Dolores del Río - Luis de la Barreda Solórzano | La Crónica de Hoy
Facebook Twitter Youtube Martes 12 de Abril, 2016
BAJO EL HECHIZO de la resplandeciente Selene, conmovido por la magia que confería a la noche la mujer que tenía enfrente, el cineasta Francis Ford Coppola le dijo a ésta: “Usted es tan bella como la luna”. La comparación fue acertada: ya muy enferma y con 77 años de edad, Dolores del Río era aún tan elegante, misteriosa, seductora y coqueta como la divinidad plateada. Muchos años antes, el productor teatral y cinematográfico Edwin Carewe, no obstante que se encontraba en plena luna de miel con su segunda esposa Mary Atkins, quedó profundamente enamorado de Dolores a primera vista al verla ejecutar un baile creado por ella misma con música de De Falla y Albéniz. En esa reproducción del Olimpo griego que era Hollywood, donde los dioses y las diosas eran las estrellas —según la sugerente analogía de David Ramón—, a Dolores del Río se le consideró la mujer más bella. El más talentoso de los fotógrafos del cine mexicano, Gabriel Figueroa, dictaminó: “He tenido frente a mi cámara grandes bellezas. Pero los huesos, el esqueleto de Dolores son incomparables, ya se ha dicho eso muchas veces. Lo que no se ha dicho es que tenía una piel privilegiada, tersa, de un color moreno precioso, y un cuerpo yo diría que perfecto”. El diseño óseo de ese rostro configuraba un óvalo facial estilizado, con pómulos inauditos, la silueta era grácil —Roberto Montenegro la consideró la modelo insuperable de su estética plástica— y la piel cautivadoramente acanelada tenía la suavidad de un pétalo fresco. La profundidad de los enormes ojos soñadores, captada magistralmente en el cuadro de Diego Rivera —el favorito de la actriz—, encerraba un enigma inquietante. La periodista Julia Lang se preguntó: “¿Qué oportunidad tiene una mujer tan inhumanamente bella de encontrar el amor?” SUS TRES ESPOSOS la adoraron y todo indica que ella quiso en su momento a cada uno de ellos. Pero no con la clase de amor a que se refería Julia Lang. Esa pasión huracanada, que no se compadece de convenciones ni de supuestos momentos y condiciones oportunos, la conoció fuera de sus relaciones conyugales, cuando estaba casada con Cedric Gibbons, su segundo marido. El encuentro ocurrió en la piscina del rancho de Darryl Zanuck. Orson Welles, el talentoso niño mimado de Hollywood, se había apasionado a los 17 años por la estrella mexicana desde que admiró su salvaje belleza —como la calificaron los críticos de la época— en Ave del paraíso, y espió varias veces sus pasos cadenciosos por las calles de Manhattan. Desde el instante en que se vieron a los ojos la atracción fue mutua y arrolladora. Ninguno se perdía una palabra, un gesto del otro. La fascinante exquisitez de Dolores y la intensidad hipnótica de Orson provocaron al encontrarse un maremoto. Ella, mujer católica muy respetuosa de los mandatos de su religión, estuvo por primera vez en los brazos de un hombre que no era su cónyuge y allí se descubrió un mar interior que no sospechaba. Su piel y su alma florecieron. La relación fue en todo momento un torbellino de sentimientos y sensaciones como ninguno de los dos había vivido. Pero, a pesar de ser un artista genial que suscitaba enorme admiración, Welles padeció complejos estéticos y económicos: se martirizaba al comparar su fealdad ante la excepcional belleza de su novia, a quien enviaba joyas de precio exorbitante que al final ella misma tenía que pagar. En un viaje que hizo sin ella a Río de Janeiro, los dioses afrobrasileiros del Carnaval debieron enloquecerlo, pues se aisló totalmente sin volver a contestar las llamadas de nadie, incluyendo las de Dolores. Encantadora desde siempre, la diva magnificó sus encantos desde que ascendió a aquellos firmamentos pasionales. Su voz, su andar, su mirada, su sonrisa y sus demás gestos irradiaron desde entonces relámpagos que provocaban escalofríos. Mujer extraordinariamente elegante, su elegancia era sobre todo espiritual, como lo muestra la leyenda que narra Héctor Argente. Su primer cónyuge, Jaime del Río, fue siempre su admirador y su amigo, pero entre las sábanas era un hombre frío. En una ocasión en que se sentía deprimida, Dolores fue a pasar unos días a casa de su madre. Una noche, extrañando a su marido, decidió volver por sorpresa al domicilio conyugal. Entró sin ser vista, se percató de que se celebraba una fiesta en penumbras y se ubicó en un pequeño recibidor. Observó a varias parejas de hombres vestidos de mujer, bailando y abrazándose. En un sillón, su esposo acariciaba a un hombre. Dolores salió de la casa como había entrado, sin que nadie se percatara. Cuando Jaime la visitó al día siguiente, ella lo besó con la calidez de siempre. Nunca le contó lo que había visto. Me ha seducido en muchas escenas. Si tuviera que elegir una para celebrar el centenario de Dolores del Río, me quedaría con la de la mujer —de El niño y la niebla— tras el cristal por el que resbalan las gotas de lluvia, las manos finísimas apoyadas en el vidrio, la mirada que grita el miedo obsesivo de que su hijo herede la piromanía de la abuela, atraída magnéticamente por las llamas de los pozos petroleros, el terror y la fascinación dibujados en el hermosísimo rostro.

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