VIDA Y AVENTURAS DE DON TIBURCIO DE REDÍN

SOLDADO Y CAPUCHINO

(1597-1651)

JULIO PUYOL

 

AL LECTOR

Ha poco cayó en mis manos un mamotreto de más de cuatrocientas páginas en el que se contiene la historia de un famoso caballero llamado Don Tiburcio de Redín; pero hállase tan envuelta en digresiones inoportunas, en pedantescas ampulosidades, en citas de la Sagrada Escritura y de las mitologías griega y romana y en todo el intolerable fárrago de la erudición de Repertorio, que, más bien que una biografía, dijérase que era el Tratado de todas las cosas y otras muchas más, escrito con la intención deliberada de hacer perder la paciencia al que se hubiere propuesto su lectura. Con saber que el autor, al hablarnos de que el héroe de su obra nació en Pamplona, encuentra oportunidad para remontarse a la fundación de aquélla por Pompeyo y para pedir que se cambie el nombre de la capital por el de Tiburta o Tiburtina, ya que tuvo la gloria de ser cuna de Don Tiburcio; que para narrar los sucesos de éste, toma carrera desde los tiempos en que Jesucristo salió del Desierto, y que con motivo de mencionar en una ocasión el mes de Agosto, interrumpe el relato y se extiende en largas disquisiciones sobre la etimología de la palabra, sacando a relucir a Julio César, a Octaviano, a Mario y Sila y a los conquistadores de Egipto, se comprenderá que la obra en cuestión puede competir ventajosamente con los principales y más insignes monumentos de la literatura gerundiana.

Titúlase el libro “Vida y virtudes de el Capuchino español, el V. Siervo de Dios Fray Francisco de Pamplona, llamado en el siglo Don Tiburcio de Redín”, es debido a la pluma del P. Fray Matheo de Anguiano Religioso de la misma Orden y Predicador de la Santa Provincia de Castilla, y se imprimió en Madrid, en la Imprenta Real, el año 1704. Pero, si el libro es execrable sobre toda ponderación, en cambio, la historia anecdótica del personaje, descargada de la hojarasca de que el Padre Anguiano acertó a revestirla, no deja de ofrecer interés y curiosidad.

En los siglos XVI y XVII abundaron aquellos aventureros que después de haberse agenciado en la guerra su modo de vivir, volvían de Flandes, de Italia y de las Indias creyendo que todo el mundo era suyo, dispuestos a no respetar a nadie ni a nada y decididos a no reconocer más fueros que sus bríos ni más ley que su voluntad, cual si viesen en los arreos del soldado patente o salvoconducto para cometer toda suerte de abusos y atropellos; y tampoco es raro el caso de que tales valientes, al llegar a cierta edad, se sintiesen atraídos por la preocupación religiosa, idea que con la de las empresas de conquista compartía el dominio de los espíritus de la época, y arrepentidos de la pasada vida, buscasen en la penitencia el medio de obtener el problemático perdón de sus pecados. A tal filiación corresponde Don Tiburcio de Redín, cuyos carácter y aventuras tienen hartas analogías con los del Capitán Domingo de Toral, Miguel de Castro, Don Diego Duque de Estrada, Don Juan de Manara, el Capitán Alonso de Contreras, su contemporáneo, y otros por el estilo, soldados todos ellos, de juventud alegre y tormentosa, de indomada voluntad, temerarios, bravucones y camorristas, prontos en desnudar la espada por cualquier gesto o palabra ofensivos para aquel punto de honra, que colocaban en un bárbaro aprecio de sí mismos, y todos ellos también más o menos preocupados al declinar de su vida con el negocio de la salvación del alma. Procuraré, pues, dar al lector noticia sucinta de la vida de este personaje, reduciéndola a las proporciones que requiere su importancia, mucho menor, sin duda, de la que el P. Anguiano supuso que tenía cuando se preparó a escribir su historia, armándose de los pertrechos de que pudiera haberse apercibido para cantar las hazañas de Aquiles o las místicas empresas de San Francisco de Asís.

 

PARTE PRIMERA

EL SOLDADO

 

I

Nacimiento y prosapia de Don Tiburcio de Redín; sus primeros años; carácter varonil de Doña Isabel de Cruzat, madre de nuestro héroe, y ejemplos que lo demuestran; arma caballero a Don Tiburcio y le da su venia para ir a la guerra de Italia.

La Catedral de Pamplona

Don Tiburcio vio la luz en Pamplona el 11 de Agosto de 1597; llamábase su padre Don Carlos de Redín, Señor de Redín, Barón de Bigüezal, Capitán de Infantería española y veterano de Lepanto; y su madre, doña Isabel de Cruzat, descendiente de los Señores de Oriz y Góngora, ambos de las principales familias de Navarra. De este matrimonio habían nacido cinco hijos, cuatro de ellos varones, todos los cuales ocuparon puestos preeminentes: el mayor. Don Juan, fue benedictino y catedrático en la Universidad de Salamanca; el segundo, Don Martín, fue caballero de San Juan, Maestre de la misma Orden, Gran Prior de Navarra y Virrey de Sicilia; el tercero, Don Miguel Adrián, sirvió en los ejércitos de Flandes y de Italia y llegó a ser Almirante de la Armada Real, cargo que desempeñaba cuando murió en la Habana combatiendo con los navíos holandeses; y, por último, Don Tiburcio, cuya fama había de superar a la de todos sus hermanos. Las hembras fueron tres; calla la crónica los nombres de las dos primeras, aun cuando dice que la una ingresó en el monasterio de Lumbier y la otra en el convento de Carmelitas Descalzas de Pamplona, y agrega que la tercera, que se llamó Doña Rosa, fue sucesora de Don Tiburcio y estuvo casada con Don Fausto Francisco de Lodosa, Señor de Sarriá y Copero mayor del Rey de Navarra.

 Falleció el Señor de Redín dejando muy jóvenes a sus hijos y encargóse la madre de su educación, en la que puso el celo y la energía que pudiera haber puesto el padre más severo, porque es de saber que era doña Isabel de varonil carácter y que, al decir del autor de esta historia, temíanla sus hijos «más que a numerosos escuadrones». Cuéntase de ella que yendo un día de visita a casa de la virreina, la dueña que había de anunciarla hízolo diciendo que estaba allí la madre del Gran Prior, palabras que la enojaron hasta el extremo de que, atropellando todo miramiento, entró dando voces por la sala, y encarándose con la inadvertida dueña exclamó: «Sabed para otra vez que no os suceda dar un recaudo como éste! Yo por mí misma supongo, sin que necesite de mi hijo, al que se ha de conocer por serlo de doña Isabel de Cruzat, mas no a mí por ser madre del Gran Prior de Navarra». Y muy al cabo de ello debía de estar el Prior desde que en una ocasión, teniendo ya la citada investidura, y hallándose a la mesa, por haberse descuidado en medir el tono de sus palabras, le tiró Doña Isabel con tremenda furia el cuchillo que tenía en la mano, y si no lo descalabró, no fue por no haber hecho por su parte todo lo que pudo.

Descubrió Don Tiburcio desde muy niño decidida inclinación a la carrera de las armas, y a los catorce años solicitó y obtuvo la venia de su madre para marchar a la guerra de Italia, siendo doña Isabel quien le ciñó la espada y le impuso en las obligaciones que a partir de aquel momento contraía para con Dios y para con los hombres, con tal conocimiento de la materia y en términos tan adecuados, que en ellos no hubiera podido poner tilde ni reparo alguno el maestro de ceremonias más conocedor de los ritos y solemnidades de la orden de caballería.

 

II

Proezas de Don Tiburcio en Italia; recompénsale el Rey con el empleo de Alférez y con un hábito de Santiago; sigue la carrera de Indias; genio endemoniado de Don Tiburcio de Rendín; cuéntase cómo apuñaló á un soldado nadando en alta mar; pasa al ejército de Portugal con el empleo de Capitán de Infantería de picas.

La Catedral de Milán

 

Partió, pues, Don Tiburcio para Milán donde a la sazón se encontraba su hermano Miguel sirviendo como Capitán de Infantería bajo las banderas del Marqués de Hinojosa; sentó plaza en cuanto tuvo la edad suficiente; hizo toda la campaña que de 1613 a 1617 sostuvieron nuestros ejércitos contra el turbulento Duque de Saboya y en los seis meses que duró el sitio de Vercelli mostró denuedo singular; se le buscaba siempre para los pasos de mayor compromiso, siendo uno de los veinte soldados elegidos para tomar el reducto de San Andrés y desalojar al enemigo de la estrada cubierta en que se había parapetado; sorprendió el socorro de pólvora que el Duque de Nemours enviaba al de Saboya, y sus prodigiosos bríos el día del asalto valiéronle, según el cronista, el renombre de Júpiter hispano y que el Rey le concediese un hábito de Santiago, juntamente con el empleo de Alférez en la compañía que mandaba su hermano Don Miguel.

 Tres años más tarde, o sea en 1620, le hallamos ya nombrado Capitán de Mar y Guerra para La Margarita, cargo con el que empezó a servir en la carrera de Indias, (en la que estuvo hasta 1624) y a demostrar que tenía igual disposición para las empresas de mar que la que antes probara para las de tierra, pues en uno de sus primeros viajes, y como se hubieran encontrado con ocho bajeles cerca de Las Terceras, su General le confió el reconocimiento, que no sólo hizo con pericia consumada, descubriendo la cantidad y calidad de las fuerzas del enemigo, sino que se tomó como base para preparar una defensa eficaz y vigorosa. Estos rápidos progresos, unidos a la impetuosidad de su temperamento, debieron de hacer de nuestro héroe un valentón formidable, de la especie de aquellos bravos de que nos habla nuestra literatura en cuyo fondo aparecía una mezcla curiosísima de caballero y de pícaro.

Era Don Tiburcio de Redín hombre de talla regular, facciones pronunciadas, pero vulgares; pómulos prominentes, larga nariz, pelo castaño peinado en cumplidas melenas, bigotes de altas guías y perilla corta; su fruncido entrecejo y sus ojos de duro y sombrío mirar, con asomos de insolencia, dábanle cara de pocos amigos, y su continente enérgico, aunque ordinario, cierto aire de matón a toda su persona. Fue verdaderamente — nos dice el P. Anguiano— «de natural ardor y tan dominado por los humos de la cólera, que se arrebataba de ella con suma vehemencia y prorrumpía en extremos terribles». Bien lo demostró un día que viniendo de las Indias y habiéndose recostado en una silla a dormir la siesta, turbáronle el reposo dos soldados que a grandes voces disputaban; levantóse a ponerlos en paz y luego volvió a su sitio con ánimo de reanudar el sueño; segunda vez tornaron los soldados a su disputa y por segunda vez también Don Tiburcio logró callarlos; pero como aquéllos renovasen las voces con mayor estrépito cuando apenas había pegado los ojos, salió airado contra el que juzgaba promovedor de la trifulca, quien, al verlo venir, comprendió que no tenía más salvación que tirarse de cabeza al mar; aunque ni esto siquiera le valió, porque el feroz Don Tiburcio, arrojándose tras él, pudo alcanzarlo a nado y le dio de puñaladas.

Felipe IV le concedió licencia para levantar una compañía de doscientos cincuenta infantes, con sueldo de veinticinco escudos al mes, y luego sirvió en Portugal a las órdenes del Marqués de Hinojosa, como Capitán de Infantería de picas, siendo memorable su arrojo un día que salió de Lisboa en persecución de tres navíos ingleses, peleó con ellos, desarbolaron la nave en donde iba, regresó al puerto y, a pesar de hallarse herido, volvió a embarcar con Don Antonio de Oquendo en el galeón Nuestra Señora de Atocha y dio alcance a los enemigos junto al cabo de San Vicente, obligándolos a retirarse mar adentro con grandes pérdidas en la tripulación y considerables destrozos en los barcos.

 

III

De otros ejemplos que comprueban que el carácter de Redín era de todo punto inaguantable; legendarias camorras en casa de Zapatilla; interviene la Sala de Alcaldes y Alcaldes y Sala quedan completamente en ridículo; Don Tiburcio se ve obligado a salir de la Corte.

 

Madrid, Palacio del Correos

A fines del 23 ó principios del 24, época en que Redín gobernaba las banderas de Cádiz, obtuvo nuevo permiso del Rey para reclutar en Sevilla una compañía con destino a la Armada del Sur, pero, por no estar pronto el despacho, solicitó servir en la del Océano. Por cierto que, hallándose en Madrid, sin duda, en sus intereses, ocurrióle un lance que muestra bien a las claras lo colérico de su carácter. Entró Don Tiburcio en una casa de las llamadas de conversación, de la que era dueño un bribón conocido con el apodo de Zapatilla, y halló a varios caballeros que, sentados junto al fuego de la chimenea, charlaban amigablemente; éstos, al verlo entrar, se apresuraron muy corteses a ofrecerle sus sitios respectivos, y sólo uno de ellos, que se las echaba de valiente y presumía de espadachín, permaneció sin moverse de su asiento, por lo cual Don Tiburcio arremetió contra él y levantándolo en la misma silla lo arrojó de ella al suelo, diciendo:

— Muchas gracias, señores; pero ésta es la silla que me toca y en ella he de sentarme, aunque pese a la Bula de Cruzada.

Y no fué aquella la única hazaña que realizó en la casa, porque se cuenta también que al pasar una vez con varios camaradas cerca de San Ginés, y encontrando a un labrador que vendía perdices, dijo a los otros:

— Ea, aquí hay perdices para todos. Si les place a vuestras mercedes, podremos rifarlas en casa de Zapatilla. Parecióles bien a los demás, y llegados al garito, pidieron naipes y comenzaron el juego. Reciente estaba una orden del Rey para que se procediese sin contemplación a prender a los militares a quienes se hallare en tales casas, y alguien debió de dar el soplo de que en la de Zapatilla acababan de entrar los alegres compañeros, porque no bien habían echado las primeras manos, se presentó en la sala un alcalde, seguido de los correspondientes alguaciles y oficiales, a cuya vista levantáronse todos los jugadores, menos Don Tiburcio, que con gran flema y como si nada ocurriese , descubrió sus cartas, y dijo:

—Flux tengo; mías son las perdices. Luego, mirando al alcalde, le preguntó con cierta chulería:

— ¿Qué es lo que vuestra merced manda?

— Tengo orden de Su Majestad — respondió el alcalde — de prender a los militares que halle jugando en casas como ésta.

— El Rey, mi señor — replicó Don Tiburcio — , no prohibe a sus soldados los entretenimientos decentes.

Y como viese que el alcalde se disponía a contestar de nuevo y que los corchetes iban tomando las salidas, echó al aire la espada y comenzó a repartir tajos a diestro y siniestro, de suerte que alcalde, alguaciles y oficiales bajaron la escalera en confuso tropel, despejando a buen paso la casa y aun la calle. Querellóse el asendereado ministro de justicia; la Sala de Alcaldes hizo al Rey consulta de aquel caso, y por más que algunos amigos aconsejaron prudentemente a Don Tiburcio que se ausentase de la Corte, se negó a ello obstinadamente, aunque para salir de casa se viera como se vio obligado a disfrazarse y a alquilar una silla de enfermería en la que se hacía conducir a modo de paralítico; pero, al cabo, el hecho se divulgó por Madrid, y por causa del escándalo que produjo, tuvo que huir de la villa y acogerse a la Armada Real; con esto, y con haber dicho el Rey que el agravio de los Alcaldes corría de su cuenta, que era lo mismo que decirles que se aguantasen, se echó tierra sobre el asunto.

 

IV

Hechos de armas de Don Tiburcio durante su servicio en la Armada del Océano; viene a Madrid y Felipe IV le demuestra su regia estimación; de cómo Don Tiburcio, por un quítame allá esas pajas, armó una pelotera con un famoso Alcalde de Corte; asiste a la jornada contra los franceses y toma el empleo de Maestre de Campo; procedimiento expeditivo usado por Redín para obtener en el acto un testimonio de sus hazañas.

Coreografia del tiempo

 

Sirvió Don Tiburcio en la Armada del Océano hasta el año 1628, y durante este tiempo llegó a ser por su valor y arrestos temerarios el asombro de sus compañeros de armas. De 1628 a 1635, tomó parte muy principal en varios hechos de importancia, según las certificaciones del General Martín de Vallecilla y las de los Maestres de Campo Don Francisco Mexía y Don Luis de Rojas, por las que consta que peleó en la isla de Las Nieves contra nueve galeones ingleses, siendo el auxiliar más poderoso que tuvo Don Antonio de Oquendo para ganar aquella isla; que en la de San Cristóbal hizo la descubierta y tomó a los franceses la fortaleza que ocupaban, y que en la de San Martín, al frente de una compañía de arcabuceros, marchó a la vanguardia de las tropas, como encargado de atacar la muralla, y que aunque le hirieron en el pecho y en un brazo, logró rendir al enemigo tras de haber hecho a éste muchas bajas y matado de un balazo al Gobernador.

Las proezas de Don Tiburcio llegaron a oídos de Felipe IV, y tanto el Rey como el Conde-Duque de Olivares le tuvieron desde entonces en grande estima, demostrándole su afecto en varias ocasiones; y así, nos dice su cronista que cuando volvió a la patria de regreso de la isla de San Martín, vino a la Corte a besar la mano a Su Majestad, quien le regaló una cadena de oro, que juntamente con numerosas cartas del monarca y del privado, conservaba aún la Casa de Redín en el año 1704.

Pero no salió de Madrid sin dejar memoria suya. Una noche, paseando con tres amigos, toparon al volver de una esquina con la ronda de un famoso alcalde, llamado Beas Vellón,y éste, dirigiéndose al grupo, preguntó:

—¿Qué gente?

—Militares—contestó Don Tiburcio.

—¿Qué militares?.

—Don Terencio, Don Fulgencio, Don Fermín y Don Tiburcio de Redín.

—Tanto tín, tín, tín — dijo el alcalde, reconociéndolos y como por broma—, parece jerigonza.

Pero Don Tiburcio, que, por lo visto, no estaba de humor para ello, exclamó:

—¡Voto a Cristo! ¡Qué más jerigonza que Beas Vellón!—; y tirando de espada, así como sus amigos, la emprendieron a cintarazos con alcalde y alguaciles, poniéndolos en precipitada fuga.

Estuvo luego Don Tiburcio en la jornada contra los franceses, en la que ganó el empleo de Maestre de Campo, y con tal motivo, certifica el Marqués de Valparaíso que Redín sirvió «debajo de su mano en la entrada que hizo en Francia, y que se halló en ella en cuanto se ofreció en servicio del Rey como muy valeroso caballero y gran soldado, reconociendo siempre los puestos peligrosos»; que entró el primero «en las villas de Orruña, Ciburu y San Juan de Lus y en el fuerte de Zocoa, y perseveró hasta que se tomaron y rindieron»; que asimismo, «habiendo el enemigo cortado un puente por donde había de pasar nuestro ejército, hallándonos imposibilitados de poderlo hacer por entonces, su gran diligencia, sagacidad y solicitud supo hallar un barco grande con que pasó el ejército»; que tomadas dichas villas, le ordenó «que fuese a parlamentar con los Cabos de dicho fuerte de Zocoa, y lo ejecutó con gran satisfacción suya y con singular sagacidad, prudencia y celeridad... abreviando el tiempo, que fue negocio de grande importancia para nuestra conveniencia y de nuestras Armas». Tales son los extremos acerca de los que certifica el Marqués de Valparaíso; pero lo más notable del caso es el modo que tuvo Don Tiburcio de obtener el documento correspondiente a uno de aquéllos.

Acababa de contener el paso del enemigo por el puente de Zocoa, y sin aguardar a más, se dirigió al marqués, que era el General del ejército, y le pidió que allí mismo, sin más dilación, le diese testimonio del hecho; contestó aquél que se lo daría cuando hubiese mayor comodidad para ello; insistió el otro en que había de ser entonces, y el marqués, ofendido por la urgencia de la demanda, lo amenazó con castigar severamente su atrevimiento; pero algo debió de leer el noble General en la mirada de Don Tiburcio, cuando creyó mejor y más prudente partido salir envainar la espada, tomar los pacíficos trabajos de escribir y extender en el acto el testimonio que se le pedía.

V

Nárrase cómo Don Tiburcio se metió en un puño a los jueces de Sevilla y encima se mofó de ellos; le sale mal una aventura con una dama de la misma ciudad; los sevillanos piden la cabeza de Redín, pero éste logra escaparse; el irascible y colérico Don Tiburcio intenta, en venganza, bombardear Sevilla; lógrase, por milagro, evitar tan formidable salvajada.

Catedral de Sevilla

 

Todos estos hechos concurrieron a aumentar la fiereza de la condición de Don Tiburcio, siendo de advertir que la actividad que desplegaba en la milicia no le restó un ápice de sus bríos para otro género de aventuras, especialmente cuando eran de aquellas en que había aliciente de golpes y cuchilladas.

Cuéntase que en cierta ocasión en que estuvo en Sevilla, uno de sus soldados cometió una muerte, y habiendo caído en poder de la justicia, se le probó el delito y lo condenaron a sufrir la última pena. Redín, aunque lo supo, no quiso darse por enterado hasta el día en que al reo se le notificó la sentencia; pero cuando ya lo preparaban para ponerlo en capilla, recibió el presidente de la Sala un recado de Don Tiburcio, pidiéndole que inmediatamente le entregase el reo, pues a él sólo correspondía, por fuero militar, el conocimiento de la causa. Negóse a ello el presidente, y entonces Don Tiburcio, ciego de cólera, se encaminó a la Audiencia y entró en la sala en donde se hallaban los jueces, reclamando á su soldado con grandes y descompuestas voces; volvieron aquéllos a denegar la petición, y al oirlo Don Tiburcio, apelando al último argumento, se dispuso, espada en mano, a cerrar contra los asombrados juzgadores, quienes «como cuerdos — dice el P. Anguiano —, y noticiosos de la fuerza de ánimo de Don Tiburcio y también del gran séquito que tenía, acordaron que se le entregase el preso». Llevólo al cuerpo de guardia y, dejándolo allí, volvió de nuevo a la Audiencia con el bellaco propósito de ver si los alguaciles, que estaban a la puerta, proferían alguna palabra que le diese pretexto para repartir unos cuantos reveses, pues, como dice también su biógrafo, «no había rato para él más gustoso que andar a cuchilladas con los Alguaciles, a los que tenía nativa antipatía»; pero ellos, que, sin duda, eran no menos cuerdos que los jueces, se libraron muy bien de desplegar los labios; y como en esto saliesen ya los magistrados a tomar sus coches, Don Tiburcio les fué saludando con fingidos extremos de cortesía y con muestras de cómico respeto, para mayor ludibrio de aquellos míseros representantes de la justicia humana.

Verdaderamente legendaria debió de ser la fama que dejó en la hermosa capital andaluza, ciudad que estuvo una vez a pique de ser blanco de sus iras por consecuencia de una de las más ruidosas aventuras de nuestro héroe. Ocurrió el hecho del siguiente modo:

Andaba Don Tiburcio enamorado de cierta dama casada, perteneciente a una de las más linajudas familias sevillanas, y acaso por haber interpretado mal algún gesto o mirada de aquella ilustre señora, se atrevió una noche a entrar en su casa, creyendo cosa llana el logro de sus deseos. Los criados, al ver al intruso, que con insólito desenfado allanaba la morada, avisaron a su amo, y éste, con la indignación que es fácil suponer, salió al encuentro de Don Tiburcio. Las voces de los sirvientes, las amenazas del marido y los juramentos del galán, reunieron en el lugar donde se desarrollaba la escena a buen número de vecinos, que, a su vez, comenzaron a gritar pidiendo la cabeza del ofensor, quien, viendo el negocio mal parado, buscó la salida y pudo escapar protegido por las sombras de la noche. Parecióle, sin embargo, que aquella fuga era una mengua para su nombre, y dispuesto a no dejar la ofensa sin venganza, dirigióse al Guadalquivir y embarcó para Cádiz, adonde llegó en las primeras horas de la madrugada; acto seguido se avistó con el General de la Armada, pidiéndole cuatro bajeles de guerra, con pretexto de un gran servicio del Rey, que supo pintar con todas las circunstancias de verosimilitud para dar al relato apariencia de verdadero. El General, creyéndole lo que decía, accedió a la petición, y Don Tiburcio, sin perder momento, se puso con sus barcos en camino de Sevilla, preparando a las tripulaciones en zafarrancho de combate, con ánimo decidido de cañonear la ciudad tan pronto como llegasen, porque no más blando castigo merecía, a juicio suyo, el pueblo que intentara echar tamaño borrón como aquel sobre su fama. Por fortuna, el Asistente de Sevilla se percató a tiempo del propósito, y marchando aceleradamente al navío en que Don Tiburcio se hallaba dando las últimas órdenes, pudo convencerle, no sin mucho trabajo, de lo descabellado y bárbaro de aquel intento, que, aunque parezca extraño, no tuvo más consecuencias para Redín que una ligera reprensión.

 

VI

Otras hazañas de Redín. Llámale Felipe IV a la Corte y le nombra Gobernador Absoluto de la nueva Armada de Cataluña: el Conde-Duque de Olivares retarda el despacho de este asunto; pierde Don Tiburcio la paciencia y atraca al de Olivares en las Cuatro Calles; huida de Don Tiburcio para las Indias.

Conde-duque de Olivares

 

Prosiguió su carrera militar siempre con el mismo arrojo y con igual fortuna, y regresando una vez de las Indias arribó a las costas de Valencia, donde hallaron dos fragatas de corsarios moros, de la compaña de Vincenti, famoso ladrón de mar y tierra, que les pusieron en grave aprieto, pues eran aquéllas de mucho porte, y la nave en que Don Tiburcio venía, pequeña y mal pertrechada. Entraron en consulta los principales caballeros y soldados y opinaron que debía huirse el lance, en vista de las malas condiciones de la embarcación; tuvo el de Redín el parecer contrario, y oyendo que los otros se obstinaban en sostener el suyo, montó en cólera y dijo que su última resolución era pelear hasta morir y que así había de hacerse, pesase a quien pesase. Los demás, esforzados por los alientos de Don Tiburcio, o bien porque su conducta no se achacase a cobardía, resolviéronse a jugar el todo por el todo, y la nave presentó el combate a los piratas, los cuales, al verlos venir contra ellos, juzgaron la presa completamente segura. Reñida y sangrienta se trabó la lucha; pero gracias a la pericia que mostró en ella Don Tiburcio y al partido que supo sacar de los escasos medios de que disponía, los moros, para no ser apresados, se dieron a la vela en abierta huida.

Felipe IV, cuando conoció aquel hecho valeroso, quiso recompensarlo con el premio que merecía, y llamando a Don Tiburcio a la Corte, oyó de sus labios la narración de la hazaña y le hizo merced del cargo de Gobernador Absoluto de la nueva Armada que por disposición de los Consejos de Guerra y Estado iba a construirse en Cataluña. Firmado el título, encomendó al Conde Duque el negocio de Don Tiburcio; pero Olivares retardaba el despacho de tal modo, que el agraciado, después de intentar repetidas veces hablar con él sin conseguirlo y de dirigir varias instancias al monarca, que éste remitía siempre a su primer ministro, acabó por agotar el escaso caudal de paciencia de que el cielo le dotara, y determinado a todo trance a que le oyese el Conde-Duque, se situó en las Cuatro Calles, por donde había de pasar, como lo tenia de costumbre cotidiana, al ir a ver las obras que por entonces se estaban haciendo en el Real Sitio del Buen Retiro.

Llegó, en efecto, el privado, y Don Tiburcio, con aire resuelto, mandó á los cocheros que parasen, alegando que tenía que hablar con su señor. Como era de esperar, no le hicieron caso alguno, y en su vista, poniéndose al paso de los caballos, cortó a cuchilladas los tirantes que los unían al carruaje, logrando por este sencillo procedimiento que aquél se detuviese. Acto continuo, se acercó al estribo y habló al privado, «haciéndole cargo de su tardanza y de que no hubiese dado cumplimiento a los apretados y repetidos decretos que tenía del Rey, ni haberle concedido una audiencia en tanto tiempo», y se despidió diciéndole «que si Su Excelencia no trataba de despacharle luego, se retiraría a su casa». No hay para qué ponderar la sorpresa de Olivares ante aquel verdadero salteador, aunque quizá, por no tenerlas todas consigo, aparentó oirle con tranquilidad y afecto, y hasta procuró sosegarlo, prometiéndole la brevedad en la resolución, si bien, así que se vio libre del peligro, concibiese el firme propósito de castigar severamente la osadía intolerable de Don Tiburcio; pero éste tuvo noticia de ello, y no dudando de que por muy bravo que se sea, los pies son a veces de grande utilidad, salió por la posta para Cádiz, en cuyo puerto se embarcó para las Indias.

 

VII

Redín es detenido en Panamá y obligado a regresar a España; memorable presa que hizo en la travesía; vuélvelo el monarca a su gracia y confírmale el nombramiento para la Armada de Cataluña.

Felipe IV

 

A poco de estar en Panamá, lo encontró el nuevo virrey del Perú, que acababa de llegar de España, y le comunicó la orden que llevaba para prenderlo y restituirlo a la Península; sin embargo, por tratarse de un preso de calidad, se buscó el medio de que hiciese el viaje con decoro, y para ello le nombró el virrey capitán del navío de guerra que, como era costumbre, volvía a España siempre que los galeones arribaban a aquellas tierras, dejándole que escogiese la nave que quisiera y advirtiéndole de que iba a correr algún riesgo, porque se sabía que un barco holandés se hallaba apostado en espera de su paso. Don Tiburcio entonces concibió su plan, pensando muy cuerdamente que sólo un lance de fortuna y de valor podía ganarle otra vez la gracia que perdiera en la Corte, y, madurada bien la idea, en lugar de escoger una buena embarcación, eligió la más pesada y zorrera, hizo cargarla de lastre, para que pareciese llena de inmensas riquezas, y mandó clavar la artillería con el fin de impedir el juego de los cañones.

Con semejante armatoste, se dio a la vela, y en cuanto salieron del puerto, instruyó a la tripulación en los detalles de lo que se había de hacer. Dos días llevaban de navegación, cuando descubrieron el navío holandés, que a todo trapo se dirigía contra ellos. Dejáronlo llegar, y una vez que estuvieron al habla, arriaron las velas y pidieron cuartel a los holandeses, merced que éstos no dudaron en concederles, satisfechos de lo fácil de la presa. El capitán del barco enemigo ordenó echar la palamenta, y seguido de muchos de los suyos, pasó a la nave española, donde le dijeron que el capitán de ella estaba en cama muy gravemente enfermo. Entró en la cámara de Don Tiburcio y lo halló, en efecto, acostado en su lecho; pero así que vio entrar al holandés, sacudiendo las ropas e incorporándose rápidamente, lo dejó tendido de un pistoletazo. El tiro era la señal para que los soldados españoles, que estaban prevenidos en sus puestos, saltasen a la otra nave; delante fue Don Tiburcio, y mientras los que quedaron peleaban bravamente con los que antes habían invadido el barco, ellos hicieron gran matanza de los que estaban en el bajel corsario. En fin, cuando los enemigos, viendo que llevaban la peor parte, quisieron emplear la artillería de los nuestros, encontráronla clavada y no tuvieron más remedio que entregarse a discreción. Don Tiburcio apresó la nave, y con ella y con la suya llegó a Cádiz, enviando en seguida a Madrid la noticia del suceso. Felipe IV, creyendo que era suficiente compensación de la falta cometida, le llamó a la Corte, volvió a otorgarle su favor, arregló sus diferencias con el Conde-Duque y le hizo confirmación del nombramiento para la Armada de Cataluña, a la que pasó a prestar sus servicios.

 

 

PARTE SEGUNDA

EL CAPUCHINO

I

De una trifulca que varios lacayos tuvieron en la Puerta del Sol; Don Tiburcio quiere meterse a redentor y le hienden el cráneo de una pedrada; desahucianlo los cirujanos y, naturalmente, Redín se cura; transformación que la enfermedad operó en el carácter de nuestro héroe; comienza Don Tiburcio a pensar en las cosas de ultratumba con verdadero encarnizamiento; retírase a su país natal y al poco tiempo se hace capuchino, tomando el nombre de Fr. Francisco de Pamplona; de los temores que, al saberlo, tuvo un amigo de Redín.

 

Algún tiempo después, apareció de nuevo Don Tiburcio en Madrid, en donde un suceso inesperado vino a poner término a su carrera militar y a todas sus mundanas aventuras.

Noticioso cierto día de que los criados de la Princesa de Cariñana habían armado una pendencia con los de otra casa aristocrática, y que la Puerta del Sol, que era el lugar que escogieron para ventilar el pleito, se hallaba convertida en campo de Agramante, montó a caballo y, escoltado por sus lacayos, dirigióse allá, con ánimo de prestar el esfuerzo de su brazo al uno o al otro bando, o quizá con el de apalear a los dos; mas apenas llegó, le dieron tan formidable pedrada en la cabeza, que cayó a tierra ensangrentado y sin dar señales de vida. Lleváronlo a casa, acudieron los cirujanos, y después de examinar la herida y el pulso, juzgaron que era caso desesperado. No obstante, al levantarle el aposito, pudo apreciarse alguna mejoría, que, aunque muy lentamente , continuó acentuándose hasta su completa curación.

Salió Don Tiburcio totalmente transformado de la enfermedad, pues tanto en el curso de ella como en el tiempo que duró la convalecencia, no hizo otra cosa que encomendarse a María Santísima y a todos los santos y santas de la Corte Celestial, con gran sorpresa de los amigos que le rodeaban y con no menor contentamiento y alborozo de su cronista el P. Anguiano, que asió esta feliz ocasión de los cabellos para bendecir la pedrada, por no caberle duda alguna de que hahabía sido Dios mismo el que la disparó, y para mostrar, de paso, su erudición asombrosa hablando de San Pablo y de la Magdalena, de Lázaro y de las naciones bárbaras, del Pontífice San León y de Lucano, de San Pedro Crisólogo y de Abraham, de Judit y de San Bernardo, de los cuatro Evangelistas y de Don Fernando III de Castilla, de los escribas y fariseos y hasta del propio Nabucodonosor, rey de Babilonia, en párrafos exuberantes, sí, de sana y santa doctrina, pero de mazorral complexión y claveteados a conciencia con sus buenos latines de breviario.

Ello es que Don Tiburcio quedó muy otro de lo que ser solía, y encendiéndose en él cada vez más la llama de la fe, decidió apartarse de los muchos peligros de la Corte y establecerse en Pamplona, su ciudad natal, donde comenzó a frecuentar las iglesias, a ejercitarse continuamente en actos de devoción y a meditar en la vida eterna, con lo que iba viendo claro el tiempo que había perdido para las buenas obras, el terreno que se dejara ganar del demonio y lo mucho que le era preciso hacer para salvar su alma. Estos graves pensamientos condujéronlo una tarde de Mayo hasta las puertas del convento de capuchinos; preguntó por el P. Guardián, bajó éste de su celda, y cuando se quedaron solos, díjole Don Tiburcio, sin más ambages ni rodeos, que quería ser religioso lego de San Francisco. Procuró el Guardián disuadirle, por si se trataba de alguna resolución precipitada, pero habiendo insistido Don Tiburcio en sus pretensiones tanto aquel día como otros muchos que volvió á conversar con el fraile, éste se las comunicó á sus superiores y éstos, a su vez, se encargaron de obtener del Provincial el permiso necesario.

Arregló el de Redín sus asuntos seculares, y el 26 de Julio de 1637 recibía el hábito de novicio en el convento de Tarazona, cambiando su nombre, conforme a la práctica de la Orden, y llamándose desde entonces Fray Francisco de Pamplona.

Profunda sensación causó el suceso en cuantos conocían a Redín, hasta el punto de que hubo un caballero de la Corte que, por no querer creerlo, hizo un viaje a Tarazona con el exclusivo objeto de cerciorarse del caso, y después de haber visto a Don Tiburcio con el hábito y hablado de ello con el Obispo de la diócesis, dijo así: «Alabo a Dios y venero sus altas disposiciones; mas no puedo dejar de compadecerme de estos pobres religiosos, porque temo, según conozco su natural, que han de tener mucho que sufrirle y que algún día, llevado de su cólera, haga pedazos las ollas y los platos y a ellos los muela a palos y a golpes».

Tarazona

 

II

Ejemplar noviciado de Redín; horrorosos disciplinazos que se daba y terribles escrúpulos que le asaltaron; preséntase en paños menores a la hora de maitines y hácese aplicar una somanta de vergajazos; profesión de Don Tiburcio.

 

A pesar de estos temores, hizo Don Tiburcio el noviciado con toda perfección; aprendió la regla de memoria; declaró cruda guerra a sus pasiones, demostrando continuamente con suspiros y sollozos lo fervoroso de su arrepentimiento; de los suspiros pasó a los estrechos ayunos, y de los ayunos, a los crueles disciplinazos, en los que tuvo que intervenir la comunidad, porque aquello, más bien que de una penitencia, ofrecía los alarmantes caracteres de un verdadero suicidio o, por lo menos los de una bárbara y estúpida tollina. Empezó a sentir escrúpulos y a ver en todo ocasiones de pecado, y como oyese una vez la plática que el maestro de novicios hacía sobre la doctrina tomista de los actos indiferentes, se le atarugó de tal modo, que dio por cosa resuelta que ya no había salvación posible para él. Por más que el maestro procuró templar los rigores de aquella doctrina con las más tranquilizadoras de Scotto y de San Buenaventura, no pudo conseguir que se serenase del todo el ánimo de Redín, y así, una noche, para castigar su soberbia, presentóse en paños menores en el coro a la hora de maitines, y echándose a los pies del prelado, le suplicó con muchas instancias que, a cuenta de sus culpas, le diese ciento ó doscientos azotes; ordenóle el prelado que se fuese a vestir, pues no era aquélla hora de azotarse; pero Don Tiburcio respondió que él no se levantaría de allí hasta lograr lo que pedía; por lo cual, y para que pudiera comenzar el rezo, no hubo más remedio que mandar a un novicio que, a modo de antífona, le aplicase unos cuantos correazos en el envés.

Siguió Don Tiburcio edificando con su conducta a todos los hermanos del convento, y, cumplido el noviciado, profesó solemnemente como religioso menor en el Paraíso Seráfico de la Capucha (según la inspirada y ática frase del P. Anguiano), el año de gracia de 1638.

 

III

Austeridad de Fray Francisco de Pamplona; su harapienta indumentaria; procedimiento a que apelaba cuando, de orden superior, no tenía más remedio que lavarse los pies; nauseabunda alimentación de Don Tiburcio y de cómo no pudo renunciar al vino; públicas penitencias que hacía y despreciable idea que formó de sí mismo. Furibundos garrotazos que Fray Francisco descargó sobre unos soldados en el mesón de Cortes.

 

Si grandes habían sido el fervor y la austeridad de Don Tiburcio cuando novicio, grandes fueron también las penitencias a que se sometió después de profeso. Vestía ropa interior de anjeo o de arpillera; mortificaba su cuerpo con cilicio; iba descalzo, sin cuidarse de la gota que padecía; no se lavaba los pies, y «si tal vez era preciso lavárselos — dice su biógrafo, viendo en ello un acto meritísimo, aunque extraño— , o porque lo mandaba el prelado, o por urgente necesidad, lo quehacía era ir al lugar común y tomar una escoba de rama y mojarla en agua y lavarse con ella»; buscó la celda más estrecha y la cama más incómoda, en la que puso por almohada un madero cubierto con un mugriento pedazo de sayal; su comida era una taza de potaje aderezado con ceniza unas veces, otras, con ajenjos, y su cena una lechuga; al vino no pudo renunciar del todo, pero lo libaba con extraordinaria parsimonia; fregaba las ollas de la comunidad; propinábase cada día tres disciplinas de sangre; salía con frecuencia por las calles, desnudo de medio cuerpo arriba, azotándose sus espaldas, haciendo pública penitencia é insultándose horrorosamente, porque es de saber que tenía tan baja y despreciable idea de sí mismo, que a todas horas y con cualquier pretexto, se llamaba vilísimo pecador, muladar de vicios, albañal inmundo, costal de basura y miserable. De esta manera domaba Don Tiburcio sus ímpetus, y si bien es cierto que algunas veces surgían en él vestigios de su antigua condición, consta que era muy de tarde en tarde y nunca sin motivo muy calificado.

Así, por ejemplo, hallándose en el convento de Tudela, le ordenó el P. Guardián que se trasladase con otro religioso a pedir limosna a la villa de Cortes, y al llegar a la casa donde acostumbraban a hospedarse, que era de una viuda, hallaron a ésta y a sus criadas presas del mayor sobresalto, a causa de que unos soldados que allí alojaban, faltando a los deberes de la hospitalidad, pretendían abusar de ellas inicuamente. Reprendióles Don Tiburcio sus bellacos intentos, y les advirtió de la gran responsabilidad que contraían para con los hombres, de la ofensa que inferían a Dios y de las estrechas cuentas que, así en esta como en la otra vida , habrían de eximírseles; pero los soldados, que por no estar hechos a estas pláticas las reputaban como mística monserga, burláronse del fraile con las palabras más soeces, y no contentos con decirle entre juramentos y blasfemias que aunque pesase a todos los franciscanos del Viejo y del Nuevo Mundo, se saldrían con la suya, hubo quien se propasó a abrazar en su presencia a una de las mozas; en vista de ello, Don Tiburcio mandó a las hembras que despejasen la habitación, y sin más armas que su báculo de fresno, cerró con tanta destreza contra aquellos bergantes, que a pesar de que sacaron las espadas, no lograron inferirle el más leve rasguño, y él, en cambio, tras de molerlos a todo su sabor, les hizo bajar a coces la escalera y rodarla de cabeza.

Entre los conventos de Tarazona, Zaragoza, Tudela y Peralta pasó Redín siete años; pero luego hubo de ser llamado a más altas empresas con motivo de la obra de evangelización que su Orden realizaba entonces en África y en las Indias.

Tudela

 

IV

Designan a Don Tiburcio para ir en la primera Misión del Congo; visita a Felipe IV; estupefacción que en Sevilla produjo la presencia del capuchino; cuéntase la historia de un mercader sevillano que estuvo a punto de ser arrojado de cabeza al Guadalquivir por Fray Francisco de Pamplona; llega la Misión al puerto de Pinda; apuro en que puso a la embarcación un navio holandés; Fray Francisco suelta el breviario, se ciñe la armadura, toma el mando de la nave y dirige la defensa.

 

A últimos de 1644, se le designó a Don Tiburcio para ir en la primera misión que con destino al Congo había sido decretada por la Congregación de Propaganda Fide, de la que era prefecto el P. Fr. Buenaventura de Alessano, con quien aquél vino a Madrid a solicitar los Reales despachos y los recursos correspondientes. Felipe IV recibió al nuevo religioso con toda benevolencia, conversando con él muy largamente y admirándose del cambio radical que se había operado en su persona; al despedirse, le regaló un Lignum Crucis guarnecido de piedras preciosas, y no se olvidó de suplicarle que le tuviese presente en sus oraciones. Él y su compañero emprendieron el camino de Sevilla, y cuando llegaron a aquella capital, en la que Don Tiburcio había dejado memoria imperecedera, acudió al convento un gentío inmenso a verlo convertido en fraile, por lo que el prelado, para evitar escándalos, se vio en la necesidad de prohibirle que se mostrase en las calles hasta la festividad del Corpus, día en que Redín salió en la procesión llevando una cruz gigantesca y produciendo con su devoto continente el asombro de cuantos le conocieron tiempo atrás soldado y camorrista sempiterno.

Reunidos ya todos los misioneros, se dispuso el embarque. Don Tiburcio, por haber sido el encargado de fletar el navío,en atención a sus conocimientos náuticos, contrató uno muy capaz y adecuado para el caso; pero, cuando el convenio estaba ya próximo a ultimarse, apareció un mercader que, ofreciendo cantidad mayor, pretendía a toda costa quedarse con la nave. Por espacio de algunos días, anduvo nuestro fraile intentando convencer al comerciante, que, cada vez más obstinado, ni escuchaba razones ni cedía en su propósito. Don Tiburcio, pesaroso de la dilación que con esto se originaba, salió una tarde con otro hermano a buscar al sujeto para ver si haciendo el último esfuerzo, lograba traerle a buenas, y hallándole en el muelle, conversó con él y le mostró la orden del Rey para que la misión saliese con toda urgencia, porque corrían voces de que los holandeses estaban propagando en aquellas tierras su herética doctrina; mas el mercader, que era de la estirpe judía de los Palomos sevillanos, no importándole un comino de todas las herejías antiguas y modernas, ni de la salud espiritual de los del Congo, no solamente insistió en su idea, sino que puso de ropa de pascua a las misiones y a los frailes, hasta que Don Tiburcio, no pudiendo aguantar por más tiempo la procacidad de aquel hombre, lo cogió por los cabezones y, zarandeándolo como a un muñeco, lo llevó hasta la orilla del muelle, con el firme propósito de arrojarlo al Guadalquivir. Al verlo, el otro fraile comenzó á gritar:

— ¡Fray Francisco! ¡Qué haces, hijo! ¡Déjalo, por Dios! ¡Mira que te pierdes! ¡Mira que te condenas!

Gracias a estas oportunas y piadosas advertencias, Don Tiburcio soltó su presa, y aún se dice que pidió al mercader que le perdonase el arrebato.

El día 20 de Enero de 1645, zarpó la nave que conducía á los franciscanos. Hízose el viaje sin novedad, hasta que, llegados a la vista de Pinda, los inquietó seriamente la presencia de un barco holandés, cuyo objeto en aquellas aguas no era otro que el de impedir a cañonazos la competencia que pudiera hacerse al comercio de Holanda y, de paso, robar lo que se presentase a mano, según costumbre de los navegantes de su nación. No bien descubrió el bajel de los misioneros, lanzóse a él en actitud de querer apresarlo; se puso al habla, preguntaron con astucia, les respondieron con sagacidad, y viendo que no averiguaban lo que pretendían, abrieron las troneras como si quisieran pelear. El capitán español era, por lo visto, muy poco práctico en estos lances; pero sabiendo que llevaba a bordo a Don Tiburcio de Redín, rogó al prefecto que le mandase dirigir la maniobra; hízolo así el prefecto, y Don Tiburcio, obedeciendo humildemente el mandato del superior, se desnudó el sayal de franciscano y se ciñó la armadura, a cuyo contacto volvieron a su memoria las guerreras empresas en que antaño se encontrara, y recobró todo el denuedo de los buenos tiempos. Con la espada en una mano y en la otra la rodela, «comenzó a ordenar la gente y a repartirla en sus puestos, con tal brío, que a todos infundióánimo, y tal, que sólo esperaban a que comenzase el enemigo a pelear. Este, con deseo de coger entera la presa, hizo diferentes caracoles para reconocer la gente, y como la vio puesta en arma, no se atrevió a acometer. Retiróse por unas cuantas veces, como que iba a buscar socorro para el caso, y después volvió. Ya por último se resolvió a echar una lancha y llegar a bordo el Capitán holandés para saber qué gente y qué pretensiones llevaba el católico y si tenía pasaporte de la Compañía de Holanda . Aquí usó Fr. Francisco de varias estratagemas para meter miedo al holandés, haciendo que hablasen confusamente muchos y variasen las voces para que juzgase que había mucha más gente de armas y muy valerosa». El enemigo, en fin, no se decidió a combatir, y a la mañana siguiente, desembarcaron los misioneros, hizo Don Tiburcio la descubierta, y sin más tropiezo que uno ó dos cañonazos sin consecuencias, aunque con bala, que les dispararon los holandeses, hicieron su entrada en la banza o población de Pinda .

 

V

Redín es enviado a Roma a solicitar el aumento de la Misión; deshecho temporal que corrió al regresar a Europa; llega de arribada forzosa a las costas inglesas; su estancia en Londres y su expulsión de Inglaterra; andanzas de Fray Francisco hasta entrar en la Corte del Pontífice; entrevista con Inocencio X y despachaderas que en ella demostró tener el famoso capuchino; ofrécele el Papa las órdenes sagradas y a él no le da la gana recibirlas; pide y obtiene una Misión para las Indias y sale con dirección a Panamá; actividad evangelizante de Don Tiburcio.

Inocencio X

 

No tardaron los franciscanos en apreciar lo magno de la labor que allí tenían que realizar, y por ello, y por considerar insuficiente el número de misioneros, dispuso el prefecto que Don Tiburcio y Fr. Miguel de Sesa marchasen a Roma a pedir al Santo Padre el aumento de los hermanos de la misión. Regresaron a Europa los dos frailes en la misma nave que los condujo al Congo, y en la travesía sobrevino un continuado temporal de borrascas que primero les hizo encallar, y después los llevó hasta las costas de Inglaterra, en cuya capital entraron en el mes de Marzo. Fueron allí socorridos por algunos católicos; pero como las autoridades inglesas tuviesen noticia de que administraban sacramentos y ejercían otras prácticas del culto, les mandaron salir del reino. Cruzando Francia, llegaron a España y dirigiéronse a Zaragoza, donde el P. Sesa enfermó y murió a los pocos días, siendo sustituido por otro compañero, que con Don Tiburcio se puso en camino de Roma.

Inocencio X recibió al de Redín y le otorgó lo que pedía, concediéndole además licencia para otra Misión en las Indias; y descubriendo muy pronto las dotes extraordinarias del hombre que estaba ante él, hubo de extrañarse de que no fuese más que un religioso lego. DonTiburcio entonces hizo relación de su vida, presentándose como gran pecador, y el Pontífice, después de oirlo, le ofreció las órdenes sagradas; las renunció Don Tiburcio, insistió aquél, y nuestro héroe, para terminar la conversación, que no era de su agrado, le dijo:

« — Beatísimo Padre, yo soy un pecador de natural altivo y soberbio; así es que, si Vuestra Santidad no me ayuda a ser humilde, me perderé sin remedio.»

« — ¿Tan altivo sois — contestó el Pontífice—, o lo decís por humildad?»

«—Soy tal — replicó vivamente Don Tiburcio — , que la misma tiara de San Pedro no estará segura de mi soberbia en la dignísima cabeza de Vuestra Beatitud.»

«Edificóse de oirle el Santísimodre (prosigue Anguiano) y no quiso pasar adelante en sus intentos»; cosa que se explica perfectamente.

Vuelto a España y obtenidos del Rey los recursos necesarios, despachó Don Tiburcio los misioneros al Congo, y él, por virtud de la licencia del Papa, marchó con la otra Misión a las Indias, llegando a Panamá a principios del año 1648. A pesar de la gota, que de día en día se le agravaba, fué realmente prodigiosa la actividad que desde dicho año hasta el de 1651 desplegó Don Tiburcio en su labor evangélica, no tanto por lo que respecta a la predicación, para la que no consta que tuviese especiales condiciones, como para acometer los muchos y rudos trabajos que a cada paso se ofrecían a los religiosos, cuyo temple era tan probado como el de los conquistadores, y cuyo carácter, aunque en el orden espiritual, no dejaba de tener alguna analogía con el de aquellos aventureros.

Estuvo Don Tiburcio en la Misión de Dariel y luego en la de la isla de La Margarita, donde contribuyó a la evangelización de los indios cumanagotos, piritus, palenqueis, cachismas , chacopatas y maicanas; hizo en estos tres años dos viajes a España para llevar nuevos misioneros y obtener fondos que nunca le negaba el monarca; fundó iglesias; comenzó la construcción de dos ó tres ciudades; catequizó ó domó, según los casos, a millares de infieles salvajes, y atendió, en fin, con eficaz solicitud a todos los menesteres de la Orden.

 

VI

Estupendos milagros que hacían los misioneros en América; escámase el Consejo de Indias; Fray Francisco se embarca para España con el fin de evitar serios disgustos a la Orden; enferma en la travesía de mucha gravedad; admirables ejemplos de paciencia y fortaleza; desembárcanlo en el puerto de La Guaira; muerte de Don Tiburcio de Redín.

 

Pero el demonio se dio traza para manchar el buen nombre de los misioneros, logrando que la calumnia se cebase en ellos y que fueran culpados de hacer fingidos milagros con los que procuraban ganar el respeto de los indios. Reconocían los maldicientes que algunos eran ciertos y verdaderos, como el que se atribuyó a Don Tiburcío, del que se cuenta que estando un día comiendo con un gobernador de no muy limpia fama, al que trataba de traer al buen camino, cogió un pan, y estrujándolo entre sus manos, hizo que de él saliese sangre en abundancia; pero decían que otros eran de hilaza demasiado burda, y que para digerirlos no bastaba tener las tragaderas de un chacopata.

Lo cierto es que los rumores llegaron a conocimiento del Consejo de Indias, y que los misioneros acordaron que Don Tiburcio viniese a España a parar el golpe que les amagaba y a ver si era posible conjurar la tormenta. Embarcó Fr. Francisco en un navio cuyo capitán, llamado Juan de Montano, había militado en su tercio; en el mismo bajel venía Don Diego Radillo Arce, caballero de Santiago y Gobernador de Antioquía, quien fué observando con mucha escrupulosidad todos los hechos y dichos de Redín, que luego le sirvieron para puntualizar la declaración jurada que de los mismos prestó en Madrid el año 1676 ante Fray Francisco de la Puente.

A los pocos días de navegación, sufrió Redín un violento ataque de gota, acompañado de fuerte calentura que se agravaba por instantes, sin que por ello le hiciesen aceptar más cama que un catre ni más ropa que una estera, porque aquella enfermedad, que él bien comprendió que era el aviso definitivo de la muerte, quiso aprovecharla también como la última ocasión que el cielo le ofrecía para probar su paciencia y la fortaleza de su ánimo; y así, dice Radillo en su citado documento que habiendo entrado un día en la cámara a preguntarle cómo le iba de su mal, le contestó:

— Muy bien, la gloria a Dios, pues desde la planta del pie hasta el extremo de la cabeza, todo es un vivo dolor.

En fin, al llegar al puerto de La Guaira era ya tan inminente el peligro, que se resolvieron a conducirlo a tierra y llevarlo a una casa, en la que se hospedaron con él Don Juan Bravo de Acuña, recientemente nombrado Gobernador de Gibraltar; Don Francisco Maldonado, Veinticuatro de Sevilla; Don Diego Radillo y algunos otros, todos los cuales le asistieron con exquisito celo hasta el momento de su muerte, ocurrida el 31 de Agosto de 1651.

Su entierro, más bien que de religioso franciscano, pareció el de un príncipe de la milicia, porque a la salida del cadáver, que era llevado por cuatro caballeros armados, hizo una salva real toda la artillería de mar y tierra, y otra al recibir sepultura en la iglesia parroquial de La Guaira, donde aún yacen sus restos mortales, pues habiéndose intentado en 1677 traerlos a España, se armó en la ciudad un gran tumulto y fué preciso renunciar a la traslación. Motivo sobrado hubo para ello, ya que, como dice el cronista de esta verídica historia, sin duda por intervención del alma de Don Tiburcio han obtenido los habitantes de La Guaira muchos y señalados beneficios, entre los que debe estimarse como principal el haberse visto libres desde entonces de los piratas y corsarios que antes los inquietaban con frecuentes saqueos y que hoy huyen de aquellas costas, temiendo acaso que el espíritu del religioso obre el prodigio de que el antiguo soldado se levante de su tumba y, espada en mano, salga a la defensa del pueblo cuya tierra hospitalaria ofreció reposo a sus cansados huesos.

 

EPILOGO EN QUE SE ACLARAN ALGUNOS EXTREMOS REFERENTES A LA VIDA DE DON TlBURCIO DE REDÍN y A LOS PROPÓSITOS DE SU CRONISTA

 

Es completamente seguro que el P. Fr. Mateo de Anguiano aspiraba al escribir su obra a algo más que a narrar la historia de Don Tiburcio de Redín para ejemplo y edificación de los pecadores. Si tenemos en cuenta que, como queda dicho, el año 1676 se recibió la declaración jurada a Don Diego Radillo por iniciativa del P. Fr. Francisco de la Puente, hijo, como Redín, de la provincia de Navarra y prefecto de las misiones de Cumaná y Caracas; que en 1677 se proyectó trasladar a España los restos mortales de nuestro héroe, y que en 1685 el mismo P. Anguiano había publicado una Relación sumaria de su vida, según nos dice en la Introducción al libro a que venimos refiriéndonos, veremos claramente que la Orden tuvo vivísimo interés en que el nombre de Redín no quedase para siempre en el olvido; pero si, además, leemos la obra con un poco de atención, llegaremos a adquirir el convencimiento de que con ella se tendía a preparar la canonización del famoso Don Tiburcio.

Desde el año 1525, en que el Pontífice Clemente VII autorizó la Orden de Religiosos Menores de San Francisco, habían sobresalido en ella tres varones, que a fines del siglo XVII gozaban de universal reputación; fueron éstos el Capuchino Francés Fr. Ángel de Joyosa, Par de Francia y General de las Armas francesas; el Capuchino Escocés Fr. Arcángel de Escocia, heredero del Condado de Forbes y pariente de los Reyes de Inglaterra, y el Capuchino Italiano Fr. Juan Bautista de Fabenza, que si no pudo alegar, como los otros, títulos nobiliarios, ostentaba, en cambio, el de haber sido un insigne capitán de ladrones. Era, por tanto, muy natural que los franciscanos de nuestra patria aspirasen también a tener entre sus huestes un Capuchino Español que, a ser posible, eclipsase la fama de todos los capuchinos extranjeros, y para esto nada mejor que procurar que el primer santo de la Orden hubiese nacido en tierras españolas. Con tal fin, se encomendó escribir la vida de Don Tiburcio al P. Fr. Mateo de Anguiano, que debía de pasar por hombre muy docto entre sus compañeros de religión, pues el mismo año que publicó aquel libro, daba también a la estampa otro mazacote místico titulado Compendio historico de la Provincia de la Rioja, de sus Santos y milagrosos Santuarios.

De cómo el P. Anguiano supo cumplir el cometido, dan testimonio a cada instante las páginas de su libro. Empieza, en efecto, parangonando la vida del héroe con las de los santos más egregios, y sin pararse en barras, osa comparar a Don Tiburcio nada menos que con San Pablo; Saulo español, lo llama con increíble desparpajo, viendo en los episodios matonescos de la historia de su héroe evidentes analogías con las persecuciones de que el gran Apóstol, antes de serlo, hizo víctimas a los cristianos, y en la vulgar pedrada que de manos lacayunas recibió Don Tiburcio en la Puerta del Sol, semejanzas indudables con la romántica y admirable escena del camino de Damasco.

No hay que decir que, realizada la conversión, el P. Anguiano apretó de firme en ponderar las virtudes del flamante religioso, dedicando sendos, pero apelmazados y soporíferos capítulos a su obediencia, pobreza, honestidad, caridad, humildad, negación de sí mismo y hasta al intolerable desaseo de su persona, con lo cual ya no le restaba al cronista sino la parte más dificultosa y peliaguda de la empresa, a saber, la relativa a los milagros, ya que, sin ellos, Redín se habría de resignar a quedarse en el Purgatorio por buenas componendas. Se comprenderá, sin embargo, que después de haber comparado a Don Tiburcio con el Apóstol de las gentes, la cuestión de los milagros no podía ofrecer grandes obstáculos, y así, aparte del de la sangre que aquél sacó del panecillo (idéntico, por más señas, al que se cuenta de San Luis Beltrán), y que ya queda narrado, el P. Anguiano nos da noticia de varios hechos prodigiosos referentes a Don Tiburcio, ocurridos los unos, durante su vida, otros en los momentos de su muerte, y otros, en fin, con posterioridad a ella, para que nada tuviese que envidiar a ninguno de los elegidos que gozan de la presencia del Señor.

Por lo que hace a los primeros, dice el biógrafo que cuando Fr. Francisco y el P. Alessano se dirigían a Sevilla con objeto de embarcar para el Congo, se echó aquél a descansar debajo de un árbol, porque le aquejaba mucho el dolor de un pie, exacerbado por la gota y lo largo del camino. Quedóse dormido, y al poco tiempo, observó el P. Alessano que un pajarillo, de rara hechura y de canto en extremo melodioso, vino a posarse en una rama, y volando desde ella hasta el pie de su compañero, le picó suavemente en la parte dolorida y luego se marchó. Al despertarse Redín, se halló sin la menor molestia, por lo que Alessano hubo de comprender que el pajarillo «no era de esta región, sino algún ángel del Señor que tomó aquella forma».

Otra vez, estando en el oratorio, le mordió un murciélago, arrancándole un mediano trozo de carne; pero se hallaba tan embebecido en sus meditaciones, que no sintió absolutamente nada, y si se vino en conocimiento del caso, se debió a que al entrar los demás hermanos, vieron en el suelo un gran charco de sangre y la herida que el bicharraco produjo en el cuerpo de Don Tiburcio. Gozaba, asimismo, de la gracia de dar salud a los enfermos, como lo demostró en una ocasión en que, llamamado por Fr. Juan de Pamplona, que padecía de «unas llagas en las piernas, muy antiguas, pútridas y encanceradas, y desahuciado de remedio humano», «le pidió por amor de Dios que le hiciese la señal de la cruz sobre las llagas y que se las ungiese con saliva». Resistióse al principio Don Tiburcio, pero, al cabo, accedió a la súplica del doliente, haciendo lo que le pedía, y desde entonces «no se puso mas emplastos, y fué cosa prodigiosa que con sola esa medicina desde aquel punto comenzó á sentir mejoría, y esta se continuó con tal felicidad, que a los cuatro dias siguientes se halló totalmente sano de las llagas y nunca más le volvieron a reverdecer». De todos estos milagros y de algunos otros hubo noticias fidedignas, que muy puntualmente fueron consignadas por el P. Anguiano. Sin embargo, para que Redín lograse la categoría de verdadero santo, era preciso, además, que hubiese ocurrido algo extraordinario en la hora de su tránsito, y de ello se encargó Don Diego Radillo, sin más que refrescar su memoria, ayudándose con un poco de buena voluntad. Cuenta, en efecto, en su citada declaración que tan pronto como expiró Redín, los amigos que lo rodeaban quisieron quitarle el hábito remendado que vestía y ponerle otro nuevo; pero probando a desnudarlo, les fué imposible, aunque en ello se emplearon las fuerzas de varios hombres. No resignándose a renunciar a tan preciosa reliquia, y vien-do que la fuerza era inútil, ocurriósele a uno emplear la persuasión, para lo cual suplicó al P. Andrés Perdomo, que se hallaba presente, que mandase al cadáver, en virtud de obediencia, que se dejase desnudar. El P. Andrés consintió en ello, y dirigiéndose al cadáver, le dijo:

— Hermano, te mando en virtud de santa obediencia, que luego te dejes quitar ese hábito y poner el que aquí está preparado.

Aún no había acabado el ministro de Dios de intimarle dicho precepto, cuando instantáneamente sacó las manos de las mangas y extendió los brazos no de otra suerte que si estuviese vivo. No obstante, agregó Radillo (que era, por lo visto, un hombre de conciencia), que de este hecho sólo podía asegurar con juramento que se lo oyó a los sujetos que lo vieron por sus ojos y estuvieron presentes a todo; pero que él no lo estaba cuando se realizó el prodigio, y que lo sintió mucho.

Por último, y para que nada faltase, no dejaron de acreditarse dos circunstancias de gran monta en estos casos, cuales son la incorruptibilidad del cuerpo y la de seguir obrando milagros después de muerto, pues no sólo al ser trasladado a otro sepulcro en 1676 hallaron el cadáver «entero y sin corrupción, y muy tratables sus miembros, sin faltarle otra cosa que la extremidad de la nariz», sino que es incuestionable que por mediación de su alma se han obtenido bienes sin cuento, siendo hechos dignos de mención el de que muchos atacados de la peste que el año 1658 diezmó la población de Caracas, sanaron en el acto con sólo aplicarles el manto del capuchino; el de haber recobrado la salud instantáneamente en 1676 una hermana de Fr. Esteban de Pastrana, merced a que se puso sobre su cuerpo una estampa que Redín usó como registro de su libro de Horas, y el de obtener el mismo beneficio en varios enfermos de gravedad a quienes se les colocaron trozos de su hábito y otros objetos de los que se sirvió en vida.

El clavo, tan vigorosamente asegurado por el P. Anguiano, lo remachó el Rmo. P. Martín de Zarandona, calificador de la obra, el cual, después de recordar la anécdota concerniente al epitafio del Venerable Beda, dice en su Aprobación que «merece el admirable y prodigioso Redin, por sus heroicos hechos», que en su tumba se graben estas palabras: Hac sunt in fossa Redin Venerabilis ossa, y añade que espera «que ha de enmendar el epitafio el cielo poniendo Sancti en lugar de Venerabilis. No consta que el cielo lo haya enmendado todavía; pero sabemos que si hasta ahora no ha sido posible que los hombres reconozcan la presencia de Don Tiburcio en el Paraíso, en cambio, su figura se consideró como digna del Teatro, pues cuarenta y tres años después de haber visto la luz la biografía del famoso aventurero, dábase a las prensas cierta cencerruna comedia titulada El Capuchino Español, com puesta con episodios de la vida de Don Tiburcio de Redín. No debió de ser ésta la única obra que se escribió con tal motivo, porque el P. Anguiano cuenta en su mencionada Introducción que «apenas salió a luz el Compendio, cuando comenzaron a correr varias noticias de la vida secular de nuestro héroe, de sus chistes y de sus sucesos militares. Y los que las producían echaban menos sus noticias particulares y aun el que no se expresasen sus nombres». «Con la misma moderación que entonces — continúa — procedo ahora, porque mi ánimo no es de formar comentarios de las tragedias, hazañas, duelos y sucesos políticos y militares de Don Tiburcio de Redin, que eso lo podrá hacer quien gustare de ello, y hallará materia bastante». Por donde vemos que lo que el P. Anguiano calló de las aventuras del héroe debió de ser mucho más de lo que dijo, circunstancia que es muy de lamentar, pues ya que no cuajase lo de la santidad, nos hubiera dejado, al menos, el cuadro completo de la vida de un aventurero de aquel tiempo, la relación de hechos olvidados, la pintura de lugares y personas de que ya nadie se acuerda; asuntos todos que, aunque los doctos estimen poco dignos de una pluma seria y elevada, pueden ser, y son a veces, material de inestimable precio para el conocimiento de una época, y desde luego de mayor interés, como tomados que son de la realidad, que muchas disquisiciones históricas, que, por haber desdeñado sus autores copiar del natural, no tienen más valor que los dibujos hechos de memoria y sin otra norma que la pura fantasía.