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MARY WARD

Mary Ward era oriunda de una antigua familia de la nobleza rural del Yorkshire que había permanecido fiel a la fe católica. Nació el 23 de Enero de 1585 en Mulwith, cerca de Ripon/Yorkshire. La vida de la hija mayor de Marmaduke Ward y de su esposa Úrsula queda más o menos enmarcada por la ejecución de dos miembros de la realeza: 1587 - María tenía dos años - fue ajusticiada María Estuardo, y cuatro años después de la muerte de María, en 1649, fue decapitado el rey Carlos I. A pesar del cruel destino que tuvo que soportar, la disposición interior de María casi nunca llegó a alcanzar una nota trágica.

 

Los años juveniles

Durante su infancia y juventud, y con su espíritu despierto, presenció la niña la persecución de los católicos de su patria por parte de la Iglesia anglicana. Bien pronto descubrió la escala de valores que resultaría vinculante a lo largo de su vida. Por la fe ningún sacrificio era excesivo, bien se tratara de posesiones, de la propia libertad personal, o de la vida misma. Vio de cerca a los intrépidos misioneros, probablemente fue también testigo de registros domiciliarios y vio cómo tenían que esconderse sacerdotes y objetos sagrados. Escuchaba relatos sobre los mártires que daban su vida. En este tiempo tan duro fue creciendo María. La impronta marcada por la familia, la patria y la fe la acompañaron a lo largo de toda su vida.

No fue una niña mimada. De sus primeros veinte años, sólo alrededor de siete u ocho pudo vivirlos en su propia familia, ya que los padres cambiaron a menudo su residencia a fin de eludir las multas que de otro modo hubieran tenido que pagar. De los cinco a los diez años permaneció junto a los abuelos maternos al este del Yorkshire, en la hacienda de Ploughland Hall, cerca de Welwick.

 

Marmaduke Ward llevó a su hija nuevamente a casa. Poco después  se declaró un incendio en la casa paterna, en Mulwith. En medio del edificio en llamas, María junto con sus hermanas imploró el auxilio de Nuestra Señora. El padre salvó a sus tres hijas; la casa quedó reducida a cenizas.

 

Dos años más tarde María fue conducida a la solitaria casa señorial de Harewell, donde vivía una lejana pariente suya. Allí se preparó para recibir la primera comunión. Y allí llegó, presuntamente de su padre, la orden de que tenía que dar su consentimiento para un matrimonio en lugar de recibir la comunión. Esto produjo una crisis en María. Sólo después de adoptar la resolución de recibir la comunión recobró la paz interior. A sus trece años era capaz de adoptar sus propias decisiones.

 

Después de pasar nuevamente un breve período de tiempo con sus padres, Marmaduke Ward condujo a su primogénita a Osgodby, 12 km. al Sur de York, donde permaneció cinco o seis años con la familia Babthorpe.

 

Al confiar a su hija a familias allegadas, seguía el padre las costumbres de su tiempo. Precisamente con la residencia en Osgodby abrigaban los padres la esperanza de que María se decidiría a aceptar un matrimonio, pues ya había rechazado varias propuestas porque no sentía inclinación alguna, como escribió ella misma. En Osgodby oyó hablar de conventos. Desde la ruptura con Roma, en Inglaterra ya no había más casas religiosas. La descripción de una vida tan rigurosa causó una profunda impresión en la joven de quince años. Se sentía llamada a la vida religiosa. Ya era clara la decisión de elegir el convento más estricto. Sabía que esto suponía la despedida de su patria. Se fue preparando para este paso mediante prácticas de ascesis y devoción. Durante mucho tiempo mantuvo su propósito en secreto, ya que en su juventud era tímida y retraída. El modo de vida de Osgodby, equiparable al de un convento, favoreció su propósito. Finalmente tuvo allí una propuesta de matrimonio más seria, apoyada por los padres y también por el confesor.

 

Las familias católicas eran el baluarte para el futuro de la fe en Inglaterra. Pero María Ward permaneció en su propósito y buscó refugio en Dios; su oración fue atendida. La familia le permitió marcharse.

 

¿Qué llevaba consigo a su nueva vida? La fortaleza de una mujer del Yorkshire, una fe firme, las experiencias de adaptación a diversas familias y un marcado sentido de responsabilidad por la propia vida.

 

Permanencia con las clarisas

 

Ya durante la travesía del Canal María se sintió insegura. ¿Qué convento debía elegir? En definitiva, llegaba a un país extraño cuyo idioma no dominaba; San Omer era una ciudad pequeña de los Países Bajos españoles, a un, 30 km. de distancia de Calais. Sus primeros pasos se encaminaron al Seminario de los jesuitas ingleses. Un Padre intentó inducirla a ingresar en el convento de las clarisas valonas como hermana lega, ya que en el mismo no había ninguna plaza disponible entre las religiosas de coro. En un principio María no quiso aceptar este plan, temía las muchas distracciones de una vida tal. Pero el Padre le dijo que ésta era la voluntad de Dios.

 

Las palabras del Padre hicieron impacto en ella, ya que no pretendía nada más que cumplir la voluntad de Dios. Ésta era y fue siempre la orientación de oda su vida. Por eso ingresó como novicia en el convento, cerca de la iglesia del Santo Sepulcro.

 

Los penosos nueve o diez meses terminaron con una visita canónica del Visitador General de los franciscanos, que le comunicó que ella no era idónea para este género de vida conventual. Cuando se separó de las religiosas ya estaba firmemente decidida a fundar un convento de clarisas para inglesas. Y esto lo consiguió la joven que ahora había abandonado ya su primitiva timidez. Negociaba con los príncipes en Bruselas, con obispos y magistrados. Su fundación no fue ninguna ilusión; el convento subsiste todavía en Darlington, Yorkshire, ya que durante la Revolución Francesa las clarisas inglesas se trasladaron a su patria.

 

En su propia fundación la postulante se creía finalmente en la meta de su búsqueda. Rechazó como tentaciones las dudas que le surgieron. Pero el 2 de Mayo de 1609 se sintió llamada por una voz interior a hacer "algo distinto.", a no permanecer en la Orden de Santa Clara. Qué cosa fuera eso distinto, no lo sabía. Así se vio lanzada hacia la oscuridad, sobre todo al faltarle toda comprensión de parte de, la abadesa y del confesor, y obligársele a rigurosas penitencias. Con todo, la experiencia había sido tan fuerte que, a pesar de todas las oposiciones, se sabía obligada a seguir la indicación recibida.

 

En Septiembre de 1609 abandonó su fundación y, de acuerdo con su confesor, fue para unos meses a Inglaterra. En Inglaterra procuró "ayudar a las almas"; donde era posible preparaba a la gente para recepción de los sacramentos, asistía a los enfermos, cuidaba de que los sacerdotes pudieran administrar secretamente los sacramentos. Todo tenía que hacerse de modo discreto y poco llamativo. Nuevamente le sobrevino una experiencia interior. Recibió la certeza de que la vocación a la que era llamada redundaría en gloria de Dios; pero ella no debería ser carmelita, corno se lo había propuesto su confesor en San Omer.

Hacia una obra propia  

Algunas compañeras se unieron en Londres a la intrépida joven. En 1609/10 regresó con ellas a San Omer. La casa que compraron  allá estaba en la Rue Grosse, hoy Carnot, en la esquina de la Rue des Bicuets. Cuando el Nuncio de Bruselas las visitó en 1611, encontró diez inglesas que se dedicaban a la educación de las niñas  inglesas que les eran Confiadas. A finales de este año percibió María, de nuevo mediante una voz  interior, que debía organizar su comunidad según el modo de vida de los jesuitas: "Toma lo mismo de la Compañía de Jesús", así entendió ella la orden de la que no dudó, ni siquiera en las mayores dificultades de su vida. Pero también con ella se daba ya el preludio del gran destino de su vida. La oposición llegó, en primer lugar, de los Padres de la Compañía de Jesús a quienes desagradaba el propósito de la inglesa. Tampoco el Padre General quería saber nada de mujeres jesuitas. La Compañía de Jesús, que había alcanzado una influencia tan grande por sus numerosos Colegios y trabajo misionero, tenía también muchos enemigos. Estos sospechaban que la fundación de María Ward sería una tropa auxiliar de los jesuitas; por esto se reforzó en la Compañía de Jesús  la cautela respecto a las mujeres. De este modo el Instituto de María Ward llegó a encontrarse entre dos fuegos cruzados, entre los jesuitas y los enemigos de los jesuitas, cosa que se hizo patente también durante los años transcurridos en Roma. Los agentes ingleses en Bruselas tenían como tarea principal no perder de vista a los exiliados ingleses en los Países Bajos españoles y enviar los comunicados correspondientes a Londres. Esto afectaba también a María Ward y sus compañeras. Se puede decir que todo el plan de esta mujer les parecía una novedad excesiva a sus contemporáneos, sobre todo porque las religiosas no querían adoptar la prescripción de la clausura.

El Instituto de María Ward

Primeramente se trató de un modesto comienzo en San Omer; la fundadora apenas podía hacerse una idea de lo que le esperaba. Ella no tenía la intención de fundar un Instituto de carácter internacional, sino que ante todo pensaba en apoyar la fe en su propia patria y en la formación de jóvenes inglesas para que fueran mujeres católicas. Pero bien pronto su camino la condujo más lejos. Para esta tarea no había ninguna posibilidad de formación. María tenía excelentes compañeras,  pero faltaba la formación necesaria. Esto afligía a la fundadora.

 

Comparaba su situación con la de los jesuitas. Llena de estas preocupaciones comenzó sus Ejercicios en Octubre de 1615. Aquí encontró una solución a su problema: Si las hermanas fundaran su quehacer en virtudes religiosas, si en primer lugar alcanzaran la libertad interior, recibirían de la mano de Dios verdadera sabiduría, así como la aptitud para cumplir su tarea.

 

También reconoció María que la estricta organización de la Orden de los jesuitas era una de las razones de la eficacia de los Padres. Y así dio un primer paso hacia la organización de su Instituto solicitando al Papa Paulo V la aprobación oficial de su sociedad. La respuesta de Roma aplazaba la decisión a negociaciones posteriores. Entre tanto, según el deseo del Papa, la joven comunidad debería adaptarse más exactamente al derecho de los religiosos.

Con esto no es que se hubiera accedido a la petición, pero la fundadora podía abrigar esperanzas para sus pasos siguientes. Se avanzó mucho: fundaciones en Lieja, Colonia y Treveris. De estos años datan las tres alocuciones que se han conservado en una redacción defectuosa. De ellas se deduce qué preocupación tan grande tenía la fundadora de formar a sus hermanas de modo que tuvieran firmeza y capacidad de juzgar.

Poco después cundió el desconcierto en la casa de Lieja. Parte de las hermanas querían adoptar la estructura convencional de las órdenes religiosas con clausura. Pues precisamente la renuncia a la clausura introducida por María Ward era lo que ante todo suscitaba las críticas contra el Instituto. ¿Cómo reaccionó María en semejante situación? No apeló a su autoridad; rezó y se dejó cuestionar. La hermana, que apoyándose en visiones dudaba del proyecto original, debía escribir su plan de Instituto corno si llevara ella la responsabilidad total de la fundación. María estaba dispuesta a cumplir la voluntad de Dios. Finalmente la Polémica se calmó. Su camino siguió avanzando.

Los primeros años en Roma

Las dificultades acosaban a la joven comunidad por todos los lados. También se vio en serios apuros en lo referente a su situación económica. Sólo la aprobación del Papa podía ayudarles a superar esta crisis. Así pues, salió de Lieja el 21 de Octubre de 1621. Llegó a Roma el día de Nochebuena. Sin temor y sin una estrategia previamente preparada presentó la fundadora el programa del nuevo Instituto femenino al Papa Gregorio XV. La organización fundamental saltaba inmediatamente a la vista: Mujeres misioneras querían fundar una obra sin clausura y para esto se requería la aprobación del Papa. María misma apenas se hacía idea de la magnitud de la aventura en la que se había embarcado. No podía valorar las dificultades legales ante las que le situaba la Curia. Tampoco era una persona que sabía ser diplomática, si llegaba el caso, para cumplir su cometido. Se sentía obligada a una apertura total frente al Papa. Durante las primeras semanas de su estancia en Roma tramitó las negociaciones con Gregorio XV y los Cardenales con toda esperanza, pues acudía al representante de Cristo desde Inglaterra, el país de la persecución. El Papa y los Cardenales, y también el General de los jesuitas, acogieron a la intrépida mujer con reconocimiento y bondad; la atmósfera, que le pareció cordial, la alentó. Pero entonces llegaron las acusaciones del clero secular inglés, molesto por la fundación femenina de carácter marcadamente jesuita; deliberadamente se denunció precisamente la ausencia de la clausura, ya que estos sacerdotes podían estar seguros de que así serían escuchados en Roma. Para María comenzó un tiempo de espera. Para aprovecharlo, y a fin de granjearse valedores para su petición en Roma, fundó, con la aprobación de la autoridad eclesiástica, colegios en Roma (1622), Nápoles (1623) y Perugia (1624). Entre tanto había llegado un nuevo Papa, Urbano VIII. En 1624 obtuvo la Fundadora una primera audiencia de la que salió con sombríos presentimientos, " poco consoladora para quien no tuviera su esperanza fundada totalmente en Dios". Así escribía ella a su compañera.

Ya que un nuevo Papa tomaba posesión de su cargo, el agente del clero secular inglés presentó nuevamente un memorándum contra la sociedad, a cuyas seguidoras desde ahora llamarían "Jesuitesas" en Roma, aunque ellas mismas nunca se atribuyeron este nombre.

Entretanto la escuela de María Ward en Roma se había desarrollado de modo satisfactorio. Probablemente fue la primera escuela elemental de este tipo para niñas. Ciento cincuenta alumnas frecuentaban la casa. Pero las preocupaciones no fueron menores. La vida en el extranjero, los gastos de las compañeras enfermas, el alquiler de la casa para vivienda y escuela excedían las posibilidades económicas de la pequeña comunidad. En un principio llegó ayuda de  la Archiduquesa Isabel Clara Eugenia de Bruselas. Más adelante encontraron bienhechores en Nápoles; una y otra vez las hermanas de Nápoles enviaron modestas cantidades de dinero a la comunidad de Roma.

En el año 1625 se adoptaron decisiones que constituyeron un preludio de la supresión del Instituto en los años 1630/1631. María había pedido a Urbano VIII en una audiencia que, en lugar de los numerosos miembros de la Congregación  de los Obispos y Regulares, tratara su petición un reducido grupo de Cardenales. El Papa accedió a ello. Pero los cuatro Cardenales nombrados al efecto insistieron en su opinión sobre la necesidad de la clausura y de mal tener las prescripciones establecidas para la vida religiosa femenina. El resultado de las negociaciones fue para la fundadora una gran decepción. Puesto que el Instituto no aceptó la clausura, en Abril de 1625 el Papa Urbano VI ordenó el cierre de las casas del Instituto en Italia. La escuela de Roma se cerró en el verano. El final definitivo para la casa de Roma llegó en Diciembre de 1625. Se retrasó el cierre, no precisamente por consideración hacia Mary Ward y sus compañeras, sino por el peligro de guerra que amenazaba a lo Estados Pontificios. Las madres de las alumnas querían manifestarse ante palacio del Cardenal Vicario y el de la cuñada del Papa para protestar contra estas medidas. Pero María hizo que las mujeres desistieran de esta manifestación, que, de todos modos, no hubiera podido conseguir nada.

¿Cómo soportó María el singular año jubilar 1625? Esta mujer humillada halló su fortaleza en la oración y, sobre todo, en la adoración del Santísimo en diversas iglesias de la ciudad, en las que se practicaba la devoción de las cuarenta horas. La primera biografía y los cuadros de la denominada "Vida en pinturas", que se conserva en Augsburgo, nos dan noticia al respecto. Los años transcurridos en la Ciudad Eterna, de 1622 a 1625/26, no fueron provechosos para el objetivo de María Ward en Roma. En efecto, percibió que eran círculos muy influyentes los que obstaculizaban su proyecto, aunque tampoco estaba del todo convencida de que bajo Urbano VIII no llegaría conseguir la aprobación. Los esfuerzos de esta solitaria mujer son conmovedores. Perseveraba porque estaba convencida de su vocación. Le acontecía lo que sucede a personas situadas ante grandes riesgos, ante una decisión graves consecuencias: raramente ve la interesada la dimensión exacta de funesta concatenación de los hechos, y sigue esperando una solución favorable. Ésta era la situación de María Ward.

Las fundaciones al Norte de los Alpes

En Roma no había perspectiva alguna de llevar adelante sus asuntos. Por esto abandonó Italia con la intención, en primer lugar, de visitar a sus hermanas que estaban en las casas del Norte. Así se dirigió primeramente a Munich, al Príncipe Elector Maximiliano I, que le brindó la posibilidad de abrir un colegio en Munich. Ella la aceptó. De este modo surgió la fundación más importante en la vida de María Ward; la Paradeiserhaus suponía un futuro para la comunidad, aunque también allí tendría que soportar tiempos de incertidumbre. Desde Munich fue María a Viena y Bratislava. En el espacio de quince meses abrió tres casas con Colegio. En Viena pronto llegaron a contarse 465 alumnas.

Finalmente, en 1628, por parte de la nobleza bohemia se le invitó a Praga, donde le habían prometido un Colegio y renta para 30 personas. También pudo sentirse atraída por el campo apostólico en Bohemia. Pero lo que allí aconteció, a todos los efectos, fue una verdadera "defenestración de Praga". María Ward se encontraba nuevamente entre el frente de los jesuitas y el contrario a los jesuitas. El Emperador, defensor de la fundación, se guardó bien de tomar partido. Los Nuncios se quejaron en Roma de la presuntamente peligrosa mujer, que había defendido demasiado enérgicamente su obra ante el Cardenal de Praga. Los escritos reforzaron los prejuicios de la Curia romana sobre una actitud arrogante de está fundadora que, al Norte de los Alpes había obtenido un éxito de tal consideración. María fue considerada, cada vez más, como un peligro por parte de la Iglesia a la que se había empezado en servir con todas sus fuerzas. Todavía creía que en ambos príncipes católicos, el Emperador y el Príncipe Elector, había ganado dos vigorosos valedores para su causa en Roma.

Por segunda vez en Roma

En Roma se dejaron sentir inmediatamente los efectos negativos de las  noticias provenientes de Praga y de Viena. En Julio de 1628 la Congregación de Propaganda había promulgado, en presencia del Papa, un decreto de supresión de las casas del Instituto, ya que la ausencia de la clausura se oponía al derecho de los religiosos. María tuvo noticia de  esto a través de comunicaciones orales y rumores. Para salvar su obra no veía más salida que dirigirse a Roma. Enferma como estaba, partió desde Munich el 2 de Enero de 1629. Cuando se le preguntaba si creía que podría resistir el viaje, respondía que no le importaba el modo como iba a morir, sino solamente el ser hallada fiel por Dios; y que, tanto si vivía como si moría, en todo caso, servía a un buen Maestro.  A comienzos de Febrero llegó enferma a Roma. En Marzo pudo enviar al Papa una extensa solicitud. En junio fue recibida en audiencia en Castelgandolfo.

 

En vano esperaba un claro reconocimiento del Instituto por parte del Papa. Quizás tampoco entendió las cautelosas palabras de Urbano VIII,  con las que seguramente le advirtió acerca de la delicada situación de su grupo. También fue recibida por la Congregación de Cardenales.

 

Este procedimiento, realmente excepcional, corroboró a la fundadora en su opinión de que el Papa no había dicho aún su última palabra. También ante Sus Eminencias se declaró dispuesta a renunciar a su Instituto si el Papa y los Cardenales lo creían conveniente; lo que no podía era cambiarlo. Los Cardenales acogieron afablemente a esta mujer que se hallaba en dificultad, y se mostraron satisfechos. ¿Consideró María que este respeto y amabilidad suponían la aceptación de su obra?

Se acumulaban las tribulaciones. La situación de necesidad que se hacía sentir en las fundaciones del Norte, así corno los acontecimientos de la audiencia papal y del encuentro con los Cardenales, tan alentadores para ella, la animaron a escribir una funesta carta a las compañeras del Norte el día 6 de Abril de 1630. Con toda la cortesía, las hermanas debían oponer resistencia al posible cierre de sus casas; debían saber que estas medidas no provendrían del Papa sino que serían obra de sus enemigos. La carta echó a rodar la piedra, ya que cayó en manos distintas a las que iba destinada.

María abandonó Roma hacia finales de Abril, principios de Mayo de 1630. Sin duda, antes de su partida presentía que era inminente el cierre de su Instituto que ella atribuía siempre a las intrigas de sus enemigos. Durante los años pasados había tenido que experimentar hasta la saciedad el poder de la calumnia y de las falsas influencias. Incurrió en un error fatal al enviar una compañera desde Munich a las casas del Norte, con el mismo cometido que contenía la mencionada carta.

La prisión en el convento de Anger - Munich

Desde Lieja llegaban a la Curia romana informes que distorsionaban completamente la imagen de una mujer, hacia cuya persona se había mostrado reconocimiento hasta este  momento. María había manifestado repetidamente su disposición a obedecer; esto no eran palabras vacías, como ya que  demostrado en su modo de someterse en 1625. Pero ahora de pronto, a la luz del escrito enviado a Roma por el Nuncio de Colonia que se encontraba Lieja, María Ward aparecía como una mujer sospechosa de rebelión, herejía y desobediencia. Su caso, a través de la Congregación de Propaganda Fide fue a parar a la Inquisición.  Ésta dictó un auto de prisión que se cruzó con una última llamada de auxilio de María Ward al Papa.

 

El 7 de Febrero de 1631, Golla, deán de la Frauenkirche de Munich, condujo a la fundadora a su celda de prisionera en el convento de clarisas de Anger. Ella no opuso resistencia alguna; no fue necesaria la intervención del brazo secular. Sin rebelarse, pero profundamente afectada, María se dejó conducir. Es bajo sospecha de herejía, de cisma, de rebelión, era el mayor sufrimiento posible para esta hija fiel de la Iglesia. Durante las nueve semanas solitarias de prisión continuó siendo una mujer fuerte, sin resentimiento. El Deán Golla había permitido a las compañeras llevar la comida a la prisionera dos veces al día. Así existía un contacto entre ella y las compañeras de la Paradeiserhaus, en la Weinstrabe. De las prisiones inglesas conocían estas mujeres el procedimiento de escribir con jugo de limón, que es rápidamente absorbido por el papel. Sólo ante el fuego vuelve a ser legible lo así escrito. Lo que recibía María Ward lo tenía que quemar, pues no le estaba permitida ninguna correspondencia con el exterior. Pero las compañeras conservaron una serie de cartas escritas desde el convento de Anger, que hoy son un precioso tesoro para el conocimiento de María Ward en estas difíciles semanas.

La prisionera daba instrucciones para escritos que debían dirigir a la Curia romana, para que conservaran las buenas relaciones con el Príncipe Elector y su esposa, para la vida diaria de las hermanas. Durante las primeras semanas se vio María privada de la participación diaria en la Santa Misa, lo que más tarde le fue permitido. Desde el principio se planteó la cuestión de una posible citación a Roma. Aguardaba sin temor esta medida: "Quizás sea esto lo mejor para nosotras." Luego se enteró de que tenía que desplazarse a Roma bajo estrictas condiciones; las prescripciones fueron mitigadas por intervención de Golla. María estaba dispuesta a acudir.

Sufría fuertes dolores causados por su mal de piedra. No obstante, podía escribir a sus compañeras: "Tengo aún mucha salud y fuerza para mi Maestro y Señor y en su servicio... ¿Quién sabe lo que pretende Dios con todos estos acontecimientos? Realmente ni lo saben ellos, [los que los han provocado] ni lo sé yo; tampoco quiero saber nada ni tener otra voluntad más que la suya... sed alegres y no dudéis de nuestro Maestro."

Hacia finales de Marzo la enfermedad amenazaba seriamente su vida. Se creía llegado ya su final. Para poder recibir los últimos Sacramentos tenía que firmar un escrito que le había sido presentado. Como le pareció que el texto podría interpretarse como una retractación, redactó un documento propio. En él reafirmaba una vez más su fidelidad hacia el Papa y la Iglesia. También defendía su inocencia, sin manifestar la más mínima queja por la humillación sufrida. Tampoco faltaban la absoluta confianza y la esperanza en la misericordia de Dios y en la bondad del Santo Padre, que habrían de manifestarse en el momento y lugar oportunos. Recibió los últimos Sacramentos y las compañeras fueron a despedirla al Convento de Anger; condujeron a la enferma a la puerta enrejada de la entrada. De nuevo tuvo una palabra de aliento para sus compañeras; también les dijo que no debían guardar ningún rencor hacia quienes habían causado todo esto, sino que debían perdonarlos entera y totalmente y rogar por ellos. Para asombro del médico, María llegó a restablecerse de nuevo. El 14 de Abril volvió a la Paradeiserhaus.

La bula de Urbano VIII y el tercer viaje a Roma

El 13 de Enero de 1631 firmó Urbano VIII la bula de supresión "Pastoralis Romani Pontificis". Ya no podía caber la menor duda de que el Papa había emitido su juicio. El escrito, de una dureza inusitada, hace referencia en primer lugar a anteriores resoluciones conciliares y a supresiones de órdenes religiosas. Después de censurar las faltas de las acusadas sigue la declaración la supresión del Instituto con las disposiciones particulares. El documento encontró celosos lectores en muchos países. Órdenes religiosas que habían seguido un camino semejante al de María Ward -había un número considerable de ellas- temblaban ante una suerte igual. 

 

¿Por qué esta bula utilizó un tono tan duro? Cierto que los informes de Lieja tuvieron también su influencia en esta línea dura. Pero ante todo se tenía que disuadir a los príncipes católicos, sin hacer ninguna alusión directa y nombrarlos, de seguir protegiendo en lo sucesivo al instituto. Sin duda, tuvo que jugar también un papel importante la confusión que reinaba en Roma sobre las "Jesuitesas" desde 1629; fue precisamente este año cuando en la Curia se enteraron de que, además de las inglesas, en Bélgica y en la zona del Rin había también "Jesuitesas" que no tenían relación con María Ward.

 

La imagen romana que la bula papal trazaba de las Jesuitesas no se correspondía con el concepto y las condiciones de vida de las seguidoras de la inglesa. Probablemente, a pesar de todos los memoriales y negociaciones de la fundadora, la información había sido insuficiente; quizás hubo también cosas que no se tomaron en serio; a esto se añade que la situación al Norte de los Alpes no era nada clara en Roma.

María Ward y sus compañeras quedaron en una situación comprometido en la Iglesia. Se sometieron a la palabra del Papa, desistieron de su Instituto y tomaron sobre sí la ignominia. Difícilmente podían comprender el punto de vista canonístico de la Curia romana. El que María Ward sobrellevara la prueba sin perder la confianza en la Iglesia y en su Cabeza suprema hay que agradecerlo a su intensa y vigorosa fe en la Roca de Pedro. Hubo insuficiente conocimiento por ambas partes: María Ward no podía adaptar la estructura de su Instituto a las prescripciones del derecho vigente para los religiosos; la Curia romana no podía hacerse cargo de lo que la petición de la fundadora significaba para la Iglesia.

Las múltiples negociaciones, sobre todo las pruebas de sumisión dadas por María Ward y sus compañeras, habían mejorado el clima de Roma en lo que se refería a ellas. Ya no se hablaba de que la fundadora, citada a Roma, tu- viera que ser acompañada por un comisario. Después del 20 de Octubre de 1631 emprendió María Ward su tercer viaje a Roma. En un principio llegó sólo hasta Bolonia. Allí se encontraron con que los Estados Pontificios estaban cerrados a causa de la peste. Por escrito solicitó a Roma un salvoconducto sin el cual no podía continuar su viaje. Por el peligro de que se propagara la enfermedad, todos los estados de Italia se cerraron y aislaron rigurosamente. Sobre todo Urbano VIII decretó severas disposiciones para contener la epidemia. El atravesar sin autorización la frontera de los Estados Pontificios podía ser sancionado con la pena de muerte. Los documentos exigidos debían probar que la viajera provenía de países no afectados por la peste. ¡Lo que tuvo que suponer para la extranjera y su acompañante esperar en la in- certidumbre el permiso de viaje durante dos meses, temiendo así que no podrían presentarse en Roma dentro del plazo prescrito! Finalmente llegó el salvoconducto y el plazo fue prorrogado. María llegó nuevamente a Roma.

Los últimos años en Roma

Pocas son las noticias que se han conservado de los primeros meses de su estancia en la Ciudad Eterna, pero tales que merecen señalarse como hitos en el camino de la vida de María Ward: la audiencia con Urbano VIII y la libre absolución de errores de fe. María Ward, que no tenía conciencia de ninguna culpa, esperaba probablemente el ser interrogada formalmente y conocer el veredicto. Pero según todos los documentos existentes no tuvo lugar ningún proceso formal. De las biografías más antiguas se desprende que María Ward fue recibida por los Cardenales con toda amabilidad; y Urbano VIII la recibió en audiencia.

Puede uno imaginarse qué esperanzas tendría puestas en el encuentro con el Papa después de unas experiencias tan decepcionantes. Según las biografías inglesa e italiana se expresó así ante Urbano VIII: "Santo Padre, ni soy ni he sido una hereje." Las palabras, unidas a la impresión producida por la personalidad de esta mujer, debieron conmover el corazón del Papa. No le dejó seguir hablando, y tomó él mismo la palabra diciendo: "Lo creemos, lo creemos. Nos y todos los Cardenales estamos no sólo satisfechos, sino edificados por su obediencia. Sabemos que ha conducido piadosamente su Instituto hasta que dispusimos otra cosa; y entonces obedeció inmediatamente, lo que nos ha edificado."

De hecho, emociones imprevistas podían producir notables oscilaciones las decisiones de este Papa. En el fondo, la mentalidad de Urbano VIII, versátil y sujeta a influencias de momento, tuvo que permanecer siempre como algo extraño para la inglesa. Cada vez que tenía un encuentro con el Papa experimentaba su momentánea amabilidad, y en esta bondad creía ella reconocer la verdadera actitud del Papa. Difícilmente podía conciliar la otra faceta de la personalidad de Urbano VIII con la afabilidad en las audiencias. Así entiende que continuamente pudiera abrigar renovadas esperanzas en un nuevo encuentro con el Papa.

En medio de limitaciones humanas, María Ward consiguió mucho durante tiempo de su permanencia en Roma. El Santo Oficio la declaró limpia de toda sospecha contra la fe. Pudo convivir con las compañeras que habían quedado en Roma, lo que contradecía una prescripción de la bula de supresión. También pudo adquirir una casa en la Ciudad Eterna. Pero tenia que vivir en Roma bajo la mirada de la Inquisición y no podía abandonar la ciudad sin un permiso especial. Con todo, puede decirse que consiguió más de lo que en un principio se podía esperar. Pero jamás se pudo borrar del todo lo que había caído sobre María Ward y sus compañeras. Una persona calumniada jamás recobra totalmente su honor, a pesar de una declaración de inocencia.

Junto a las preocupaciones romanas no olvidó María la casa que consideraba como la fundación más prometedora: la Paradeiserhaus de Munich. Allí las compañeras tenían que afrontar tiempos difíciles. Las tropas suecas atacaron la capital bávara, el Príncipe Elector estaba en la guerra, a su esposa la trasladaron a Braunau. La gente de la corte, burgeses y religiosos huyeron de Munich. María aconsejó a sus hermanas ir al Tirol, a Hall, si tenían que abandonar Munich, bien porque se las expulsara de la Paradeiserhaus o porque se vieran obligadas a huir de la guerra. Pero por lo que parece, precisamente la confusión de la guerra vino en su ayuda. No fueron expulsadas. Finalmente, la peste llegó a sembrar el terror en Munich.

En este tiempo de dificultad, las valerosas mujeres de la Paradeiserhaus ex- perimentaron repetidamente la ayuda de Maximiliano I, que les enviaba dinero "para su viaje" "para un mejor sustento". En 1633 el Príncipe Elector hizo comprar para las damas inglesas "que sufren gran carencia de víveres... cereales, carne, manteca y otros por valor de 50 táleros". Cada año llegaba una ayuda de la corte.

Cuando el Elector les propuso un traslado para dar cumplimiento a las órdenes de Roma, la responsable de la Paradeiserhaus, Winefried Bedingfield, respondió que el número de las compañeras había llegado ya a 23 en Roma, de modo que los pocos miembros de Munich no podrían alojarse allí. Valientemente ofreció al Príncipe Elector los servicios de su comunidad para la educación de las niñas. Maximiliano I no se cerró a esta petición, sobre todo, porque la bula no había tocado la tarea de la educación. El 1 de Diciembre de 1635 autorizó que las compañeras, como personas privadas, siguieran enseñando a las niñas en Munich. Con toda certeza, este permiso trajo un rayo de esperanza a la situación desolada y sin perspectivas del suprimido Instituto.

Por los documentos, sobre todo por sus propias cartas, parece como si durante los primeros años de su estancia apenas fuera consciente de su precaria situación en Roma, cuyos límites no se le permitía cruzar. En una carta de 1632 a sus compañeras de Munich menciona un plan de ir donde ellas. El año 1633 pensaba en un viaje a Inglaterra. Aunque su salud estaba quebrantada, la intrépida andariega no se arredraba ante los largos viajes. En una carta de su secretaria, Elisabeth Cotton, escrita en 1633 se puede leer que el médico no podía explicarse cómo después de todo seguía viviendo. Pero su energía la mantenía en forma. Cotton escribe: "Y aún vive y seguirá viviendo:". El mismo año fue a tomar las aguas de Anticoli, hoy Fiuggi. Fue en 1634 cuando experimentó cuán férreamente estaba vinculada a Roma. Quería ir a tomar las aguas a San Casciano del Bagni, en la Umbría, y solicitó la autorización papal. En su casa cerca de la Basílica de Santa María la Mayor, y en nombre del Papa, se presentó el Prelado Boccabella y le comunicó que no podía abandonar Roma. La noticia tuvo que conmover profundamente a es inglesa privada de su libertad de movimiento: "¿Es que soy una prisionera preguntó al visitante. Éste le dio todas las seguridades sobre su libertad y sobre la paternal benevolencia del Papa; no había ninguna sospecha contra ella. De nuevo tuvo que sentirse amenazada en su honor. Con todo, obtuvo fin, mente la autorización de viajar a los baños. En San Casciano percibió bien pronto que estaba siendo vigilada. Sobre todo su compañera se sobresaltó por esto, ella conservó su paz interior y exterior. "No temas, Dios nos ayudará”. Vamos a rogar a su ángel de la guarda que no le deje decir más que la verdad." Jamás temió María ante la verdad. Pero los controles le resultaron sumamente dolorosos. ¿Qué hacer para acabar con la suspicacia que todavía existía en Roma contra ella? Durante los meses de permanencia en Umbría experimentó en gran medida la protección y ayuda divinas.

A su regreso, en Noviembre de 1634, le fue concedida una nueva audiencia con Urbano VIII. Le manifestó sus preocupaciones y preguntó al Papa qué tenía que hacer aún para persuadirle de su fidelidad hacia Su Santidad y hacia la Iglesia; por qué los bienes más preciados del hombre, vida, honor libertad eran entregados en manos de personas sobornabas. Una vez más el Papa tuvo palabras tranquilizadoras: Nunca jamás volvería a ocurrir una cosa tal; en adelante nadie podría denigrarla ante él. Las expresiones se encuentran en las primeras biografías que proceden de la acompañante de María Ward, más precisas en la Vita italiana que en la inglesa, y la Vita italiana fue divulgada precisamente en Roma. En todo caso, el procedimiento como tal había herido profundamente a la ya probada mujer. Pero su fidelidad a la Iglesia no se vio afectada. Por lo visto, no tenía María ninguna noción acerca de la manera de proceder de la Inquisición, que perduraba para todos los que en algún momento habían sido entregados a este Tribunal. El año 1634 nos proporciona otra prueba del sometimiento de María a las imposiciones. En San Casciano dei Bagni no aceptó ninguna de las invitaciones recibidas para evitar todo inconveniente. Precisamente del encuentro en Caldarola con el ex- Nuncio de Viena, el Cardenal Pallota, hubiera podido esperar ella una ayuda. También quedó relegada la peregrinación Loreto.

Estaba de nuevo en Roma. También como enferma su intrepidez y fortaleza de espíritu superaron todas las dificultades con las que se encontraba. En las cartas a sus compañeras jamás faltó una palabra de estímulo; eran expresiones breves, de resonancia típicamente inglesa. A menudo se puede leer: "Bemerry, se alegre." María misma amaba la alegría, no la ruidosa, sino la que brota de la paz del corazón. A pesar de acontecimientos desoladores nunca quedó anclada en lo negativo. No hay fase en su vida en la que prevalezca un lamento por largo tiempo; tampoco a causa de su prisión.

Una última anotación espiritual conservada y que data de Marzo de 1636 revela su paz interior. A manera de una oración de acción de gracias recapitula su vida y admira "las obras ordenadas por Dios". La oración es una triple alabanza a Dios que cumple sus promesas. En medio de la necesidad expresa su acción de gracias. En circunstancias adversas confía en Dios, y no queda desatendida. Dios ha "ordenado", "hablado", "mostrado", según se afirma en la breve oración. Todo redunda en bien. De modo típicamente inglés, denominado frecuentemente "common sense", María supo siempre vivir su vida, en días de salud y en los de enfermedad. Había escrito una vez en 1633: "No hay más remedio que la paciencia". El hecho de que estuvo a la altura de las difíciles exigencias de su vida tenía una razón más profunda. La familiaridad con Dios le dio fuerza para superar cada situación, para cumplir con las exigencias y sobrellevar el sufrimiento.

En Diciembre de 1636 empeoró su salud. Una estancia en Nettuno no produjo ninguna mejoría notable. El 30 de Julio de 1637 se le administraron los Últimos Sacramentos. El Papa, que durante estos años le había proporcionado alguna que otra subvención, envió al domicilio de las inglesas a su hermano, el Cardenal Sant' Onofrio, así denominado por el nombre de su iglesia titular, y también a su cuñada, Doña Constanza Berberini, con la cual María Ward había trabado amistad. La fiebre cesó, pero los cálculos renales atormentaban a la enferma que apenas podía comer ni dormir. Manifestó el deseo de hacer una cura de aguas en Spa. Se obtuvo el permiso. María Ward no pudo asistir a la audiencia, pero sus compañeras fueron recibidas por el Papa. En esta ocasión Urbano VIII debió llamarla "grande y santa sierva de Dios". El Cardenal Secretario de Estado pidió a los Nuncios de Turín y París que atendieran a a las viajeras con toda amabilidad en caso de que necesitaran ayuda. El 10 de Septiembre de 1637 abandonó María la Ciudad Eterna y, pasando por Siena, Milán y Lyon se dirigió a París y desde allí hacia Lieja y Spa. Los viajes anteriores también le habían ocasionado enormes fatigas, pero este largo camino exigía de la enferma aún mucho más. Sin embargo, la tarea que ella creía haber recibido de Dios permanecía aún viva.

Durante este último viaje su camino las condujo a través de regiones asoladas por la Guerra de los Treinta Años. No se oyó ninguna queja por los peligros a los que también el pequeño grupo de María Ward estaba expuesto. Durante los meses de permanencia en Lieja y en los Paises Bajos españoles tampoco faltaron ocasiones de preocupación. La fundadora buscó la protección del Príncipe Obispo Fernando de Colonia. No consta en ninguna parte qué es lo que en realidad quería conseguir y si obtuvo alguna ayuda o no. En todo caso, había enviado a Mary Poynz a Bonn, a ver al Príncipe; probablemente también ella fue a visitarle.

Los últimos años en su país natal

El 20 de Mayo de 1639 llegó María Ward a Inglaterra que hacía 33 años había abandonado por primera vez, y desde hacía veinte no la volvía a ver. Se estableció en Londres hasta que estalló la guerra civil. Por increíble que parezca, tenía la intención de abrir un colegio en la agitada ciudad. Escribió a Roma acerca de este plan con la observación de que esto no podría realizarse sin un milagro. Y el milagro no llegó. En Septiembre de 1642, ante las convulsiones de la guerra civil en Londres, huyó al Yorkshire. Pero también allá llegaron las tropas de los parlamentaristas. En la ciudad asediada de York muchas personas buscaban consuelo y ayuda junto a esta mujer de la que emanaban sosiego y bondad. Esto no era nada nuevo en los largos años de María Ward. Ayudar a las personas fue propio de toda su vida. Tuvo que tener una extraordinaria amabilidad que se ganaba los corazones. Mary Poynz escribe en la Vita que velaba con el amor de una madre por sus protegidos, no sólo por sus compañeras; también los criados experimentaban el beneficio de su cercanía y su bondad. María quería de un modo especial a los pobres. En sus casas tenían que ser tratados siempre con cortesía y bondad. La vajilla que utilizaban ellos tenía que estar tan limpia como la que usaba ella misma. Tampoco permitía que diversas viandas para los pobres se echaran juntas en un plato. En el cuidado de los pobres veía de modo especial un servicio a Nuestro Señor. En definitiva, ella misma había padecido muchos sufrimientos y necesidad a lo largo de su vida. Un ejemplo de una época anterior nos prueba cuán generosamente y sin mirar la propia pobreza intentaba ella ayudar a los necesitados. Cuando aún existía la fundación de Nápoles prestó una cantidad de dinero a un comerciante en apuros. Más tarde se le apremiaba a que exigiera la cantidad prestada, pues la necesitaba ella misma; pero por no poner a la familia en un gran aprieto María no accedió. Se lo explicaba así a sus compañeras: "Tenemos que dar nuestra vida por las almas de los prójimos, y nuestros bienes por su vida, no sólo lo que nos sobra, sino también lo que necesitamos nosotras mismas."

Una vez que York fue tomada por los parlamentaristas, pudo María volver a su casa cerca de York, hoy dentro del distrito municipal de la ciudad. Sus fuerzas estaban agotadas. Cuando su final estaba más cercano una de las compañeras preguntó: "¿Qué será de nosotras?" La respuesta llegó desde su convicción interior: "Estoy segura de que Dios me ayudará a mí y a las mías, dondequiera que estemos". Mary Poynz dijo a María que cuando ella muriera querían recoger todas sus cosas e ir donde los paganos. La enferma no podía aprobar semejantes propósitos; ellas debían, respondió, mostrar su amor  "llevando adelante nuestro asunto"; sin duda esto les remitía a la solicitud pendiente en Roma, a la que en el futuro tendrían que dedicarle también su atención. Por esto María había adquirido una casa en Roma, y había confiado a una de las hermanas, Bárbara Babthorpe, el cuidado de las compañeras que quedaban. Lo que Dios había encomendado a María se fue con ella a la eternidad, no se realizó mientras ella vivía.

Con la mirada puesta en su próximo fin, la moribunda resumió lo que había sido la actitud fundamental de su vida, y que deseaba fuera también la de sus compañeras: Tenían que vivir su vocación en una fidelidad perseverante, en una fecunda eficiencia y en el amor. Con esto concluía su larga peregrinación. Murió el 30 de Enero de 1645.

Durante toda su vida María Ward había estado de camino, corno apenas pudo estar otra mujer en su siglo, más a pie que sobre malas carretas que rechinaban sobre los ásperos caminos. Recorrió desde York al Norte hasta Nápoles al Sur, desde Viena al Este hasta París al Oeste: los caminos podrían en. marcarse en una cruz inclinada.

El camino interior tuvo así mismo grandes dimensiones. Es de admirar e corazón siempre dispuesto a la reconciliación de esta mujer fuerte, que tuvo la fortaleza de guardar absoluta fidelidad a la Iglesia y permanecer fiel a 11 misión que estaba segura de haber recibido de Dios. Esta firmeza interior abrió el camino hacia el futuro. Ella pudo repetir las palabras que su contemporáneo, el mártir ingles Edmund Campion, dirigió a los Lords del Consejo Real "The expense is reckoned, the enterprise has begun; it is of God, it cannot be withstood. El precio está calculado, la empresa ha comenzado, es cosa de Dios, nadie puede resistírsele" (de: E. Waugh, Edmund Campion, Londre 1952, pg. 212).

El futuro del Instituto

María había esperado siempre en un mañana mejor. A pesar de ver perdida la obra de su vida, estaba convencida de no haber sido víctima de un engaño, y por eso tampoco se dejó abatir ante el fracaso de su Instituto. El legado que había dejado a sus compañeras  -que fueran fieles a su vocación- era un cometido para el futuro. Y había de verdad un futuro. Pocas compañeras habían permanecido fieles a María, pero éstas estaban impregnadas e inspiradas por su misión; habían experimentado quién era María Ward. No se perdieron en estériles lamentaciones sin esperanza, sino que continuaron la andadura que habían iniciado con María. Las pocas compañeras que rodearon el lecho mortuorio de la fundadora permanecieron aún algunos años en York, hasta que en 1650 el grupo de leales se trasladó a París. También en otros lugares había pequeños focos del grupo fiel: en Roma, en Munich y, probablemente, también en Inglaterra. Es digno de mención que, por ejemplo, en la Paradiserhaus de Munich siguieron ingresando jóvenes inglesas y alemanas.

Las comunidades, en un principio, no podían remitirse a ningún respaldo la Iglesia. Es verdad que el Obispo de Augsburgo, Christoph von Freiberg, recibió con toda amabilidad a la fundadora de la Casa de Augsburgo, Mary Poynz. Pero los primeros cincuenta años después de la supresión, las "vírgenes inglesas", como se les llamaba, permanecieron sin ninguna protección por parte de la Iglesia. Su comunidad no encontró ningún apoyo al amparo de Iglesia. El primer cambio se produjo en 1680, cuando, los Obispos de Augsburgo y de Freising tomaron bajo su protección la casa de Augsburgo y la Paradeiser Haus de Munich respectivamente. De extraordinaria importan fue el continuo interés de la Casa de Wittelsbach. Con recomendaciones los mencionados Obispos y de la Casa reinante las seguidoras de María Ward, cobraron ánimos para presentar en Roma una nueva solicitud de aprobación del Instituto y de sus Constituciones en 1694. Apelando a la bula de Urbano VIII la petición fue denegada. La motivación aducida fue la siguiente: "Son las Jesuitesas suprimidas por Urbano VIII." Finalmente llegó un consuelo con la aprobación de las 81 Reglas en 1703. Sin embargo, en el Breve se decía expresamente que esto no suponía ninguna aprobación del Instituto. Con todo, por primera vez habían obtenido un documento pontificio con contenido positivo. Se realizaron nuevas fundaciones para promover la labor educativa: en 1683 Burghausen, en la diócesis de Saizburg, en 1686, y a pesar de las sombrías perspectivas en Inglaterra, las hijas de María Ward fundaron en York. En 1701 se fundó una casa en Mindelheim gracias al hijo de Maximiliano I y de su esposa Mauricia Febronia. En 1706 se abrió una casa en St. Pólten. El Instituto de María Ward se iba extendiendo.

En 1698 se eligió por primera vez una Superiora Suprema; hasta entonces, la responsable en funciones confiaba a otra compañera el cuidado del grupo.

Esta "Superiora Suprema", como se llamaba a la dirigente hasta el reconocimiento de una Superiora General por parte de la Iglesia, dio también un nombre al Instituto. El título deseado por María Ward "Compañía de Jesús" no fue posible ni antes ni después de la bula. La denominación "Vírgenes Inglesas", que más tarde se transformó en "Damas Inglesas", resultó insatisfactoria. La nueva Superiora Suprema dio el nombre de "Instituto María" a la obra de María Ward. Desde mediados del s. XVIII se denominó "Instituto Santa María".

El recuerdo de la fundadora permaneció vivo también en las nuevas casas de Barnberg y Krems, Altótting, Merano, Bressanone y Fulda. Sobre el Instituto, carente aún de plena seguridad jurídica en la Iglesia que tendría que haberle proporcionado la aprobación papal, sobrevino la denominada guerra de la jurisdicción. La Superiora Suprema elegida en 1743, Francisca Hauser, vivía como sus predecesoras desde comienzos del s. XVIII en la Paradeiserhaus, en Munich.

Esto disgustó al Obispo de Augsburgo, Joseph von Hessen-Darmstadt, quien no quería ver dos casas de su diócesis, Augsburgo y Mindelheim, bajo la jurisdicción de una Superiora residente fuera de su propia diócesis. En el conflicto se vio envuelta la misma María Ward, ya que los partidarios del Obispo se molestaron por una veneración declarada oficialmente ilegal por la Iglesia.

Francisca Hauser, miembro de la casa de Augsburgo, luego Superiora de la nueva fundación de Merano, fue elegida Superiora Suprema cuando residía aún en Merano. Las querellas de Augsburgo pusieron en grave aprieto a esta eficiente mujer. Nuevamente vino en ayuda la Casa de Witteisbach. El asunto fue sometido a la decisión del Papa. En la Constitución "Quamvis iusto" Benedicto XIV formuló dos resoluciones de gran importancia para el futuro del Instituto. Contrariamente a los deseos del Obispo de Augsburgo, se pronunció en favor de la autoridad de la Superiora General, de la que tenían que depender las casas de¡ Instituto situadas en diversas diócesis. Francisca Hauser fue la primera que ostentó el título con total legitimidad. Sin embargo, por respeto a la supresión de su predecesor Urbano VUI, no vio Benedicto XIV otro camino que la prohibición de denominar a María Ward fundadora del Instituto. Una vez más tuvo que pagar ella el precio por el camino hacia el futuro. Esta dura imposición tuvo consecuencias desfavorables, aunque el campo de actividad del Instituto se extendió visiblemente durante el s. XIX, hasta Rumania y la India. No se olvidó del todo a la fundadora, pero apenas se habló abiertamente de ella. Las Hermanas se veían en una situación embarazosa cuando se les preguntaba quién había iniciado toda la obra.

En la segunda mitad del s. XIX surgió un movimiento de sacerdotes ingleses en torno a la figura de María Ward, al que se fueron agregando hermanas inglesas y, paulatinamente, también de Alemania. Se trataba de rehabilitar a María Ward como fundadora del Instituto. Con esto llegó también el reconocimiento del Instituto por parte de la Iglesia; la aprobación fue otorgada en 1877 por la Congregación de Propaganda de la que dependía aún Inglaterra. La Jerarquía de Inglaterra, la de Alemania y todas las Hermai unieron sus fuerzas y solicitaron a Roma recuperar a la fundadora. En 15 el Papa Pío X reconoció nuevamente a María Ward como fundadora del Instituto.

Faltaban aún las Constituciones de San Ignacio para cumplir el plan original diseñado por María Ward. Las obtuvo el Instituto tras el Concilio Vaticano II, el año 1978. Entre tanto, la obra de la gran inglesa había superado los límites de Europa convirtiéndose en Instituto internacional. María Ward No se había equivocado al mantener, incluso a la hora de su muerte, la esperanza de que su Instituto sobreviviría.

 

M. Immolata Wetter IBVM

 

Literatura: M. Catherin Elizabeth Chambers IBMV, Leben der Maria Ward, 2 tomos, Ratisi 1888, 1889; Josef Grisar Sj, Die ersten Anklagen gegcn das Institut Maria Wards 1622, Misc. 1 Pont. XXII, Rom 1959; de¡ mismo autor, Maria Wards Institut vor r¿imischen Kongregatio Mise. Hist. Pont. XXVH, Roma 1966; Mathilde Kühler, Maria Ward. Ein Frauenschicksal 17. jahrhunderts, Munich 1984; M. lmmolata Wetter IBMV, Mary Ward. En la serie Groge stalten des Glauhens, Aschaffenburg 1985; Henriette Peters, Mary Ward. lhre Pers¿5nlichkeit ¡hr Institut, Innsbruck/Viena 1991, Georg Schwaiger (editor), Monachium Sacrum. En conmi ración de los 500 años de lag Iglesia Metropolitana de Nuestra Señora de Munich, Munich 1 tomo 1, p. 112-115.

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