Balenciaga, fuente de inspiración

Este año, sus ideas han guiado el trabajo de los grandes diseñadores, mientras que hijas y nietas de sus clientas españolas rescatan sus trajes.

PATRICIA ESPINOSA DE LOS MONTEROS
Algunos de los vestidos de novias creados por el modisto de Getaria Cristóbal Balenciaga./
Algunos de los vestidos de novias creados por el modisto de Getaria Cristóbal Balenciaga.

SAN SEBASTIÁN. DV. Sus amigos le llamaban Cristóbal, sus empleados, maestro, y en la prensa mundial se le entronizó, sin dudarlo, como rey. Sigue siéndolo. Este año ha inspirado los desfiles de París. Ghesquière ha relanzado algunos de sus grandes diseños. Fendi, Burberry, Chloé, Moschino o Stella McCartney se han mirado en él. Según Prêt-à-Porter, prestigiosa revista de moda en la Red, este otoño no eres nadie si no cuentas con un cristóbal en tu armario.

Como entonces. Por su casa de la avenida George V pasaron desde Sofía Loren a la duquesa de Windsor, y todas salían sintiéndose reinas. Unas lo eran de verdad, como las de España o Bélgica, pero había soberanas de otro estilo, como Mrs. Firestone, reina de los neumáticos, o Marella Agnelli, reina del automóvil. Pero si París era el brillo y la «jet», Eisa, su casa de Madrid en plena Gran Vía, era la absoluta discreción. Un santuario para sus fieles clientas, casi todas españolas. Allí se hacían pases privados, sin focos, sin flashes, sin música ni prensa. A cada clienta se le daba un cuaderno donde anotar los modelos; mientras desde los probadores el modisto observaba a través de una rendija. No salía ni a saludar. En aquellos talleres se confeccionaron trajes legendarios, y otros menos conocidos, pero todas las mujeres que alguna vez disfrutaron de aquel ambiente único recuerdan su experiencia.

«Conocí a Balenciaga en París, en el año 1946 -cuenta Aline Griffith, condesa viuda de Romanones-. Yo estaba trabajando para el Servicio Secreto americano, acababa de terminar la guerra y fui a hacerme dos trajes a su taller. La encargada me comunicó que el maestro iba a venir en persona a probarme las toiles. Llegó muy tímido, callado y serio. Se dio cuenta enseguida de que yo llevaba la ropa de forma diferente. Me preguntó, sin saber quién era yo, si no me importaría que me hiciera unas fotos con estos trajes, que saldrían en el Vogue americano. Accedí encantada, ya que era experta en esto, pues en América compaginaba mis trabajos de periodista con los de modelo, por los que me pagaban bastante mejor. Las fotos salieron en portada al año siguiente, en el 47, y ese mismo año volvía a su taller para, ante su sorpresa, encargarle mi traje de novia: me casaba con Luis Figueroa, entonces conde de Quintanilla y todo un personaje internacional, a nivel social». Tras la boda, la pareja inició su viaje de novios: ella, con las maletas repletas de modelos de la nueva colección.

Balenciaga era el número uno del mundo sin lugar a dudas. «En Nueva York -continúa Aline Griffith-, todo el mundo nos invitaba a cenas y partys, pues querían ver los trajes y comprobar el nuevo largo de falda que proponía, porque lo había bajado hasta casi la altura de los tobillos. El último traje me lo hizo para la boda de Carmen Martínez Bordiú, en 1972, poco antes de morir. La verdad es que le conocí mucho. Era un verdadero genio del diseño, revolucionó la moda y, desde luego, toda la que quería sentirse especial y quedar bien se vestía en Balenciaga. Eso era así».

«Yo me casé a los dieciséis años -cuenta otra de sus clientas, que prefiere el anonimato- y quería un traje de princesa, así que me hizo uno con forma de tulipa de hilo, armado y bordado, más corto por delante que por detrás, con un casquete que me recogía el pelo muy tirante y del que salía un velo etéreo que lo rodeaba. Fui al taller en la Gran Vía, con mi suegra, que era una gran clienta suya. Le recuerdo muy bien, como a una persona extremadamente delicada y amable, pero a la vez de una enorme fuerza. Sabía exactamente, con una simple mirada, dónde había que rectificar».

Hasta el último detalle

Clara Carvajal y Sonsoles Álvarez de Toledo son nietas de Margarita Salaverría, esposa de Jaime Argüelles y una de las diplomáticas que más lució sus colecciones por todo el mundo. Cuando Balenciaga cerró, ella era embajadora de España en Washington y, ante la mala noticia, exclamó: «¿Ahora ya nunca más volveré a ir bien vestida!». Las dos, Clara y Sonsoles, han llegado en vaqueros a hacerse las fotos con sus trajes colgados en perchas. Pertenecen a una generación que lleva una vida diferente a la de sus madres y abuelas: trabajan, conducen, recogen niños en el colegio, hacen la compra... y cuentan en sus armarios con varios de los vestidos de la colección de su abuela.

«Ponerte hoy en día un Balenciaga es algo especial -dice Sonsoles-. Eres consciente de que llevas una pieza casi histórica. Es impresionante mirar los acabados y el revés. Este traje rosa, palabra de honor en gazar, lleva un corsé absolutamente pegado que modela tu cuerpo y del que cuelga todo el traje. Es comodísimo porque se desliza perfectamente, no oprime, está seguro y eso que mi abuela era más menuda que yo». «De todos modos -añade Clara, que se ha puesto un traje de tafetán negro, con escote y espalda en V-, hoy tenemos cuerpos diferentes a los de nuestra abuela, somos más anchas de hombros y de cintura menos estrecha, pero estoy de acuerdo con Sonsoles en los remates, incluso añadía en los bajos monedas para que pesaran y tuviera buena caída. ¿Quién hace eso hoy día?».

«Lo llevas con bolso»

Victoria Figueroa y Borbón, marquesa de Tamarit, recuerda que de niñas les hacía batas de falla para salir a saludar a las visitas, «pero la revolución de la época fue mi traje de novia. Salió en el Tutler. Me interpretó de virgen medieval, con velo de monja y además no quería que llevara ninguna joya. Me probé cuatro veces el traje, en dos de las cuales lo deshizo entero y, en una, a medias. No permitía el más mínimo fallo. Un día le pregunté por qué sus trajes me gustaban más en el desfile que puestos. El me contestó: eso es porque los llevas con bolso».

Piedy Rosillo de Espinosa de los Monteros es otra de sus clientas, que le recuerda casi fotográficamente: «Mi madre le consideraba un buen amigo. Bajo su apariencia seria se escondía una persona entrañable. En sus comienzos, le visitaba en su casa de San Sebastián todas las temporadas; yo era una niña y recuerdo que me regalaban retales de tela para mis muñecas. Más tarde, en su casa de Madrid, ya la acompañábamos mis hermanas y yo para encargarnos trajes o abrigos. Impresionaba la solemnidad de los pases».

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