Llega Benito Juarez al Gatuño y La Cueva del Tabaco

El 4 de Septiembre de 1864, serían las 12 hrs. del día aproximadamente cuando el Presidente Juárez hizo su arribo a este rancho de “El Gatuño” hoy Congregación Hidalgo, nombre que le fue impuesto por él mismo en honor al Padre de la Patria Don Miguel Hidalgo y Costilla a su paso prisionero rumbo al Norte por este lugar.

El Gatuño, hoy Congregación Hidalgo

La caminata era penosa y lenta para el Presidente Juárez, dado los medios de transporte con los que se contaba; unas carretelas tiradas por cansados caballos, un largo séquito de carretas tiradas por bueyes trayendo en ellas un verdadero tesoro y a medida que marchaba rumbo al norte, su caminata era más lenta, más dificultosa debido a la penosa impedimenta que llevaba tras de sí. La situación no podía ser más difícil para el Presidente Juárez, pues no sólo rodeado sino acosado materialmente por el enemigo, con la gran decepción de la traición que sufrió en Monterrey por Don Santiago Vidaurri entonces Gobernador de Nuevo León y Coahuila.

Aquella caravana hizo alto en este lugar, para tomar un ligero descanso y dar agua a las bestias y demás animales mientras Juárez se dirigía al Coronel Don Jesús González Herrera que por ser conocedor de estas tierras le servía de guía en esta ocasión a la vez que ambos entraban a una casa humilde de adobe frente a la cual se había detenido el carruaje.

—Bien, bien, Coronel, me siento satisfecho de poder encontrar aún hombres liberales, dispuestos a sacrificarse por la Patria, cuando ésta más los reclama… muy lejos estamos de la ciudad de México, pero la capital de la República estará donde se encuentren los Supremos Poderes y los Supremos Poderes los represento Yo y mi Gobierno… y todas estas cajas que conmigo vienen en esas carretas.—

Calló Juarez, y su mirada triste, lánguida, en esta ocasión recordaba esa mirada no sabemos si tierna o compasiva de nuestra raza aborigen. Suspiró hondamente y luego, con voz pausada, reflexiva, prosiguió: —pero aún no hemos perdido Coronel.—

Coronel Jesús González Herrera

—Ni perderemos señor Presidente.— Le contestó con firmeza Don Jesús González Herrera.

—En esta penosa marcha, que ha de convertirse en un regreso victorioso, sólo una cosa me preocupa; ese tesoro inestimable que llevo dentro de esos cajones: ellos representan más que yo mismo los Supremos Poderes, porque ese archivo es y debe ser inmortal, porque ellos son la misma historia de nuestra Patria y yo… ahora soy el Presidente… ¿Pero mañana?—

Y luego con una tristeza profunda en sus ojos y su voz, prosiguió el que más tarde había de ser el Benemérito de las Américas.

—Cada día mi marcha es más penosa; mis adictos van disminuyendo en número y voluntad, pero no temo nada, aún cuando esté yo solo, mientras tenga vida, la Respública vivirá también.—

Reflexionó unos instantes, paseando bajo aquel humilde techo, acariciándose el mentón, sin que el Coronel González Herrera se atreviera a interrumpir sus meditaciones, mientras lo contemplaba también absorto y admiraba su grandeza de alma y de espíritu.

—Coronel… —Dijo de pronto Juárez, como si hubiera tomado una resolución.

—Ordene usted señor Presidente.

—¿Cree usted que aún pueda encontrar hombres, a quienes nada importe la vida, si la Patria se las reclama?.

—Señor Presidente, entre nosotros hay muchos de ellos.

—Quiero uno, uno solo, que la obra que quiero encomendarle es más preciosa que mi propia vida.

—Sí señor, hay aquí uno, en quien confío más que en mí mismo.

—Basta. Mándalo llamar.

—En el acto, señor Presidente.

Salió apresuradamente de la habitación el Coronel Jesús Gonzáles Herrera, en tanto que Juárez se dejó caer en una silla junto a una mesa, absorto en sus hondas meditaciones. Pero éstas por profundas que fueran se interrumpieron con la presencia de una agradable señora, una humilde campesina que toda temblorosa por la emoción que le embargaba, no se atrevía a acercarse al Presidente y se detuvo a unos cuantos pasos, llevando en sus manos una humeante taza de café.

—Señor… —balbuceó aquella modesta mujer ama de aquella casa.

Juárez levantó la cabeza y al ver tan agradable como amable señora, púsose de pie, mientras le decía:

—Adelante señora. Seguramente usted es la patrona de esta vivienda.

—Que ahora es la suya, señor Presidente, sólo quería ofrecerle esta taza de café. Creo que le será de provecho después de su penoso viaje.—

—Gracias, gracias señora.

Doña Cesarea Rivas

Aquella mujer, Cesárea Rivas de Álvarez, puso sobre la mesa la taza de café y luego abandonó la estancia, sin apartar la vista de aquel hombre extraordinario que le parecía la hipnotizaba.

Empezaba Juárez a saborear el perfumado y vaporoso café, cuando regresó el Coronel Don Jesús González Herrera, seguido de Don Juan de la Cruz Borrego, quien fue presentado de inmediato, diciendo Don Jesús a Juárez:

—Este es el hombre en el cual yo confío.— En su rostro se advertía una lealtad a toda prueba, permaneciendo mudo pero con sus ojos fijos en el indio de Guelatao a quien admiraba y respetaba. Dirigióse Juárez a Don Juan de la Cruz Borrego:

—La misión que le voy a confiar a usted, es no sólo delicada. Quizás signifique también la muerte.— A lo que contestó Don Juan:

—Yo me la daría primero señor, antes que traicionar a mi Patria.

Juárez dio las gracias en nombre de la Patria, porque era a ella a quien iba a servir, diciendo:

—¡Ay de nostros y de México entero si lo que voy a confiaros cae en manos de los enemigos!

Don Juan de la Cruz Borrego

—Señor Presidente— contestó Borrego —Si tan grande es lo que se me pide, puedo asegurarle que no menos grande serán mis sacrificios.—

—Voy a poner en sus manos, como si fueran las mías propias este Archivo ¿podrá hacerse cargo hasta mi regreso?

Estrechando la mano a Juárez, prometió hacerse cargo diciendo estas palabras:

—Señor, es mi deber como mexicano y republicano no eludir vida ni patriotismo, porque cuanto tengo y valgo todo es de México.

Juárez tomó como juramento aquellas palabras sinceras y confiado en las mismas se puso de pie, estrechándose la mano aquellos tres hombres de alma de bronce, pues sus vidas iban unidas a la muerte, al martirio y al sacrificio; siendo el pueblo humilde de “El Gatuño” testigo mudo de estos hechos de la jornada más heróica de nuestra historia.

LA CUEVA DEL TABACO

Abandonó Juan de la Cruz la casa donde acababa de sacrificar su vida, por la salvación de la Patria. Sin embargo, esto que para él era lo más natural del mundo, no lo emocionaba tanto, como el haber estrechado entre las suyas, las manos del Presidente Juárez.

Bajo esta fuerte emoción salió pues, como atontado y deslumbrado por la luz de un sol que resplandecía a mital del cielo y dirigiendo la vista hacia todas partes, tal como si se encontrara en un lugar desconocido para él.

Al fin se resolvió y dirigió sus pasos a donde estaba un grupo de campesinos armado y:

—Marín, Guadalupe y Jerónimo, vengan acá— dijo dirigiéndose a aquellos hombres… Los tres llamados se separaron del grupo y se reunieron con Juan de la Cruz y separándose bastante de aquel grupo, Juan de la Cruz les interiorizó de cuanto había tratado con el Presidente Juárez.

Los cuatro hombres ya de acuerdo, volvieron a uncir los bueyes a las carretas cargadas con los archivos de la Nación; con ellas emprendieron el camino hacia la Cueva del Tabaco, distante del Gatuño como unos diez kilómetros.

En las estribaciones de esa sierra hay una hondanada o arroyo llamado del “Jabalí” que a Juan de la Cruz le pareció como un lugar propicio para ocultar aquel inapreciable tesoro y los cuatro empezaron su tarea de descargar las carretas depositando las cajas en el fondo de aquel barranco que luego cubrieron con ramas, y tierras para ocultarlas de toda vista.

Terminada la tarea, volvieron con las carretas al Gatuño, que se encontraba en la más completa soledad y calma, pues Juárez había proseguido su camino, seguido de su séquito y las fuerzas que le servían de escolta.

Desde ese momento aquellos cuatro soldados dejaron de ser soldados para convertirse en celosos guardianes de un tesoro que para ellos representaba a la Patria misma.

Juárez, entre tanto, se dirigió a Matamoros y de ahí poco después había de encaminarse a Mapimí del estado de Durango.

Juan de la Cruz estaba inquieto. Temía ahora que su tesoro no estuviera tan bien guardado como él quería, máxime que había tenido conocimiento que el traidor Máximo Campos, con hombres que le había proporcionado Leonardo Zuloaga, se había declarado imperialista, y con saña bestial, con furia inconcebible, perseguía a los “chinacos” laguneros, a quienes conocía perfectamente por ser nativo de estas tierras.

El peligro estaba cerca, Juan de la Cruz temió aquel hombre sanguinario, no por el que su alma recia no daba cabida al miedo de perder la vida, sino por el tesoro que se le había confiado y temeroso que éste no estuviera tan bien oculto como quería, en compañía de sus tres compañeros, Marín, Guadalupe y Jerónimo, volvieron a desenterrarlo, para trasladarlo a una cueva allí cercana, cuya entrada era muy pequeña y casi desconocida y cuyo interior era lo suficientemente grande para hospedar aquel tesoro.

Trasladaron pues todas las cajas del Archivo de la Nación al interior de la cueva, cubriendo después su entrada con piedras y tierra para ocultarla a la vista de los profanos, en tanto que Marín Ortiz, Guadalupe Sarmiento y Jerónimo Salazar, no se apartarían de ella convirtiéndose en pacíficos y desapercibidos pastores, que en las faldas de la sierra cuidarían un hato de cabras que alegremente pastaban en aquellos lugares.

Así creía Juan de la Cruz que estaba más seguro su tesoro.

Dicha cueva está al noroeste de Matamoros, en la falda de la Sierra del Tabaco, nombre de una pequeña estancia fundada al pie de esa sierra, a unos cuantos metros de altura, en un recodo de la montaña, que en aquel tiempo de la intervención francesa era un cerrado mezquital, que no llamaba la atención de ningún viajero por ser poco visible y menos por estar en una basta extensión desierta como era entonces La Laguna, pues los ranchos más cercanos eran los de La Soledad, La Barbada, y El Gatuño -donde vimos a Juárez- con escasas labores y rodeados de mezquitales espesos.

En esa cueva estuvieron por espacio de tres años, hasta que el Presidente Juárez regresó de El Paso del Norte.