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Adolfo Gilly
Capitalismo

 

 

 

Recinto de Río Piedras
  
Adolfo Gilly

LA HISTORIA COMO CRITICA O COMO DISCURSO DEL PODER

Para el abuelo Atilio, en arte Mesmeris, actor, vagabundo, saltimbanqui




Si la construcción del futuro y el resultado final de todos los tiempos no es asunto nuestro, es todavía más claro lo que debemos lograr en el presente: me refiero a la crítica despiadada de todo lo que existe, despiadada en el sentido de que la crítica no retrocede ante sus propios resultados ni teme entrar en conflicto con 1os poderes establecidos.
KARL MARX, carta a Arnold Ruge, Kreuznach, septiembre de 1843


Premisa


La pregunta me pareció, de entrada, restrictiva: la historia, ¿para qué? Para los niños, el para qué suele ser obvio o subordinado. El gran problema es el porqué. Y si transformo la pregunta en: historia, ¿por qué?, me encuentro con la respuesta al porqué de toda ciencia y de todo conocimiento: por la necesidad de obrar específica del ser humano, eso que Marx llama "el comportamiento activo del hombre frente a la naturaleza, el proceso de producción inmediato de su existencia".
Pero si esto es así, debo llegar enseguida a la comprobación, muy conocida, de que mientras en las ciencias de la naturaleza, en la historia natural, el conocimiento en cada momento dado tiende a ser uno, en las ciencias de la sociedad, en la historia de los seres humanos, ese mismo conocimiento es múltiple, tiene varias versiones y vertientes (o, en otros términos, mientras el primero es unívoco, el segundo es multívoco o, si se quiere, incluso equívoco). La diferencia, también muchas veces explicada, puede buscarse en lo que el mismo Marx, citando a Vico, recordaba: "la historia de la humanidad se diferencia de la historia natural en que la primera la hemos hecho nosotros y la otra no".
Entra entonces la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo. Y si la condición del conocimiento científico es la capacidad crítica, se aceptará sin dificultad que es mucho más fácil la crítica de lo que hizo la naturaleza y de nuestro conocimiento sobre ella, que la crítica de lo que nosotros hicimos y de nuestro conocimiento sobre nosotros mismos.
Porque la crítica, y su producto el conocimiento, disminuye o destruye la dependencia de poderes ajenos, y mientras ante el poder de la naturaleza sobre los seres humanos el interés de éstos se presenta unificado precisamente por su comportamiento activo frente a ella (su comportamiento de sujeto, y no de mero objeto), ante el poder de la sociedad sobre los individuos el interés de éstos se presenta dividido, según que lo ejerzan o lo sufran, o más precisamente. según que de él se beneficien unos más que otros o unos sobre otros.
Esto determina, para la historia, una situación contradictoria con la de otras ciencias: existen, en determinado momento, varias historias, no una, diversas versiones e interpretaciones divergentes y a menudo antagónicas. Lo cual nos lleva, a su vez, a una nueva transformación de la pregunta: las historias, ¿por qué? Las diversas versiones suponen que algunas (o todas) son falsas o menos verdaderas (o, si se quiere, ideológicas, lo cual plantea la cuestión del límite entre ciencia e ideología en la historia). Si el conocimiento conduce a la acción, un conocimiento falso extraviará el pensamiento y desviará la acción de quien por él se guíe. Sin embargo, la persistencia a través de las épocas de las varias versiones simultáneas de la historia indica que el conocimiento histórico es también, y antes que nada, un discurso adaptado no a una acción única de la humanidad sobre la naturaleza, sino a diversas acciones de diversos grupos humanos sobre sí mismos y entre sí.
Esto porque la historia trata, obviamente, de relaciones sociales: guerra, comercio, técnica, ciencia, religión, Estado, familia... Esas relaciones sociales, mientras el ser humano siga dependiendo estrechamente de la naturaleza (independizarse totalmente de ella, por elementales razones biológicas, como es natural nunca podrá), y más todavía en la sociedad de clases, son inevitable e invariablemente relaciones de fuerza: padres/hiios, hombre/mujer, adultos/jóvenes, adultos/ancianos, dominadores/dominados según castas, clases, comunidades o naciones.
La historia, cuyo objeto privilegiado es la descripción y el conocimiento de esas relaciones y de sus transformaciones, puede adoptar frente a ellas dos actitudes que no les son permitidas a las ciencias naturales frente a su objeto: justificarlas explicándolas como inmutables y naturales, o criticarlas explicándolas como cambiantes y transitorias.
La primera actitud parte de quien tiene interés en conservar las actuales relaciones sociales (o, en otras palabras, las actuales relaciones de fuerza dentro de la sociedad); la segunda. de quien pretende transformarlas. Las diversas historias surgen pues, como es demasiado sabido, de diversos intereses sociales, uno conservador de las relaciones de fuerza y de poder existentes (aunque pueda ser crítico de las del pasado, presentadas entonces como mero tránsito hacia el orden de cosas existente), otro crítico de los .poderes establecidos (crítico, entonces, también hacia el pasado, y crítico hacia sí mismo y hacia el porvenir, si no quiere caer en la inmovilidad de la utopía o del milenarismo. forma invertida de la conservación tendida hacia el futuro).
El grupo o la clase social cuyo interés coincida con la crítica radical de los poderes establecidos podrá aproximarse más. en su interpretación de la historia. a los criterios del conocimiento científico. Aquel cuyo interés sea la conservación de esos poderes y del orden que de ellos se desprende se orientará en cambio a hacer de la historia una ideología justificadora del estado de cosas presente y a convertida, en consecuencia, en un discurso del poder.
Entre la crítica radical y el discurso del poder establecido oscila el porqué de todas las historias y, en consecuencia. su para qué.

Límites y tensiones

La historia comienza donde termina la memoria de las generaciones vivas: en los abuelos. Más acá, es crónica, relato, narración de testigos presenciales. Todavía no alcanza a cristalizarse del todo en historia la Revolución mexicana para México ni la Revolución rusa para la Unión Soviética, aunque ya la mexicana lo sea para los soviéticos y la rusa para los mexicanos. Todavía es más fácil hacer un film sobre los procesos de Moscú que sobre Huitzilac en México, y más fácil en Moscú investigar y publicar sobre las purgas de Obregón que sobre las de Stalin.
Por eso mismo, son diferentes los intereses que guían (o desvían) la crónica, de aquellos que producen los mismos efectos en la historia. Rashomón es un ejemplo clásico de los primeros, las diversas versiones escolares de las historias de cada Estado, de los segundos. En el primer caso, se trata de individuos; en el último, de grupos sociales o naciones.
Esto dice que sería ilusorio esperar una historia imparcial: el punto de vista del observador, individuo en sociedad, produce un efecto de "indeterminación". Ese efecto es tanto menor cuanto más conscientemente el historiador -o su antecesor, el narrador- asume su propia parcialidad ante los hechos que relata y las narraciones que interpreta. La parcialidad no significa mentira: significa tomar partido o, también, apasionarse. Si las relaciones sociales son relaciones de fuerza y si la historia es historia de la lucha entre las clases y los grupos sociales, tomar partido no exige faltar a la objetividad. La parcialidad más desinteresada por alguno de los intereses en lucha, requiere al contrario buscar la veracidad de los hechos y rechazar la falsedad con la misma severidad con que el investigador de la naturaleza toma en cuenta tanto los resultados experimentales que confirman sus hipótesis como aquellos que las desmienten.
Pero aquí, nuevamente, el grado de objetividad estará fuertemente determinado según "que el interés que guía a la inevitable toma de partido (la supuesta "imparcialidad" es una toma de partido subrepticia) sea un interés conservador o un interés crítico hacia el orden de cosas existente.
Dicho esto, la historia, como la crónica, no es justificación, condena, juicio de valor. Es ante todo narración e interpretación, combinadas pero no confundidas. Significa reconstruir intelectualmente el curso de los hechos y explicar por qué fueron así y no de otro modo. La historia, como es sabido, no se construye con los si, y la obra del historiador que se dedica a especular acerca de lo que habría sucedido si... (o cuyo método de interpretación tiene como fondo dicha actitud), no tiene más valor científico que las teorizaciones sobre lo que ocurriría si nuestras abuelas tuvieran ruedas. . .
El historiador, para reconstruir con los materiales dados (aparte de saber y poder reunir los materiales), necesita relacionar su tarea con dos niveles: a) un método de interpretación general; b)su propia experiencia (vivida, aprendida o heredada). El primer punto se relaciona con el rigor científico en su oficio. El segundo, tiene que ver con su calidad de conocedor de seres humanos en tanto individuos y en tanto grupos, con su capacidad de acumulación de experiencia vivida (por él o por otros, porque la. edad no siempre es garantía de experiencia y muchas veces lo es de incapacidad de nueva asimilación).
La reconstrucción histórica debe reproducir el movimiento, la multitensión (el "multitenso coajuste, como el del arco, como el de la lira", que decía Heráclito) que caracteriza al proceso de la historia. La intensidad de lo vivido y lo leído, de lo experimentado y lo aprendido, esa tensión entre vida y conocimiento (empírico o teórico, aquí no importa) cuyo nombre es pasión; es un ingrediente sin el cual la obra del historiador no pasará de ser un erudito pan sin levadura.
Esa tensión peculiar de la historia obedece, en gran medida, al cruce y la contraposición de sus historias. Quiero decir al cruce entre la historia individual y la colectiva; la familiar y la local; la local y la regional; la regional y la nacional; la nacional y la mundial. En cada uno de esos puntos de intersección y en sus múltiples combinaciones se determinan focos de tensión sin cuya comprensión es imposible dar cuenta del movimiento interior que anima al proceso histórico.
Los cruces no tienen un orden preestablecido y sería arbitrario establecer una jerarquía universal entre ellos. Su resultado es más bien aquel "multitenso coajuste", lo que otros llaman la lógica de la historia.
Por otra parte la historia universal, que sería el resumen, la combinación y la culminación de todas esas historias entrecruzadas a diversos niveles, es un hecho moderno hacia el cual ellas parecen converger como los mercados locales hacia el mercado mundial, cuna y escenario de aquella historia universal.
Pero al mismo tiempo historia universal y mercado mundial son realidades nuevas, inconcebibles sin sus predecesores pero no reductibles a la suma de éstos, realidades con su dinámica propia que subsume todas las parcialidades anteriores y las somete a su imperio y a su lógica. Es un todo que engendra y explica a sus partes, y no la inversa. Así como el mercado mundial a partir de su formación definitiva en el siglo XIX (tres siglos después de su primer bosquejo en el siglo XVI) no es la suma de los mercados nacionales, sino que éstos son expresiones nacionales específicas de aquél, así las historias nacionales, a partir de la constitución de la historia universal, son expresiones peculiares, y únicas en cada caso, subordinadas a esa realidad superior que las abarca y las explica y a la cual, en adelante, no pueden escapar, como no pudieron hacerlo los pueblos de Mesoamérica cuando el joven torrente de la historia universal, entonces apenas en formación, irrumpió en sus .territorios; ni tampoco mucho después afganos o vietnamitas; ni mucho menos hoy las poblaciones indígenas de la Amazonia, en cuyas vidas dicha historia arrasadora penetra disolviéndolas: la extinción es su forma terrible de entrar en la historia y salir, de un mismo golpe, de ella.
De la aproximación no mediada de algunos de aquellos cruces surge como una chispa el encanto peculiar de los cantastorie, los juglares, los payadores, los corridistas, esos artesanos errantes que unen lugares, tiempos y relatos, predecesores y contemporáneos de la crónica y la historia, ellos mismos un punto de cruce de las dos.
En sus narraciones, la precisión (real o ficticia) de sus pormenores ("voy a dar un pormenor. . ." dice el corrido de Cananea) trasluce a la vez el modo de referir campesino y la preocupación por la veracidad y la fidelidad de lo contado. Pero ellos no se limitan a narrar. Intercalan o agregan su propia explicación e interpretación de los hechos (" donde yo fui procesado / por causa de mi torpeza", dice también el relator de Cananea). Crítica o edificante, ella intenta trasmitir una valoración de las conductas. Y aquí se pone a prueba la verdad del canto, tanto más auténtico, por regla general, cuanto más abierto sea su ángulo de divergencia con la versión oficial de la historia.
La historia oficial, por definición, es la que elaboran las instituciones del Estado o sus ideólogos. Siendo todo Estado, también por definición, una forma de dominación, el para qué de esa historia es la justificación y la prolongación de esa dominación.
Si la historia del canto es auténtica, viene de abajo, y abajo están los dominados. No quiere decir que hay que creer sin más ni más lo que el juglar nos cuenta, pero sí que hay que comprenderlo: el narrador refiere lo que su público quiere oír y no puede hacerlo en las ceremonias y las instituciones amparadas por la Iglesia y el Estado. Es cierto que en su canto también penetran profundamente la ideología y la moral dominantes, que son las de toda su época, pero curiosamente distorsionadas por el punto de vista de los de abajo o de los sometidos.
Los trovadores vagabundos, los minstrels, los juglares lindan entonces con los proscritos y son por siglos o par países un oficio maldito y peligroso ejercido sólo en los márgenes o en los intersticios de la sociedad oficial. Un ejemplo clásico, en los tenues albores de los imperios modernos, aparece en la conquista anglo-normanda de Irlanda a partir de 1169. Los conquistadores debían terminar con el orden social, la estructura clánica, la lengua y la cultura de la sociedad gaélica, pata imponer su propia dominación. Pero la antigua sociedad resistía -resiste todavía, bajo formas diversas y modernas. Uno de los instrumentos de esa resistencia eran sus cantores, que con su arpa iban de comarca en comarca cantando en gaélico la historia prohibida del pueblo irlandés. Tan tenaz era esa resistencia y tan sólida la trama que las arpas tejían, que dos siglos más tarde (1367) el duque de Clarence, virrey, hijo de Eduardo III, tuvo que incluir entre los delitos severamente castigados por su estatuto de Kilkenny, el de dar albergue, protección o estímulo a los poetas (minstrels), los versificadores (rhymers) y los contadores de historias (taletellers) irlandeses. Cinco siglos después el arpa -no la espada, el fusil o la pica- pasó a ser el emblema nacional irlandés.
Se opera en otros casos el fenómeno opuesto: el arte del cantastorie es asimilado por la versión oficial de la historia, y entonces la crítica popular del poder existente se invierte en un discurso del poder "populista". La Revolución mexicana da uno de los ejemplos más cumplidos de esa trasmutación.
Agrego al final las letras de dos canciones que relatan acciones de obreros ferroviarios: una, edificante, ejemplifica en último análisis la moral del sacrificio en el trabajo; la otra, gratuita, trata de comprender y de explicar los motivos profundos de un atentado aparentemente sin objeto. En el primer caso la interpretación oficial y la popular de la historia concuerdan y Jesús García, el maquinista de Nacozari, es un héroe para todos. En el segundo, ambas interpretaciones se distancian en un amplio ángulo de divergencia y el anónimo maquinista italiano es "un loco" para unos y un "vengador" para los otros. Creo que este segundo relato muestra, con la sencillez elemental de una balada, cómo es posible coincidir hasta en los detalles en la información de los hechos y contar, sin embargo, dos historias diferentes y antagónicas. De estos ejemplos, claro, la serie es infinita, porque así son las historias de la historia.
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Niveles

Los de abajo y los de arriba en cuanto a las clases, los vencedores y los vencidos en cuanto a las guerras, esa multiplicidad de historias tiene niveles. El desnivel, decía, no impide la coincidencia en los hechos, pero sí en la carga emotiva. La prueba inmediata la da Alejandra Moreno Tascano en El siglo de la conquista, cuando construye ese contrapunto singular entre las voces de los defensores de Tenochtitlan y las de sus atacantes.
Podemos imaginar una situación, cuando aún la división del trabajo es embrionaria y no ha alcanzado a escindir a la saciedad y a subordinar a los individuos, en que el grupo social es uno y, como tal, recuerda, transmite, mitifica y cuenta su pasado. Está, en el principio, el afán y el placer de contar, de comunicar, de escuchar, de vivir juntos intelectualmente, de ejercitar las fuerzas del intelecto en el relato nocturno como en el día se ejercitaron las de los músculos en la caza del tigre o del venado. Esta relación es gratuita, es decir, no está mediada por un comercio que aún no ha nacido dentro del grupo social. Es un don que no espera correspondencia, que se satisface en el acto de dar al grupo del cual el relator es parte indivisa e indivisible. En el arcaico oficio de poeta, en la poesía que sigue siendo don y nunca valor de cambio en una sociedad regida por la mercancía, en la fascinación del fuego que incita por la noche a contar y a recordar, ha quedado impresa esa huella fugitiva de los primitivos: sensaciones y afectos, persistencia del mito, eterno retorno de la utopía.
Cuando división del trabajo y técnica rudimentarias se desarrollan y se impulsan mutuamente, entonces aumenta la productividad y aparece el producto excedente y con él la posibilidad de que una parte del grupo social produzca, con sus manos y herramientas, lo necesario para todos, y otra parte viva de ese producto y pueda dedicarse a pensar y a generalizar. El conocimiento, así, se concentra, se desarrolla y se transmite en unos, el trabajo directo, manual, en otros. Como aquél no es nada más -ni nada menos- que la generalización de la práctica de éste, lo coloca bajo su dominación. Ha nacido la división entre trabajo manual y trabajo intelectual y con ella la escisión social de los seres humanos y de su historia.
A partir de aquí se constituyen -en un trabajo de milenios- lo que Marx y Engels llaman tempranamente, en La ideología alemana, una comunidad superior y una comunidad inferior, cada una con su historia, sus oficios, sus tradiciones, sus costumbres, sus secretos, pero ambas unidas en una comunidad ilusoria por la idea de la común pertenencia a un grupo social único e indiviso -ciudad-Estado, comunidad, pueblo, nación- frente. a los otros grupos sociales existentes. Se han formado las clases y, en consecuencia, el Estado.
A partir de aquí, la historia pasa a ser propiedad de quienes pueden hacer la historia, de los que ya son propietarios del conocimiento. Todo el método histórico queda impregnado de su punto de vista, el de quien mira desde lo alto de una pirámide y no el de quienes a la pirámide, como al sol, sólo pueden contemplarla desde abajo aunque la hayan alzado con sus brazos.
La comunidad inferior es pura fuerza de trabajo y, como tal, no tiene historia. Esclavos, siervos o proletarios, hacen el trabajo de la paz o el trabajo de la guerra, que los señores de la paz o de la guerra dirigen y usufructúan. Son trabajos sin gloria y sin historia, pero sobre ellos se alza todo el resto.
Desde las pirámides mayas hasta las computadoras japonesas, desde las murallas incaicas hasta los muros del Pentágono, la historia incluye a unos y excluye a otros: es la historia como discurso del poder. Una historia crítica, al contrario, es una historia también y ante todo de los excluidos y del tejido social de sus vidas, pensamientos y sentimientos.
Ahora bien, esta historia es difícil de hacer, porque la fuerza de trabajo, reducida a tal, no escribe su historia sino que ésta es contada e interpretada -cuando lo es- por los otros. Su huella queda sobre todo en las obras en las cuales su trabajo se. cristaliza: sin acudir a esa base material es imposible descifrarla. Este es el método que Marx propone en una de las notas de El capital.
La comunidad superior acumula el conocimiento, se apropia de la historia y comienza a registrarla en estelas, templos y pirámides. Los egipcios exponían ingenuamente un método que no ha variado desde entonces, cuando dibujaban más grande la figura del faraón. La historia se convierte en su historia, como una de las primeras formas de propiedad antes de que la propiedad haya cristalizado plenamente. La otra historia hay que desenterrada de abajo de ésta, en un verdadero trabajo de arqueología de segundo grado.
La historia se convierte, en este punto, en un instrumento privilegiado para la legitimación y la conservación de la comunidad ilusoria entre los de arriba y los de abajo. Es la historia del Estado, la historia de todos, narrada por los ideólogos de la comunidad superior, que se apodera incluso de los héroes de los otros (cuando no puede suprimirlos del todo) y les expropia su historia. La racionalidad de la comunidad superior, que es la de su dominación, se convierte en la razón universal e intemporal (tanto que sus integrantes llegan a considerarse la gente de razón y los demás, los naturales). Sus motivaciones de grupo o de clase se vuelven los fines de la comunidad o de la nación. El Estado, el poder existente, es el punto hacia el cual converge la historia desde el principio de los tiempos, que no ha sido entonces más que una larga transición hacia el presente equilibrio. Hay, por supuesto, muchas formas sutiles, eruditas, neutrales, "dialécticas" y hasta "populares" de presentar esta visión de la historia, mucho más cuando quienes las formulan están firmemente convencidos de que así es porque, desde el punto de observación en que se colocan, es precisamente eso lo que ven.
Entonces la historia es un discurso del poder, quienquiera que lo haga, en el cual creen quienes ejercen ese poder y, en la medida en que la ilusión de la seudocomunidad (cuyas raíces son materiales) es estable y no ha sido rota por una crisis histórica, también quienes a ese poder están sometidos.

Horizontal y vertical

Si el objeto de la historia como ciencia es, como recuerda Pierre Vilar, "las relaciones sociales entre los hombres y las modalidades de sus cambios", es preciso identificar si existe una relación que rige a todas las demás y, en tal caso, cuál es ella.
A primera vista esa relación sería la de intercambio (trabajo por dinero, dinero por mercancía, mercancía por mercancía, idea por idea, afecto por afecto y odio por odio). Pero ésta, se sabe, es la ilusión de un mundo dominado por el valor de cambio y cuyas categorías de pensamiento se han formado a partir del intercambio.
Ese intercambio comienza con la aparición de un producto excedente estable, de un plusproducto en el cual se materializa el trabajo excedente o plustrabajo. Desde entonces, las relaciones entre los seres humanos están dominadas por esa relación de fuerza que es la lucha por la apropiación de ese plusproducto, por su extracción y su reparto. Si este criterio es válido, entonces la relación dominante será la relación de dominación/subordinación (o de soberanía/dependencia) que es la que asegura (en última y no siempre visible instancia mediante la violencia) la extracción y el apoderamiento por unos del plustrabajo de otros. Las formas de esa relación cambian según las épocas y las relaciones de producción, estrechamente relacionadas con la base técnica de la sociedad, pero en cada una de estas épocas y sociedades es ella, la relación de dominación/subordinación, la que tiñe con su color a todas las otras relaciones sociales. Ella hunde sus raíces profundísimas en la más antigua y tenaz de las formas de dominación social, la de los hombres sobre las mujeres.
Es lo que puede llamarse la relación vertical entre ambas comunidades, entre la parte superior y la parte inferior del grupo social. (Esta división, inútil decirlo, ,se presenta mediada por múltiples estratos intermedios en cada formación social que contribuyen a hacerla menos nítida, pero no menos real.)
Pero a su vez, esta relación vertical de dominación/subordinación sólo existe combinada con (y sostenida en) relaciones interiores propias de cada una de las comunidades componentes de la comunidad ilusoria. Son lo que puede denominarse las relaciones horizontales dentro de cada una de las grandes partes en que se divide el grupo social.
Existe una relación horizontal en la comunidad superior, que se expresa en las normas del derecho de propiedad (y su correlato, las normas penales), pero también en hábitos, costumbres, reglas de cortesía, gustos y normas de competencia interior para que ésta no llegue nunca a lesionar la solidaridad esencial del grupo social dominante frente a los dominados. Este conjunto de normas, cambiantes según las épocas, las tradiciones, las técnicas, las relaciones de producción y, por lo tanto. los modos de dominación, están subordinadas evidentemente a la relación vertical e, incluso, son engendradas por ella (a la cual, a su vez, influyen).
Del mismo modo, existe una relación horizontal en la comunidad inferior que, partiendo de su relación específica con los medios de producción, abarca los mismos campos que la anterior pero tiene normas en parte diferentes, no oficiales, regidas por una racionalidad distinta a la que rige las de la comunidad superior.
A través de la relación vertical, empero, las normas de la relación horizontal superior se presentan como la norma general, ideal, a la cual debe ajustarse todo el grupo social. Es lo que constituye, en otros términos, la ideología dominante.
Por debajo de esa ideología, que todos aceptan mientras funciona la relación de dominación/subordinación dada, sigue corriendo el río subterráneo, caudaloso, no reconocido, a veces hasta invisible para los de arriba, de los lazos horizontales que unen a los dominados. Esos lazos, que pueden tomar la forma de creencias, supersticiones, prohibiciones, obligaciones, se cargan de un contenido de solidaridad entre quienes deben, por fuerza, resistir de un modo u otro porque sobre sus hombros cae todo el peso de la relación vertical.
En cada ideología dominante la forma presente de dominación aparece como un hecho de la naturaleza y la tarea asignada al historiador es, cuando más, explicar su génesis en el pasado y mostrar las formas anteriores (o presentes en otras formaciones sociales) como imperfectas. inmaduras o, si contemporáneas, "primitivas" o "atrasadas" (como primitivas y atrasadas serían también las normas de relación horizontal de los dominados). De este punto de vista, más difundido de lo que se piensa aun entre los "marxistas" y los "críticos" de la historia, nacen muchas de las curiosas apreciaciones occidentales sobre Irán y su revolución, según las cuales Jomeini, su república islámica y sus ayatollahs serían mucho más irracionales que Giscard, su república burguesa y su bomba de neutrones.
Es conocido, y a veces inevitable, el anacronismo del historiador que mide el pensamiento y las relaciones sociales del pasado por las de su época o su civilización, aquellas que constituyen su naturaleza social. No siempre este anacronismo se presenta tan transparente e ingenuo como en las pinturas prerrenacentistas o renacentistas.
Con esta ilusión óptica se combina, a veces en forma más sutil, otra que con un término hechizo podríamos denominar "anaclasismo", es decir, la trasposición de los juicios, los valores y las relaciones internas de una clase o grupo social, aquella de la cual proviene la educación del historiador, a otros.
En ambos casos, el efecto de trasposición tenderá un velo entre el historiador y las reales relaciones sociales entre seres humanos, objeto de su estudio, y lo llevará no sólo a dar respuestas equivocadas sino, lo que es peor, a plantearse problemas inexistentes.
La relación vertical de soberanía y dependencia supone dos direcciones: una hacia abajo, de dominación; otra hacia arriba, de resistencia, porque la fuerza de trabajo, por definición activa frente a la naturaleza, no puede ser simplemente pasiva, mera materia inerte subordinada, ante la sociedad. Como se trata de una relación de dos sentidos, ambos polos se determinan entre sí e interactúan constantemente. La violencia y el consenso, decía Gramsci, son sus reguladores.
Las revoluciones son la crítica práctica que la sociedad (los dominados) hace de sus relaciones verticales. La historia como discurso del poder las concibe como momentos irracionales, o cuando más como crisis indeseables pero inevitables que deben ser superadas y clausuradas lo más pronto posible para dar lugar a un restablecimiento, bajo nuevas formas, de la relación "natural" de soberanía y dependencia entre los seres humanos. La historia como crítica del poder las considera como las rupturas hacia las cuales tiende toda la acumulación realizada durante el equilibrio precedente, de modo que cada equilibrio es una transición entre la ruptura que lo engendra y aquella que lo destruye. El primer criterio privilegia la inmovilidad y la conservación, el segundo, el movimiento y la transformación.
Las revoluciones son los momentos cuando la dirección de abajo hacia arriba (resistencia) en la relación vertical, estalla y se vuelve dominante sobre la relación de dominación establecida. Entonces su irrupción violenta desde abajo inunda y baña todo con su luz peculiar, que es la que ilumina la apariencia de desorden y de ruptura de la lógica social comúnmente aceptada que presentan todas las revoluciones, rebeliones y revueltas.
Pero la forma de la rebelión, el color de su luz (y de su sombra}, no depende sólo del tipo de relación vertical contra el cual estalla, sino también de las relaciones horizontales preexistentes dentro de la comunidad inferior, aquella que entra con violencia al primer plano de la historia. Entonces, mientras la revolución está en su apogeo, esas relaciones se presentan como la norma dominante, se sobreponen a las de la vieja dominación de clase (aunque no las supriman del todo), imponen su dictadura revolucionaria en gustos, modos y costumbres, ésos que no se determinan por los aparatos de propaganda sino que se forman en el profundo laboratorio histórico de la sociedad.
El historiador de las revoluciones pasadas, el cronista de las presentes (nunca como en la revolución están tan cerca, hasta casi confundirse en uno, ambos. oficios) necesita comprender, sentir o intuir estas relaciones en su tarea. Sin ello, sólo puede verse la superficie de la revolución de independencia o de la zapatista, de la Revolución rusa o de la china. Alcanzó a entreverlo, en su tiempo, Marte R. Gómez, en su pequeño libro sobre Las comisiones agrarias del sur. Lo vio espléndidamente, siempre, John Reed, en la huelga de Paterson, en la Revolución mexicana, en la Revolución rusa. Lo vieron y vivieron también, cronistas e historiadores, Víctor Serge, Agnes Smedley, Jack Belden. No se dio cuenta de lo que pasaba, aunque registró muchos eventos, José Vasconcelos. y en un extraño juego de espejos, dio un magnífico reflejo invertido por la visión de los señoritos de la vieja y la nueva clase dominante, Martín Luis Guzmán en El águila y la serpiente.
Pero, en general, ninguna historia y ninguna crónica, se ocupen de las épocas de ruptura o de aquellas de equilibrio, pueden abstraerse de la relación vertical y de las relaciones horizontales específicas que forman el tejido de cada época y cada sociedad; ni pueden ser, tampoco, neutrales entre ellas.
La relación vertical sólo puede explicarse mirándola desde abajo, desde su raíz material, y no desde arriba, desde su reflejo ideológico: lo mismo todas las otras. Nadie explicará a una época y una sociedad y a quienes, al dominar en ellas, las marcan con el sello de sus ideas y sus actos, si no explican antes cómo éstos dominan (y cómo creen hacerlo) y cómo se relacionan entre sí, se subordinan y a la vez resisten los dominados.
Aquí se llega a una dificultad aparentemente insalvable, porque para hacer oír la voz de los dominados hay que escuchada. Y éstos no hablan en la historia, sino sólo entre ellos, y eso no queda escrito. Y aun cuando llegan a hacerlo, es sólo su capa superior la que habla y escribe por todos: sus dirigentes, sus intelectuales. El historiador, el cronista mismo, tiene que afrontar entonces la empresa insoluble de transmitir la voz, los sentimientos, la comunicación interior de aquella vasta capa inferior subordinada de la cual él no proviene o se ha separado, si no tampoco él tendría su voz de historiador o de cronista.
La aporía se resuelve comprendiendo la acción, porque los de abajo, siendo fuerza de trabajo, hablan con sus actos y explican sus parcas palabras por sus hechos y sus obras, no a la inversa. Entonces hay que leer en sus acciones, colectivas e individuales, y comprender o intuir por qué un maquinista ferroviario de Bologna, a principios de este siglo, lanzó contra un tren de lujo una máquina loca: IIforse una rabbia antica, generazioni senza nome che urlarono vendetta, gli accecarono il cuore... ", para tocar la misma racionalidad de fondo, la misma fuerza antigua que levantó y puso en camino a los ejércitos de Espartaco, a la División del Norte o a la insurrección salvadoreña.
Será posible así interpretar y reproducir de cerca, en la pasión que mueve lo escrito o lo narrado, el movimiento interior de las relaciones entre los seres humanos y sus in finitas variantes y transformaciones. Porque el secreto de la historia no hay que buscado en la fijeza de las obras en que se cristaliza el trabajo pasado, sino en el incesante movimiento donde fluye y existe el trabajo viviente.