Este año se ha publicado un libro políticamente incorrecto pero que bastaría con que estuviese acertado en la mitad de los datos que ofrece su relato para convenir que hubiese resultado un auténtico desastre para la Corona que, hoy, Don Juan Carlos la siguiese encarnando. Me refiero a La intocable. Cristina, la infanta que llevó la corona al abismo (editorial, La Esfera de los Libros) de los periodistas Eduardo Inda y Esteban Urreiztieta. En 355 páginas y en el anexo documental, queda acreditado de qué manera Diego Torres, el socio de Iñaki Urdangarin, y su abogado, González Peeters, estaban determinados a verter sobre el Rey abdicado buena parte de la responsabilidad de las trapacerías de su yerno, no tanto por acción como por supuesta omisión y, en algunas cosas, colaboración, más propia de un suegro que, por supuesto, de un cómplice.

Siempre me resultó especialmente extraño que aquellos que se oponían rotundamente a la abdicación de Don Juan Carlos adujesen como argumento de autoridad que era preciso dejarle la Jefatura del Estado a Don Felipe sin el “marrón” del caso Nóos. A mi entender, ese procedimiento penal contra el yerno del monarca y contra su hija menor, la infanta Cristina –como hoy ha quedado acreditado con el auto del juez Castro–, justificaba, en un contexto de comportamientos y actitudes de Don Juan Carlos que exigieron explicaciones varias y hasta petición de perdón, la sucesión inmediata y la proclamación de Don Felipe que, como aquí se contó, era barajada en Zarzuela desde febrero de 2013, cuando se avizoraba que la hija del Rey –como sucedió en abril– podría ser imputada.

El monarquismo 'juancarlista' ha estado jugando con fuego. Porque la pretensión de dejar 'limpio' el panorama a Don Felipe con la suposición de que el aparato digestivo de la Corona sería capaz con Don Juan Carlos de digerir un acontecimiento como el de hoy –inédito en la historia– no era otra cosa que un puro voluntarismo

Don Juan Carlos, como jefe de la Familia Real, y por la comisión de imprudencias de su ambicioso y torpe yerno y las flaquezas paternales del monarca hacia Doña Cristina –como ese préstamo de un millón doscientos mil euros, o la petición de gestiones para eventos organizados por Nóos en Valencia– estaba cuestionado, guste o no reconocerlo. Y su permanencia en la Jefatura del Estado un día como hoy hubiese resultado cuasi letal para la Corona. Por el caso Nóos, aunque no solo, Don Juan Carlos debió abdicar incluso antes del 2 de junio, cuando el diagnóstico judicial de la Infanta no podía pintar más negro, ni resultaba más nítida la estrategia de Torres y su representación letrada de implicar al Rey, limitado por su salud e incapaz de levantar su popularidad y credibilidad en las encuestas más fiables como las del CIS.

El monarquismo juancarlista ha estado jugando con fuego. Porque la pretensión de dejar limpio el panorama a Don Felipe con la suposición de que el aparato digestivo de la Corona sería capaz con Don Juan Carlos de digerir un acontecimiento como el de hoy –inédito en la historia– no era otra cosa que un puro voluntarismo. Por el contrario, la situación para la institución queda por completo salvada con la proclamación de Felipe VI que cuando fue Príncipe de Asturias, y en los primeros compases del caso Nóos, rompió amarras no sólo con su cuñado, sino también con su hermana, como también se relata en el libro de los malditos Inda y Urreiztieta. No hay un email, una conversación, un acto, una referencia, una mera mención, que vinculen a Don Felipe y a Doña Letizia con Iñaki Urdangarin y la infanta Cristina, de tal manera que la abdicación –aunque tardía– se ha producido en el borde mismo de un calendario que amenazaba a la institución con riesgos gravísimos.

En buena hora –aunque tardía– se produjo la Operación 2-J de abdicación de Don Juan Carlos. De no haber sucedido tendríamos ahora en la Zarzuela y en el Estado, un gravísimos problema político y de opinión pública

Hoy, Iñaki Urdangarin no es miembro de la Familia Real sino de la familia del Rey, al igual que su hermana, Doña Cristina, que aunque mantiene el título de Infanta y el tratamiento de Alteza Real, debiera renunciar a sus derechos dinásticos como una muestra simbólica de reparación ante la opinión pública española sin que ello suponga adelantar su condena sometida, primero, a un recurso de apelación ante la Audiencia Provincial de Palma sobre su imputación y, después, y eventualmente, a sentencia tras un juicio oral. Don Juan Carlos no es Jefe del Estado y su esposa, la Reina Sofía, puede sin carga representativa, ejercer más de madre y abuela que de consorte del Jefe del Estado.

En la Casa del Rey hay un nuevo jefe –Jaime Alfonsín que no tuvo que lidiar directamente con este asunto –a Spottorno le tocó calificar de “no ejemplar” las andanzas del Duque de Palma (título que debiera ser retirado a Doña Cristina, por ser de la Corona, habiendo precedentes de ello como cuando en 1924 Alfonso XIII retiró el título de infante de gracia a su primo Luis Fernando de Orleans, salvando todas las distancias que se quieran)– ni existe vinculación alguna con el secretario de las infantas, García Revenga, de modo que Felipe VI se encuentra en las mejores condiciones –sin olvidar que es hermano de Doña Cristina, un vínculo sentimental que Don Felipe ya ha subordinado a sus responsabilidades– para manejar este asunto desde un distanciamiento higiénico.

En buena hora –aunque tardía– se produjo la Operación 2-J de abdicación de Don Juan Carlos. De no haber sucedido tendríamos ahora en la Zarzuela y en el Estado, un gravísimo problema político y de opinión pública. Que sirva la resolución judicial de hoy a aquellos que –muchos de buena fe, pero no todos– se empeñaban en estirar un reinado como el de Don Juan Carlos que mereció haber terminado a la altura de los méritos históricos que contrajo y no en las brumas de la sinvergonzonería de un yerno y una hija que se sirvieron de su condición en vez de servir con ella a los intereses de la Corona y de los ciudadanos de España.