El morador de cementerios

«No me gusta responder a preguntas concretas. No es posible opinar sobre filmes vistos hace diez o cuatro años, cambia por completo la perspectiva. Prefiero decir que no he visto una película si solamente la he visto una vez. Creo que el problema del recuerdo es el problema del cine». François Truffaut.

No fueron tantas las veces en las que François Truffaut se situó al otro lado de la cámara en sus propios filmes. Dejando de banda cameos anecdóticos, recuerdo un total de tres ocasiones señeras, atendiendo a la enjundia de su personaje: El pequeño salvaje (L'enfant sauvage, 1969), La noche americana (La nuit américaine, 1973) y La habitación verde (La chambre verte, 1978). Así que podemos llegar a la conclusión de que cuando lo hizo, cuando arrinconó su timidez y presto su estampa, fue porque algo muy importante trataba de decir.

En El pequeño salvaje, nos contagió su fe en el conocimiento y la educación, pero por encima de todo, su confianza en el libre albedrío. En La noche americana, su credo cinematográfico. Y en La habitación verde, su preocupación por la memoria y su perpetuación.

En la más extrañas de sus películas —alejada de homenajes cinéfilos, reconstrucciones de época o experimentos que pasaban por la coctelera diversos génerosv, el Truffaut actor —tan hierático como de costumbre— se mete en la piel de Julien Davenne, humilde redactor de un diario de provincias. Su cometido allí consiste en la elaboración de necrológicas, tarea esta por la que demuestra un denodado y desacostumbrado interés, rehuyendo en lo posible fórmulas banales o expresiones desgastadas por el uso.

Su respeto por los muertos alcanza cotas algo insanas. Obsesionado por los amigos que perdió durante la Gran Guerra, así como por el deceso de su joven esposa, ha decidido sacrificar su existencia en aras de ese continuado homenaje a los que ya no están en este mundo, a los que se fueron dejando poco más que un retrato y el cúmulo de objetos que utilizaron en vida.

Sacerdote desacralizado, guardián depositario del cáliz del recuerdo, Julien no soporta, por ejemplo, que un conocido que acaba de perder a su mujer rehaga su vida en poco tiempo, tras dar muestras de gran dolor y desesperación en el funeral de la misma. Para él, este es un eufemismo del olvido: "superarlo" es un insulto, puesto que el tipo de ausencias que provoca la muerte no pueden compensarse de ningún modo. El dolor, si es sincero, debe de prolongarse en nosotros, acompañarnos el resto de nuestros días.

Sus postulados chocarán con los de Cécilia, una joven que no cree que la perpetuación de nuestros seres queridos deba de tener el altísimo precio de tener que empeñar nuestra felicidad terrenal. Esta llamada, invocación al solitario y atormentado gacetillero para que continúe su estancia entre los vivos sin arrastrar el peso de los que ya le han abandonado, no parece hallar eco en el interesado. Sólo al final sabremos lo ilusoria que era su aparente indiferencia.

Truffaut trata de elevar un nuevo altar pagano, de reconstruir la capilla de la memoria (y para ello utiliza, entre otras, instantáneas de sus amigos desaparecidos en la vida real). Los paralelismos con su oficio de cineasta resultan evidentes: las fotografías de los difuntos, la luz que emana de las velas, la penumbra de su habitación verde.... la imagen, la claridad que surge de las entrañas del proyector, la oscuridad de la sala. El cine convertido en liturgia, la memoria colectiva como bálsamo de la muerte, igualmente presente y no por ello menos temida.

Pero también encontramos reflejos en La habitación verde de su oficio de crítico. De aquél alborotador que cargaba contra los vivos (a su entender, vergonzantes herederos de una tradición brillante) y entonaba cánticos fúnebres por los ya desaparecidos o por los moribundos (los últimos representantes del clasicismo norteamericano, arrinconados por un espectador desconocedor del pasado).

Truffaut les procesaba a sus antecesores una admiración cargada de respeto. Los reverenciaba siempre que tenía oportunidad a través de un cine que proclamó sin sonrojo sus fuentes de inspiración. ¿Nació algo viejo, como el George Bailey de ¡Qué bello es vivir! (It's a Wonderful Life, 1946)? No. Pero acabó algo disminuido por el peso de los grandes, incapaz de dejar de lado la necrofilia y plantear nuevas vías de exploración para un invento que parece ideado para nostálgicos y descreídos.

No es nueva la máxima de la película: «vivimos mientras los demás nos recuerdan» . De hecho, poca gente conoce siquiera el nombre de los padres de sus abuelos... retrotraerse apenas tres generaciones demuestra, por reducción al absurdo, el reinado de lo efímero. Y sin embargo, no cejamos en nuestro empeño: ejercitamos una y otra vez los mecanismos de la memoria. Acumulando fotos en blanco y negro en cajas de zapatos. Conformando filmotecas ideales, rodeándonos de libros que hacen las veces de galería macabra, sala de los espejos donde se reflejan las glorias ajenas.

Así pues, todos, de una manera u otra, tenemos nuestra habitación verde, nuestro pequeño reducto consagrado a los demás y en el cuál rendimos culto a quienes nos gustaría perviviesen por siempre (siendo este un "siempre" humano, eternamente incapaz de asimilar el significado de un punto y final, de un vacío que comenzará con la propia ausencia).

El miedo a la muerte no es ninguna patología. En una sociedad organizada para que olvidemos la única certeza absoluta, pensar o hablar de los muertos se sigue considerando un fastidio, un imposible cuya mención espantamos de un manotazo, moscardón veraniego que no hace sino importunar a deshoras. Saludo pues a Truffaut, así como a todos los lúcidos pesimistas que se empecinan en darle a la muerte la importancia que tiene.

Pues si hay algo que debería de angustiarnos, no es la posibilidad azarosa de no despertar mañana, sino la de ser olvidados al día siguiente... un fundido en negro tras el cuál no se iluminará de nuevo la sábana blanca, último pase de desgastadas reminiscencias en 35 mm.

Por Jorge-Mauro de Pedro
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