LA “GUERRA CONTRA EL TERROR”:
UNA DECISIÓN FATÍDICA [1]

Redacción de Middle East Report [2]


Cuando los 19 secuestradores de al-Qaeda atacaron Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001 , Estados Unidos se enfrentó a un dilema estratégico sin precedentes en cuanto a su magnitud, pero no en cuanto a su naturaleza. Los terroristas habían asesinado a muchos civiles con anterioridad, tanto dentro como fuera de EE.UU., con o sin el apoyo de algún Estado. Al-Qaeda no era la primera organización no estatal descentralizada que planteaba exigencias poco coherentes apoyándose en actos violentos destinados a la propaganda. Tampoco han sido los estadounidenses las primeras víctimas de un ataque terrorista sin provocación previa, destinado a aparcar  las diferencias políticas –al menos por un tiempo– y buscar un frente unido de autodefensa.

Lo que ha marcado la diferencia entre el impactante horror del 11-S y episodios anteriores es su magnitud y valor simbólico. En el Pentágono, las Torres Gemelas del World Trade Center y los cuatro aviones secuestrados murieron 2.752 personas, ya fuesen empleados en su puesto de trabajo o de camino al mismo, pasajeros en tránsito, personal médico que atendía a los heridos o bomberos que trataban de salvar a otras personas del infierno provocado por la explosión de dos Boeing 767 con sus depósitos repletos de combustible. La intención de cometer un asesinato en masa quedó patente, así como la importancia simbólica de los objetivos elegidos: los edificios más altos de la capital financiera mundial y el cuartel general del ejército de la única superpotencia mundial en la actualidad. Al-Qaeda diseñó los atentados con el fin de poner en duda la capacidad del estado norteamericano, no solo para proteger a sus ciudadanos sino también para protegerse a sí mismo.

En medio de la asfixiante y angustiosa atmósfera creada por los atentados, no hubo nadie que no deseara justicia. De hecho, este sentimiento fue compartido por todo el mundo y los atentados se consideraron de manera casi unánime como crímenes abominables contra la humanidad. Aunque algunos medios informaron hasta la saciedad sobre ciertas expresiones de alegría en algunos lugares, éstas fueron aisladas y poco representativas.

La decisión a la que se enfrentó el gobierno del presidente George W. Bush no fue la de buscar o no justicia, sino cómo buscarla. Los actos de terrorismo , ya sean perpetrados por estados u organizaciones no estatales, a veces se han considerado delitos, es decir, han sido investigados con paciencia y juzgados de un modo apropiado, para luego emitir una sentencia. Este procedimiento, aplicado solo a los acusados, es en sí mismo una forma de repulsa hacia los propios actos terroristas y su cerrazón, y sirve de contraste con el caos masivo provocado por el terrorismo. En el caso de los atentados del 11-S, las ventajas políticas de esta táctica habrían sido incluso mayores de lo habitual, pues EE.UU. era visto con recelo por árabes y musulmanes, quienes durante mucho tiempo se habían sentido denostados como colectivo por la violencia de unos pocos. EE.UU. podría haberse unido a sus aliados e incluso a sus antiguos adversarios con el fin de plantear una aplicación uniforme de la legislación internacional y unos criterios morales universales que permitieran arrinconar en la órbita más remota del Islam a un puñado de nihilistas carentes de inteligencia e imaginación.

 Sin embargo, no hay evidencia de que la administración Bush llegará a considerar esta opción, pues desde un principio vio los atentados del 11-S como el pistoletazo de salida para una guerra. Además, iba a ser “un nuevo tipo de guerra” en la que EE.UU. no se sentiría obligado a acatar las normas existentes, e iría creando las suyas propias conforme el conflicto avanzase. En cuanto a los árabes y musulmanes, éstos podrían aceptar o rechazar las reiteradas promesas de que la guerra tras el 11-S “no es una guerra contra el Islam”, pero no les quedaría más remedio que asumir que siempre estarán atrapados en un fuego cruzado. Cuando EE.UU. comenzó a hacer alarde de su fuerza en Afganistán y más tarde en Iraq , Osama bin Laden , el fallecido líder de al-Qaeda, predijo que moriría a manos de EE.UU. y que mucha gente inocente moriría también,. “Los americanos están entre la espada y la pared en ambos países”, dijo en una grabación de audio en septiembre de 2004. “Si continúan, sangrarán hasta morir, y si se retiran, lo perderán todo”. Los medios de comunicación estadounidenses se burlaron de las declaraciones de bin Laden como si fueran fanfarronadas de patio de colegio, pero rara vez se detuvieron a considerar que parecían estar logrando el objetivo de incitar a la Casa Blanca a extender la guerra cada vez más. 

Resulta irónico, aunque no demasiado sorprendente, que la acción de la unidad de operaciones especiales (SEAL) estadounidense que finalmente acabó con bin Laden el 1 de mayo de 2011 no fuera tan diferente de lo que podría haber ocurrido si se hubiera optado por aplicar la justicia internacional. El asalto se produjo después de años de analizar datos y de vigilar a sospechosos, y no fue el producto de una ventaja obtenida en el campo de batalla. El complejo de bin Laden en Abbottabad, Pakistán , fue cuidadosamente elegido como objetivo, con el único propósito de capturar a bin Laden, o más probablemente, de asesinarlo. Y sin embargo, la “victoria moral” que muchos estadounidenses están reclamando es ilusoria, en el sentido de que son pocos los no estadounidenses que la sienten como suya. El gobierno del presidente Barack Obama no va a obtener ventajas políticas en el mundo islámico ni mejorará la imagen de los estadounidenses a nivel global. La desaparición de bin Laden tampoco reducirá la posibilidad de nuevos atentados terroristas ni evitará que algunos sigan percibiendo dichos atentados como una acción legítima, todo lo cual no se debe a las dudas generadas por la versión oficial sobre el asalto y la eliminación de los restos del mismo, sino a los estragos causados por la guerra contra el terrorismo liderada por EE.UU. 

Aún más irónico resulta el hecho de que todas las fases de la guerra, sobre todo en Afganistán y Pakistán, parecen haber retrasado el momento de ajustar cuentas con bin Laden. Primero fue la rápida decisión de la administración Bush de ampliar los objetivos de la guerra, pasando de apresar a quienes instigaron los atentados del 11-S y colaboraron en ellos, a combatir contra “los terroristas y quienes los protegen”, una formulación imprecisa que permitió incluir a otros estados, seudo-estados y organizaciones, aunque en ese momento se refiriera principalmente a los talibanes. Puede que los militantes islamistas pashtunes no fueran demasiado sinceros cuando al principio ofrecieron entregar –oferta apenas tenida en cuenta– a los miembros de al-Qaida si se demostraba la implicación de éstos en las atrocidades del 11-S, pero ahora ya no había ninguna posibilidad de averiguarlo. La guerra se había transformado en un proyecto para cambiar el régimen en Afganistán, por lo que los talibanes y sus mecenas de los servicios de inteligencia pakistaníes [3] vieron su existencia amenazada y desde entonces hicieron todo lo posible para frustrar la captura de bin Laden y sus lugartenientes. El líder de al-Qaeda –un larguirucho de casi dos metros de alto cuya fotografía es una de las más difundidas de la historia; un hablante de árabe en medio de un océano pashtún, darí y baluchi; un fugitivo cuya cabeza se pagaba a 25 millones de dólares, huido en una de las regiones más pobres de la tierra– desapareció sin dejar rastro en la frontera montañosa entre Afganistán y Pakistán.

A pesar de todo lo dicho sobre “un nuevo tipo de guerra”, EE.UU. había lanzado una ofensiva convencional a gran escala para “liberar” territorios, mostrando una profunda incomprensión acerca de la naturaleza de la misión a llevar a cabo. Tal y como escribió Carl Conetta, miembro del Project on Defense Alternatives, en su evaluación de la intervención en Afganistán: “Afganistán no era importante para los objetivos extra-regionales y las actividades de al-Qaida por ofrecer un santuario y un lugar de entrenamiento para terroristas, sino por servir principalmente como centro de reclutamiento de los futuros cuadros dirigentes de la organización” (Strange Victory, enero de 2002). Los reclutas procedían de entre los jóvenes combatientes que habían llegado para luchar contra los ocupantes soviéticos ateos, o más tarde para batallar contra las milicias afganas excomulgadas por los talibanes y al-Qaeda. En Afganistán, su atención se desvió de estos “enemigos cercanos” hacia los “enemigos lejanos” occidentales. Al invadir Afganistán, EE.UU. no privó a al-Qaeda de un refugio seguro –el número de su sus miembros allí era lo bastante reducido y su situación financiera lo bastante buena como para encontrar abrigo casi en cualquier otro lugar–, sino que reforzó los argumentos de la organización terrorista referidos a la beligerancia innata de “sionistas y cruzados”, y aumentó el atractivo de Asia Central como escenario del yihad . La administración Bush repitió este mismo error a una escala mayor con la invasión de Iraq. [4]  

Más perjudicial si cabe es el hecho de que los ataques de EE.UU. durante la guerra hayan sido cualquier cosa menos selectivos. Tras los escuadrones de la CIA que se infiltraron en Afganistán para ayudar a los enemigos locales de los talibanes, la llamada Alianza del Norte, entraron en acción soldados, marines y bombarderos B-52 que golpearon el país de manera indiscriminada y sistemática con artillería como las “daisy cutters [5] y las bombas de racimo, así como las tan cacareadas “bombas inteligentes”. Los bombardeos –completados más tarde con misiles Hellfire lanzados desde los carísimos aviones no tripulados conocidos como Predator y propiedad de la CIA– destrozaron las líneas de defensa de los talibanes y permitieron la entrada en Kabul de los señores de la guerra de la Alianza del Norte. Los talibanes, heridos pero no derrotados, recurrieron a tácticas de guerrilla; ellos y sus hermanos al otro lado de la frontera con Pakistán consideraron la intervención de EE.UU. como otra ocupación de territorio islámico por parte de los infieles. Sus asesores del ISI [servicios de inteligencia pakistaníes], quienes habían abandonado a su suerte a la milicia durante el aluvión de bombas estadounidenses, se sintieron complacidos de reanudar su apoyo. Muchos de los grupos más pequeños de combatientes afganos que habían luchado a sueldo de la CIA contra los talibanes entre 2001 y 2002 estaban ahora felices de cambiar de bando. Algunos seguidores de los talibanes recibieron dinero de EE.UU. para proteger durante el día las rutas de suministro que luego atacaban durante la noche. Lo peor de todo, tanto en términos morales como estratégicos, es que la guerra al estilo clásico ha provocado miles de víctimas civiles en Afganistán. Según las cifras ofrecidas por la ONU y Human Rights Watch, solo entre 2007 y 2010, el número de civiles asesinados asciende a 9.759, con 2.723 de estas muertes provocadas por las acción de las “fuerzas pro-gubernamentales”, es decir, EE.UU., sus aliados de la OTAN y el recién creado ejército del presidente Hamid Karzai. 

Con los talibanes afganos desplazándose a ambos lados de la frontera pakistaní y las milicias islamistas creciendo con rapidez entre los pashtunes de aquel país, Pakistán se vio cada vez más inmerso en el conflicto. Su poderoso ejército y sus servicios secretos se implicaron aún más en el doble juego que habían estado practicando desde poco después de los atentados del 11-S: deseosos a un tiempo de recibir dinero del Pentágono y de conservar su influencia en Afganistán, perseguían a los talibanes y al-Qaeda con una mano, mientras supervisaban la reconstrucción de los talibanes con la otra. Odiados por muchos pakistaníes por participar en la “guerra contra el terror”, y por otros por impulsar la “islamización” de la sociedad pakistaní, denunciaban por un lado los ataques de aviones no tripulados, mientras por el otro ordenaban incursiones en las regiones tribales pashtunes. Los generales se sentían cómodos con esta estrategia aparentemente arriesgada. A pesar de todas las críticas que provocaba esta actitud en Washington, EE.UU. no tenía ningún aliado alternativo, y cuando la Casa Blanca terminó por cansarse de la guerra, el ISI todavía disponía de “profundidad estratégica”, en previsión de su conflicto con la India, que ya dura 65 años. [6]  

Así como la presencia de EE.UU. encolerizaba a los afganos, quienes de otra manera no habrían mostrado demasiado entusiasmo hacia los talibanes, las constantes reprimendas de Washington a Pakistán permitieron mejorar la imagen de los generales ante la opinión pública. Según un reportero del New York Times, asiduo televidente del canal pakistaní Geo TV , el conocido comentarista Ansar Abbasi aseguró tras el asesinato de bin Laden que “a puerta cerrada” el ISI y el ejército “admiten que EE.UU. es enemigo de Pakistán y los musulmanes, pero cara a cara no podemos transmitir esto a los americanos”.

 En este contexto, pocos se sorprendieron realmente cuando Osama bin Laden fue localizado en Abbottabad, la hermosa localidad al pie de las montañas donde el ejército pakistaní mantiene su academia militar. Resulta grotescamente cómico oír al ISI aducir “defectos” en la recopilación de información que le impidieron ver al hombre más buscado del mundo justo delante de sus narices. Solo una semana antes de la incursión del 1 de mayo, el general Ashfaq Kayani, jefe del Estado Mayor, había visitado la escuela de Abbottabad. John Brennan, asesor de la Casa Blanca en la lucha contra el terrorismo, y el jefe de la CIA, Leon Panetta, confirmaron que Pakistán no fue informado de la incursión hasta que los helicópteros de la Marina se llevaron el cadáver de bin Laden y abandonaron el espacio aéreo pakistaní. La alianza militar que Washington e Islamabad se esforzaron tanto en consumar y que costó tantos esfuerzos políticos y materiales no ha servido de nada a la hora de la verdad. Sin embargo, los generales han ganado su apuesta por el momento: a pesar del clamor en el Congreso, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, anunció el 5 de mayo que las relaciones entre EE.UU. y Pakistán seguirían adelante. “Ustedes saben que no siempre ha sido una relación fácil”, dijo a los periodistas. “Pero, por otro lado, es productiva para ambos países”.

¿Por qué EE.UU. tardó tanto tiempo en localizar a bin Laden, quien al parecer llevaba encerrado en su fortaleza de Abbottabad desde 2006? No cabe duda de que las artimañas de los militares de Pakistán han tenido su importancia, así como el hecho de que un gran número de afganos y pakistaníes de a píe no se haya identificado con los intereses de EE.UU., debido a la escalada de víctimas civiles. Sin embargo, hay una tercera razón: la tortura sistemática practicada por la CIA y los contratistas privados, como parte de la “intensificación de las técnicas de interrogatorio” autorizada por la administración Bush.

La tortura en época de guerra no es nada nuevo, incluso cuando es practicada por democracias. Lo que sí es nuevo (al menos en la edad moderna) es el descaro con que los defensores de la tortura han justificado la compatibilidad de ésta con la democracia y el imperio de la ley. Ha sido repugnante oír cómo los antiguos funcionarios de Bush han sugerido que gracias a la tortura ha sido posible encontrar a bin Laden. Por ejemplo, el antiguo secretario de Defensa Donald Rumsfeld dijo a Fox News lo siguiente: “Cualquiera que sugiera que técnicas como la del ‘submarino’ [7] no han facilitado una gran cantidad de información valiosa, simplemente no está afrontando la verdad”. Peter King, congresista republicano por Nueva York, fue aún más lejos al afirmar que “Osama bin Laden no habría sido capturado y asesinado si no fuera por la información inicial que obtuvimos de Jalid Sheij Mohammed tras aplicarle la ‘técnica del submarino’”.

Sin embargo, un militar de alto rango, antiguo interrogador en Iraq y conocido por su seudónimo de Matthew Alexander, ha desmentido estas afirmaciones al insistir en que la tortura a los detenidos ofrece “una información escasa, falsa o nula”. Tal y como señalan Alexander y otros, Jalid Sheij Mohammed, cerebro de la operación del 11-S (quien, dicho sea de paso, fue capturado durante la incursión de un comando, y no en el campo de batalla), no ofreció ninguna información valiosa a pesar de ser sometido al “submarino” en 183 ocasiones, limitándose a asegurar que se había “retirado” de al-Qaeda. Todas las pistas que finalmente condujeron hasta bin Laden se obtuvieron a partir de otras fuentes, empleando métodos de investigación tradicionales. Todo esto ha llevado al senador republicano por Arizona John McCain a contradecir a Rumsfeld y King, diciendo: “Que yo sepa, los ‘interrogatorios intensivos’ no han servido para obtener ninguna información de utilidad”. [8] Por otro lado, cuando la CIA torturó a Abu Faray al-Libbi, un importante miembro de al-Qaeda, éste prefirió dar una pista falsa que condujo la investigación a un callejón sin salida. Por lo tanto, es probable que la tortura haya retrasado la captura del líder terrorista de al-Qaeda.

En cualquier caso, la utilidad de la tortura ni se plantea, pues ésta es repulsiva y degradante para quien la practica y para quien la sufre. Además, tanto la legislación estadounidense como el derecho internacional la consideran una práctica claramente ilegal. Como sabe cualquiera que esté mínimamente informado, la confesiones obtenidas a través de torturas en Abu Ghraib y otros lugares acabaron a los ojos del mundo con la poca credibilidad moral que pudiera quedarle a las guerras desencadenadas tras el 11-S. Junto a los engaños de la administración Bush, las arrogantes doctrinas de dominación estadounidense y las desdeñosas declaraciones al estilo de “nosotros no hacemos recuento de cuerpos” [9] , la tortura ha envenenado los frutos de la guerra, provocando que algunas personas lleguen incluso a considerar héroes a bin Laden o Saddam Hussein, las más grotescas caricaturas del antiimperialismo árabe.

Con Osama bin Laden eliminado, la administración Obama tiene una oportunidad de oro para acabar con las guerras de la administración Bush. Es hora de que EE.UU. salga de Afganistán e Iraq –dos países a los que no pertenecían ninguno de los secuestradores del 11-S–, para que estas dos naciones pueden resolver sus desórdenes internos sin ser molestadas. Sin embargo, el presidente Obama dejó claro en el mismo discurso donde anunció la muerte de bin Laden que estas guerras no van a terminar.

Cuando prescindimos de la retórica volvemos a darnos de bruces con la decisión fatídica de tratar los atentados del 11-S como si fueran un acto de guerra, en lugar de un monstruoso atentado terrorista. Aunque es probable que dicha decisión siempre sea presentada como el resultado inevitable de la ira justificada de los ciudadanos estadounidenses, también es producto en igual medida de la razón de Estado. No solo se trata de 19 hombres con navajas que destruyeron edificios simbólicos y sembraron el pánico en las dos ciudades estadounidenses más estratégicas, cuestionando la seguridad de la potencia militar más poderosa que el mundo haya conocido y cogiendo desprevenidos a los custodios de ésta. Los secuestradores provienen además de una región del globo donde EE.UU. necesita proyectar su imagen de país invencible. Para asegurar su control sobre las reservas petrolíferas del Golfo Pérsico, EE.UU. se sintió obligado a escenificar una demostración de fuerza lo más espectacular posible, como un componente crucial de su condición de superpotencia. Se da la circunstancia de que la administración Bush contaba con hombres y mujeres que habían estado esperando la ocasión para dejar claro al mundo quién era el jefe. La administración Obama, habiendo heredado este agresivo y presuntuoso despliegue, se resiste a dar marcha atrás sin antes demostrar el dominio estadounidense de un modo concluyente. Osama bin Laden seguramente sabía bien lo que estaba haciendo cuando seleccionó sus objetivos, pero quienes adoptan las políticas de seguridad en EE.UU. han decidido hacer realidad su terrible profecía.


NOTAS.-


[1] Traducción, extracto y adaptación del artículo aparecido en Middle East Report , el 6 de mayo de 2011. Fuente: http://www.merip.org/mero/mero050611 . Versión en castellano elaborada por el equipo de traductores de Alif Nûn . Todas las notas que aparecen a lo largo de este artículo son del equipo de Redacción de Alif Nûn .

[2] Otros artículos de los autores traducidos al castellano: “ Piratas del Mediterráneo ”, revista Alif Nûn nº 83, junio de 2010.

[3] Para más información entre los talibanes y los servicios de inteligencia pakistaníes, véase Olivier Roy , “ Pakistán y los talibanes ”, revista Alif Nûn nº 71, mayo de 2009.

[4] Para más información sobre el enfoque erróneo de la administración estadounidense en lo que respecta a su “guerra contra el terror” en Iraq, véase Michael Hirsh, “Malinterpretar el Islam”, revista Alif Nûn nos 60 (mayo de 2008) y 61 (junio de 2008) .

[5] Las “daisy cutters ” (literalmente, “podadoras de margaritas”) son un tipo de munición pesada que comenzó a ser empleada por el ejército de EE.UU. durante la guerra de Vietnam. Reciben su nombre de la amplia onda expansiva que producen, la cual apenas deja cráteres en el suelo al impactar sobre su objetivo.

[6] El término “profundidad estratégica” (“strategic depth ”, en inglés) es un tecnicismo militar que en este caso se refiere a la posibilidad de disponer de un territorio (Afganistán) donde el ejército pakistaní pudiera retirarse en caso de un enfrentamiento militar con la India.

[7] La “técnica del submarino” es una forma de tortura que consiste en maniatar al reo y, o bien introducir su cabeza en un tanque con agua o cualquier otro líquido (orina o incluso excrementos), hasta que empieza a ahogarse, o tumbar al reo boca arriba atado de pies y manos, con los píes más elevados que la cabeza, y tras cubrir su boca y nariz con una prenda (la CIA emplea celofán), verter agua u otro líquido sobre sus vías respiratorias hasta que experimente los primeros síntomas de asfixia.

[8] Debemos recordar que el senador McCain se muestra muy crítico con la tortura porque él mismo la sufrió de manera sistemática durante su cautiverio en Vietnam entre 1967 y 1973, a consecuencia de lo cual todavía tiene dificultades para mover uno de sus brazos.

[9] Esta fue la frase pronunciada por el general del ejército de EE.UU. Tommy Franks en marzo de 2002, en la base aérea de Bagram (Afganistán), para referirse a la falta de datos sobre las muertes de civiles afganos provocadas por la invasión estadounidense. Citado en Edward Epstein, “Success in Afghan war hard to gauge”, The San Francisco Chronicle , 23 de marzo de 2002.


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