CONTRACORRIENTE:
MEMORIAS DE ESCRITORAS DE LOS AÑOS VEINTE

 

Marcia Castillo-Martín
Universitat de València


Para mi amiga Elisa Gómez Calvo,
alumna de la Institución Libre y testigo de muchas vidas.

 

   

Tanto Carmen Baroja, Concha Méndez, o María Teresa León refieren la misma anécdota en aquellas páginas de sus memorias que dedican a la fundación y desarrollo del Lyceum Club de Madrid. Jacinto Benavente, que había sido invitado por el centro a dar una conferencia, replicó que no pensaba ir a dar una conferencia "a tontas y a locas". Más allá de la anécdota jocosa el comentario ilustra muchos de los prejuicios a los que se enfrentaron aquellas mujeres que descontentas con su vida, asfixiadas a veces por el lugar que les correspondía en la sociedad de la época, "quisieron adelantar el reloj de España" con su participación social:

Por aquellos años comenzaba el eclipse de la dictadura de Primo de Rivera. En los salones de la calle de las Infantas se conspiraba entre conferencias y tazas de té. Aquella insólita independencia mujeril fue atacada rabiosamente. El caso se llevó a los púlpitos, se agitaron las campanillas políticas para destruir la sublevación de las faldas. Cuando fueron a pedir a Jacinto Benavente una conferencia para el Club, contestó con su arbitrario talante: No tengo tiempo. Yo no puedo dar una conferencia a tontas y a locas. Pero otros apoyaron la experiencia, y el Lyceum Club, se fue convirtiendo en el hueso difícil de roer de la independencia femenina. Se dieron conferencias famosas. No la de menos bulla, aquella dada por Rafael Alberti: "Palomita y Galápago". Eran los tiempos en que por las calles madrileñas corría la subversión y la burla. […] El Lyceum Club no era una reunión de mujeres de abanico y baile. Se había propuesto adelantar el reloj de España. (León, 1982: 360) 1

El Lyceum Club fue en buena medida el punto culminante de los nuevos aires femeninos de la época, y todas las autoras que vamos a considerar a continuación coinciden en señalarlo así.

Las memorias o testimonios de aquellas mujeres que vivieron los años veinte y que participaron en el renacer cultural y artístico del momento constituyen un documento de primera mano que matiza la a veces pretendida novedad de la vida femenina de esa década. Si a menudo se afirma que durante esa época se inicia la verdadera emancipación social de las mujeres, y se interpretan las renovadas figuras literarias vanguardistas como indicios del 'feminismo' de sus autores2, el desconcierto, la inseguridad, la incertidumbre ante las propias capacidades, ante el papel que como mujer le toca desempeñar, ante la conveniencia de tales o cuales actitudes, queda espectacularmente de manifiesto en los testimonios autobiográficos de las escritoras de los veinte.

Estas autobiografías tardías -escritas a partir de los años sesenta y publicadas desde los setenta o incluso rescatadas a finales de los noventa3-, a veces tan sólo notas recopiladas por un editor actual o grabaciones recogidas por un familiar dedicado, resultan esclarecedoras sobre la situación vital de aquellas mujeres inquietas que quisieron escapar al lugar que se les asignaba por decreto. Testimonios que, a pesar de su divergencia por ideología, fecha o lugar de nacimiento, trayectoria, o grado de implicación en una tarea intelectual posterior, comparten numerosos puntos de contacto, similitudes en sus vivencias y experiencias, que iluminan mucho de lo que fue la vida de la mayoría de las mujeres intelectualmente inquietas alrededor de los años veinte de este siglo. Los registros en que eligieron dar testimonio de su vida varían desde el coloquial de Concha Méndez -no en vano tienen su origen en las conversaciones grabadas por su nieta-, hasta el poético e introspectivo de María Zambrano, o el literario y a menudo exaltado de María Teresa León. Pero todos estos testimonios coinciden una vez más en ser memorias tardías, exiladas, solapadas a veces por pudor en una tercera persona -María Zambrano se expresa tras un "ella"; María Teresa León con "la niña"- o en la confesión familiar otras; fragmentarias, evocativas, libres en su ordenación temporal, antes rememoración a vuelapluma que proyecto articulado como memorias estructuradas.

Nos centraremos principalmente en el hermoso texto de María Zambrano Delirio y destino; en las Memorias habladas, memorias armadas de Concha Méndez recogidas por su nieta Paloma Ulacia; en La ardilla y la rosa de Ernestina de Champourcín y en las Memorias de la melancolía de María Teresa León. Igualmente haremos referencia a las interesantes y recientemente rescatadas Memorias de una mujer del 98 de Carmen Baroja, así como a algunos testimonios de María de la O Lejárraga, pues aunque estas dos autoras pertenecen a una generación anterior, comparten muchas de las experiencias y escenarios de sus colegas más jóvenes. En todos sus textos se dibuja el tardío testimonio de unas mujeres que quisieron asumir la propuesta de una "nueva mujer", y si como hemos dicho, difieren en edad, en condición, en formación, en trayectoria, parece sin embargo más significativo aquello que comparten, aquello que anhelan, aquello que su memoria nos ha legado.

Esencialmente todas coinciden en una temprana toma de conciencia de su marginación, azuzada por el malestar, a veces inconsciente, que les produce la vida limitadísima de una señorita de principios de siglo, en algunas de ellas un insoportable tedio ante las restrictivas actividades apropiadas a su condición de 'hijas de familia'. Todas ellas hacen igualmente una significativa mención del momento en que les acometió el interés por la lectura, el amor por los libros, y de cuál fue la actitud de su familia ante el 'nefasto vicio de la lectura'. El enfrentamiento al medio en que viven, los roces familiares o sociales que ello provoca también son una constante, con datos tan particulares como hasta qué punto se les permitía jugar libremente o más tarde salir solas.

Por otro lado, y especialmente para aquellas mujeres que desarrollaron una actividad artística, es común cuestionarse su papel como artistas, algunas permanentemente solapadas bajo la obra del compañero, siempre en segundo plano, recluidas en la humildad del inseguro. Esa inseguridad produce a veces el pudor ante la confesión, sesgada, en tercera persona, impersonal, que solicita continuamente benevolencia del lector con la disculpa, con la duda4.

Llama la atención que todas ellas pertenecieron a un círculo más o menos amplio de la vida cultural madrileña, emparentadas con familias ilustradas (León, Baroja), participantes de las aventuras culturales del momento, editoriales, teatrales, educativas (Zambrano, Méndez); que se conocieron y que hacen referencia a amistades comunes (Chacel, León, Zambrano, Méndez), y que comparten en buena medida cierta lucidez a la hora de considerar que están viviendo un momento de esplendor en la vida española que malbaratará la Guerra Civil (Zambrano, León).

Para todas ellas la Guerra Civil fue el final lacerante de una etapa de entusiasmo, una herida no cerrada que arrastrarán a su vida posterior de exiladas unas, de silenciadas otras, y que en buena medida alentará la confesión, tardía, pudorosa, pero no por ello menos contundente y testimonial.

Desde el vergonzoso silencio de la escritora María de la O Lejárraga a la actividad política y literaria de María Teresa León, pasando por la actividad creativa de las poetas Concha Méndez, Ernestina de Champourcín o la también novelista Rosa Chacel, o la labor filosófica y docente de María Zambrano, o la abortada carrera artística de una incomprendida Carmen Baroja, todas se enfrentan de modo problemático con la posibilidad misma de la creación artística o intelectual y más aún con lo que la sociedad espera de ellas como mujeres5.

Comparten además un mismo origen social elevado que les facilita contar con relaciones que serán capitales a la hora de escapar a ese mundo opresivo: relaciones tanto con la aristocracia -León, Méndez-, como con los círculos diplomáticos o con el medio intelectual -Menéndez Pidal y María Goyri eran tíos de María Teresa León; María Zambrano provenía de familia intelectual ligada a la Institución Libre de Enseñanza; Carmen Baroja mantenía relaciones con los compañeros de generación de su hermano Pío, etc.-. Igualmente, comparten en buena medida una educación adecuada a su clase, la educación de la señorita de principio de siglo, colegio francés o institutriz francesa, pátina cultural en las monjas que recriminan a León que quiera hacer el bachillerato, o que dan por concluida la educación de Méndez a los catorce años, sintiendo ella que la han jubilado. Si unas tienen a su alcance ambiente intelectual y nutridas bibliotecas, Méndez en cambio ha nacido en un páramo cultural y sólo a fuerza de rebeldía podrá sobreponerse a su circunstancia. En cualquier caso, todas ellas sufren la tensión de enfrentarse a una sociedad que las reservaba para esposas y madres.

 

1. "Las niñas no son nada"

La primera constatación interesante que hacemos al acercarnos a las memorias es la significativa toma de conciencia de todas ellas, a una edad bien temprana, por una parte de la desigualdad social, de la injusticia del mundo en que viven, por otra de su marginación social por el hecho de haber nacido mujeres . Así, Concha Méndez, tal vez la que más difícil tuvo escapar a su destino de señorita por la presión de una familia en absoluto comprensiva o ilustrada, recuerda la visita de un amigo de sus padres siendo ella niña:

Al presentarnos al señor, éste preguntó a mis hermanos: "Pequeños, ¿qué queréis ser de mayores?" No recuerdo lo que contestarían, pero viendo que a mí no me preguntaba nada, teniendo toda la cabeza llena de sueños, me le acerqué y le dije: "Yo voy a ser capitán de barco". "Las niñas no son nada", me contestó mirándome. Por estas palabras le tomé un odio terrible a este señor. ¿Qué es eso de que las niñas no son nada? (Ulacia Altolaguirre, 1990: 26)

Para la pequeña Concha, con la "cabeza llena de sueños" por los barcos que veía entrar y salir en playa del Sardinero desde que tenía cinco o seis años, esta respuesta será una de las primeras desilusiones que habrá de llevarse en su vida y una de sus primeras tomas de conciencia de su situación como mujer: "Empecé a pensar. Yo era una niña que estaba inconforme con mi medio ambiente." (Ulacia Altolaguirre, 1990: 26).

Las actitudes inconformistas de Concha dan lugar a que, ya en su juventud, la llamen surrealista -muy en consonancia con su época7- y a lo largo de sus memorias el calificativo aparece una y otra vez como testimonio de su rebeldía contra las conductas propias de una jovencita:

La gente dice que soy surrealista. Lo que me pasa es que nací en un mundo que me obligó a la evasión; y de repente, como si fuera una protesta ante lo que estoy viviendo, como si me doliera algo, me pongo a hablar de cosas extravagantes. (Ulacia Altolaguirre, 1990: 33)

Para María Zambrano, tal vez porque su familia no era ni mucho menos tan represiva como la de Concha Méndez, esta conciencia de la desigualdad tiene un cariz más social que de género. La niña Zambrano se ofende cuando toma conciencia de sus privilegios de clase:

Tendría que comer a mediodía un plato de sopa y lo más peor un trozo de carne, tendría que hacerse mil veces la lazada de las cintas de los zapatos y pasar delante de aquella niña hambrienta a la que no podía traer a su casa. (Zambrano, 1989: 19)

Desde niña siente la desazón de la duda sobre la realidad en la que ha nacido, el disgusto que le incita a la búsqueda de algo más:

Había llorado tanto por querer lo que no querían darle, por querer a quien no la quería, y porque sí, había llorado desde niña reprochándole a la vida, envolviéndolo todo en su reproche, y todo había nacido de sí misma, por haber sido demasiado rica y colmada de ternura y amor. (23)

La certeza de que en España se pasa hambre es otro de los descubrimientos que marcan la conciencia de algunas mujeres. Hasta tal punto les resulta significativo en su formación que lo refieren como algo clave para su infancia. Zambrano lo relata con el ejemplo de una joven sirvienta a la que encuentran en su casa llorando porque no puede comer la carne que le han servido:

Confesó que se había "alimentado" de niña de cebollas; su madre salía al campo y les dejaba un cuarto de arroba para todo el día, de donde iban comiendo según tenían hambre, acompañándola con algo de pan, ella y sus hermanitos; algunas patatas guisadas, no todas las noches, los tomates en verano y las sandías, pero la carne...ella sabía que se comía, pero nunca la había comido y su rojez le repugnaba. (69)

El descubrimiento del hambre social es también decisivo para otra autora, bastante mayor pero quién comparte experiencias e intereses con las escritoras del 27. María de la O Lejárraga hace recuento del nacimiento de su conciencia social a partir de las carencias en la alimentación de los pobres:

Mis primeros atisbos de que la organización social no era lo que debiera ser, me los dio por lo tanto a partes iguales el cocido con azafrán pero sin carne que veía comer a los albañiles sentados en el suelo al pie de la obra, y la observación reiterada, medio humorística, medio suspirante, de mi madre: "a todo mes le sobra una semana" (Martínez Sierra, 1989: 79)

Pero no sólo eso sino que ya maestra, la joven señorita propone como tema para una redacción a sus alumnas de siete a catorce años la descripción de un día feliz. La contundencia de las respuestas es una sorpresa para María de la O que aviva su sentido de la realidad social en la que se había formado:

Y recuerdo también -y el corazón se me desgarra al recordarlo- que el setenta por ciento de las concursantes respondieron: "Yo iría al café y comería 'bisté' con patatas". "Yo iría de merienda y comería filetes empanados, y merluza frita, y flan de postre". "Yo comería jamón y tortilla y chuletas y muchos pasteles". (81)

Si para unas es el hambre y la desigualdad social, o la marginación de la mujer desde la infancia lo que desata su conciencia de la injusticia y su espíritu crítico, para otras es la constatación de la hipocresía religiosa una de las primeras manifestaciones de su inconformismo. Así, María Teresa León, tan poco religiosa durante su madurez, interrumpe una historia jocosa de su padre con una moralista consideración:

Su padre se acercó a charlar con el duque. Se tuteaban. ¡Ah, las comidas de cuaresma en casa del buen señor! ¡Qué delicia! Los pescados sabían a pavo, a cerdo, a lo que ustedes quisieran. Sí, todo aderezado con grasa, con pizquitas de jamón, de chorizo. Todos, todos, en pecado mortal. ¡Cuánto se rieron aquel Viernes Santo! La niña se quedó muy seria. Y mientras, Jesucristo en la Cruz…muriéndose. ¿Por qué había dicho eso, estropeando el cuento de su padre? Empezaba pronto su rebelión. A la niña se le iba a desarrollar junto con las trenzas un principio de crítica. Esta niña terminará mal. (León, 1982: 27)

También Carmen Baroja hace referencia en las pocas cuartillas que constituyen su proyecto de memorias a su temprano malestar con el mundo asignado a las mujeres. Sus padres, nos dice, pensaban que sus hermanos, por el simple hecho de ser hombres, tenían derecho a vivir como les pareciera; su madre tenía una excelente opinión de los hombres sólo por que lo eran (Baroja, 1998: 67). Para la joven Carmen eso resultaba cuando menos dudoso:

Era la época del feminismo. Yo era francamente feminista, veía la poca diferencia que había entre los dos sexos. Encontraba [a] muchos hombres estúpidos, tan estúpidos o más que las mujeres, y que, sin embargo, gozaban de un sinfín de prerrogativas en todas partes, desde las mismas ideas ancestrales, pasando por la literatura, hasta la Iglesia, etcétera. Esto me sublevaba. (68)

Sin embargo, no tiene la capacidad de asumir su sublevación sino que ésta le crea conflictos y duda de su propia motivación pues, como su familia la acusa de quejica e insatisfecha, "Ante esta cariñosísima incomprensión, yo no sabía que actitud tomar y me achacaba toda la culpa" (55). Escapar al menosprecio y a la marginación interiorizadas es bien difícil, y es notable que resulte más fácil para autoras más jóvenes como Méndez o León, que supieron sobreponerse a la marginación, que para las mujeres que como Baroja o Lejárraga pertenecían a una generación anterior. Algo, por muy imperceptible que fuera, estaba cambiando.

También coincide Carmen Baroja con Concha Méndez al señalar que para una joven -a principios de siglo tanto como ya entrados los años veinte, años que separan las experiencias de ambas- el poder vestir bien se consideraba garantía segura de su felicidad. La madre de Baroja cosía para su hija bonitos vestidos según los patrones de la Mode Pratique a la que estaban abonadas, pues "Suponía que una chica joven con todo esto debía vivir en una completa felicidad". Concha Méndez, de familia más que acomodada, vestía elegantemente de Chanel o de modistos de la misma altura (Ulacia Altolaguirre, 1990: 31), y poco a poco se da cuenta de que ese es el entretenimiento principal y casi único permitido a las mujeres: A los dieciocho años comprendí que a las mujeres les preocupaba ir de compras, hacer un guardarropa para los meses de verano. (…) En mi casa, como todo el mundo bien, hacíamos lo mismo: estábamos sujetos a la tiranía de los modistos.(34)

En este ambiente mujeres inquietas como éstas tenían pocas posibilidades de adaptación. Desde muy temprano van enfrentándose a su medio desde distintas posturas, y así nos lo refieren en sus memorias. Por otra parte la incomprensión social y familiar se agudiza ante los conatos de rebeldía. La censura es constante y tiende a vaticinar la "catástrofe" para sus destinos de señorita bien, esto es el matrimonio y la vida familiar y social ordenada. Incluso para la familia ilustrada de María Zambrano -quien pudo seguir sus estudios de filosofía y comenzar a trabajar desde muy joven en el Instituto Escuela sin que le fuera económicamente necesario- su interés por la filosofía se entiendo como una "tonta ambición" que le ha impedido casarse:

Si no fuera por la Filosofía, por aquella tonta ambición, ella -pensaban algunos que la querían- hubiera sido o hecho esto, aquello, lo otro, estaría casada por lo menos y en eso, podía ser verdad… (1989: 23)

Para las mujeres, cuando no tienen como objeto la moda y el matrimonio, los intereses, las aficiones, las vocaciones, son indefectiblemente consideradas como "tontas ambiciones". Sin embargo, como comentábamos, para María Zambrano fue mucho más fácil que para Carmen Baroja o Concha Méndez. El grado de incomprensión familiar a que se enfrentaron ambas fue enorme, hasta el punto de amargar prácticamente la vida de Carmen Baroja, que mucho mayor que Concha Méndez, no llegó a tiempo de aprovechar la relativa apertura de las costumbres que ésta vivió en su juventud, cuando Carmen era ya una mujer madura casada y con hijos. Las afinidades artísticas de Carmen Baroja se redujeron a algunos intentos con el repujado de metales y la copia de arquetas y otros objetos medievales, uno de los cuales llegó a ganar una tercera medalla en la Exposición de Bellas Artes, sin que en ningún momento se planteara la posibilidad de que su buena disposición mereciera una formación especializada. Esta falta de formación la arrastró toda su vida como una carga a la que achacaba su imposibilidad de escapar al medio en que le tocó vivir:

Si hubiera tenido medios propios, en alguna ocasión hubiera agarrado a mis hijos y me hubiera marchado, pero no tuve nunca medios, ni serví para ganar nada por falta de preparación, ni tuve coraje para intentarlo, ni de soltera, ni de casada. Probablemente ha sido mejor. (Baroja, 1998: 45)

Carmen trata de copiar, de inspirarse de modo autodidacta en el Museo de Cluny durante una estancia en París con su hermano Pío. Adquiere herramientas, copia modelos bizantinos o románicos en sus trabajos de repujado en metal, pero "como no sabía dibujo andaba mal" (75). Aún así gana otra segunda medalla en arte decorativo en 1910. A pesar de su interés "Mi familia no se ocupaba de mis aficiones, únicamente Ricardo alguna vez me daba unos consejos"(76)9. Carmen, desorientada, abandona pronto sus veleidades artísticas, y recuerda años después su soledad, lamentándose de la falta de apoyo y de orientación, único modo en que una señorita hija de familia carente de formación hubiera podido emprender una carrera artística:

Entonces, en esa época, yo debí haber seguido estudiando y trabajando en esto, haber ido a un taller o por lo menos a una escuela de Artes y Oficios, pero no tenía quien me guiara de manera eficaz (…) Yo tenía una cultura artística deficientísima; no sabía dibujo, no sabía el oficio, no sabía nada, pero lo peor era que no sabía a quién dirigirme. Por otro lado, mi vida de señorita burguesa, o acaso mi timidez y falta de arrestos, me impedía desenvolverme, haber ido a una escuela de Bellas Artes, a una academia, al Museo a copiar yeso, a un taller de platero…, ¡qué sé yo! (…) en estas malas condiciones me aburrí y lo abandoné. Nadie me dijo nada. (78-79)

Hay que señalar que la falta de respuesta familiar, de aprecio, de reconocimiento por la obra o las inquietudes y logros es una constante en ellas. Esta falta de respuesta familiar parece ser la justificación de que una escritora tan prolífica como María de la O Lejárraga se precipitara en el anonimato dejando que su marido Gregorio firmara sus obras. María Lejárraga relata la indiferencia con que su familia recibió la publicación de su primera obra y el contraste con la familia de Gregorio que brindó con champán. Esto le produjo "formidable rabieta" y tomó la decisión de no firmar nunca otra obra (Alda Blanco, 1989: 15-16). De modo parecido relata muchos años después Concha Méndez la poca repercusión que tuvo en su familia su primera actividad artística, la pintura:

Copiaba reproducciones de cuadros, que transformaba cambiando la posición de las cosas, la dimensión, los colores; mientras pintaba, cantaba. De todos los cuadros que hice, mi familia no guardó ninguno; creían que por haber sido pintados por una mujer, no tenían valor; en realidad, no lo tenían, pero era doloroso el desaliento de mi medio ambiente. (Ulacia Altolaguirre, 1990: 41)

Más significativa y dolorosa aún es la reacción de su padre ante una de las primeras noticias periodísticas de la incipiente escritora, además de campeona de natación y guionista de cine:

Uno de los último veranos que pasé en San Sebastián gané el concurso de natación de las Vascongadas. Tenía ya publicados mis primeros libros: Inquietudes, Surtidor y El ángel cartero; y acababa de vender un guión de cine. Las crónicas señalaron que la campeona de natación era poeta y cineasta y publicaron mi fotografía; mi padre al verme en los periódicos, me comentó: "Apareces retratada como cualquier criminal". Éste era mi ambiente familiar; pero imagino que en el fondo, mi padre estaría orgulloso de que fuera escritora. (55)

Resulta conmovedora la estrategia compensadora de una Concha Méndez ya anciana que quiere confiar en que, en el fondo, su padre estaría orgulloso de ella; sin embargo no parece que llegara a demostrárselo nunca pues, ya emancipada e independiente después de haber huido de casa a Inglaterra y Argentina, se reencontró con él en la boda de una de sus hermanas menores sin que le dirigiera la palabra:

Aquella tarde mi padre y yo no nos saludamos; él se quedó mirándome desde lejos, con su traje de etiqueta; estaba como el típico padre español que con una mano se retuerce el bigote y a la vez está "mirándote feo" -como dicen en México-. (87)

Tras esa fuga de Concha, este padre "típicamente español" defendió su honor calderoniano acuchillando un retrato que Maruja Mallo había pintado de su hija huida: "lo que no pudieron hacerme a mí, se lo hicieron al cuadro" (61), lamenta ella después.

También María Teresa León hace referencia a la inadaptación que siente desde muy joven con su medio ambiente. Desde la imposición de una silla de montar femenina a partir de cierta edad hasta su expulsión del colegio: "Le dieron a la niña el caballo y una montura especial para que no siguiera montando como un chico a horcajadas. Una muchacha como tú no puede montar así" (León, 29). Esa imposición de lo apropiado a una señorita, con la consecuente limitación de las actividades de ocio de las niñas a partir de una edad temprana, es común a muchas de ellas. Si a María Teresa León adolescente le prohiben montar a horcajadas, a Concha Méndez le impiden montar en bicicleta en El Retiro como a sus hermanos, provocando en ella un sentimiento de injusticia del que se toma, acorde con su carácter rebelde, cumplida venganza al volver a casa:

Yo tenía que pasar el resto de la tarde en la Casa de Vacas mientras mis hermanos varones se entretenían andando en bicicleta por el parque; a mi no me dejaban y tenía que aguantarme. Pero al volver a casa, cogía la bicicleta y la corría por los pasillos, azotando muebles y rompiendo cristales, hasta que llegaban mis padres a detenerme. Lo hacía para vengarme, ya que nunca me gustaron los juegos de niñas y mucho menos las muñecas. (Ulacia Altolaguirre, 1990: 32)

Por su parte, María Teresa León choca con sus compañeras de colegio, por sus intereses, por sus lecturas, por el orgullo que a ella le produce ser sobrina de María Goyri y la censura que resiente en sus compañeras:

la chica contó que María Teresa leía libros prohibidos. ¡Pero no! ¡Pero sí! ¿Y Víctor Hugo? También lo he leído. Claro, como tu madre te vigila tan poco… Y ese tío tuyo. Yo les grité: ¡Y tía! Mi tía fue la primera mujer de España que estudió en una universidad. Peor para ti. Por ahí entra el diablo. No digas estupideces, monja. Aún no lo soy, pero lo seré. Bonito porvenir. Y tú serás…¡Madre, madre, venga! Esta chica… Impusieron silencio. Se acercó la maestra. "¿Por qué llora usted, María Teresa?" Yo me levanté como una Dolorosa: "Porque leo a Alejandro Dumas." "Bueno, siéntese." Le preguntaron al confesor si era pecado. (León, 66)

Así inicia María Teresa León un fragmento de sus memorias que es común a los testimonios de sus compañeras de generación: su relación con la lectura y con los libros. Cuáles fueron sus primeras lecturas, dónde las hicieron y siquiera si las hicieron y si les estaba permitido o no leer en sus familias, resultan ser puntos clave de la experiencia de las mujeres escritoras. La lectura y la posibilidad de estudiar más allá de las conocidas "nociones de adorno", fue uno de sus principales motivos de insatisfacción o de enfrentamiento con su medio, enfrentarse a ello fue de suma importancia además para que las escritoras se constituyeran como mujeres independientes.

 

2. Lectoras y lecturas. Estudios y estudiantes

Para María Teresa León fue decisiva la influencia de su prima Jimena y de sus tíos Ramón Menéndez Pidal y María Goyri, a los que hacía referencia en el fragmento anterior. Pero su primer contacto con los libros tuvo lugar en Barbastro, en casa de un tío, viejo y "desilusionado de todo menos de la lectura" (León, 1982: 67). Así comienza su afición a la lectura, en español y en francés -otro dato que comparten muchas de ellas es el conocimiento del francés, como corresponde a una señorita bien educada, lo que curiosamente va a ayudar a muchas rebeldías-. Allí, "Todos los libros fueron para ella. No hubo selección para proteger sus ojos virginales" (68): y de este modo empieza una selección arbitraria de obras que a veces no entiende o que no está preparada para entender, desde Les liaisons dangereuses de Laclos, hasta La religieuse de Diderot, Los miserables de Hugo, o Trafalgar de Galdós (68). Carmen Baroja comparte con ella esa arbitrariedad de sus primeras lecturas, y sin embargo tan importantes como para hacer mención explícita de ellas, aunque se produjeran "sin orden ni concierto, saltando o repitiendo, con una prisa enorme, sin casi darme cuenta ni saborearlo" (Baroja, 1998: 56-57). María Zambrano en cambio, tuvo contacto con los libros y con el gusto por la lectura directamente en su casa y por sus padres y abuelos. La filósofa recuerda que desde siempre fueron los libros una presencia prometedora en su hogar:

como desde siempre, hubiera visto y sentido a su padre inclinado sobre aquellos libros de títulos indescifrables que prometía saber, ser como él, entender el mundo de donde venían sus palabras (…) Y aún los libros del abuelo que, tantas veces a solas, tomara en sus manos pasando la vista por las menudas anotaciones de su precisa grafía; (Zambrano, 1990: 184)

También Ernestina de Champourcín tuvo la suerte de contar con una biblioteca en casa, en este caso de su madre, y con el permiso para acercarse a la lectura de Bécquer o de los clásicos franceses -ella también en francés- que dieron lugar a sus primeros poemas en esta lengua, en sus propias palabras "un plagio descarado de Lamartine" (en Ascunce Arrieta, 1993b: 22). La autora recuerda en La ardilla y la rosa, la importancia de la lectura en su adolescencia:"¡Delicioso refugio […] de ciertas adolescencias en las que un libro era un tesoro, un acontecimiento!" (Champourcín, 1997: 17).

Muy distinta fue la experiencia de Concha Méndez, tal vez la que sufrió un ambiente familiar más restrictivo. Así, para la Concha adolescente de catorce años, el final del colegio supuso como una "jubilación" y la sensación de encontrarse en un desierto, acrecentada por la prohibición de la lectura: "Mis padres no me dejaban coger un libro, ni siquiera el periódico" (Ulacia Altolaguirre, 1990: 28); "para leer tenía que pedir libros prestados y ocultarlos bajo la cama" (40). Concha se inicia en la lectura gracias a su amistad con un vecino, profesor de literatura, que le presta libros de modo aleatorio. Tanto Carmen Baroja como ella se resentirán después de esta falta de lecturas metódicas, que arrastrarán como un lastre en su formación.

Si la posibilidad de leer y el orden en estas lecturas marcan la formación de estas jóvenes, aún más lo hará su educación, o su no-educación. Los prejuicios contra la educación suponían tal vez la barrera más tenaz a la que tenían que enfrentarse las mujeres. Desde la simple y radical prohibición hasta la aceptación condescendiente de sus familias ante los intereses estudiantiles de sus hijas, las actitudes son casi sin excepción reticentes a los estudios superiores. Ya hemos hecho alusión a ese "desierto" vital en que se encuentra Concha Méndez jubilada de la escuela con sólo catorce años. Pero no sólo ella, también una autora como Ernestina de Champourcín, que gozó de un ambiente culto en su casa, no pudo acceder a la Universidad por prejuicios familiares, como nos relata Emilio Miró:

Ernestina de Champourcín cursó el bachillerato en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid, tras un inicial aprendizaje con institutrices y en colegios de monjas; pero prejuicios sociales impidieron su deseado acceso a la universidad, a pesar del ambiente culto de su familia y de que su padre era muy aficionado a los libros, a la lectura. (Miró, 1993: 3-4)

También María Teresa León tuvo dificultades por su interés en proseguir los estudios más allá de los estipulados catorce años. Así, tras sus primeros choques con sus compañeras a causa de sus lecturas poco edificantes, fue expulsada del Colegio de Monjas, entre otras rebeldías, nos dice, por empeñarse en hacer el bachillerato:

Pocos meses antes, María Teresa León había sido expulsada suavemente del Colegio Sagrado Corazón de Leganitos, de Madrid, porque se empeñaba en hacer el bachillerato, porque lloraba a destiempo, porque leía libros prohibidos…(León, 1982: 67)

Si León y Méndez abandonan el colegio bien temprano y Champourcín llega hasta el bachillerato, en cambio Zambrano fue, en este sentido, una privilegiada que logró seguir con normalidad sus estudios universitarios de filosofía. Zambrano nos refiere que ya en sus años de colegio se establece la diferencia entre sus compañeras estudiantes y sus amigas "señoritas" con las que iba a jugar. Para Zambrano, estudiante de la Institución Libre de Enseñanza, "La escuela era lo mejor" (1990: 19), se entendía con sus compañeras a las que:

miraba sin la hostilidad que a las otras, a las señoritas con las que iba a jugar. Sabían más que ellas, andaban con libros y algunas hasta escribían y todo eso era atrayente, cálido; ella también entraría en aquel secreto abierto de las letras y en el misterio de los números que había que cantar. (19)

Para Concha Méndez en cambio, sus pocos años de escuela en el colegio francés Santa Genoveva en Madrid no fueron sino un escaso aperitivo para sus ansias de conocimiento, agravado además por el desequilibrio que observaba entre lo que estudiaban los chicos y lo que les enseñaban a ellas, que no era más que a divertirse y a tener buenos modales:

A nosotras, las niñas, nos enseñaban en la escuela materias distintas a las que aprendían los niños; a ellos los preparaban para que después siguieran estudios superiores; nosotras, en cambio, recibíamos cursos de aseo, economía doméstica, labores manuales y otras cosas que nos harían pasar de colegialas a esposas, mujeres de sociedad, madres de familia. En realidad, una pagaba la escuela para que nos enseñaran a divertirnos y a tener educación. Lo demás un poco de geografía, otro poco de historia, un poco de nada. (Ulacia Altolaguirre, 1990: 27) 10

Concha, que declara que le gustaba mucho aprender (28), sobre todo geografía, y que por sus cualidades de alumna aventajada ayudó a la maestra en el último año de escuela -"ayudé en el periodo de exámenes; me hacía escribir, con tinta china y con caligrafía gótica románica, los nombres y las materias en los cuadernos de mis compañeras" (27)- verá cerrada toda posibilidad de aprendizaje, negada incluso la posibilidad de la lectura. Pero ni siquiera muchos años más tarde, ya alrededor de los veinticinco, le reconocieron en su familia el derecho a formarse libremente. Así, nos cuenta, le hubiera gustado ir a la universidad, por lo que decidió ir al menos un día como oyente a unas clases de literatura geográfica. La reacción de su madre es harto esclarecedora del ambiente contra el que Concha Méndez tuvo que luchar:

Volví muy contenta a casa. Entré. Mi madre hablaba por teléfono y me llamó: "Venga usted aquí". Al acercarme, me dio con la bocina en la cabeza. Me dio porque se había enterado por un hermano de mi presencia en la universidad. Me abrió la sien y me salió un chorro de sangre; del golpe sentí que se había ido Dios a quién sabe dónde. Tuvieron que vendarme la cabeza y aún guardo la cicatriz. Ya era mayor de edad y pisar la universidad era imposible. (Ulacia Altolaguirre, 1990: 45)

Ir a la universidad representaba cumplir con un afán de formación que en la mujer resultaba del todo inadecuado, pero además, comportaba vulnerar otras restricciones más estrictas, como el contacto con el otro sexo y la independencia de salir sola, sin acompañante carabina.

 

3. Señoritas o cocottes

Es notorio que para la moral decimonónica una joven decente no salía nunca sin compañía, actitud que comienza a cambiar alrededor de los años veinte, cuando se ven incluso, las primeras mujeres viajeras y las señoritas paseando libremente por las calles metropolitanas, cambios que recoge con profusión la iconografía de la época. Anteriormente, sólo cocottes y mujeres de mala vida o dudosa reputación, u obreras, iban solas y a pie por la calle. Así lo hace notar Carmen Baroja quien, desde el encierro oprimente de su vida de hija de familia, tenía una idea romántica de las cocottes y recuerda en sus memorias a una muy conocida en el Madrid de la época:

Yo tenía una idea muy romántica de la cocotte. Recuerdo que entonces andaba por Madrid una famosa Julia que decían que había sido pescadera. Era esbelta, un poco chata, vestía de negro, elegantísima, con grandes sombreros de plumas. Se recogía la falda con gracia e iba sola a pie, por las mañanas, produciendo la admiración de todos y la mía. (Baroja, 1998: 69, sub. ntro.)

Muchos años más tarde, las salidas en solitario son para María Teresa León parte importante de la fascinación que siente por su prima Jimena, la hija de Ramón Menéndez Pidal y María Goyri, además de por su educación liberal y su completísima formación:

Y estaba Jimena. Jimena era la síntesis de lo que un ser humano puede conseguir en su envoltura carnal. Algo mayor que yo, saliendo sola, yendo sin acompañante al colegio, que no se llamaba colegio sino Institución Libre, colegio laico, sin monjas reticentes que dan señal de levantarse o sentarse todas al unísono, con trocitos de madera golpeados. (León, 73-74)

Jimena se convierte para María Teresa en el modelo a seguir, algo mayor que ella, con una libertad desconocida que le hace sentir "el tironeo entre [su] colegio, tan ceñido a preceptos y aquel tan liberal de [su] prima, tan abierto a los nuevos aires" (75), con un ambiente familiar ilustrado y muy relacionado con los intelectuales del momento, la vida de Jimena contrasta con la suya propia y con las experiencias de otras representantes de su generación.

Por su parte, Ernestina de Champourcín recuerda cómo el problema de las salidas en solitario de una joven soltera se planteó en casa Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí tras la llegada de su sobrina Inés. La joven, que significativamente vivía en Nueva York, reclamó la llave del portal, lo que en la época parecía equivaler a reclamar una indecorosa libertad:

Un detalle curioso, fruto de las costumbres de aquellos tiempos y que divierte en comparación con los actuales, es la discusión entre tío y sobrina porque Inés pidió en seguida la llave del portal "por si se le apetecía salir a dar un paseo por la Castellana de noche", y Juan Ramón naturalmente se negaba a dársela. (1997: 39)

De nuevo, el caso de Concha Méndez es el más exagerado. Ya comentamos que durante los siete años de noviazgo con Luis Buñuel siempre estuvo acompañada por una señorita de compañía, una prima venida a menos de su madre. Pero muchos años después, alrededor del momento en que osó por primera -y única- vez asistir a la universidad, una Concha Méndez adulta y ya mayor de edad suplica a sus padres una dosis mínima de libertad:

Como no podía moverme si no iba custodiada por alguien, un día que mi madre estaba en el cuarto de baño, desesperada le dije: "Mira, o me dejáis salir, o me tiro por la ventana. no puedo más. Os diré a donde voy. Vais a tener mi pista por todas partes, porque lo único que quiero es reunirme en un café con un grupo de gentes que me interesan. ¡Si no me dejáis salir, me aviento por la ventana! (Ulacia Altolaguirre, 1990: 45)

Al parecer su insistencia tuvo sus frutos y le permitieron comenzar su emancipación, y además iniciar una estrecha amistad con otra mujer que fue con su rebeldía, como Jimena para María Teresa León, acicate para Méndez: Maruja Mallo. Las primeras salidas en libertad de Concha Méndez son en compañía de su amiga pintora, quién a lo largo de su vida gustó siempre de la provocación. En estos años, su provocación era tan aparentemente inocente como el llamado "sinsombrerismo": saltarse esa formalidad de clase que eran para las señoritas respetables el sombrero y los guantes. La madre de Concha le advierte de que si insiste en no llevar sombrero corre el riesgo de que le tiren piedras por la calle, a lo que Concha desafiante responde "Me mandaré construir un monumento con ellas" (48). El espíritu "surrealista" de Concha casaba perfectamente con la desinhibición de Maruja:

Íbamos muy bien vestidas, pero sin sombrero, a caminar por el Paseo de la Castellana. De haber llevado sombrero, decía Maruja, hubiese sido en un globo de gas: el globo atadito a la muñeca con el sombrero puesto. En el momento de encontrarnos con alguien conocido, le quitaríamos al globo el sombrero para saludar. El caso es que el sinsombrerismo despertaba murmullos en la ciudad. (Ulacia Altolaguirre, 1990: 48)

De tal manera, las salidas de Concha se irán haciendo más y más libres, aunque aún con notables restricciones:

A las tertulias de Valle Inclán en el café de la Granja del Henar y a las de Gómez de la Serna en el café del Pombo, no podía ir; terminaban sobre las tres de la mañana y yo tenía que estar en casa para la cena (56-60)

También Carmen Baroja, ya más que cuarentona, fundadora y colaboradora activa del Lyceum Club, recuerda con disgusto que más de una vez tuvo que dejarse al conferenciante que ella misma había invitado sentado a la mesa ante su auditorio y salir a escape para "estar en casa para la cena" (Baroja, 1998: 91).

Salir sola se convierte por tanto en el símbolo de la independencia y además en la vía de escape a la opresión de la vigilancia constante. Para Concha Méndez, desde muy niña, esa independencia se materializaba en el viaje, en escapar, en conquistar un espacio propio e íntimo donde poder crear su poesía: "Viajar era viajar, pero era también liberarme de mi medio ambiente, que no me dejaba crear un mundo propio, propicio para la poesía" (Ulacia Altolaguirre, 1990: 83)11.

Se da la circunstancia de que la creciente libertad de las jóvenes tuvo como consecuencia una mínima pero muy significativa transformación de las relaciones entre los sexos, el principio de una posibilidad de amistad fraterna entre ellos. Esto es significativo por ejemplo para María Zambrano quien así lo hace notar en sus memorias, en su caso debido a la participación nueva pero creciente de las mujeres en la universidad:

Era el modo de vida universitario, lo que había surgido en seguida, pues hacía muy poco tiempo que las mujeres habían comenzado a asistir "naturalmente" a la Universidad; sin lucha ni vacilación alguna, la convivencia entre los compañeros de ambos sexos se había ido dibujando clara, nítidamente y sin definición. (Zambrano, 1989: 47)12

Estas inusuales relaciones de amistad recién establecidas -sea con los compañeros de universidad como en el caso de Zambrano, sea con los jóvenes artistas que comparten intereses y publicaciones, como Méndez- son trasunto de una innovadora figura que aparece como personaje en la narrativa vanguardista, una mujer que comparte aventuras sin iniciar una relación sexual o familiar, provocando la desazón del personaje masculino que no acaba de adaptarse a esa convivencia. Y en efecto, este nuevo tipo de amistad entre los sexos, que Zambrano califica de "unidad fraternal" (40) o de "limpia convivencia" (166), no se aceptaba ni se comprendía en todos los ámbitos. Son notorios los comentarios de Luis Buñuel y de Francisco Ayala al hilo de sus experiencias de la misma época en París y Berlín respectivamente. Ambos señalan su sorpresa ante las libertades de relación entre los sexos que encontraron al salir de España y que les eran desconocidas aquí (Ayala, 1991).

De nuevo la familia de Concha Méndez es incapaz de aceptar esa posibilidad de mera amistad de su hija mayor con hombres, por lo que no cabe que éstos sean recibidos como amigos. Este impedimento incita a la joven Concha a urdir otras estratagemas:

A mi casa no podían entrar mis amigos hombres. Una vez que paseaba con Alberti, Maruja Mallo y Gregorio Prieto enfrente del hotel de cuatro pisos que acababa de construir mi padre en Joaquín Costa, de repente tuvieron curiosidad de conocerlo. Maruja estaba de luto y para simular que estos chicos eran sus hermanos, se quitó las medias negras que llevaba y de las puso a ellos de corbata. Se los presenté a mi abuela como una familia que acababa de perder a su padre… ¡Cuánto nos divertimos! (Ulacia Altolaguirre, 1990: 51)

Esta fraternidad de chicos y chicas entre artistas e intelectuales contribuye al sentimiento de esplendor, de momento de cambio y de futuro prometedor que es una constante en los años que van desde finales de la Guerra Europea hasta las primeras crisis republicanas. María Zambrano habla con insistencia de esa novedad que es la amistad fraterna con sus compañeros universitarios y que, para ella, augura un verdadero cambio social.

 

4. España despierta soñándose: El Lyceum Club.

Parafraseando el epígrafe de uno de los capítulos de Delirio y destino, "España despierta soñándose", queremos aludir a un lugar común en la evocación de las autoras: ese despertar de España, convicción en todas las que vivieron los años que precedieron a la II República, construido sobre el sueño de lo que habría de ser la nueva sociedad y la modernidad, el sueño de un proyecto de renovación total que a veces adquiere tintes de mera modernolatría. Los testimonios de las autoras dejan constancia de su convicción de haber vivido una época de esplendor si no social o políticamente, sí al menos en el plano intelectual y artístico, y algunas también económico, sentimiento que tal vez se haya visto reforzado por el contraste vivido con la tragedia de la Guerra Civil y el exilio.

Por una parte, adoptan a veces el mismo carácter cosmopolita y elegantemente moderno que adquiere la ficción deshumanizada, con sus ritmos de jazz-band y sus tés de Grand Hotel. Todas pertenecen a las clases sociales más acomodadas, aquellas que pasaban el verano en San Sebastián, vestían a la última moda francesa y adoptaban los usos sociales europeos, desde el deporte al coktail, imagen de una deseada España ideal que recogen con profusión los dibujantes de la época. Sobre el recién adquirido cosmopolitismo de la ciudad de Madrid, nos dice Concha Méndez:

Madrid se volvió una ciudad cosmopolita y un centro cultural importantísimo; basta recordar la "Revista de Occidente" de Ortega y Gasset, que reunía a los escritores y a las inteligencias del mundo. (Ulacia Altolaguirre, 1990: 31)

Ese cosmopolitismo, que tal vez tuviera más de apariencia modernólatra que de verdadera modificación de sus estructuras, se realiza frecuentemente en la incorporación de las últimas modas de ocio importadas de América,

Conocí en la playa a una familia de norteamericanos; una señora viuda con una chica de catorce y un chico de veinte. Un día que los acompañé al gran Casino, los dos chicos se pusieron a bailar el Charlestón; este baile no se había visto en España y fue una revelación […] la gente que lo veía tan movido, se arremolinaba a los lados, sorprendida, para aprenderlo. […] Algunas veces volví a bailar el Charlestón, que yo puse de moda en los hoteles de Madrid, presentándolo como un baile acrobático. (Ulacia Altolaguirre, 1990: 56-57)

También para María Zambrano la música se convierte en indicio del espléndido momento vital de la ciudad y por extensión de la vida española de entonces:

En Madrid se escuchaba ahora otra música. Siempre tuvo música la vida de Madrid, como la de toda gran ciudad. Ahora en la calle se oía lo que en toda partes: ritmos americanos, expresión de una vitalidad discontinua, cortada por la síncopa constante. Cuando hayan pasado muchos años, otros hombres quizá perciban el signo de nuestro tiempo en esa síncopa obsesionante de la música americana, tan abstracta. (Zambrano, 1989: 140)

El deporte, especialmente el tenis13, se convierte en una actividad reconocida. A María Teresa León y a su prima Jimena les enseña a jugar al tenis Américo Castro (León, 1982: 75), Maruja Mallo inmortaliza la raqueta de Concha Méndez un cuadro (Ulacia Altolaguirre, 1990: 51); la playa es lugar de encuentro, reunión y socialización, además de ser la natación deporte higiénico y de moda. Los lugares de ocio ya no son el salón privado y el madrileñísimo café, sino el Gran Casino, el Gran Kursaal, los hoteles elegantes como el Ritz o el Palace, el Salón de Té, el American Bar.

Pero las referencias modernólatras no se limitan al aspecto frívolo y ocioso de la vida sino que entre los datos que reafirman su idea de vivir un tiempo inaugural sobresale la efervescencia intelectual y cultural que se vivía en el Madrid ilustrado. Para muchas de ellas es referencia obligada la Revista de Occidente, o modelo de progresismo la Institución Libre de Enseñanza. Para María Teresa León estudiar allí supone seguir un "camino divergente" al que ella misma está obligada a seguir:

Comprendí que los pasos de Jimena y los míos eran divergentes. Ella no iba a misa, yo, sí. En la Institución Libre de Enseñanza donde se educaba, nadie le enseñaba el catecismo. No bajaban la voz para hablar de arte, aunque estuviesen llenos de desnudos los museos. (León, 1982: 75)

Para María Zambrano, vinculada ella misma a la Institución Libre, se podía palpar en la época el "despertar de España" no sólo en Madrid, sino también en las provincias donde, al calor de "un irrumpir luminoso de la poesía":

habían surgido aquí y allá por las provincias y hasta en los pueblos, revistas de poesía, alegres, múltiples, de diversas voces, una sola música acordada: Litoral, Mediodía, Alfar, Parábola, Meseta, palomas mensajeras de una antiguo palomar medio cegado hacía tiempo. (Zambrano, 1989: 60)

La vida cultural madrileña favoreció de este modo las relaciones entre ellas, dando lugar a amistades y colaboraciones que en algunos casos habrían de durar toda vida, incluso ya en el exilio. No es necesario detallar sus contactos, amistades o matrimonios con miembros reconocidos de la generación del 27. La amistad con Lorca y con Alberti incitó a Concha Méndez a escribir su propia poesía, lo que hasta ese momento ella únicamente intuía; su amistad con Maruja Mallo a transgredir las normas sociales un poco más. Lorca le presentará años después a Manuel Altolaguirre con quien se casará en junio de 1932. Ernestina de Champourcín hace referencia a las animadas tertulias en casa de "Concha y Manolito", a las que también asiste Alberti, (Ascunce Arrieta, 1993: 24). Carmen Baroja nos habla de Champourcín en el Lyceum y, desde su visión personal nos dice que "se casó con un gamberro que creo que también hacía versos y se llamaba Domenchina" (Baroja, 108)14. Rosa Chacel dedica algunos de sus primeros poemas a Concha Méndez, a María Zambrano o a María Teresa León; ésta nos cuenta anécdotas de Rosa Chacel en Alemania; unas y otras en fin, se conocen y se recuerdan, comparten y les une una experiencia íntima de aquellos años del despertar intelectual español. Las referencias de unas a otras, los amigos comunes, las actividades compartidas, los matrimonios de algunas de ellas con artistas, su participación activa en el Lyceum, incluso las referencias secundarias, -como el que Luis Buñuel le fuera presentado a Concha Méndez por Miguel Catalán, (Ulacia Altolaguirre, 1993: 12), el esposo de Jimena-, indican que se trataba de una sociedad relacionada y a menudo compacta.

Todas estas experiencias cuajan de modo especial en el proyecto que dio lugar a la fundación del Lyceum Club. El club nace en 1926 de las inquietudes de un grupo de mujeres entre las que se incluyen María de Maeztu, Ella Palencia, Victoria Kent, Zenobia Camprubí, Amalia Salaverría, Carmen Baroja, y otras hasta cincuenta fundadoras, a inspiración de los Lyceum Club europeos y de otros clubes de mujeres que muchas de ellas habían conocido en Londres. En principio comenzaron a funcionar en los locales de la Residencia de Señoritas de la Institución Libre de Enseñanza, en la calle Miguel Ángel, y más tarde se estableció permanentemente en un edificio de la calle Infantas 31, llamado Casa de las Siete Chimeneas. Sus actividades hasta la guerra civil fueron muchas, desde salón de té a guardería infantil, desde salón de exposiciones y conferencias a biblioteca. En 1939 sus locales fueron entregados a la Falange, que según Carmen Baroja malbarató las instalaciones, en especial la biblioteca.

Todas las autoras a las que hemos hecho referencia en las páginas anteriores estuvieron relacionadas con él de uno u otro modo, y todas coinciden en señalar la importancia del mismo. Para María Teresa León fue el inicio de una verdadera unión de las mujeres ilustradas madrileñas:

Dentro de mi juventud se han quedado algunos nombres de mujer: María de Maeztu, María Goyri, María Martínez Sierra, María Baeza, Zenobia Camprubí… y hasta una delgadísima pavesa inteligente, sentada en su salón: Doña Blanca de los Ríos. Y otra veterana de la novelística: Concha Espina. Y más a lo lejos, casi fundida en los primeros recuerdos, el ancho rostro de vivaces ojillos arrugados de la Condesa Pardo Bazán… ¡Mujeres de España! Creo que se movían por Madrid sin mucha conexión, sin formar un frente de batalla, salvo algunos lances femenísticos, casi siempre tomados a broma por los imprudentes. Ya había nacido la Residencia de Señoritas, dirigida por María de Maeztu e inaugurado el Instituto Escuela sus clases mixtas, hasta poner los pelos de punta a los reaccionarios mojigatos. Pero las mujeres no encontraron un centro de unión hasta que apareció el Lyceum Club. (León, 1982: 60)

Para Concha Méndez fue "sobre todo un centro cultural; tenía bibliotecas y un salón para espectáculos y conferencias" (Ulacia Altolaguirre, 1990: 49). María Martínez Sierra afirma, como María Teresa León, que el Lyceum articuló a las mujeres españolas del momento, junto con la Asociación Femenina de Educación Cívica fueron "hogares de nuestro feminismo" (Martínez Sierra, 1982: 124). La fundación del Lyceum supone para ellas la carta de reconocimiento de su capacidad de actuar, la apertura de un espacio especialmente dirigido por y para ellas y sus capacidades artísticas o intelectuales, de un lugar donde por primera vez pueden organizar una especie de coterie intelectual de mujeres progresistas.

El Lyceum no carece sin embargo de críticas, especialmente la que se hace más frecuente y que subraya el carácter de "maridas" de intelectuales de las socias. Así lo critica Díaz Fernández en la parodia del club que elabora en La Venus mecánica; así lo señala también curiosamente Concha Méndez, cuando afirma que al Lyceum "acudían muchas señoras casadas, en su mayoría mujeres de hombres importantes". Entre ellas las esposas de Juan Ramón Jiménez, Zenobia, de Luis Araquistáin, Trudy, de Valentín Zubiarre, Pilar, de Menéndez Pidal, María Goyri, y muchas otras, a las que se achacaba traer como conversación lo que oían en casa a sus selectos maridos: "Yo las llamaba las maridas de sus maridos, porque, como ellos eran hombres cultos, ellas venían a la tertulia a contar lo que habían oído en casa." (Ulacia Altolaguirre, 1990: 49)15. Ha quedado como un tópico frecuente insistir en el lado frívolo del club, sugerir que las mujeres que allí se reunían querían emular, sin sustancia, las tertulias masculinas. Sea como fuere, la importancia que todas ellas dan en sus memorias a la creación del club, y la nómina de sus actividades -conferencias de médicos de renombre en la época como Gonzalo Lafora o Gregorio Marañón, las lecturas poéticas de miembros de la generación del 27 como Lorca o Alberti, sus exposiciones y actividades teatrales, etc. - sugieren que el Lyceum fue algo más que un elegante Salón de Té para señoras burguesas. La creciente politización de la vida madrileña a partir de 1931 hizo también mucho por distanciar las posturas frente al club. En este sentido señala Carmen Baroja que ella decidió abandonarlo cuando las fricciones políticas se hicieron demasiado predominantes. En cualquier caso, la participación en el mismo de casi todas las artistas, intelectuales o políticas de distinto signo de la época, sitúa el Lyceum Club como un foro importantísimo de la vida cultural española de los años veinte, y tal vez como el símbolo más llamativo de la irrupción de las mujeres en los espacios públicos.

Los testimonios de estas mujeres nos dan cuenta de un mundo en proceso de cambio, atenazado por las contradicciones entre la pervivencia del modelo social decimonónico con el renovado sistema de las libertades contemporáneas, un mundo en el que las más jóvenes tuvieron que luchar por su independencia con, al menos, la posibilidad de alcanzarla. Sus hijas debieron haber heredado una sociedad igualitaria y cada vez menos patriarcal y prejuiciosa, pero lamentablemente heredaron en cambio la involución más lamentable de la situación de la mujer.

 

Notas:

  1. También Ernestina de Champourcín hace referencia a la anécdota en una entrevista con José Ángel Ascunce Arrieta en el número especial de Ínsula "Mujeres del 27" (mayo 1993), pero en su caso pone en cuestión la veracidad de la respuesta de Benavente: "Es conocida la anécdota de Jacinto Benavente, que para mí nunca fue real, que se negaba a hablar a tontas y a locas".

  2. Rafael Conte por ejemplo, en su introducción a la reedición de Viviana y Merlín, (Madrid: Cátedra, 1997) considera a Jarnés como un firme defensor de la mujer, de él afirma su "esencial feminismo, su admiración por la mujer"(53). López de Abiada descubre en La Venus mecánica de Díaz Fernández, una manifiesta reivindicación de la igualdad con la que el autor "plantea abiertamente el tema de la emancipación de la mujer" (1980: 6). El sadismo con que Jarnés representa muchos de sus personajes, su concepto de mujer como naturaleza, irracionalidad, instinto, desmienten esa idea. La sujeción de la mujer al hombre, la preponderancia del amor como único elemento salvador de la mujer marginada, la idealización de la maternidad, la crítica a la mujer artista o, más tajantemente la abierta oposición de Díaz Fernández al sufragio femenino durante su etapa como diputado en Cortes, rebaten su supuesto 'feminismo'.

  3. María Teresa León publica Memoria de la melancolía en 1970, aunque el libro aparece en España por primera vez en 1977. La edición que hemos manejado aquí es la de 1982 (LibroAmigo). Las memorias de Concha Méndez recogidas por su nieta Paloma Ulacia con el título Concha Méndez. Memorias habladas, memorias armadas, se publicaron en 1990 (Mondadori), edición por la que citamos. María Zambrano confiesa haber escrito su Delirio y destino (Los veinte años de una española) a finales de los cincuenta, pero su edición española data de 1989 (Mondadori). En cuanto a Recuerdos de una mujer de la generación del 98, de Carmen Baroja, ni siquiera constituye una obra cerrada sino que se trata de un proyecto inacabado, un manuscrito inédito recientemente publicado por Amparo Hurtado (Tusquets, 1998). Otras obras de referencia, como Una mujer por los caminos de España de María Martínez Sierra, se escribieron ya en la vejez de su autora y con la distancia de los muchos años transcurridos. Sólo se recuperó en edición española en 1989 (Castalia). Otros testimonios comentados provienen de recientes entrevistas o artículos: Ascunce Arrieta (1993b), Checa (1998), Rodríguez Fisher (1993).

  4. Ya hemos hablado de la tercera persona en que están escritas las memorias de Zambrano o León, pero también Paloma Ulacia señala las reticencias de su abuela a escribir sus memorias pues durante años se había resentido de "la indiferencia que el exterior, es decir sus contemporáneos y el público en general, tuvieron por su obra poética" (Ulacia Altolaguirre, 1990: 22) Concha Méndez, como también María Teresa León, quedó relegada a "portavoz de la vida de otros" (22), siempre recibiendo gente interesada no en su obra sino en la de los autores del 27. Esta última se sitúa deliberadamente por detrás de la obra de su compañero: "Ahora yo soy la cola del cometa. El va delante. Rafael no ha perdido nunca su luz" (León, 1982: 131). En las memorias de Carmen Baroja llama la atención la constante matización de su amargura, de su queja ante la vida que le ha tocado vivir, con la culpabilidad añadida por no haber sabido ni resignarse ni sobreponerse.

  5. Concha Méndez que declara haberse interesado por la pintura como una forma de rebeldía, descubre la poesía de un modo casi físico tras una lectura de García Lorca: (Ulacia Altolaguirre, 1990: 46). María Teresa León publica sus primeras obras con el seudónimo de una heroína de D' Annunzio, Isabel Inghirami:

    Cuando aquella muchacha escribió su primer artículo, lo firmó: Isabel Inghirami. No se atrevió a poner su nombre. Mejor que tomasen a la autora por una de las estudiantes de verano del Instituto de Burgos. (1982: 81)

    Ernestina de Champourcín recuerda las reacciones que provocó la publicación de tres poemarios de mujeres en 1926, los de Cristina de Arteaga, María Teresa Roca de Togores y el suyo propio: "Esto pertenece a la chismografía madrileña, pero tiene cierta gracia, sobre todo por su relieve en los cotarros masculinos. Según ellos, aquellos libros no podían ser nuestros: éramos mujeres. (1997: 23)". Rosa Chacel escogió una controvertida voz masculina como narrador de su primera novela, Estación. Ida y vuelta.(1930) que en opinión de Elisabeth Scarlett es una estrategia para camuflar a la escritora (Scarlett, 1991). María Zambrano recuerda las dudas de los comienzos de su carrera, cuando no estaba segura de comprender las clases de filosofía y de estar a la altura de lo que la universidad exigiría de ella.

  6. Sidonie Smith señala que la autobiografia es tanto el proceso como el producto de "asignar significado a una serie de experiencias, después de ocurridas, por medio del énfasis, la juxtaposición, el comentario o la omisión (1991: 96). En este sentido, es significativa la importancia que estas escritoras dan en sus memorias a acontecimientos similares de sus vidas.

  7. Es curioso que María Zambrano le escribe en una carta desde Cuba, recién abandona la isla por los Altolaguirre, que echa de menos alguna de sus alocadas conversaciones surrealistas: "Pero nos resulta muy extraño que no estéis aquí; en el fondo yo creía que os ibais a Méjico y que os quedabais aquí, al menos para nosotros, que siempre os podría ver y echar un párrafo más o menos disparatado y surrealista con vosotros. Y qué buena falta hace; disparatar ¡que difícil es encontrar con quien!" (En Valender, 1993: 12). En la misma línea, se utiliza el calificativo en la novela de Samuel Ros El hombre de los medios abrazos (1934). A su joven protagonista Boina Azul, una señorita que tras una crisis cambia sus remilgados modales por una conducta imprevisible, sus sorprendidas amigas la llaman surrealista. 'Surrealista' era en la época al parecer sinónimo de alocado, extravagante o fuera de lo normal.

  8. Ya hemos hecho referencia a estas dudas o indecisiones de Carmen Baroja, a este ir y venir entre la amargura de una rebeldía inútil y la resignación culpabilizadora. (Vid. supra, nota 3). Carolin Heilbrun recuerda que los análisis de las autobiografías de mujeres que alcanzaron grandes logros en este siglo coinciden en señalar en que a menudo "las mujeres se olvidan de poner énfasis en sus propia importancia […] a pesar de escribir dentro de un género que implica autoaserción y autoexhibición". En su lugar, "las mujeres aceptan totalmente la culpa por cualquier fracaso en sus vidas". (1991: 109)

  9. De la nula respuesta que sus cualidades, intereses e iniciativas encontraban en su familia da fe el comentario de su hermano Ricardo Baroja al respecto de la iniciativa teatral El mirlo blanco, que tantos y tan interesantes resultados dio con la participación de muchas de las figuras literarias y teatrales del momento como Cipriano Rivas Cherif, Edgar Neville o Claudio de la Torre (82-88). Lejos de darle importancia, para Ricardo Baroja no fue sino una ocurrencia dominical fruto del aburrimiento, una ligera ocurrencia de mujeres desocupadas:

    Nos aburríamos. Y pensamos, hágase un teatro. Y, mejor dicho, se le ocurrió a mi hermana y a mi mujer. Yo lo patrociné. ¡Qué remedio, sino aceptar esa ocurrencia de las mujeres que se llaman o que son nuestra hermana y nuestra mujer! (Citado en María Sánchez-Cascado, 1993: 9)

  10. La inmovilidad social en materia de educación femenina es manifiesta, pues la educación de estas jóvenes a principios de siglo difiere muy poco de la que recibían las mujeres en el siglo anterior. Cuarenta años antes Emilia Pardo Bazán había asistido a un colegio francés donde apenas aprendió piano, labores y una pátina de urbanidad que -como recuerda en sus Apuntes autobiográficos- tuvo que completar con lecturas autodidactas y atropelladas. Sobre la educación de Emilia Pardo Bazán, vid. Gómez-Ferrer, 1999:12-17.

  11. Por la misma época, 1928, construía Virginia Woolf su feliz y duradera metáfora de la independencia de la mujer artista, esa necesaria "habitación propia". Concha conseguirá huir de casa y embarcarse primero a Inglaterra donde trabajará como profesora de español y traductora; más tarde a Argentina donde subsistió como colaboradora en diversas publicaciones, alcanzando por fin su ansiada independencia, por cierto que con moderado escándalo y sincera preocupación de José Ortega y Gasset que no comprendía que una joven cruzara sola el Atlántico:

    Recuerdo a Ortega y Gasset, alarmadísimo, porque una mujer sola iba a viajar en un barco de emigrantes rumbo a América. Decía que esperase el momento en el que él fuera enviado a dar unas conferencias para que viajáramos juntos; y ya en Buenos Aires me introduciría en el medio intelectual." (Ulacia Altolaguirre, 1990: 68)

  12. María Teresa León relata cómo fueron las primeras clases de su tía María Goyri, una de las primeras doctoras españolas en filosofía:

    Cuando María Goyri apareció en la puerta de la universidad para dar su primera clase, un portero estaba esperándola. La condujo, ante la sorpresa de los estudiantes, hasta la sala de profesores. Allá el decano de Filosofía y Letras se acercó ceremoniosamente a la muchacha. Señorita , quedará usted aquí hasta la hora de clase. Yo vendré a recogerla. La cerró con llave y se fue a sus ocupaciones. Cuando sonó la campana, el profesor regresó, abrió el encierro y ofreciéndole el brazo la hizo caminar lentamente entre dos filas de estudiantes que entre asombrados e irónicos veían la irrupción de la igualdad de los sexos instalada en la universidad. […] Todo los días se repetía la escena. (León, 1982: 25)

    Ni que decir tiene que el ritual de su asistencia a clase no favorecía lo más mínimo la normalización de las relaciones entre los sexos. Aunque el derecho a los estudios superiores de las mujeres se había reconocido, de hecho las presiones sociales fueron demasiado fuertes para su plena y normal incorporación. Aún así para María Zambrano la experiencia universitaria hacia 1925 parece haber sido radicalmente diferente.

  13. Es curioso observar cuantos de los personajes femeninos de la narrativa vanguardista hacen su primera aparición en la novela con una raqueta de tenis bajo el brazo y hasta qué punto era frecuente la iconografía deportiva como signo de los nuevos tiempos.

  14. Por lo demás casi todas las opiniones de Carmen Baroja sobre sus contemporáneos son así de contundentes. Tal vez escribir desde la intimidadd de una difícil publicación le haga más fácil expresarse con tanta sinceridad. Ver sus comentarios sobre Trudy Araquistáin, Margarita Nelken, su propio hermano Pío, Ernesto Giménez Caballero, o Gregorio Marañón y José Ortega y Gasset, estos últimos especialmente jugosos.

  15. Tal vez Concha Méndez se exprese en este caso de modo irreflexivo, dejándose infuir por el comentario burlón que se hizo frecuente en la época. De hecho, líneas más abajo declara también que entre las socias del club ella era la única que escribía, lo que no es cierto, puesto que al menos se contaba con la presencia de Ernestina de Champourcín, quien a esa altura había publicado su primer libro de poesía, En silencio… (1926). De que ambas se conocían no cabe duda, e incluso, Méndez le dedicó a Champourcín uno de sus poemas de Canciones de Mar y Tierra (1930).

 

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Marcia Castillo-Martín es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Valencia. Ha sido lectora de español en Brown University (Providence, RI, USA) y ha impartido cursos de literatura española en la Universidad de la Experiencia (Valencia) y la Agencia Española de Cooperación Internacional (Madrid).
Ha participado en varios proyectos de investigación como "Escritura e imágenes de la mujer, de fin de siglo a fin de siglo" del Dpto. de Filología Española de la U. de Valencia, o "Edición de las Obras Completas de Max Aub" que financia la Diputación de Valencia.
Fue finalista en el "IX Premio Ana María Matute de Narrativa de Mujeres", convocado por la editorial Torremozas en 1996, con el relato "Amelia Rosales", publicado en la colección "Ellas también cuentan" de esa editorial, y ganadora del IX Premio de Investigación Isidra de Guzmán, Alcalá de Henares, 2001.


 

© Marcia Castillo-Martín 2001
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero17/memor_20.html