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Luz Machado

Rafael Arráiz Lucca
rafaelarraiz@hotmail.com

El Nacional, viernes 20 de agosto de 1999

Hace apenas una semana murió la poeta Machado y, como muchos, me enteré tarde del suceso. El obituario daba cuenta de un hecho cumplido. Me habría sentido mejor si hubiese podido darle la despedida simbólica en el cementerio, reparo ahora, mínimamente, la tristeza que me siembra su despedida con esta nota celebratoria de su poesía. Después de todo, el mayor homenaje que puede recibir un escritor es haber hallado lectores para sus páginas, y esto lo alcanzó esta mujer nacida en 1916, a orillas del gran río, en una ciudad que ostentó un nombre hermoso: Angostura.

La generación de la que formo parte, la de Tráfico y Guaire, leyó con atención sus poemas urbanos. En aquellos años finales de la década de los 70 y en los comienzos de los 80, la constatación de pertenecer a un escenario urbano, de manera natural, fue para nosotros un descubrimiento de posibilidades estéticas. A partir de aquel pilar comenzamos a levantar la casa del poema de entorno urbano, y en ese camino el encuentro con el poemario La casa por dentro, fue más que un hallazgo, una consecuencia lógica de nuestras indagaciones. Leímos su obra con la única disposición con que puede leerse, con ánimo de comprender: amorosamente, afectivamente. De la mano de Luz, fuimos convidados a vivir en sus apartamentos citadinos, en aquellos reinos femeninos donde las medias de nylon se convertían en una segunda piel, y los golpes de aguja de la máquina de coser en los picotazos de una gaviota. De pronto, Luz nos enseñó a respirar la flor del poema en los recodos más íntimos, y en las gavetas más domésticas. Con una finura extraña (entre angelical y precisa) sus versos fueron hallando el eco de las mejores canciones, a medida que la cadencia musical de sus palabras caía sobre nosotros, como la bendición de unas aguas bautismales.

En los poemas de La casa por dentro las cosas, los trastos, los enseres, abandonan su existencia gris para brillar con una fuerza inédita: nada de lo que es sigue siéndolo. A partir de estos textos un manto de luz imanta los peroles de la casa, pero no lo hace en un sentido mágico fácil, lo que sucede con las cosas es que pierden su condición desalmada y albergan el espíritu vital. Tampoco sería exacto decir que Machado, simplemente, recurre a la animación de los objetos, en verdad, bien lejos de esta estrategia simple estuvo su operación poética fundamental. El proceso de Luz fue otro: se acercaba a las cosas y, con la humildad de la palabra, corría el velo que impedía descubrirle la nuez a los objetos. Más que la arrogante fundación de un campo semántico, lo que Luz lograba era develar un brillo oculto detrás de la natural opacidad del mundo.

La eclosión femenina de la poesía venezolana de los años 90 encuentra, también, en la obra de Machado una de sus piezas antecedentes. Es sabido que de las tareas más urgentes que se nos alza enfrente está la de reconocer una tradición. Excesivamente tomados por la fascinación de la ruptura, por el pernicioso mito de la revolución, hemos avanzado negando lo anterior, tanto en el ámbito político como en el literario, como si cada una de nuestras obras fuese una isla emergente en medio de la vastedad del océano. Nada más falso, nada más ingenuo que correr detrás de la diosa de la originalidad sin detenernos a reconocer el árbol genealógico al que pertenecemos.

La subyugante poesía escrita por mujeres en nuestro país hoy, viene de la impronta de Enriqueta Arvelo Larriva, de María Calcaño, de Antonia Palacios, de Ida Gramcko, de Ana Enriqueta Terán, de Elizabeth Schon y, por supuesto, de la llama que prendió Luz Machado. En especial, aquella que rescató al entorno doméstico de las penumbras de la ramplonería y le insufló el viento de su mirada particular. Mirada femenina que se detiene con inteligencia tanto en el detalle como en la totalidad, mirada que tiende puentes entre los acontecimientos del cosmos y la topografía de las sabanas o la temperatura de las salas de baño.

Aunque la obra poética de Machado abarca más de veinte títulos, he dado vueltas alrededor de uno solo, pero este libro privilegiado lleva dos fechas que lo acotan: 1943-1965. Más de dos décadas de reflexión lírica son contenidas en sus páginas. En otros de sus títulos, rindió homenaje al río de su infancia, y se ciñó al cuerpo del soneto con fruición. Más allá de la vida familiar, de los hijos que trajo al mundo y educó con devoción, el legado de una poeta son los libros, los frutos de la fuerza que le llevó a escribirlos, a responder al llamado de su destino poético y Dios fue pródigo con ella. No era la autocomplacencia el tono de su estar en la tierra, pero ha debido irse satisfecha de haber cumplido con sus imperativos. Tocó la puerta del poema y esta se abrió de par en par, y ella pudo estar allí como lo hacía con majestad en el reino de sus dominios domésticos. Acepten estas líneas como un homenaje a su vida y su obra.



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