerto del país, es una ciudad con gran actividad comercial y considerada una de las más emprendedoras de América. Desde hace unos años, se está llevando a cabo un proyecto de regeneración urbana para mejorar los servicios, embellecer la ciudad y ofrecer mayores atractivos turísticos y empresariales. Guayaquil se divide, a grandes rasgos, en tres zonas: el norte, el centro y el sur. La mayor parte de la actividad comercial se da en el centro de la ciudad, sector que, en lo personal, no me gustó demasiado. Hay una avenida principal (la 9 de Octubre) que es atractiva, pero el resto me pareció ruidoso, sucio, acelerado: una mezcla entre Retiro y Once en hora pico. Hay, sin embargo, pequeñas "islitas turísticas" muy agradables. Las iguanas, animal característico de la ciudad, se reúnen a tomar sol en el Parque de las Iguanas, en donde descansan colgadas de los árboles, subidas a los monumentos o echadas en el pasto. El Malecón 2000, una de las obras más importantes de la ciudad, bordea, a lo largo de 2.5 km, el río Guayas y ofrece jardines, museos, restaurantes, cines y monumentos. Al final del Malecón se alza Las Peñas, el barrio más antiguo de Guayaquil, ubicado en el Cerro Santa Ana y abandonado hasta hace poco. Actualmente, sus casitas de colores fueron recuperadas y reconstruidas, muchas transformadas en bares y restaurantes muy populares durante la noche. Para quienes soportan el calor, una buena opción es subir los 444 escalones que conducen al mirador desde el cual se puede observar la parte norte de la ciudad.


El norte está formado, principalmente, por La Alborada (barrios de clase media), Urdesa (una zona con viviendas y comercios) y La Puntilla (zona con muchísimos barrios cerrados y ciudadelas más exclusivas). Este último sector, llamado Sanborondon, es conocido también como "Pelucolandia". Esta denominación surgió el año pasado cuando el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, utilizó la palabra pelucones para referirse, despectivamente, a la población de mayor poder adquisitivo que reside en Sanborondon. La palabra pelucón es una alusión a las pelucas usadas antiguamente por la aristocracia, y fue utilizada por primera vez en Chile durante su independencia para denominar a los conservadores (quienes se enfrentaron a los liberales o pipiolos). A principios del siglo XX, se utilizó también en Quito como manera de señalar a algunos de los poetas de la llamada Generación Decapitada; luego, durante muchos años, el vocablo se perdió y en el 2007 fue resucitado por Correa. El término causó muchísima polémica y pasó a englobar a todos aquellos que no están a favor del oficialismo. Y en Guayaquil no son pocos: esta es una de las ciudades más opositoras al Presidente.


El sur de la ciudad alberga, por un lado, al Barrio Centenario, donde vive gran parte de la aristocracia de la ciudad, y por otro, a El Guasmo y El Suburbio, barrios más humildes, peligrosos y marginales. Allí realizan su labor los mochileros que viajan, de todas partes del mundo, para trabajar como voluntarios en el país. Tuve la suerte de conocer a una de las familias que, sin recibir nada a cambio, aloja en su hogar a estos viajeros durante los meses que están en Ecuador. Me contaron acerca de los variados huéspedes que fueron recibiendo a lo largo de los años, de la excelente convivencia y adaptación y del cariño que se formó y creció durante el tiempo de estadía. También conocí al resto del grupo de chicos voluntarios que vive y trabaja en Guayaquil (amigos de Jack y Mark, a quienes conocí en Cuenca). Me resulta gracioso escuchar cómo estos viajeros que provienen de lugares como Noruega, Alemania, Australia, utilizan la jerga ecuatoriana al hablar español. Cuando algo les gusta, es bacán; si no entienden lo que les acaban de decir, preguntan ¿mande?; una chica es esa man; y ¡chuta! demuestra preocupación o desagrado.


Para coronar mi estadía en Guayaquil, Jenni, una amiga ecuatoriana, me llevó a comer un plato típico de Ecuador: cangrejo. Tenía mis dudas acerca del sabor de este animalito que relaciono más con la playa que con la cocina, pero estaba dispuesta a probar esta comida tan popular. Fue una experiencia muy divertida, más que nada porque nunca me imaginé que me iban a servir al cangrejo entero, así como Dios lo trajo al mundo, con sus patitas y sus ojitos, y no uno, sino varios. Para Jenni fue más divertido ver mi cara cuando, antes de traer la comida, me dieron un martillo similar al que debe usar (imagino) un juez en un remate. ¡¿Tengo que matarlo?! No, el cangrejo ya viene hervido, casi listo para comerse, pero el martillo es esencial en el proceso de degustación... Para alguien que jamás en su vida comió cangrejo, lo más lógico sería pegar un martillazo en el centro del cuerpo del crustáceo y comer lo que se encuentra adentro. Error. La carne, aunque no lo crean, está en las patitas y en las pinzas. Hay que arrancarlas del cuerpo, una por una, separarlas en partes y romper la corteza dura que las rodea (para eso el martillo) para poder acceder a la parte comestible. Recién ahí uno puede probar la (deliciosa) carne de cangrejo.


Pasé casi una semana en esta ciudad, antes de emprender mi recorrido por la Ruta del Sol, el camino que bordea el Océano Pacífico. En ningún momento dejé de sufrir el calor y la humedad de Guayaquil. Cada vez que me quejaba del calor, los guayacos se reían y me decían: "Es que estamos en invierno...". Además de no tener estaciones, los dos períodos climáticos de la ciudad tienen una denominación totalmente contradictoria con la nuestra: el "invierno" de Guayaquil (que va de diciembre a abril) es lluvioso, húmedo y con calor tropical; y el "verano" (de mayo a diciembre) es seco y un poco más fresco. Invierno, para mí, significa frío, bufanda, campera, nieve tal vez, pero nunca asociaría el invierno con los 30 grados de calor que hace acá todas las noches. Es una muestra de cómo una palabra puede significar cosas totalmente opuestas en distintas partes del mundo.


La Atenas del Ecuador

Publicado: 07.05.2008 | 13:19 en Textos, Fotos

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Viajé los 490 km entre Loja y Cuenca con un sol espectacular, y apenas me bajé del colectivo y salí de la terminal, se largó a llover. Pero como descubrí en Loja, la sierra ecuatoriana es así: llueve, se nubla, sale el sol, llueve... Así que sin preocuparme demasiado por un poco de agua, me tomé el transporte público hasta el centro histórico de la ciudad y me bajé a pocas cuadras del hostel. Empecé a caminar en busca de la calle Luis Cordero y me pasó algo entre raro y gracioso. Había una mujer parada en una esquina, sosteniendo un paraguas; me paré al lado y mientras esperábamos que el semáforo se pusiera en verde, me preguntó adónde iba. Al principio la miré con un poco de desconfianza y no le di mucha información, solamente le dije que estaba yendo para mi hotel (lo cual era obvio porque estaba cargada de cosas), pero no di nombres ni direcciones. Le pregunté por qué y me dijo: "Es que yo voy hasta la Luis Cordero y tal vez podíamos caminar juntas hasta ahí". Fue demasiada casualidad. Durante las tres cuadras me preguntó todo acerca de la educación en Argentina y me contó un poco sobre la de Ecuador, después yo entré al hotel y ella siguió su rumbo, como si nada.


Cuando paró de llover salí a caminar por las callecitas de piedra de esta ciudad colonial, considerada la capital cultural del Ecuador. El centro de Cuenca se podría recorrer en pocas horas, pero hay tantos museos, iglesias, parques, edificios y lugares para ver, que la caminata se interrumpe constantemente. Al fondo de cada calle hay una construcción colonial, incluso los hoteles, restaurantes y bares están construidos con el mismo estilo arquitectónico. Existen cuatro "rutas" para hacer en el centro de Cuenca: la ruta de los museos, la de las galerías, la de las iglesias y la ruta artesanal, cada una con muchísimas y variadas opciones. Pero no todo se reduce al centro: se puede caminar bordeando el Río Tomebamba o el Yanucay, o se puede observar la ciudad en miniatura desde cualquiera de los dos miradores.


Hay, además, varios atractivos a pocos minutos de la ciudad. A 35 km hacia el oeste está el Parque Nacional Cajas, ubicado a más de 3000 metros de altura. Cajas viene de la palabra quechua caxas, que significa frío (¡por algo tiene ese nombre!), aunque también se dice que el nombre de este Parque se debe a su geografía: hay más de 200 lagunas y todas están contenidas en "cajas" formadas por la tierra. En estas 28 hectáreas de tierra hay una gran diversidad de flora y fauna y muchísimos bosquecitos escondidos, con árboles de entre 8 y 10 metros de altura. Es ideal para caminar, pescar y acampar, aunque hay que ir preparado para el frío y la lluvia. El paisaje es imponente, el silencio es abrumador y la sensación de soledad es grande. Los bosques parecen salidos de una película de misterio, con sus árboles torcidos, húmedos y llenos de musgo. Otra opción para conocer son las ruinas incaicas de Ingapirca, a 2 horas de la ciudad.


Cuenca es la tercera ciudad más importante del país, así que durante el día hay mucho movimiento. De jueves a sábado hay bastante vida nocturna: restaurantes, bares, discotecas. Por la calle se ven grandes grupos de amigos, de todas las nacionalidades, que van de un lado a otro hasta que deciden en dónde quedarse. Pero los domingos no hay nada que hacer, son pocos los lugares que abren (incluso durante el día) y cuando empieza a caer el sol, casi no se ve gente caminando. El domingo que pasé en Cuenca fue gris y lluvioso, uno de esos días deprimentes que parecen existir en todas partes del mundo. Por suerte esa mañana me topé, de casualidad, con el cierre musical del Festival del Acordeón, parte del homenaje por los 451 años de la fundación de Cuenca. Así que me quedé toda la mañana en el Parque Central disfrutando de la música.


A lo largo del viaje fui cruzándome con viajeros que vienen a Sudamérica para trabajar como voluntarios en distintos países y proyectos. En Lima conocí a un grupo de estadounidenses, canadienses y británicos que estaban ayudando a reconstruir Pisco tras el terremoto de agosto del año pasado. En Cuenca conocí a Jack y a Mark, un australiano y un californiano que están viviendo hace 4 meses en Guayaquil, en casas de familias ecuatorianas. Ellos forman parte de una organización internacional y se dedican a trabajar con chicos de la calle en los barrios más pobres de la ciudad: les enseñan, juegan, los acompañan. Ambos son parte de un grupo de jóvenes voluntarios, de entre 18 y 22 años, que vienen de países como Holanda, Noruega, Alemania, Estados Unidos, Dinamarca para ayudar. No reciben ninguna remuneración monetaria, pero su premio es mayor: durante varios meses tienen la oportunidad de insertarse en otra cultura totalmente distinta, conocer gente de todas partes del mundo y enriquecerse con las experiencias de trabajo.


Vilcabamba, el valle de la longevidad

Publicado: 02.05.2008 | 19:54 en Textos, Fotos

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Vivir 100 años es posible, especialmente para los habitantes de Vilcabamba. Este pueblito, ubicado a 41 km al sudeste de Loja y a 1500 m.s.n.m., ostenta varios mitos que le dan una mística especial: entre ellos, que sus habitantes son los más longevos del mundo y que algunos han superado los 120 años de vida. A pesar de que muchos niegan lo que los folletos turísticos afirman, es imposible no sentir curiosidad por la gente que envejece (o se rejuvenece) en este valle escondido.


Durante la hora y media de viaje entre Loja y Vilcabamba no paré de mirar -discretamente- a la gente que se subía al colectivo en cada parada. Quería conocer a algún habitante de este lugar para corroborar la veracidad (o no) de estas historias. A mitad de viaje se me sentó al lado una señora bastante mayor que me espiaba con ganas de charlar. Me sonrió y me preguntó si iba a Vilcabamba, le dije que sí y le pregunté, ilusionada, si ella era de ahí. Me dijo que no, murmuró el nombre de su pueblo, sonrió otra vez y al ratito se bajó. Después no tuve suerte: todas las personas que se me sentaron al lado no tenían más de 10 años. 


Apenas llegué a la terminal me reí maravillada al leer el nombre de la calle principal: Avenida Eterna Juventud. Caminando hacia el hostal me crucé con un "Mini Market Longevo" y con otro puestito "Vida eterna". A cada paso el mito se iba alimentando y mi curiosidad crecía. Recorrí el pueblo en pocas horas. Vilcabamba está formado por un pequeño centro de seis cuadras de largo y seis de ancho: ahí hay un parque central y una iglesia, y varios restaurantes y posadas. El resto son largos caminos de tierra que suben por las montañas y llevan a las distintas casitas dispersadas por las laderas.


No hay demasiado para hacer, y en eso radica la magia de este lugar. Todos los hostales, tanto los de 5 como los de 15 dólares, ofrecen también servicios de spa, masajes, limpieza facial. La comida es de muy buena calidad, casera, sana, y hay muchas opciones para vegetarianos. Se puede andar a caballo, recorrer el lugar en bicicleta, nadar en las piletas o ríos, o simplemente caminar y descansar. La temperatura durante el día es cálida (la media anual es de 20 grados), el sol sale temprano y hay luz hasta las 7. Es el lugar ideal para relajarse, y eso fue lo que hice.


Caminando por el pueblo, sobre todo de mañana, me crucé con muchísimas personas mayores, más que nada hombres. Algunos estaban sentados en la puerta de sus casas, con un sombrero de paja, mirando hacia la nada; otros iban a caballo o cargaban bolsas con alimentos; otros caminaban dando pasos cortitos, ayudados por su bastón; las mujeres andaban por el centro, vendiendo frutas frescas y verduras. Todos, absolutamente todos, dejaban de hacer lo que estuvieran haciendo y saludaban a quien pasara con un sonriente ¡Buenos días! para luego seguir con sus tareas. Intenté adivinar sus edades: físicamente se los veía saludables, fuertes, llenos de energía, pero se notaba que eran mayores de 80 o incluso 90 años.


Desde los años '60, muchos científicos se han dedicado a estudiar las razones de la supuesta inmortalidad de los habitantes de Vilcabamba. Los más escépticos se aferraron a la teoría de que la mayoría de los ancianos mentía acerca de su edad; otros, en cambio, buscaron explicaciones más lógicas para la eterna juventud de estos hombres. El clima templado, la inexistencia de cambios bruscos de temperatura, la pureza del agua de los ríos y del aire, la comida sana y libre de grasas, el estilo tranquilo de vida y el ejercicio físico que implica el trabajo diario son algunos de los factores que hacen que la esperanza de vida en este pueblo sea mucho mayor. Además, tras realizar varios estudios descubrieron un elemento importante: el agua del río contiene un mineral que previene la osteoporosis y el colesterol.


Muchos ecuatorianos y extranjeros eligen irse a vivir a este pueblo que parece estar congelado en el tiempo. Lee, por ejemplo, es un estadounidense que, después de viajar varios años por Latinoamérica decidió instalarse en Vilcabamba. En este pueblito tiene todo lo que quiere: su mujer ecuatoriana, sus hijos y una paz que no se consigue en cualquier lado. Puso una biblioteca para comprar, vender e intercambiar libros usados con viajeros de todo el mundo. Al igual que Lee, muchos extranjeros se han asentado en este valle y han montado pequeños negocios: alquiler de caballos, de bicicletas, restaurantes, hostales. Sin embargo, todo parece armonizar con el paisaje, se siente que hay un respeto profundo por este lugar.


En Vilcabamba el tiempo pasa despacio, mucho más despacio que en las grandes ciudades, donde el caos acelera la vida y envejece más rápido. En este valle las preocupaciones son otras, el contacto con la naturaleza es distinto, más armonioso, más puro. Tal vez esta gente no viva 120 años, pero no hay duda de que eligen un estilo de vida saludable que los ayuda a mantenerse mental y físicamente jóvenes. Para algunos es la vida ideal, para otros quizá sea aburrido. Lo cierto es que el mito de la longevidad siempre está presente. Una tarde, mientras estaba leyendo, se me acercó una nena de unos 8 años y me contó que al día siguiente era su cumpleaños; sonriendo le hice le pregunta obligada: ¿cuántos cumplís? Se quedó en silencio y mirándome con una cara misteriosa, seria y pícara a la vez, me respondió, sin decir más: MIL.


Perú y Ecuador: más que un puente de distancia

Publicado: 28.04.2008 | 13:21 en Textos, Fotos

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Entré a Ecuador con una sonrisa. ¡Ya estoy en el tercer país de mi viaje! Mis últimas horas en Perú habían sido bastante cómicas, especialmente gracias a los taxistas y a los conductores de las combis que me fui cruzando en el trayecto entre Órganos y Aguas Verdes. Cada vez que me iba acercando más a la frontera y debía cambiar obligatoriamente de medio de transporte, aparecía el encargado de la siguiente combi o taxi y, sin dejarme siquiera asentir, sacaba mi mochila de donde estaba y la llevaba automáticamente al nuevo vehículo. Tampoco tenía demasiadas opciones -cualquier turista que esté yendo hacia Tumbes se dirige lógicamente hacia la frontera-, así que me lo tomé con calma y me preparé para cruzar el puente que une (o separa) Perú y Ecuador.


Ya estaba ansiosa por entrar, había escuchado tanto acerca de este país, de sus paisajes, de su diversidad, de su gente. Algunos peruanos que fui conociendo en el camino me dijeron, orgullosos de su gastronomía, que una vez que cruzara el puente me iba a dar cuenta de la diferencia -y superioridad, según ellos- entre la comida peruana y la ecuatoriana. Pero las diferencias que más me llamaron la atención entre estos países vecinos fueron otras.


Apenas entré a Ecuador me pasó algo que, después de estar dos meses en Perú, me resultó bastante extraño: no se me acercó ningún taxista para intentar convencerme de que lo tomara, ningún hombre para cambiarme dinero, ningún agente de viajes para ofrecerme algún tour, nada. Caminé varias cuadras... y nada. En Perú, cada vez que ponía un pie en la calle, donde fuera, se me acercaban en malón: "taxi, taxi, ¡miss! ¡¡taxi!!", "señorita, cómpreme una chompita, tengo gorritos también, pruébese estos guantes...", "niña, por favor, una colaboración para la parroquia", "información sobre tours: Machu Picchu, Valle Sagrado, Salineras, ...", "¡señorita! ¡señorita!". Confieso que me sentí un poco desolada.
Por fin se me acercó un hombre que me preguntó a qué parte de Ecuador quería viajar para derivarme a la empresa de transportes correspondiente. Me quedé mirándolo: qué buena pregunta. No tenía idea hacia dónde ir primero, lo único que sabía era que no quería quedarme en la frontera demasiado tiempo. Las opciones eran varias: Quito (que me pareció muy al norte para empezar), Machala (según me dijeron, un centro comercial similar al fronterizo), Guayaquil (la ciudad más grande del país, una buena opción, pero si me iba directo para el oeste me iba a perder parte del sur de Ecuador) y Loja (provincia al sur, conocida como la capital musical de Ecuador). Así que, como quien hace ta-te-ti, saqué pasaje para Loja. La mujer que me vendió el boleto no podía creer que estuviera viajando sola ("¡qué valiente! ¡tan joven y se va sola!") y después de darme mil consejos al mejor estilo madre ("no camine sola de noche, lleve la mochila de mano siempre adelante, tenga cuidado con los billetes falsos, no hable con extraños, no...") me mandó a migraciones a sellar el pasaporte. Como tenía tres horas horas hasta que el colectivo saliera me fui a caminar un rato por Huaquillas (el pueblo fronterizo).  


Ecuador es un país dolarizado, pero para que se den una idea, los precios son los siguientes. El alojamiento (un hostel) está entre 4 y 8 dólares la noche, a veces hasta con desayuno incluido; un menú de almuerzo o cena que incluye entrada, plato principal y bebida o postre está entre 1,50 y 3 dólares; el colectivo de larga distancia hasta Loja (casi 7 horas), 5 dólares; una botella de agua, 25 centavos de dólar. Lo más caro, hasta ahora, me resultó internet: alrededor de 1 dólar la hora. Es muy difícil cambiar un billete de 20, y los de 100 dólares casi ni están en circulación. Todos se manejan con billetes de 1, de 5 y con monedas. Me hizo mucha gracia encontrarme con varios negocios de "Todo x 0,50".


Durante el viaje en colectivo descubrí otra diferencia con Perú: la música. Los conductores peruanos ponían cumbia a todo volumen, una cumbia histérica, pasional, gritona y a veces un poco insoportable. La música que pasaron en el trayecto a Loja fue totalmente distinta. Primero, el volumen: no podía creer que si quería escuchar mi mp3, PODÍA, porque la música del colectivo no me taladraba el oído. Segundo, las letras: en Perú las canciones hablaban de una chica que tenía un novio celoso y que no podía dejar que descubriera a su amante o de otra que pedía que le sacaran la botella de cerveza porque ya estaba demasiado borracha, en cambio en Ecuador un señor muy formal le cantaba a su amada y le decía que era la única en su vida, la luz de sus ojos, su mujer por siempre. Aunque me parece que me pusieron esa música para darme la bienvenida, porque en los colectivos que viajé después volví a escuchar la cumbia de siempre.


En Loja no hay mucho para hacer, no es una ciudad demasiado turística, pero es un lindo lugar para empezar. Estuve un día y medio y seguí descubriendo características de este país. En Ecuador no hay plazas de armas como en cada ciudad de Perú, acá hay Parques Centrales, plazas, placitas, parquecitos y muchas iglesias. El tráfico es más tranquilo, pude cruzar la calle sin que me tocaran bocina o intentaran atropellarme. Los ecuatorianos son amables, siempre saludan con un ¡buenos días! y están dispuestos a ayudar a los viajeros. El clima cambia constantemente: sale el sol (fuertísimo), al rato llovizna, después llueve más fuerte, sale el sol otra vez, se nubla, llovizna... Descubrí también por qué Loja es la capital de la música: todos tocan algún instrumento, la primera mañana me despertó alguien en el hostel que estaba practicando con su tuba (creo que nunca conocí a alguien que tocara la tuba).


Más allá de lo bueno y lo malo, Perú es un país que disfruté muchísimo y que me sorprendió constantemente. Estoy segura de que Ecuador, con sus peculiaridades y diferencias, también me va a encantar.


Aniko Villalba
Tiene 22 años y es Licenciada en Comunicación Social de la Universidad Austral. Trabajó como columnista en un programa de radio (Raza Paria, FM La Isla) y escribió para diferentes publicaciones impresas y digitales (Apertura, Target, Information Technology, Sed Contra y 6W). Además, colaboró durante 2007 con Amplitud Solidaria, un proyecto que ayuda a desarrollar radios rurales, indígenas y de frontera en el país.
Sus hobbies son la música, el cine, el arte, la literatura y la fotografía. La idea de viajar como mochilera por América latina surgió hace seis meses, cuando todavía estaba en la facultad, y de a poco fue convirtiéndose en un proyecto real.
¿Su motivación? Combinar sus mayores intereses: viajar, conocer y escribir






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