He pasado un par de días con mi madre, compartiendo la vida cotidiana de la residencia en la que ella se aloja desde hace unos meses. Ha sido para mi una experiencia nueva – y no lo negaré – desconocida, desorientadora, triste y también aleccionadora.

Querámoslo o no envejecemos con todas las consecuencias que eso conlleva. Perdemos facultades y lo que antes habíamos sido se va difuminando inevitablemente, como el deslizarse por una pendiente sin retorno. Es duro de encajar, difícil y triste. Pero es la vida, el transcurso implacable del tiempo y los efectos que conlleva la propia existencia humana. Del mismo modo que fuimos bebés que despertaban al mundo, también seremos ancianos que, poco a poco, iremos alejándonos de la realidad mental, física, o de ambas en el peor de los casos.
He de confesar que el primer impacto, tras entrar en la residencia, fue demoledor. No había estado nunca en una y la propia artmósfera de los abuelillos sentados en silencio frente a una tele despertó en mi una sensación desoladora: ‘lo inevitable que está por llegar’.

Sin embargo, tras conocerles uno a uno, me di cuenta de la valentía, del coraje que cada uno de ellos mostraba ante el mayor misterio que la existencia pueda ofrecernos. A pesar del silencio, la distancia o la reserva aparente que puedieran mostrar, todos ellos saben porqué están allí y qué les espera en un futuro no demasiado lejano. Si esto no es una valentía descomunal, que alguien me lo explique.

No me extenderé más, aunque me da un poco de vegüenza, he aprendido a valorar y querer a los mayores más de lo que habría podido imaginar. Por más anuncios que veamos en la tele sobre el ideal de la belleza, el vigor y el flash de la juventud, pienso que solo se trata de la instrumentalización grosera de una parte de la vida humana. Tengo más amigos, los mayores.

Hace años que le observo. Es un borrachín de taberna que cada día de cada día sale del bar de la esquina para fumar sus cigarrillos y volver a la botella. Siempre con la mirada perdida, fija en el suelo, con una expresión de melancolía espesa, impenetrable, está como envuelto en una burbuja de acero invisible de la cual, él mismo, ya no puede escapar.
Esa presencia de lo irremediable, del dolor asumido como eje de la vida, me ha hecho pensar a lo largo de años en la potencia de la mente humana, que tanto puede enriquecer, estimular, como destruir o direccionar una vida entera, en último extremo lo único que tenemos.

El hombre que mira al suelo, en ocasiones, a primeras horas de la mañana aparece por mi calle vestido con un mono azul, cosa que me hace pensar en algún tipo de trabajo ocasional que pueda proporcionarle un medio de subsistencia. No obstante, siempre regresa al bar de la esquina y bebe hasta caer de nuevo en el abismo de la melancolía. No puedo evitar la idea, en algún momento de su existencia un hecho demoledor le quebró la vida. Y su vida se detuvo allí, para siempre.

Hoy es día cinco de diciembre – el preámbulo de la noche de reyes – y hace apenas una rato eran las ocho de la tarde. Como casi todo el mundo, me faltaba algún regalo de última hora y he decidido afrontar el agobio de las tienda de regalos, repletas, la desazón de las colas interminables. Si la falta de previsión se paga, la noche anterior al día de reyes hay que multiplicarla por cuatro.

Al salir de la tienda de regalos, por entre el gentío que acumulaba bolsas, he visto al hombre que mira al suelo, zigzagueando entre una nube de compradores apresurados. Estaba muy bebido, apenas si podía tenerse en pie.
De pronto he visto que se agachaba haciendo un esfuerzo enorme para evitar desplomarse. Ha recogido un chupete que había en el suelo y con un cuidado exquisito lo ha dejado delicadamente sobre el zaguán de una ventana. Luego ha seguido su camino, andando a trompicones, un alcohólico incapaz de controlar el sentido de su marcha.

Ese gesto, humano y hermoso, me ha conmovido. Porque el hombre que mira al suelo ha visto en el chupete la nueva vida de un pequeño que estrena existencia, y con su gesto de cuidado y ternura ha deseado para el pequeño lo mejor, quizás aquello que él mismo no ha podido tener jamás.