22/06/2014 libro

La censura cinematográfica en la Argentina, según pasaron los años, en un libro de Hernán Invernizzi

No importa que fuera en democracia o se viviera una dictadura, la censura fue “una práctica constante” en la historia de la cinematografía argentina, afirma Hernán Invernizzi en su más reciente libro, “Cines rigurosamente vigilados”.

Por Rubén Furman

Las restricciones a la exhibición y producción de filmes y, en su versión más extrema, a que determinados artistas pudieran trabajar, se ejerció siempre desde las oficinas estatales pero contó con “la colaboración de distintas organizaciones sociales, religiosas en su mayoría”.

El libro también aborda una variante poco estudiada y menos conocidas de la censura, como fue la guerra al cine nacional que declararon los exhibidores que durante la Libertadora

Centrado en el período argentino 1946-1976, el autor pasa revista en esta obra a las actitudes que tuvieron los militares de 1943, el peronismo, la denominada Revolución Libertadora y los gobiernos radicales, quienes coincidieron en tomar al cine como un gran difusor de valores y proclamaron la necesidad de “proteger” a la población para establecer lo que podía y no podía verse.

La prohibición a que la mayor cómica argentina de todos los tiempos, Niní Marshall, interpretara en su público su más popular personaje, Catita, con el insólito argumento que deformaba el idioma, fue una perla que los militares preperonistas dejaron en esta historia.

Pero antes de las elecciones de 1946 fueron a cuestiones más de fondo al instaurar en la capital argentina la “calificación previa” de los films, tanto nacionales como extranjeros, que estableció la prohibición o la inconveniencia de verlos antes de los 18 y 14 años.

El peronismo sancionó el primer código de censura tomando el modelo del presidente norteamericano Frankin D. Roosevelt en el Código Hays, y estableció que no se permitiría ningún film que “pueda rebajar el nivel moral de los espectadores”, una generalidad concretada en que “la familia, el Estado, la iglesia, el ejercito la autoridad y la ley no pueden ser objeto de escarnio”.

Al obligar a la exhibición de películas nacionales y favorecer la industria nacional del cine, ganó el respaldo de los productores locales y de actores por las mayores fuentes de trabajo, pero el “clima de época” hostil obligó a estrellas, como Libertad Lamarque, Luisa Vehil y Delia Garcés, a migrar mientras que grandes actores como Francisco Petrone entraron en un cono de sombra.

La revancha gorila luego de 1955 fue análoga y aun peor porque llevó a la cárcel al cantante, actor y productor Hugo del Carril, director de un clásico del cine social como “Las aguas bajan turbias”, de 1952, y también a Lucas y Atilio Mentasti, propietarios de Argentina Sono Films, propulsores de la industria del cine nacional acusados de contrabandear celuloide.

Invernizzi también aborda una variante poco estudiada y menos conocidas de la censura, como fue la guerra al cine nacional que declararon los exhibidores que durante la Libertadora, que conservó el invento del todopoderoso secretario de información pública, Raúl Apold, que en 1951 creó la Comisión Nacional Calificadora con funciones censoras en todo el país.

El organismo fue robustecido durante el frondicismo, que le adosó representaciones institucionales de las Ligas de madres y padres de familia, el Movimiento Familiar Cristiano y otro grupúsculos del catolicismo intolerante.

Inspirado en el edicto franquista que prohibía difundir las “actividade sexuales ilícitas”, el código de censura dictado en 1968 bajo la dictadura de Onganía prohibió las escenas con “insinuaciones de orden sexual, estimulo del erotismo” y otras que promovieran las relaciones extramatrimoniales. Mientras, en orden a la ley 17.401 que prohibia el pensamiento comunista, se  prohibieron filmes que promovieran el conflicto y “la negativa del deber de defender a la Patria”.

Como todo libro sobre la censura, “Cines rigurosamente vigilados” se detiene en figura enigmática y contradictoria de Miguel Paulino Tato, designado al frente al ente calificador durante el gobierno de Isabel Perón y que se convirtió en sinónimo de la tijera durante los años de plomo.

Apoyado en su labor por la Iglesia, Tato provenía de la crítica cinematográfica y mientras polemizaba con sus colegas con los más despóticos criterios, ayudaba a subsistir a algunos de ellos víctimas de su propia intolerancia.

“Cada época tuvo su censura y conviene tomársela en serio porque la historia de la cultura no tiene sentido sin la historia de la censura”, sintetiza Invernizzi en este libro de 343 páginas, editado por Capital Intelectual.
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