Testimonio
Julio de 2006.- Testimonio
de Virginia Vallejo sobre la responsabilidad de
Alberto Santofimio en el asesinato de Luis Carlos Galán y las
relaciones del fallecido presidente Alfonso López
Michelsen con los carteles de la droga.
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Entrevistas de Radio
1.
Agosto
27 de 2008.- Denuncia de Virginia Vallejo-Garcia
en Radio Caracol sobre el hurto de su testimonio reserva del sumario en el
caso Palacio de Justicia y su posterior adulteración
por parte de el diario El Tiempo, propiedad del
Ministro de Defensa y el Vicepresidente de la Colombia.
http://www.caracol.com.co/oir.aspx?id=659517
2.
Octubre
31 de 2008.- Entrevista de Virginia
Vallejo-Garcia con La W Radio sobre la absolución
de Alberto Santofimio y la persecusión
por parte de los medios de comunicación propiedad de las
familias presidenciales colombianas
asociadas con el narcotráfico.
http://www.wradio.com.co/oir.aspx?id=696811
Entrevista con Diana Cariboni, directora de Inter Press Service
1. ¿Cuáles son las claves del testimonio que usted prestó el
pasado 11 de julio en Miami a la fiscalía colombiana sobre la toma del
Palacio de Justicia?
Confirmar la financiación de la toma por parte de Pablo
Escobar y el doble objeto que con ella se pretendía: para los grandes
narcotraficantes, el robo de sus expedientes del Palacio de Justicia antes
de que la Corte Suprema pudiera iniciar su estudio para pronunciarse sobre
sus extradiciones hacia Estados Unidos; para el grupo insurgente M-19,
denunciar la desaparición de gran cantidad de antiguos miembros suyos, del
Ejército Popular de Liberación y de la agrupación indígena Quintín Lame tras
haberse acogido al Proceso de Paz de Belisario Betancur, básicamente una
amnistía para los miembros de grupos rebeldes que depusieran las armas. Tras
tomarse el palacio, y mientras los guerrilleros hurtaban los prontuarios de
Pablo Escobar y sus socios, los comandantes de la toma exigirían la
presencia del presidente Betancur para llevarlo a juicio por traición a los
acuerdos y exigirían espacios radiales al Gobierno para iniciar el proceso
de desmovilización y pasar a constituirse en partido político.
2. Cuando publicó "Amando a Pablo, odiando a Escobar", en una
entrevista a la televisión colombiana, y ante la pregunta de por qué esperó
hasta septiembre de 2007 para exponer sus memorias y denuncias contenidas en
ese libro, usted respondió: “Porque sólo ahora se cierra el círculo”. ¿A qué
se refería?
Durante veinte años, había guardado un silencio hermético
sobre Pablo Escobar, no sólo por terror sino por vergüenza. Me refería al
hecho de que Álvaro Uribe, muy cercano a Pablo Escobar y a sus socios en el
cartel de Medellín, acababa de nombrar a cuatro periodistas salidos de El
Tiempo, el mayor diario del país, como ministros y a otro de sus
propietarios como Vicepresidente. La enorme tajada de la pauta publicitaria
del Estado - que en Colombia es el mayor anunciante - permitiría a la
familia Santos subir el precio de Casa Editorial El Tiempo en momentos en
que salía a la venta y los gigantes editoriales españoles Grupo Prisa y
Planeta se la disputaban. El Ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, por su
parte, se encargaría de la distribución de cinco millardos de dólares en
ayuda militar de los Estados Unidos a Colombia y de la renovación de la
flota aérea. Uribe nombró como Ministro de Relaciones exteriores a María
Consuelo Araújo, hija y hermana de paramilitares cercanos al ex presidente
Alfonso López, como embajador en París a Ernesto Samper, el ex presidente
que recibió ocho millones de dólares del cartel de Cali para su campaña en
1994, como embajador en Madrid a Nohemí Sanín, prima política de Jorge Ochoa
del cartel de Medellín, y como asesor presidencial a José Obdulio Gaviria,
primo hermano de Pablo Escobar Gaviria. Y El Tiempo y la gran prensa
guardaron total silencio.
Al mismo tiempo, los dueños de Neways, la multinacional que
me había despojado de mi patrimonio y obstruido durante diez años la
valoración de mi caso en una millonaria demanda de agencia comercial, se
encontraban en el banquillo en Utah; el juicio contra los Rodríguez, jefes
máximos del cartel de Cali - en cuya emisora radial había yo trabajado en
1984 cuando Gilberto Rodríguez sobornaba a presidentes de la República,
senadores, gobernadores, generales, procuradores y fiscales delante de mí -
estaba a punto de iniciarse en una corte de la Florida; y Alberto Santofimio,
el candidato de Pablo Escobar, estaba siendo juzgado por presunta autoría
intelectual en el asesinato de Luis Carlos Galán en 1989. Todo se conjugó en
un mismo mes, de manera providencial, y decidí ofrecer mi testimonio en los
tres procesos y en el caso del Palacio de Justicia en 1985, a sabiendas de
que me caería el mundo encima.
3. ¿Qué pasó con las fotografías de víctimas del Palacio de
Justicia que usted recibió, a manera de amenaza? ¿Qué contenían? ¿Quién cree
que las envió? En el libro afirma que se las entregó a Escobar. ¿Volvió a
verlas?
Nunca supe quién me las envió, casi un año después de mi
reunión con Pablo Escobar e Iván Marino Ospina a mediados de agosto de 1985,
dos semanas antes de la muerte del comandante del M-19 en combate con el
Ejército. Contenían imágenes de los cadáveres de dieciséis personas que
habían sido torturadas, desolladas, castradas o violadas de la manera más
salvaje. La carta que las acompañaba decía que me harían lo mismo que a
aquellas inocentes personas, “para hacerme pagar por los crímenes de mi
amante y por haber participado en reuniones con guerrilleros”. Tras los
hechos del Palacio de Justicia, yo me había jurado no volver a ver a
Escobar, y para 1986 vivía en Cartagena e iba a casarme con el director del
Acuario de las Islas. Estaba aterrorizada, no sólo por mi sino por mi futura
familia, y decidí viajar a Medellín para entregarle a Pablo las fotografías,
averiguar si lo que decía la carta era cierto, y pedirle protección. Él se
quedó con todo, para ver si sus contactos en los organismos de inteligencia
podían identificar las voces de quienes me amenazaban permanentemente por
teléfono, y relacionarlas con las huellas digitales de las fotos y la
grafología de la carta. Cuando, por razones explicadas en mi libro, nos
volvimos a ver unos meses después, Escobar me confirmó que los cadáveres
pertenecían a las personas detenidas tras la toma del Palacio, a quienes los
militares habían torturado hasta la muerte para averiguar si eran
guerrilleros, y si tenían información sobre siete millones de dólares en
armas y dinero que los narcotraficantes supuestamente habían pagado a otros
comandantes del M-19. En realidad, les había entregado dos millones, uno en
efectivo a Iván Marino Ospina y uno en armas a Álvaro Fayad, el comandante
máximo del grupo rebelde, y había prometido aportar otros cinco para la
campaña electoral del M-19, una vez se convirtiera en partido político
legítimo, si le ayudaba a declarar inconstitucional el tratado de
extradición con los Estados Unidos. Escobar me describió las torturas
infligidas a las víctimas - dos de ellas con nombre propio - ordenadas y
supervisadas por el coronel Edilberto Sánchez Rubiano, a quien calificó de
“carnicero”. Miembros del B-2, Inteligencia Militar, se las habían descrito
a El Mejicano - Gonzalo Rodríguez Gacha, su mejor amigo y socio, residente
en Bogotá y muy cercano a sectores del Ejército - y sus contactos en el F-2
de la Policía en Medellín habían corroborado la información. Nunca volví a
ver las fotos ni la misiva que las acompañaba; Pablo me suplicó que
intentara olvidarlas y, según creo, las quemó cuando no se pudo averiguar
nada. Estoy segura de que quien las envió había presenciado las torturas o
participado en ellas. Como yo era entonces una conocida periodista de
televisión y radio, el remitente pretendía hacerme creer que Pablo y El
Mejicano, hombre de extrema derecha involucrado en la muerte de centenares
de dirigentes del partido socialista Unión Patriótica, habían pagado al
Ejército para que asesinara a los seis comandantes guerrilleros que
participaron en la toma o en su planeación para no pagarles el saldo
prometido, y que los capos eran los grandes responsables de todo lo ocurrido
durante aquella jornada de espanto.
4. ¿Cómo cree usted que el ejército supo previamente de la
toma del Palacio de Justicia?
No creo que el ejército supiera de la toma o conociera su
fecha. Pero las autoridades estaban al tanto de las amenazas de Los
Extraditables - como se autocalificaban los grandes narcotraficantes - a la
Corte Suprema de Justicia. En aquellos días, Escobar no era todavía el
terrorista de sus últimos seis años, el de los US $5,000 por cada policía
muerto, las bombas en los centros comerciales y el avión de Avianca, o el
atentado al servicio secreto DAS con ochocientas víctimas entre muertos y
heridos. Para 1985, todavía invitaba a sus enemigos a escoger entre
“¡Plata o
plomo!”.
Yo estaba convencida de que, ante la posibilidad de que la Corte Suprema
ordenara su extradición a Estados Unidos, Pablo había viajado nuevamente a
Centroamérica. Luego supe que en ese año había enviado coronas de flores y
cartas amenazantes a los magistrados que decidirían sobre su extradición y
unos días antes de la toma, que tuvo lugar el 6 de noviembre de 1985, los
periodistas nos enteramos de una reunión de los altos mandos en el Club
Militar para estudiar el refuerzo de la seguridad del palacio ante las
amenazas de Los Extraditables.
5. ¿Qué piensa usted hoy sobre los motivos de la masacre?
Como la justicia aún no estaba sistematizada, al prenderle
fuego al Palacio y asesinar a los magistrados a sangre fría para que no
quedaran testigos, los militares y los organismos de inteligencia se
aseguraron de que 1,800 procesos por violaciones de derechos humanos
desaparecieran para siempre; y, al atribuir al M-19 - responsable de la
toma, más no del incendio y la masacre - toda la culpabilidad de aquella
tragedia histórica, las fuerzas armadas y los dos partidos tradicionales
beneficiarios de los narcos se aseguraron de que ningún grupo insurgente se
convirtiera en partido legítimo y les disputara algún día el poder. En lo
que toca a los detenidos, ya hemos explicado la razón de su muerte y
desaparición forzada.
6. La periodista irlandesa Ana Carrigan, en su libro “El
Palacio de Justicia – Una tragedia colombiana”, sostiene que éste es de esos
raros eventos que arrojan luces sobre toda una época. ¿Qué cambió en su país
luego del Palacio de Justicia, por ejemplo en cuanto al papel de los
militares?
Ana Carrigan siempre negó la relación del narcotráfico con el
M-19, lo cual prueba el desconocimiento que se tiene en el exterior de la
realidad colombiana. La financiación de la toma por parte de Pablo Escobar,
y las razones para aquel pacto entre extraditables y guerrilleros, cambian
totalmente la visión que se pueda tener de aquella tragedia y de sus
consecuencias, que duran hasta hoy. Pero también prueban el éxito en el
encubrimiento de los crímenes de Escobar por parte de medios como Semana,
revista de Felipe López Caballero dirigida por Alejandro Santos, que a lo
largo de los años ha protegido ferozmente a la viuda de Pablo Escobar y sus
hijos de las acciones civiles de miles de víctimas.
Con raras excepciones, los crímenes de lesa humanidad
cometidos por los militares - como los perpetrados durante las guerras -
quedan en la impunidad. La justicia penal militar casi siempre los absuelve
con argumentos de que “el subalterno obedeció órdenes de superior, y éste
cumplió con su deber de proteger el Estado de Derecho”. En Colombia, los
oficiales purgan condena en una guarnición militar o reciben la casa por
cárcel, es decir, su palacete por cárcel, porque allá no hay generales
pobres. En el caso del coronel Edilberto Sánchez Rubiano, director del B2 -
el mismo organismo que en 1989 suministró a los dieciocho asesinos de Luis
Carlos Galán los carnets para que pudieran acercarse a pocos metros del
candidato presidencial y dispararle - el juez lo acaba de dejar en libertad
por vencimiento de términos, tras pagar una multa de US $4,000 por ordenar y
supervisar la violación, tortura, muerte y desaparición forzada de más de
una docena de personas. Mi testimonio de cinco horas ante la Fiscal Delegada
para el reabierto caso de la Toma del Palacio de Justicia fue hurtado y
filtrado a El Tiempo, el diario controlado por la familia del Vicepresidente
Francisco Santos y dirigido, hasta hace pocos meses, por el hermano del
Ministro de Defensa Juan Manuel Santos. Lo editaron y adulteraron antes de
publicar sólo las partes que incriminaban al M-19 con Pablo Escobar, y no
las atrocidades cometidas por los militares o mis solicitudes de
investigación de organismos y personalidades vinculadas con los hechos y con
el narcotráfico. Pocos días después, el exdirector del B-2 y el ex candidato
presidencial de Pablo Escobar, Alberto Santofimio, fueron liberados. Éste ya
había pasado años en la cárcel por enriquecimiento ilícito y en 2007 había
sido condenado a veinticuatro años de prisión por autoría intelectual en el
asesinato de Luis Carlos Galán en 1989 a manos de los hombres de Escobar. El
juicio había sido cerrado tan pronto como yo ofrecí testificar contra él y
toda la clase política; la de ayer y la de hoy, porque son exactamente los
mismos con distintas parejas.
El uso que Colombia está dando a la impresionante ayuda
militar que recibe está legitimizando las más aberrantes violaciones de los
derechos humanos y polarizando en contra suya a la mitad de Suramérica. En
un país con un mínimo de justicia social y un sistema judicial medianamente
eficiente Pablo Escobar y los carteles no hubieran prosperado. Los capos de
la droga simbolizan, como nadie, el triunfo de la impunidad, porque una
nación corrupta hasta el tuétano es no sólo pobre sino que sufre de complejo
de culpa, y mi antiguo amante sabía, mejor que nadie, que a un Estado minado
y débil se lo arrodilla fácilmente con el uso del terror. En un país serio y
con una prensa independiente, Pablo Escobar llevaría cuarenta años en la
cárcel, los cómplices de los carteles no estarían en el palacio presidencial
y la embajada en Londres, los militares del Palacio de Justicia habrían
recibido cien cadenas perpetuas y el Ministro de Defensa Juan Manuel Santos
hubiera tenido que responder ante la Corte Penal Internacional por los
“falsos positivos”, más de tres mil jovencitos que salieron de sus casas
para prestar el servicio militar obligatorio - para los pobres - pero fueron
asesinados por miembros del ejército para cobrar recompensas por
“guerrilleros muertos en combate”.
7. El gobierno de México militarizó el combate al
narcotráfico y la cantidad de asesinatos no ha dejado de subir. ¿Usted ve
similitudes con el caso colombiano?
Los gobiernos mejicanos no hicieron nada frente a algo tan
monstruoso como el fenómeno de las mujeres de Juárez, quinientas treinta
humildes trabajadoras de las maquiladoras violadas y muertas a manos de
sádicos, dentro de ritos iniciáticos de los asesinos de los carteles. Ahora,
con la guerra que azota la zona fronteriza con los Estados Unidos, la
policía mejicana está pagando el precio de toda esa complicidad con el
narcotráfico, toda esa indiferencia ante crímenes de lesa humanidad. Y esta
vez le tocó el turno al ejército mejicano de enfrentarse a lo mismo que
aquel medio millar de niñas inermes: números cada vez mayores e
incontrolables del tipo de hombres a quienes el dinero convierte en
monstruos, dispuestos a todo para continuar disfrutando de la impunidad y a
hacerse matar antes de caer en manos de otros torturadores o de regresar a
una vida de privaciones.
Creo que, en materia de narcoguerras contra el Estado, México
va de ida y Colombia, tras la muerte de Escobar en 1993, viene ya de vuelta.
La persecución contra el capo a finales de los ochenta y principios de los
noventa legitimizó a los paramilitares enemigos suyos, que literalmente se
convirtieron es socios del Estado y de los magnates embotelladores. Tras los
golpes propinados a la guerrilla y el asesinato de muchos líderes sindicales
y periodistas en zonas rurales, los paramilitares han pasado a manejar el
negocio de la droga y operan con niveles aberrantes de impunidad. Y
últimamente he observado un fenómeno muy inquietante en ambos países: los
militares de mayor rango confiesan que los subalternos, en cantidades
masivas, se les están saliendo de las manos y convirtiéndose en auténticas
bandas de delincuentes uniformados. Al igual que en Colombia, en la frontera
mejicana con Estados Unidos muchos policías se colocaron al servicio de los
carteles. Y en las zonas rurales de mi país, el ejército participa en las
masacres o se hace el de la vista gorda ante la sevicia de grupos
paramilitares contra los líderes sindicales, la prensa de oposición, los
indígenas y las mujeres. El propósito de todo esa guerra sucia, tan ausente
de la gran prensa como La Violencia de los años 50, es que Álvaro Uribe,
Juan Manuel Santos y los militares puedan seguirle vendiendo al mundo y,
sobretodo al Pentágono, la derrota de las FARC, para seguirse repartiendo
los billones de dólares en ayuda militar norteamericana a Colombia. La
dolorosa verdad es que en América Latina, sobretodo en los países
exportadores de drogas, los grupos rebeldes existirán y seguirán creciendo
mientras no exista un sistema judicial eficiente, base de toda sociedad
equitativa y civilizada. Las FARC no han desaparecido: simplemente se han
replegado hacia el interior de las selvas donde han vivido siempre.
8. ¿En qué situación de seguridad está usted en este
momento?
Cuando cerraron el juicio contra el excandidato presidencial
Alberto Santofimio para que yo no pudiera testificar, pedí protección al
gobierno de los Estados Unidos. Ofrecí al Departamento de Justicia mi
evidencia en el proceso USA vs. Mower (dueños de Neways International) y la
información en mi poder sobre los vínculos de la clase política con la
familia Rodríguez Orejuela, en cuya estación de radio había yo trabajado a
mediados de los 80, cuando su director era el expresidentes Carlos Lemos
Simmonds y sus dueños no eran todavía los archienemigos de Pablo Escobar. En
julio 18 de 2006 llegué a Miami en un avión de la DEA y la noticia causó
revuelo internacional. Resultó que el Departamento de Justicia me necesitaba
únicamente para un caso de USA vs. Rodríguez-Orejuela ocurrido en 1997. Yo
había visto a Miguel Rodríguez sólo una vez en mi vida, en 1984, cuando lo
entrevisté en un concurrido coctel sobre una copa que su equipo de fútbol,
el América de Cali, acababa de ganar; y a su hermano Gilberto lo había visto
por última vez al otro día de salir de la cárcel en 1987, cuando pasó por mi
casa con Alberto Santofimio camino del apartamento del ex presidente Alfonso
López y su mujer, Cecilia Caballero, donde celebrarían su libertad con
Ernesto Samper. Unos días después, Pablo y yo nos despedimos para siempre,
porque se iba a esa guerra contra Cali y contra el estado que no pude parar
y que estalló unas semanas después. De haber visto a alguien de aquel mundo
estaría muerta: no sólo interceptaba mi teléfono, sino que a partir de enero
de 1988 se convirtió en un monstruo que asesinaba con motosierras a un
promedio de treinta personas diarias por la menor sospecha de cualquier
vínculo con el cartel de Cali. Me dejó en la pobreza para obligarme a vivir
en Colombia y mi vida se convirtió en un infierno de llamadas a las emisoras
que acabaron con mi carrera, y amenazas de sus enemigos y sus cómplices.
Todo ello, sumado al atentado que los Rodríguez Orejuela ordenaron contra mí
y del que me salvé milagrosamente, me llevaron a cooperar a partir de agosto
de 1988 con la División Antidrogas de Interpol Wiesbaden, cuando pude salir
de Colombia con una beca del gobierno alemán.
Si bien toda la información que entregué en Miami a la DEA y
al prosecutor - el mismo del general Manuel Antonio Noriega - no
servía para el caso contra los jefes del cartel de Cali, lo cierto es que a
las pocas semanas de mi llegada éstos se declararon culpables y, sin tener
que ir a un juicio costosísimo, los Estados Unidos tomaron posesión de los
2,100 millones de dólares que les tenían congelados y pudieron entregarle a
Colombia la mitad. Como, tras mi salida, los medios de mi país cercanos a
los presidentes Uribe, Samper y López me estaban acusando dizque de ser
amante de los hermanos Rodríguez durante la era del narcoterrorismo - para
que el Gobierno americano me colocara en la llamada “Lista Clinton” y jamás
pudiera abrir una cuenta bancaria - yo hubiera podido capitalizar el hecho,
suministrar falsa información para acogerme al Programa de Protección de
Testigos y reclamar un cheque mensual. Pero reconocer algo tan monstruoso no
sólo hubiera sido impensable y una traición al hombre que amo hace casi
veinte años y que de un tiempo para acá ya no puede escucharme ni verme,
sino que el cambio de identidad me hubiera significado perder la voz que
recuperé tras dos décadas de silencio obligado. Como no tenía dinero para
quedarme en Estados Unidos, el Departamento de Justicia me ofreció toda su
cooperación para obtener el asilo político desde Colombia, donde a mi
regreso me protegería el Fiscal General de la Nación. Pero yo sabía que me
asesinarían al llegar, como había ocurrido con otras personas que habían
ofrecido cooperación a las autoridades americanas - la esposa del contador
del cartel de Cali y “El
Bandi” César Villegas, sucesor de Álvaro Uribe en la Aeronáutica Civil - y
decidí quedarme en este país, con mis dos moneditas de veinticinco centavos
y una tonelada de equipaje. Me salvó el anticipo de mi libro Amando a
Pablo, odiando a Escobar, que se convirtió luego en el bestseller número uno en el mercado hispano de los Estados Unidos. En Colombia, tras
agotar 20,000 ejemplares en las primeras dos semanas, el mercado fue
devorado por la piratería.
Colombia es un país enfermo. Mis antiguos colegas me
confiesan que, para mantenerse con vida o no exponerse a amenazas, hacen
periodismo con guantes de seda. En Colombia los medios viven de las pautas
publicitarias del Estado y pertenecen a magnates y políticos asociados con
los carteles y los grupos paramilitares. Medios como El Tiempo y Semana
acaban con la honra de las mujeres que el gobierno y los Santos no pueden
mandar a violar de las Águilas Negras y promueven la piratería editorial
para escarmentar a las escritoras que estén pensando en seguir mi ejemplo.
Mis enemigo declarados son todos ellos, sumados a siete
millones de fanáticos del gobierno para quienes me he convertido en el
enemigo público número uno de la imagen de Álvaro
Uribe
en el exterior. Ante las amenazas que recibo por todos los
conductos y la presión de los medios dizque para que se me deporte para ser
encarcelada por haber escrito un libro sobre la corrupción de los
presidentes Alfonso López, Ernesto Samper y Álvaro Uribe y los crímenes de
sus esbirros, el servicio secreto y los militares colombianos, y ante la
proliferación de páginas web y blogs colombianos y cubanos donde se pide a
los colombianos comprar mis libros “pirateados” para matarme de hambre, sólo
puedo rogar a Dios que los Estados Unidos me concedan asilo político para
seguir ejerciendo el derecho de ganarme el pan con mi trabajo como escritor.
Los familiares de los desaparecidos del Palacio de Justicia
llevan veintidós años buscando los restos de sus seres queridos para poner
flores sobre sus tumbas. Representan a todas las clases sociales de Colombia
y son el símbolo más desgarrador de la impotencia de los inermes en un país
donde la Justicia está diseñada para encubrir a quienes detentan el poder
político y
proteger a quienes detentan el poder
económico, incluidas las multinacionales. Los inermes de ayer son los
torturados del Palacio de Justicia; los de hoy son los “falsos positivos”,
el término utilizado para referirse a cientos de adolescentes muertos a
manos del Estado. Y en cuanto a lo que hicieron conmigo por denunciar toda
esta narcocorrupción que crece con el paso de los días, sólo puedo decir:
“Ayer fui un periodista testigo de la Historia. Hoy la escribo, para los
colombianos que no la vivieron. Y apenas he comenzado.”