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Tuve la suerte de ver cumplido uno de mis sueños
de juventud: cantar en un grupo de música. En aquellos primeros años
de los ochenta, la música era el eje vertebral de la vida de muchos
adolescentes; todo era nuevo, todo era moderno.
Ese deseo de modernidad contrastaba con la
escasa novedad y color de los años anteriores. En cinco años se
sucedieron movimientos musicales y tendencias que en Inglaterra
se habían desarrollado en un periodo de veinte años. Podías ver a una
chica que un año era hippy, al siguiente mod, al otro punk y al otro
siniestra. Había que ponerse al día con la moda, con el mundo. Todo
bullía. Cada grupo era una especie de microcosmos con una filosofía y
estética particular que se reflejaba en la imagen y el contenido de las
letras.
En aquel momento, años 82 y 83, Rock-Ola
era la meca de la música en Madrid. Nosotros vinimos a animar
una movida madrileña que estaba evolucionando por derroteros
siniestros, negros y aburridos. Llegamos con nuestro aire tropical y
música funky. Nuestras influencias eran distintas: Prince, Kid
Creole...
y aquello no gustó demasiado entre los núcleos más ortodoxos de la
movida madrileña. Nos acusaban de pijos por no ir de siniestros. Aún
así tuvimos una buena acogida entre radios y prensa y el éxito fue
fulminante.
De la independiente Rara Avis pasamos a WEA,
lo cual suponía un gran lanzamiento pero también la renuncia a la
autenticidad. Nos impusieron al productor Julián Ruiz, quien se
cargó musicalmente al grupo. En vez de sacar partido a la frescura y
talento de nuestras músicas, arrasó con todo y metió un sintetizador
"fairlight" y trompetas por todas partes.
En aquélla época se redescubrió el español
como lengua para las canciones. Era un español vibrante, novedoso,
lleno de palabras deslumbrantes y divertidas en nuestros oídos (divino,
metálico...). El contenido de nuestras letras se movía en el campo
semántico de lo fantástico, en el sentido de lo no ordinario:
aventuras, lo exótico y original. Escapismo y diversión.
Si bien nuestra cifra en ventas de discos
oscilaba entre los 10.000 y 20.000 LPs (no muy elevado para aquel
entonces) y debido, claro está, a la destrucción de nuestra música
por parte de Julián Ruiz, en directo éramos uno de los grupos,
sino el grupo, con más galas por temporada: unas 100.
Nuestros directos eran potentes, innovadores
tanto en puesta en escena como en sonido. Fue una pena que las giras
estuvieran tan penosamente montadas, ya que nuestro manager aceptaba los
contratos sin hacer un itinerario inicial y de esta forma actuábamos un
día en Alicante, al siguiente en Málaga y al otro en Benidorm.
Mucha carretera. Era agotador y debido a la mala gestión percibíamos
muy poco dinero por mucho trabajo.
También estábamos todo el día haciendo
televisiones, todavía no existían las cadenas privadas, pero sí
surgían con fuerza las autonómicas. En aquel momento se estilaba que
por todos los programas hubiera alguna actuación musical. Siempre nos
pedían a las Birmettes que fuéramos con nuestras mallas de
rayas.
La separación del grupo fue muy dolorosa para
mí. Acabamos mal. Estuve mucho tiempo sin oir música moderna. ¿Qué
es lo más importante que me quedó del grupo?: los amigos que aún
conservo y que pude educar el oído, lo cual me permite ahora disfrutar
más de la música. Fue una experiencia extraordinaria y también dura.
No sé si estará relacionado con todo ello, pero hoy en día tengo una
querencia absoluta hacia el trópico, las hamacas, hacia los cocoteros;
a buscar una sombra bajo la palmera.
Ana
Fernández
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